23.12.13

Los extraños mundos de los cuantos


Paul Davies

Debemos, pues, reconocer que el microcosmos no está regido por leyes deterministas que regulen con exactitud el comportamiento de los átomos y de sus componentes, sino por el azar y la indeterminación.
Así, una partícula como el electrón tiene un comportamiento ondulatorio, a la vez que las ondas electromagnéticas también presentan características corpusculares. No existe contrapartida cotidiana a la dualidad «onda–partícula», de manera que el microcosmos no es una mera versión liliputiense del macrocosmos, sino algo cualitativamente distinto, casi paradójicamente distinto. En este extraño mundo de los cuantos, la intuición nos abandona y pueden ocurrir cosas aparentemente absurdas o milagrosas. En este capítulo examinaremos algunas de las consecuencias de la teoría cuántica y describiremos la naturaleza verdaderamente insustancial del, en apariencia, concreto mundo de la materia.
El principio de incertidumbre de Heisenberg pone restricciones a la exactitud con que se puede determinar la localización y el movimiento de las partículas, pero estas dos magnitudes no son las únicas que pueden medirse. Por ejemplo, podríamos estar más interesados por la velocidad del «spin» de un átomo o por su orientación.
O bien, podríamos necesitar medir su energía o el tiempo que tarda en pasar a un nuevo estado energético.
Es posible analizar las observaciones de estas magnitudes de la misma manera que se utilizó el microscopio de rayos gamma, descrito en el capítulo anterior, para estimar la incertidumbre de la posición y del impulso.
Para ilustrar estas nuevas posibilidades, supongamos que queremos determinar la energía de un fotón de luz. De acuerdo con la hipótesis cuántica original de Planck, la energía de un fotón es directamente proporcional a la frecuencia de la luz: al doble de frecuencia corresponde el doble de energía. Un procedimiento práctico de medirla consiste, pues, en medir la frecuencia de la onda luminosa, lo que puede hacerse contando el número de oscilaciones (es decir, de crestas y vientres de la onda) que pasan en un determinado intervalo de tiempo. Para la luz visible es grandísimo: alrededor de mil billones por segundo. Para que la operación tenga éxito es menester evidentemente que al menos se produzca una oscilación de la onda, y a ser posible varias, pero cada oscilación requiere un intervalo de tiempo determinado. La onda debe pasar desde la cresta al vientre y de nuevo a la cresta. Medir la frecuencia de la luz en una fracción de tiempo inferior a ésta es a todas luces imposible, incluso en teoría. En el caso de la luz visible, la duración necesaria es muy breve (una milbillonésima de segundo). Las ondas electromagnéticas con longitudes de onda mayores y menor frecuencia, tales como las ondas radiofónicas, pueden precisar algunas milésimas de segundo para cada oscilación. Consiguientemente los fotones de las ondas de radio tienen muy poca energía. Por el contrario, los rayos gamma oscilan centenares de veces más de prisa que la luz y la energía de sus fotones es cientos de veces mayor.
Estas sencillas consideraciones ponen de manifiesto que existe una fundamental limitación de la exactitud con que puede medirse la frecuencia, y por tanto la energía, en un intervalo dado de tiempo. Si la duración es menor que un ciclo de la onda, la energía queda muy indeterminada, por lo que hay una relación de incertidumbre que vincula la energía y el tiempo que es idéntica a la relación ya expuesta entre posición e impulso. Para conseguir una exacta determinación de la energía, es necesario hacer una larga medición, pero si lo que nos interesa es el momento en que sucede un acontecimiento, entonces una determinación exacta sólo puede hacerse a expensas del conocimiento sobre la energía. Hay aquí, pues, un equilibrio entre información sobre la energía e información sobre el tiempo similar a la mutua incompatibilidad entre la posición y el movimiento. Esta nueva incertidumbre tiene consecuencias de lo más espectaculares.
Antes de volver a cuestiones de mayor amplitud, debemos subrayar un punto importante. La limitación de las mediciones de la energía y del tiempo, al igual que las de la posición y el impulso, no son meras insuficiencias tecnológicas, sino propiedades categóricas e inherentes de la materia. En ningún sentido cabe imaginar un fotón que «realmente» posea en todos los momentos una energía bien definida, aun cuando nos sea imposible medirla, ni tampoco un fotón que surja en un determinado momento con una frecuencia concreta. La energía y el tiempo son características incompatibles para los fotones, y cuál de las dos se ponga de manifiesto con mayor exactitud depende por completo de la clase de las mediciones que elijamos efectuar.
Vislumbramos ahora, por primera vez, el asombroso papel que el observador desempeña en la estructura del microcosmos, pues los atributos que poseen los fotones parecen depender precisamente de las magnitudes que el experimentador decida medir. Además, la relación de incertidumbre energía–tiempo, como la de la posición–impulso, no se limita a los fotones, sino que es válida para toda la actividad subatómica.
Una consecuencia inmediatamente perceptible de la relación de incertidumbre energía–tiempo se refiere a la calidad de la luz que emiten los átomos. Como se ha mencionado, los colores que irradian las distintas sustancias vienen determinados por el espaciado de los niveles atómicos de energía, y esto permite a los físicos identificar los distintos productos químicos con la mera observación de su espectro luminoso. Un típico espectro, por ejemplo, de un tubo fluorescente lleno de gas, presenta una serie de rayas bien marcadas que representan las distintas frecuencias (es decir, las energías) de la luz que emana ese tipo de átomos. Cada raya la producen fotones con una energía determinada que se emiten cuando los electrones de los átomos de gas saltan de los niveles superiores a los inferiores.
