25.4.13

SUMER: LA TIERRA DE LOS DIOSES

Zecharia Sitchin

No hay duda de que las “palabras de antaño”, que durante miles de años constituyeron la lengua de las enseñanzas superiores y las escrituras religiosas, era la lengua de Sumer. Y tampoco hay duda de que los “dioses de antaño” eran los dioses de Sumer; en ninguna parte se han encontrado registros, relatos, genealogías e historias de dioses más antiguos que los de Sumer.
Si nombramos y contamos a estos dioses (en sus formas originales sumerias o en las posteriores acadias, babilonias o asirías), la lista asciende a centenares. Pero, en el momento en que se les clasifica, queda claro que aquello no era un amasijo de divinidades. Estaban encabezados por un panteón de Grandes Dioses, gobernados por una Asamblea de Deidades, y estaban relacionados entre ellos. En el momento en que se excluye a sobrinas, sobrinos, nietos y demás, emerge un grupo de deidades mucho más pequeño y coherente donde cada una juega un papel, con determinados poderes y responsabilidades.
Los sumerios creían que había dioses que eran “de los cielos”. Los textos que hablan de los tiempos de “antes de que las cosas fueran creadas” citan a algunos de estos dioses celestiales, como Apsu, Tiamat, Anshar, Kishar. En ningún momento se dice que estos dioses aparecieran nunca sobre la Tierra. Y, si miramos más de cerca a estos “dioses”, que existieron antes de que se creara la Tierra, nos daremos cuenta de que eran los cuerpos celestes que componen nuestro sistema solar; y, como demostraremos, los así llamados mitos sumerios referentes a estos seres celestes eran, de hecho, conceptos cosmológicos precisos y científicamente admisibles sobre la creación de nuestro sistema solar.
También hubo dioses menores que eran “de la Tierra”. Sus centros de culto eran, en su mayor parte, ciudades de provincias; no eran más que deidades locales. En el mejor de los casos, estaban encargados de algunas operaciones limitadas -como, por ejemplo, la diosa NIN.KASHI (“dama-cerveza”), que supervisaba la preparación de bebidas. De estas deidades no existe ningún relato heroico. No disponían de armas impresionantes, y los demás dioses no se estremecían ante sus órdenes. Le recuerdan a uno a aquel grupo de dioses jóvenes que desfilaban los últimos en la procesión pétrea de la hitita ciudad de Yazilikaya.
Entre los dos grupos estaban los Dioses del Cielo y de la Tierra, los llamados “dioses antiguos”. Estos eran los “dioses de antaño” de los relatos épicos, y, según las creencias sumerias, habían bajado a la Tierra desde los cielos. No eran simples deidades locales. Eran dioses nacionales -o, mejor aún, dioses internacionales. Algunos de ellos estaban presentes y activos en la Tierra, aun antes de que hubiera Hombres en ella. De hecho, se estimaba que la existencia del Hombre había sido el resultado de una deliberada empresa creadora por parte de estos dioses. Eran poderosos, capaces de hazañas que estaban más allá de las capacidades o de la comprensión de los mortales. Y, sin embargo, estos dioses no sólo tenían aspecto humano, sino que, también, comían y bebían como ellos, y exhibían todo tipo de emociones humanas, desde el amor y el odio hasta la lealtad y la infidelidad.
Aunque los papeles y la posición jerárquica de algunos de los principales dioses pudo cambiar con los milenios, algunos de ellos nunca perdieron su encumbrada posición y su veneración nacional e internacional. A medida que observemos más de cerca este grupo central, veremos emerger una dinastía de dioses, una familia divina, estrechamente relacionados entre ellos y, sin embargo, amargamente divididos.
A la cabeza de esta familia de Dioses del Cielo y de la Tierra estaba AN (o Anu en los textos babilonios/asirios). El era el Gran Padre de los Dioses, el Rey de los Dioses. Su reino era la inmensidad de los cielos, y su símbolo era una estrella.
En la escritura pictográfica sumeria, el signo de una estrella tenía también el significado de An, de “cielos” y de “ser divino” o “dios” (descendiente de An). Este cuádruple significado del símbolo se mantuvo a través de las eras, a medida que la escritura pasó de su forma pictográfica sumeria hasta la cuneiforme acadia y la estilizada babilonia y asiría.

8.4.13

Prólogo de Otros mundos (Espacio, superespacio y el universo cuántico)

por Paul Davies

”¿Qué es el hombre? ¿Cuál es la naturaleza de la realidad?” Preguntas como éstas son discutidas aquí a la luz de las sorprendentes implicaciones de la teoría cuántica. Llevando la teoría a sus conclusiones lógicas. Davies pone en cuestión nuestros supuestos sobre la naturaleza del tiempo y del espacio y presenta una visión radicalmente distinta del universo, en la que caben múltiples mundos en un superespacio de existencias alternativas. Paul Davies es profesor de física teórica en el King.s College de la Universidad de Cambridge. Autor de numerosos trabajos de investigación, es conocido, también, como escritor de libros de divulgación científica.
“El profesor Davies describe los aspectos más profundos de la teoría cuántica de una forma clara y luminosa, a la vez que tremendamente estimulante. Nadie podrá leer este libro sin sentir la emoción de estar llegando a lo más profundo y paradójico del universo” Isaac Asimov
“Es muy difícil dar el nombre de otro científico que escriba para el gran público con los conocimientos, la claridad y la gracia de Paul Davis”.