Hay en estas rayas un importante detalle que ilustra maravillosamente la relación de incertidumbre energía–tiempo. La emisión de un fotón individual ocurre cuando un electrón es empujado (por ejemplo, por una corriente eléctrica) a un nivel energético superior, de modo que el átomo pasa transitoriamente por un estado de excitación. Pero el estado de excitación sólo en parte es estable y pronto los electrones vuelven al estado más cómodo de baja energía.
La duración del estado de excitación depende de varios factores, como son la distribución de los demás electrones y la diferencia energética entre los estados, y oscila enormemente entre una millonésima de billonésima de segundo y una milésima de segundo e incluso más. Si la duración es muy corta, entonces la relación de incertidumbre tiempo–energía exige que la energía de los fotones emitidos no esté muy bien definida. Desde el punto de vista del observador, esto significa que una masa de átomos idénticamente excitados no producirá, al retornar a su estado anterior, fotones idénticos. Por el contrario, la masa de fotones variará en cuanto a energía y por tanto en frecuencia. Al mirar la luz de millones de átomos, el observador no ve un color exactamente definido, sino una mancha de color concentrada alrededor del centro de la raya espectral. Las mismas rayas, por tanto, no son del todo claras, sino de bordes borrosos, y su anchura está directamente relacionada con la duración del estado de excitación atómica. Así pues, un estado de corta duración da una raya ancha debido a que los fotones tienen una energía muy incierta, mientras que una raya estrecha indica una larga duración y una cantidad de energía bastante definida.
Midiendo el ancho de las rayas los físicos pueden deducir la duración del correspondiente estado de excitación.
Una de las consecuencias más notables de la relación de incertidumbre energía–tiempo es la transgresión de una de las más apreciadas leyes de la física clásica. En la vieja teoría newtoniana de la materia, la energía se conserva rigurosamente. No hay manera de crear ni de destruir energía, si bien pueden transformarse de una a otra forma. Por ejemplo, un hornillo eléctrico transforma la energía eléctrica en calor y luz; una máquina de vapor transforma la energía química en energía mecánica, y así sucesivamente. Cualquiera que sea el número de veces en que se transforme o divida, sigue habiendo la misma cantidad total de energía. Esta ley fundamental de la física ha desmantelado todos los intentos de inventar el «perpetuum mobile» –la máquina que funcione sin combustible–, pues es imposible sacar energía de la nada.
En el terreno cuántico, la ley de la conservación de la energía resulta discutible. Afirmar que la energía se conserva nos obliga, al menos en principio, a poder medir con exactitud la energía que hay en un momento y en el siguiente, para comprobar que la cantidad total se ha mantenido invariable. Sin embargo, la relación de incertidumbre energía–tiempo exige que los dos momentos en que se comprueba la energía no deban ser demasiado próximos, o bien habrá cierta indeterminación en cuanto a la cantidad de energía. Esto abre la posibilidad de que en períodos muy breves la ley de la conservación de la energía pudiera quedar en suspenso. Por ejemplo, podría aparecer energía espontáneamente en el universo, siempre que volviera a desaparecer durante el tiempo que concede la relación de incertidumbre. Hablando en términos pintorescos, un sistema puede «tomar prestada» energía según un arreglo bastante especial: la debe devolver en un plazo muy breve. Cuanto mayor es el préstamo, más rápida ha de ser la devolución. A pesar del limitado plazo del préstamo, veremos que durante su duración es posible hacer cosas espectaculares con la energía prestada.
Dado que nos ocupamos de sistemas subatómicos, las cantidades de energía en cuestión son muy pequeñas para los estándares cotidianos. No hay posibilidad, por ejemplo, de hacer funcionar una máquina a base de energía prestada, como era la ilusión de los inventores medievales. La energía que emite una luz eléctrica en un segundo sólo puede ser tomada prestada, gracias al principio de incertidumbre, durante una billonésima de billonésima de billonésima de segundo. Dicho de otro modo, el mecanismo de préstamo cuántico sólo asciende a una fracción de la emisión de una lámpara eléctrica correspondiente a un uno seguido de treinta y seis ceros.
En el terreno subatómico las cosas son distintas porque las energías son mucho menores que en la vida diaria y hay tanta actividad que incluso períodos de tiempo que son absolutamente diminutos para nosotros permiten que ocurran muchas cosas. Por ejemplo, la energía necesaria para elevar un electrón a un estado atómico excitado es tan pequeña que puede tomarse prestada durante varias milésimas de billonésimas de segundo. Puede que parezca tratarse de un período no muy largo, pero permite importantes efectos. Si un fotón encuentra un átomo, puede ser absorbido, provocando que el átomo se excite al pasar un electrón a un nivel energético superior. Si el fotón no tiene la bastante energía para elevar el electrón, el déficit puede tomarse prestado, lo que permite que la excitación ocurra temporalmente. Si el déficit energético no es demasiado grande, el préstamo puede ser bastante largo, tal vez de una mil billonésima de segundo. Este tiempo es lo bastante largo para que el electrón gire alrededor del átomo y en cualquier caso es comparable a la duración del estado de excitación. El resultado es que, cuando se devuelve el préstamo y el fotón es reemitido, el átomo ha estado excitado el suficiente tiempo para reordenar su forma, de manera que el fotón emitido no lo será en la misma dirección del primero. Esto cabe describirlo diciendo que el fotón entrante ha sido desviado por el átomo hacia otra dirección.