J. A. Wheeler, en “Physics Today”.



La revolución inadvertida

Aunque la palabra “cuanto” ha pasado a formar parte del vocabulario popular, pocas personas se dan cuenta de la revolución que ha ocurrido en la ciencia y en la filosofía desde los inicios de la teoría cuántica de la materia a comienzos del siglo. El pasmoso éxito de esta teoría para explicar los procesos de las partículas moleculares, atómicas, nucleares y subatómicas suele oscurecer el hecho de que la propia teoría se basa en principios tan asombrosos que sus consecuencias totales no suelen apreciarlas ni siquiera muchos profesionales de la ciencia.
En este libro he tratado de afrontar abiertamente el impacto de la teoría cuántica básica sobre nuestra concepción del mundo. El comportamiento de la materia subatómica es tan ajeno a nuestro sentido común que una descripción de los fenómenos cuánticos suena a algo así como “Alicia en el país de las maravillas”. El propósito del presente libro, sin embargo, no consiste tan sólo en pasar revista a una rama notoriamente difícil de la física moderna, sino en entrar en temas más amplios. ¿Qué es el hombre? ¿Cuál es la naturaleza de la realidad? ¿Es el universo que habitamos un accidente aleatorio o el resultado de un exquisito proceso de selección?
La cuestión de por qué el cosmos tiene la concreta estructura y organización que observamos ha intrigado desde hace mucho a los teólogos. En los últimos años, los descubrimientos de la física y la cosmología han abierto nuevas perspectivas de aproximación científica a estas cuestiones. La teoría cuántica nos ha enseñado que el mundo es un juego de azar y que nosotros formamos parte de los jugadores; que podrían haberse elegido otros universos, que incluso pueden existir paralelamente al nuestro o bien en regiones remotas de espacio–tiempo. El lector no necesita tener ningún conocimiento previo de ciencia ni de filosofía. Aunque muchos de los temas aquí tratados requieren cierta gimnasia mental, he intentado explicar cada nuevo detalle, desde el punto de partida, en el lenguaje más elemental. Si algunas de las ideas cuesta creerlas, eso da testimonio de los profundos cambios acaecidos en la visión científica del mundo que han acompañado al gran progreso de las últimas décadas.
A modo de reconocimiento, me gustaría decir que he disfrutado de fructíferas conversaciones con el Dr. N. D. Birrel, el Dr. L. H. Ford, el Dr. W. G. Unruth y el profesor J. A. Wheeler sobre buena parte de las materias de que aquí se habla. 