Cuanto más se aproxima el fotón a la energía exacta necesaria para elevar el electrón al estado de excitación, menor es el préstamo y mayores la duración y el efecto dispersante. Puesto que la energía es proporcional a la frecuencia, que a su vez es una medida del color de la luz, de ahí se deduce que los distintos colores se dispersarán en distinto grado. Por eso, hay materiales que son transparentes a unos colores y no a otros, de manera que se ven coloreados al mirar a su través. La dispersión preferencial de la luz de frecuencia alta explica por qué el cielo es azul: la luz blanca del sol contiene muchas frecuencias entremezcladas. Las frecuencias altas corresponden a los colores como el azul y el violeta, las frecuencias bajas al verde y el rojo. Cuando la luz del sol choca con los átomos del aire en la alta atmósfera, parte de la luz azul se desperdiga coloreando el cielo y la restante luz, a la que se le ha robado su azul, es rica en frecuencias bajas, por lo que parece amarilla. Esta es la razón de que el Sol sea de color amarillo. Cuando se ve cerca del horizonte, la mayor profundidad de la capa de aire que atraviesa la luz multiplica este efecto, aumentando la disipación de las frecuencias bajas, y el Sol adopta un color rojizo.
A manera de ilustración adicional de la incertidumbre energética, examinemos el problema de hacer rodar una bola sobre un montículo. De impulsarla con poca energía, la bola alcanza sólo parte de la altura del montículo, donde se detiene y rueda de vuelta. Por otra parte, de lanzarla con mucha energía la bola conseguirá llegar hasta la cumbre del montículo, donde comenzará a rodar hacia abajo por el lado opuesto. Se plantea entonces el problema de si la bola puede tomar prestada la suficiente energía, mediante el mecanismo de préstamo de Heisenberg, para superar el montículo aun cuando haya sido lanzada a muy poca velocidad.
Para comprobar estas ideas se puede estudiar el comportamiento de los electrones, que hacen el papel de bolas, cuando entran en el campo de una fuerza eléctrica que actúa lo mismo que un montículo desacelerando el ascenso de los electrones. Si se disparan electrones contra esta barrera electrónica se comprueba efectivamente que algunos atraviesan la barrera, incluso cuando la energía de lanzamiento es muy inferior a la que necesitan para superar el obstáculo según las consideraciones extracuánticas. Si la barrera es delgada y no demasiado «alta», la energía necesaria pueden tomarla prestada los electrones durante el breve período de tiempo necesario para que los electrones se desplacen a través de ella. Por tanto, el electrón aparece al otro lado de la barrera, aparentemente habiéndose abierto paso a su través. Este llamado efecto túnel, como todos los fenómenos controlados por la teoría cuántica, es de naturaleza estadística: los electrones tienen una cierta probabilidad de atravesar la barrera. Cuanto mayor sea el déficit energético, más improbable es que el principio de incertidumbre les sirva de fiador. En el caso de una bola real que pese unos cien gramos y de un montículo de diez metros de altura y diez metros de espesor, la probabilidad de que la bola se abra paso a través del montículo cuando todavía está a un metro de la cima es sólo una entre un uno seguido de un billón de billones de billones de ceros.
Aunque irrelevante para los objetos macroscópicos, el efecto túnel es vital para algunos procesos subatómicos. Uno de estos procesos es la radioactividad. El núcleo del átomo está rodeado de una barrera similar a un montículo, provocado por la competencia entre la repulsión eléctrica y la atracción nuclear. Las partículas que forman parte del núcleo, como los protones, son fuertemente repelidas por las cargas eléctricas de todos los protones vecinos, pero habitualmente no son expulsadas del núcleo debido a que la fuerza eléctrica es superada por fuerzas atractivas mayores que mantienen el núcleo unido. No obstante, estas últimas tienen un alcance muy reducido y desaparecen por completo fuera de la superficie del núcleo. De ahí se sigue que, si un protón fuera apartado a una corta distancia del núcleo y dejado en libertad, sería lanzado hacia fuera a gran velocidad por el campo eléctrico, siendo impotente para impedirlo la fuerza nuclear, como consecuencia de su aislamiento del núcleo.
Las emanaciones de alta velocidad de núcleos atómicos radiactivos fueron descubiertas por Henri Becquerel en 1898 y denominadas rayos alfa. Pronto se descubrió que en absoluto eran rayos, sino partículas; en realidad son cuerpos compuestos que constan de dos protones unidos con dos neutrones. La explicación del escape de las partículas alfa de los núcleos radiactivos se basa en el efecto túnel. La partícula alfa, cuando está dentro del núcleo, no tiene la suficiente energía para superar los lazos de la fuerza nuclear que mantiene unidos las partículas. Permanece atrapada en el núcleo por una barrera de fuerza que no puede sobrepasar. Sin embargo, tomando energía prestada durante tan sólo una millonésima de billonésima de segundo –que es lo que tarda una partícula alfa en recorrer las diez millonésimas de millonésima de centímetro de la superficie nuclear–, la partícula puede escapar. En un préstamo de tan corta duración, la energía que se toma prestada es comparable a la energía que existe en la partícula alfa, de modo que su comportamiento sufre una profunda modificación.
Atraviesa la barrera y aparece del otro lado, donde la fuerza eléctrica libre de trabas, la lanza a enorme velocidad convirtiéndola en un rayo alfa. En todo núcleo donde esto sea posible, hay una cierta probabilidad de que, tras un determinado tiempo, se produzca una emisión alfa. Así, en una gran masa de átomos radiactivos, al duplicarse este tiempo se producirán el doble de emisiones. Por tanto, toda materia radiactiva tiene una determinada vida media contra la desintegración, cuya duración depende sensiblemente del tamaño y el espesor de la barrera que constituye la fuerza nuclear.
Un comportamiento igual de notable presentan las partículas cuya energía excede la necesaria para superar la barrera. Debido a la naturaleza ondulatoria de la materia, algunas ondas se reflejan en la barrera, por mucha energía que tenga la partícula. Esto implica una determinada probabilidad de que la partícula rebote en una barrera por mínima que ésta sea. De hecho hay una probabilidad, aunque increíblemente pequeña, de que una bala rebote al chocar contra una hoja de papel.
A comienzos de la década de 1930, la teoría cuántica se combinó con la relatividad especial, gracias en gran medida a la obra de Paul Dirac, e inmediatamente abrió nuevos horizontes. Hasta entonces, las ecuaciones que utilizaban los físicos para describir las ondas de la materia, las ecuaciones de Schrödinger, eran matemáticamente inconsistentes con el principio de la relatividad especial. Dirac buscaba unas ecuaciones sustitutivas, pero encontró que no se podía conseguir una fórmula satisfactoria utilizando los tipos de objetos matemáticos entonces conocidos. Le fue necesario inventar un nuevo tipo de magnitud, llamada «spinor», que permitiera a sus ecuaciones las simetrías adicionales inherentes a la teoría de la relatividad. La ecuación de Dirac predice en general resultados que se diferencian poco de los de la anterior ecuación no–relativista. Pero de ella surgieron dos rasgos nuevos y de profunda significación.
El primero se refiere al comportamiento de las partículas cuando se las somete a rotación. Las leyes de la mecánica cuántica hacen predicciones concretas sobre el comportamiento de los cuerpos que se mueven siguiendo trayectorias curvas, tales como órbitas circulares. Dirac descubrió que para que estas leyes se sostengan es preciso suponer que la propia partícula e de alguna manera rotando (en inglés «spinning», de donde el nombre de «spinor»). El movimiento del electrón alrededor del átomo, por ejemplo, se parece al de la Tierra (que también rota sobre su propio eje) yendo alrededor del Sol. La rotación intrínseca del electrón tiene un rasgo incómodo, sin embargo, que no presenta la rotación de la Tierra. Imagínese una bola que rota en el sentido de las agujas del reloj alrededor de un eje vertical. Si se voltea la bola de arriba abajo, rotará en sentido contrario a las agujas del reloj alrededor del mismo eje vertical. Continuando el giro de la bola hasta completar los 360º, de vuelta a su posición original, volverá a girar en el sentido de las agujas del reloj.
Esta descripción parece tan evidente que uno tiende a darla por sentada y a suponer que se aplica también a los pequeños cuerpos rotatorios, incluidos los electrones.
Lo extraordinario es que los electrones sencillamente no vuelven a su situación anterior cuando se les da una vuelta entera. En realidad, necesitan dos revoluciones completas y sucesivas para volver a la misma posición. Es como si los electrones tuviesen una doble perspectiva del universo, un rasgo casi sin paralelo en los cuerpos macroscópicos y absolutamente misterioso desde el punto de vista de la experiencia cotidiana.
El origen de la doble naturaleza de los electrones afecta, durante las rotaciones, al comportamiento de la onda que llevan asociada.
Resulta que después de una sola revolución, la onda vuelve, por así decirlo, con las crestas y los vientres intercambiados, y sólo una segunda rotación restaura la configuración original. Todo esto indica que el movimiento giratorio interno de las partículas subatómicas tiene en realidad un carácter muy distinto al de la sencilla idea de una esfera rotatoria. Sin embargo, el «spin» intrínseco puede medirse en el laboratorio y, en realidad, se infirió su existencia a partir de unas curiosas líneas dobles muy concretas en el espectro atómico, antes de que Dirac llegase a su explicación. No todas las partículas subatómicas poseen esta peculiar rotación de tipo Dirac, con su doble carácter. Hay partículas que en absoluto rotan y no presentan la doble imagen, mientras que otras tienen dos o cuatro unidades de «spin». No obstante, las partículas conocidas –electrones, protones y neutrones– que componen la materia ordinaria, son todas partículas de tipo Dirac, con el característico «spin».
El trabajo de Dirac dio lugar a otro sensacional resultado que es todavía más extraordinario que el «spin» intrínseco. Las consecuencias completas de la ecuación de Dirac no se extrajeron sino al cabo de años, pero desde el comienzo, en 1931, el propio Dirac se concentró en un rasgo simple pero peculiar de sus nuevas matemáticas. Como todos los físicos, Dirac consideraba que las ecuaciones eran algo a resolver y suponía que cada solución representaba la descripción de alguna situación física real. Así, por ejemplo, si se utilizaba la ecuación para estudiar el movimiento de un electrón que orbita alrededor de un núcleo de hidrógeno, entonces cada solución debía corresponder a un posible estado concreto de movimiento. Como era de esperar, la ecuación de Dirac poseía un número infinito de soluciones, una para cada nivel energético del átomo, y todavía más para los movimientos de los electrones energéticos que se mueven desligados de la atracción del núcleo de hidrógeno. Lo sorprendente fue, no obstante, el descubrimiento de todo un conjunto de soluciones adicionales que no tenían ninguna contrapartida física evidente. De hecho, a primera vista parecían carecer por completo de sentido. Para cada solución de la ecuación de Dirac que describe un electrón con una energía dada, hay una especie de solución refleja que describe otro electrón con igual cantidad de energía negativa.
La energía, lo mismo que el dinero, se consideraba hasta entonces una cualidad puramente positiva. Un cuerpo posee energía si se mueve, si tiene carga eléctrica o si es excitado de cualquier otro modo. Probablemente sea posible extraer toda la energía de un cuerpo hasta dejarlo a cero de energía, pero ¿qué significa una energía inferior a cero? ¿Qué aspecto tendría y cómo se comportaría un cuerpo con energía negativa? Al principio, Dirac desconfiaba mucho de estas soluciones reflejas, cuya evidente interpretación era que se trataba de caprichos extrafísicos –mero exceso de equipaje matemático– y no de descripciones del mundo real. Sin embargo, la experiencia ha demostrado que cuando existe una solución matemática a una ley de la naturaleza, también suelen existir contrapartidas físicas. Dirac estudió qué ocurriría si estos curiosos estados de energía negativa fueran estados verdaderamente posibles de la materia. Se dio cuenta de que presentaban una gran paradoja, porque en apariencia permitían que cualquier electrón ordinario (es decir, de energía positiva) saltara a un estado de energía negativa mediante la emisión de un fotón. Entonces, lo que habitualmente suele considerarse el estado energético mínimo o estado fundamental de, pongamos, el átomo de hidrógeno ya no sería, a fin de cuentas, el estado mínimo, y habría que volver al problema clásico de cómo se evita que los átomos se colapsen. Además, no hay límites al tamaño negativo de los estados de Dirac, de tal modo que toda la materia del universo amenaza con caer en un pozo sin fondo entre una infinita lluvia de rayos gamma.
Para evitar esta catástrofe, Dirac hizo una notable propuesta.
¿Qué pasaría si la materia ordinaria eludiera la caída infinita debido a que todos los estados de energía negativa estuvieran ya ocupados por otras partículas? El razonamiento que hay tras esta idea brota de un importante descubrimiento hecho por el físico alemán Wolfgang Pauli en 1925. Pauli estudió las propiedades de las partículas con «spin», pero no aisladas, sino colectivamente. La curiosa naturaleza doble del «spin» intrínseco está íntimamente relacionada con la manera en que dos o más de tales partículas responden a la proximidad de las demás. Como consecuencia de sus propiedades ondulatorias, dos electrones percibirán su mutua presencia, absolutamente al margen de la fuerza eléctrica que actúe entre ellos, porque las crestas y los vientres de la onda del uno se superpondrán e interferirán con las crestas y vientres del otro. Un estudio matemático de este efecto demuestra que existe un tipo de repulsión que evita que haya más de un electrón que ocupe en cada momento el mismo estado. Dicho de manera informal, dos electrones no pueden agolparse demasiado cerca. Es como si cada electrón poseyera una pequeña unidad de territorio que no puede ser invadido por sus semejantes.
El principio de exclusión de Pauli, como llegó a denominarse la propiedad territorial, conduce a algunos efectos importantes.
Implica que los electrones densamente apretados tengan una extraordinaria rigidez, puesto que la tendencia a la exclusividad les impide apretujarse en el mismo espacio.
Uno de los lugares donde la concentración de la materia es más feroz es el centro de las estrellas. El inmenso peso de las estrellas hace que sus núcleos se encojan bajo la gravedad de las enormes densidades, quizá de hasta mil millones de kilogramos por centímetro cúbico. Mientras continúan ardiendo, impiden una mayor contracción mediante la producción de grandes cantidades de calor que elevan la presión interior. En último término, empero, el combustible se va consumiendo y se produce una progresiva contracción hasta que los electrones empiezan a sentirse incómodos por la proximidad de sus vecinos. Entonces entra en juego el principio de Pauli que trata de impedir que la estrella continúe aplastándose. En las estrellas como el Sol, se tardará unos cinco millones de años más en llegar a tal estado, pero cuando se alcance las consecuencias serán espantosas. Las propiedades de esta materia ultraaplastada están predominantemente controladas por la actividad colectiva de los electrones. Un resultado de este principio de exclusividad es que el material estelar se comporta de manera extraña en presencia del calor. Al inyectar calor, en lugar de provocar que la materia se expanda y enfríe, el calor permanece atrapado, elevando la temperatura.
Si este proceso prosigue hasta el punto en que comienzan a arder nuevas reservas de combustible estelar, el calor contenido crece súbitamente como en una olla a presión sobrecalentada y el núcleo de la estrella explota, en un paroxismo no lo bastante violento para deshacerla en fragmentos, pero sí lo bastante traumático para alterar drásticamente su estructura, pasando de ser una gran estrella roja y fría a ser una gigante azul muy caliente. Por último, todo el combustible se quema y una estrella como nuestro Sol acaba sus días encogiéndose hasta un tamaño como el de la Tierra, sostenida contra nuevos desmoronamientos por los electrones.
Otro lugar donde la rigidez entre los electrones desempeña un papel vital es el interior del átomo. Un gran átomo puede contener docenas de electrones orbitando alrededor del núcleo y, a primera vista, parece que todos ellos deberían desmoronarse hasta el mínimo de energía disponible. De ocurrir así, todos los electrones quedarían revueltos en estrecha proximidad y de forma caótica, y es dudoso que pudieran formarse tan siquiera enlaces químicos estables. Lo que en realidad se ha visto que sucede es que los electrones se apilan en ordenadas capas unos alrededor de los otros, evitando las capas inferiores el desmoronamiento de las superiores, de acuerdo con el principio de exclusión de Pauli. Sin el juego de este principio, todos los átomos pesados se descompondrían en una masa informe.
Volviendo al problema de los estados de energía negativa de Dirac, el principio de Pauli ofrece una solución a la paradoja.
Al igual que a los electrones de un átomo se les impide caer a los niveles más bajos de energía al estar estos niveles ocupados por otros electrones, también los simples electrones verían impedida su caída en el pozo sin fondo si el pozo ya estuviera lleno de electrones. La idea es sencilla, pero padece de un evidente defecto.
¿Dónde están todos esos electrones (y demás partículas) de energía negativa que bloquean el pozo? Al no tener éste fondo, sería menester un número infinito de partículas para rellenarlo. La respuesta de Dirac parece a primera vista poco convincente. Argumenta que este conjunto infinito de partículas es invisible, de modo que lo que normalmente nosotros consideramos el espacio vacío no está realmente vacío, sino lleno de un infinito mar de materia de energía negativa no detectada.
A pesar de lo que tiene de disparatada, la idea de Dirac cuenta con cierta capacidad de predicción.
Examinemos, por ejemplo, cómo respondería uno de estos habitantes invisibles del espacio a la presencia de un fotón. Al igual que un electrón cualquiera, el electrón de energía negativa absorbe el fotón y utiliza su energía para saltar a un estado energético superior, siempre que haya espacio disponible. Si la energía del fotón es lo bastante grande, puede elevar directamente al electrón negativo fuera del pozo, colocándolo en un estado de energía positiva normal, donde hay mucho sitio. Tal acontecimiento sería presenciado por nosotros en forma de abrupta aparición de la nada de un nuevo electrón y la simultánea desaparición de un fotón. Puesto que el electrón con energía positiva es observable, la transición de la energía negativa a la positiva significa que el electrón sencillamente se materializa saliendo del espacio vacío. Pero no es eso todo.
Deja tras de sí un agujero en el mar de energía negativa. Si bien la presencia de un electrón de energía negativa es invisible, su ausencia (es decir, el agujero) debe ser visible. La ausencia de energía negativa, de una partícula con carga negativa, debe aparecer ante nosotros como la presencia de una energía positiva, de una partícula con carga positiva. Así pues, junto al recién creado electrón habrá una especie de partícula espejo con carga eléctrica contraria, positiva.
Por tanto, la teoría de Dirac predice un tipo completamente nuevo de materia, actualmente denominada antimateria. Un fotón energético debe ser capaz de crear el par electrón–antielectrón o bien el par protón–antiprotón. En 1932, Carl Anderson, un físico norteamericano, descubrió un antielectrón (habitualmente llamado positrón) entre los residuos subatómicos de una lluvia de rayos cósmicos. Desde entonces se han producido en los laboratorios cientos de partículas de antimateria, confirmando espectacularmente la ecuación de Dirac.
Como se esperaba, la antimateria no sobrevive mucho tiempo. El hueco que queda en el mar de energía negativa será buscado por cualquier partícula de energía positiva situada por encima. Si un electrón ordinario encuentra tal agujero, desaparecerá en su interior y se desvanecerá del universo, emitiendo un rayo gamma como pago de su pérdida de energía. Este proceso es el inverso de la creación del par y se interpreta como que el encuentro de un electrón con un positrón conduce a su mutua aniquilación. De manera que siempre que la materia y la antimateria se encuentran, el resultado es una desaparición explosiva.
La idea de que la materia se cree y se aniquile es una consecuencia de la teoría de la relatividad, que Dirac incorporó cuidadosamente a su ecuación. En el capítulo 2 vimos que si un cuerpo se acelera hasta cerca de la velocidad de la luz, se irá volviendo cada vez más pesado como procedimiento para impedir ser empujado más allá de la barrera de la luz.
El exceso de peso representa la conversión de la energía en masa, que a menor velocidad se dirigiría, por el contrario, a aumentar la velocidad del cuerpo. De ahí se deduce que la masa es, en realidad, una mera forma de energía encerrada. Por ejemplo, un protón contiene una billonésima de billonésima de gramo de masa, pero tan concentrada está esta energía enjaulada que incluso una cantidad de materia tan pequeña puede producir un destello de luz visible para el ojo humano a diez metros de distancia. La conversión de la energía en materia explica la súbita aparición de los pares partícula–antipartícula por el mecanismo de Dirac, estipulándose la cantidad de energía necesaria según la famosa fórmula de Einstein E = mc2. El proceso inverso, en el que la materia se convierte en energía, también ocurre en las bombas atómicas y en las centrales atómicas, así como en el Sol, cuya fuente de energía es la desaparición de cuatro millones de toneladas de masa por segundo.
Si la masa no es sino una forma de la energía, como sostiene Einstein, entonces la energía, lo mismo que la masa, debe tener peso. ¿Qué ocurre con los cuatro millones de toneladas de materia solar que se pierden cada segundo? La respuesta es que se convierten en luz solar, de tal modo que un segundo de luz solar debe pesar cuatro millones de toneladas. ¿Cómo se puede comprobar esto? La cantidad total de luz solar que choca cada segundo contra la Tierra pesa la miseria de dos kilos, de tal modo que sería vano recoger la luz solar y pesarla.
Sorprendentemente, es mejor estrategia pesar la luz aún más débil de las estrellas lejanas. Utilizando la gravedad solar para aumentar el peso de la luz algo por encima de su peso en la Tierra, puede pesarse un rayo de luz estelar que roza el borde del Sol observando su combamiento por la gravedad solar. Esto es lo que hizo Eddington durante el eclipse solar de 1919.
Aunque resulte impresionante, la teoría de Dirac del mar de partículas invisibles de energía negativa resulta difícil de tragar literalmente. Los posteriores progresos matemáticos demostraron que en realidad su modelo sólo es heurístico y que la ecuación de Dirac requiere una nueva elaboración matemática para poder explicar globalmente la aparición y desaparición de la materia. En la teoría más moderna, la creación y la aniquilación de pares ocurre como antes, pero las dificultades que presentaban los estados de energía negativa no surgen en los mismos términos.
Cuando se combina la probabilidad de creación de un par de partículas con la relación de incertidumbre entre la energía y el tiempo de Heisenberg, se hacen posibles algunos efectos nuevos y espectaculares. Sacar un electrón del mar de energía negativa y, en consecuencia, crear un par electrón–positrón exige un rayo gamma de energía igual, como mínimo, a 2mc2, el doble del segundo término de la ecuación de Einstein.
No obstante, esta cantidad bastante grande de energía puede tomarse prestada durante alrededor de una mil millonésima de billonésima de segundo, lo que permite al par electrón–positrón pasar transitoriamente por la existencia antes de volver a desvanecerse. Estos pares fantasmas llenan todo el espacio.
Lo que nosotros solemos considerar como espacio vacío es, en realidad, un mar de incesante actividad, lleno de todas clases de materia no permanente; electrones, protones, neutrones, fotones, mesones, neutrinos y otras muchas más especies de materia, cada una de las cuales sólo existe durante ínfimas fracciones de tiempo. Para distinguir estos intrusos de las formas más permanentes de materia que todos conocemos, los físicos utilizan la palabra «virtual» para los primeros y «real» para las últimas.
Esta «melée» fantasmal no es una simple metáfora de los teóricos, pues las fluctuaciones de la ebullición pueden producir efectos cuantificables, incluso en los objetos cotidianos. Por ejemplo, el estado gelatinoso de determinadas pinturas procede de fuerzas moleculares inducidas por estas fluctuaciones del vacío. También es posible perturbar el vacío introduciendo materia. Una plancha de metal, que refleja la luz, también refleja los evanescentes fotones virtuales del vacío. Atrapándolos entre dos placas paralelas es posible alterar ligeramente su energía, lo que produce una fuerza cuantificable en las placas.
Estas nuevas posibilidades modifican drásticamente la imagen que tenían los físicos de las partículas subatómicas. El electrón, por ejemplo, ya no puede considerarse como un simple objeto puntual, pues está continuamente emitiendo y absorbiendo fotones virtuales a través del mecanismo de préstamo de energía de Heisenberg. Por tanto, cada electrón está envuelto en una nube de fotones virtuales y, si nos acercamos más, deducimos también la presencia de protones, mesones, neutrinos y todas las demás especies de partículas virtuales que zumban alrededor del electrón como un enjambre en acción. En realidad, todas las partículas subatómicas están revestidas de esta especie de elaborada y compleja capa de materia virtual.
A veces la nube virtual produce inesperados efectos físicos. Por ejemplo, el neutrón es una partícula eléctricamente neutra, como su mismo nombre indica, de modo que no transporta ninguna carga eléctrica.
No obstante, todo neutrón está revestido de una nube de partículas virtuales, parte de las cuales tienen carga eléctrica. Siempre estará presente el mismo número de cargas positivas y de negativas, pero éstas no han de estar necesariamente en el mismo lugar. Por tanto, existe la posibilidad de que un neutrón esté rodeado de capas de partículas virtuales con carga eléctrica, como son los mesones.
Por ello, cuando se dispara un electrón contra un neutrón, desperdigará esta electricidad, lo que permitirá trazar un mapa de la distribución de la carga alrededor del neutrón. Además, al ser una partícula de tipo Dirac, el neutrón posee un «spin» intrínseco, lo que quiere decir que conforme rota arrastra a su alrededor estas capas cargadas, estableciendo minúsculas corrientes eléctricas. Estas corrientes crean un campo magnético medible en el laboratorio. Cuando se realizó esta medición por primera vez, en 1933, produjo consternación entre los físicos, que no contaban con que un objeto eléctricamente neutro tuviera campo magnético.
Podemos imaginar que cada partícula transporta consigo todo un séquito de partículas virtuales.
Ninguna de las partículas virtuales vive lo bastante para adquirir el título de entidad independiente, pues pronto es reabsorbida por su progenitor. A su vez, cada partícula virtual transporta su propia subnube de otras partículas virtuales cuya existencia es aún más evanescente, y así sucesivamente hasta el infinito. Si, por la razón que fuera, el vehículo progenitor desapareciera, las partículas virtuales no podrían ser absorbidas y serían promocionadas a reales. Esto es lo que ocurre cuando la materia encuentra a la antimateria; por ejemplo, cuando un protón tropieza con un antiprotón, ambos desaparecen de repente y quedan algunos mesones, o quizá fotones, de la nube virtual que no tienen adónde ir. Por tanto, aparecen en el universo como nuevas partículas de materia real, una vez satisfecho su préstamo de Heisenberg, de una vez por todas, con la masa–energía del par protón–antiprotón sacrificado.
Con ayuda de la relación de incertidumbre energía–tiempo se pueden explicar otros muchos fenómenos subatómicos. Uno de los problemas fundamentales de la microfísica es explicar cómo dos partículas se afectan mutuamente por medio de una fuerza eléctrica.
Antes de la teoría cuántica, los físicos imaginaban que cada partícula cargada estaba envuelta en un campo electromagnético que actuaba sobre las demás partículas cercanas dando lugar a una fuerza.
Cuando la teoría cuántica demostró que las ondas electromagnéticas están confinadas en los cuantos, se intentó describir todos los efectos del campo electromagnético en función de los fotones. No obstante, cuando dos electrones se repelen mutuamente, no hay necesidad de que participe ningún fotón visible, y la explicación hubo de esperar hasta que se desarrolló la noción de partícula o cuanto virtual en la década de 1930. La fuerza eléctrica de atracción y de repulsión se entiende ahora de la siguiente manera.
Cada electrón está rodeado de una nube de fotones virtuales, cada uno de los cuales sólo vive transitoriamente de la energía que toma prestada antes de ser reabsorbido por el electrón. Cuando se acerca otra partícula cargada, surge sin embargo una nueva posibilidad. Una de las partículas podrían crear un fotón virtual que podría ser absorbido por la otra. El análisis matemático revela que este intercambio de fotones virtuales produce de hecho una fuerza entre las partículas que posee exactamente las mismas características que cabe esperar de un campo magnético.
Tras el éxito de explicar satisfactoriamente las fuerzas eléctricas (y magnéticas) en función del intercambio de fotones, se planteó el problema de si las demás fuerzas de la naturaleza –las fuerzas de la gravedad y del núcleo– no se podrían describir de manera similar. La cuantización de la gravedad es un tema importante que pospondremos para el próximo capítulo. El problema del origen de las fuerzas nucleares se resolvió a mediados de los años treinta.
La fuerza nuclear fuerte que mantiene unidos a los componentes del núcleo (protones y neutrones) tiene una naturaleza absolutamente distinta que la fuerza electromagnética. En primer lugar, es varios cientos de veces mayor, pero aún más problemática es la forma en que varía con la distancia. La fuerza eléctrica entre dos partículas cargadas disminuye lentamente conforme se alejan, de acuerdo con la llamada ley de la gravitación universal. Por el contrario, la fuerza nuclear no se altera mucho en distancias pequeñas, hasta que las partículas distan entre sí alrededor de una diez billonésima de centímetro, en que de repente desciende a cero. La abrupta desaparición de la fuerza nuclear en tan corto espacio es vital para la estructura y la estabilidad de los núcleos, pero significa que no puede explicarse por el intercambio de cuantos similares a los fotones virtuales.
La solución la encontró el físico japonés Hideki Yukawa en 1935. Propuso que las partículas nucleares intercambiaban cuantos virtuales de un nuevo tipo de campo –el campo nuclear–; pero, a diferencia de los fotones virtuales, los cuantos de Yukawa poseen masa.
Cómo la presencia de la masa da lugar a una fuerza de extensión limitada puede comprenderse fácilmente a partir de la relación de incertidumbre energía–tiempo. De acuerdo con la ecuación de Einstein E = mc2, la masa es una forma de energía y, como ya hemos visto, al crearse una masa se gasta una gran cantidad de energía. Para crear un cuanto virtual de Yukawa es necesario tomar prestada mucha más energía para poder dar lugar a la masa. En función del mecanismo de Heisenberg, la duración del préstamo debe ser proporcionalmente más corta, de modo que la distancia a que puede desplazarse la partícula virtual de Yukawa es muy limitada. Yukawa elaboró un tratamiento matemático completo y descubrió que la fuerza entre las dos partículas nucleares debe en realidad disminuir rápidamente al superar cierto límite. Como era de esperar, el límite guarda una relación simple con la masa del cuanto virtual y, utilizando el dato experimental de que la fuerza se desvanece alrededor de la diez billonésima de centímetro, Yukawa pudo determinar que la masa de su cuanto era de, más o menos, trescientas veces la masa de un electrón.
En este punto surgió una nueva e interesante posibilidad. Así como los fotones virtuales pueden promocionarse a reales por el sistema de aniquilar los electrones a que están vinculados, quizá también fuera posible dar existencia independiente a las partículas virtuales de Yukawa si se aniquilaran las partículas del átomo a que estaban vinculadas. Por ejemplo, si un antiprotón choca con un protón, entonces, la abrupta y mutua desaparición de este par debería dar lugar a una lluvia de nuevas partículas. Yukawa llamó a éstas mesones, puesto que su masa se sitúa en algún punto intermedio entre la de los electrones y la de los protones. Unos diez años después se descubrieron los mesones de Yukawa, al igual que los positrones de Dirac, en los residuos subatómicos de los rayos X. En la actualidad, se producen de forma rutinaria, mediante la aniquilación de antiprotones y por otros muchos procedimientos, en los gigantescos aceleradores de partículas.
Aunque muchas de las ideas expuestas en este capítulo se han presentado de manera muy elemental y en realidad requieren un tratamiento matemático completo para hacerlas exactas y precisas, no obstante, sus consecuencias son importantes. El mundo en apariencia concreto que nos rodea resulta ser una ilusión cuando sondeamos los microscópicos escondrijos de la materia. Encontramos ahí un mundo cambiante, de transmutaciones y fluctuaciones, donde las partículas materiales pierden su identidad e incluso desaparecen por completo.
Lejos de ser un mecanismo de relojería, el microcosmos se disuelve en una especie de mundo caótico y evanescente donde la fundamental indeterminación de los atributos observables trasciende muchos de los más valiosos principios de la física clásica. El afán por buscar una legalidad subyacente a toda esta anarquía subatómica es fuerte, pero, como veremos, en apariencia infructuoso. Tenemos que aceptar el hecho de que el mundo es mucho menos sustancial y fiable de lo que hasta ahora imaginábamos.


Capítulo IV de Otros mundos

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