Las revoluciones científicas tienden a asociarse con las grandes reestructuraciones de las perspectivas humanas. El alegato de Copérnico de que la Tierra no ocupaba el centro del universo inició la desintegración del dogma religioso y dividió a Europa; la teoría de Darwin de la evolución derrumbó la centenaria creencia en el especial papel biológico de los humanos; el descubrimiento por Hubble de que la Vía Láctea no es sino una más entre los miles de millones de galaxias desperdigadas a todo lo ancho de un universo en expansión abrió nuevos panoramas de la inmensidad celestial. Por tanto, no deja de ser llamativo que la mayor revolución científica de todos los tiempos haya pasado en buena medida desapercibida para el público en general, no porque sus implicaciones carezcan de interés, sino porque son tan destructivas que casi resultan increíbles, incluso para los propios revolucionarios de la ciencia.
La revolución a que nos referimos tuvo lugar entre 1900 y 1930, pero pasados más de cuarenta años todavía truena la polémica sobre qué es exactamente lo que se ha descubierto. Conocida en general como la teoría cuántica, se inicia como tentativa de explicar determinados aspectos técnicos de la física subatómica. Desde entonces, se ha desarrollado incorporando la mayor parte de la microfísica moderna, desde las partículas elementales hasta el láser, y ninguna persona seria duda de que la teoría sea cierta. Lo que está en cuestión son las extraordinarias consecuencias que se derivarían de adoptar la teoría literalmente.
Aceptarla sin restricciones conduce a la conclusión de que el mundo de nuestra experiencia –el universo que realmente percibimos– no es el único universo. Coexistiendo a su lado existen miles de millones de otros universos, algunos casi idénticos al nuestro, otros disparatadamente distintos, habitados por miríadas de copias casi exactas de nosotros mismos, que componen una gigantesca realidad multifoliada de mundos paralelos.
Para eludir este estremecedor espectro de esquizofrenia cósmica, cabe interpretar la teoría de manera más sutil, aunque sus consecuencias no sean menos fantasmagóricas. Se ha argumentado que los otros universos no son reales, sino tan sólo tentativas de realidad, mundos alternativos fallidos. No obstante, no se pueden ignorar, pues es central para la teoría cuántica, y se puede comprobar experimentalmente, que los mundos alternativos no siempre están completamente desconectados del nuestro: se superponen al universo que nosotros percibimos y tropiezan con sus átomos. Tanto si sólo son mundos fantasmales como si son tan reales y concretos como el nuestro, nuestro universo no es en realidad más que una infinitésima loncha de la gigantesca pila de imágenes cósmicas: el “superespacio”. Los siguientes capítulos explicarán qué es este superespacio, cómo funciona y dónde nos acomodamos nosotros, los habitantes del superespacio.
Habitualmente se cree que la ciencia nos ayuda a construir un cuadro de la realidad objetiva: el mundo “exterior”. Con el advenimiento de la teoría cuántica, esa misma realidad parece haberse desmoronado, siendo sustituida por algo tan revolucionario y extravagante que sus consecuencias aún no han sido debidamente afrontadas. Como veremos, o bien se acepta la realidad múltiple de los mundos paralelos o bien se niega que el mundo real exista en absoluto, con independencia de nuestra percepción de él. Los experimentos de laboratorio realizados en los últimos años han demostrado que los átomos y las partículas subatómicas, que la gente suele imaginar como “cosas” microscópicas, no son en absoluto cosas, en el sentido de tener una existencia independiente bien definida y una identidad diferenciada e individual. Sin embargo, todos nosotros estamos compuestos de átomos: el mundo que nos rodea parece dirigirse de manera inevitable a una crisis de identidad.
Estos estudios demuestran que la realidad, en la medida en que realidad quiera decir algo, no es una propiedad del mundo exterior de por sí, sino que está íntimamente trabada a nuestra percepción del mundo, a nuestra presencia como observadores conscientes. Quizá sea esta conclusión, más que ninguna otra, la que aporte mayor significación a la revolución cuántica, pues, a diferencia de todas las revoluciones científicas anteriores, que apartaron progresivamente a la humanidad del centro de la creación y le otorgaron el mero papel de espectadora del drama cósmico, la teoría cuántica repone al observador en el centro de la escena. De hecho, algunos científicos destacados han llegado tan lejos como a sostener que la teoría cuántica ha resuelto el enigma del entendimiento y de sus relaciones con el mundo material, afirmando que la entrada de información a la conciencia del observador es el paso fundamental para la creación de la realidad. Llevada a su extremo, esta idea supone que el universo sólo alcanza una existencia concreta como resultado de esta percepción: ¡lo crean sus propios habitantes!
Tanto si se aceptan como si no estas últimas paradojas, la mayoría de los físicos está de acuerdo en que, al menos en el plano atómico, la materia se mantiene en un estado de animación suspendida, de ir–
realidad, hasta que se efectúa una medida u observación real. Examinemos con detalle este curioso limbo que corresponde a los átomos cogidos entre muchos mundos e indecisos de adónde ir. Nos preguntaremos si este limbo se reduce a lo subatómico o bien si puede entrar en erupción dentro del laboratorio e infiltrarse en el cosmos.
Las famosas paradojas del gato de Schrödinger y del amigo de Wigner, en la que se coloca un individuo, aparentemente, en un estado de “vida–muerte” y se le pide que relate sus sensaciones, se examinarán con vistas a asegurarse de la verdadera naturaleza de la realidad.
En la teoría cuántica ocupa un lugar central la incertidumbre inherente del mundo subatómico. El deseo de creer en el determinismo, donde todo acontecimiento tiene su causa en algún acontecimiento anterior y el mundo se despliega según un esquema ordenado y regido por leyes, está profundamente arraigado y constituye el fundamento de muchas religiones. Albert Einstein se adhirió firmemente a esta creencia durante toda su vida y no pudo aceptar la teoría cuántica en su forma convencional, pues la revolución cuántica inyecta un elemento aleatorio en el nivel más básico de la naturaleza. Todos nosotros sabemos que la vida es algo arbitrario y que nunca es posible predecir con exactitud el futuro de los sistemas complejos, como son el tiempo o la economía, pero la mayor parte de la gente cree que el mundo es en principio predecible, con tal de disponer de la suficiente información. Los físicos solían creer que incluso los átomos obedecían determinadas reglas, moviéndose según algún sistema de actividad preciso. Hace dos siglos, Pierre Laplace afirmó que, si se conocieran todos los movimientos atómicos, se podría trazar todo el futuro del universo.
Los descubrimientos que han tenido lugar en el primer cuarto de este siglo han revelado que en la naturaleza existe un aspecto rebelde. Dentro de lo que parece ser un cosmos regido por leyes, hay un azar –una especie de anarquía microscópica– que destruye la predicibilidad mecánica e introduce una incertidumbre absoluta en el mundo del átomo. Sólo las leyes probabilísticas regulan lo que por lo demás es un microcosmos caótico.
Pese a la protesta de Einstein de que Dios no juega a los dados, al parecer el universo es un juego de azar y nosotros no somos meros espectadores, sino jugadores. Si es Dios o si es el hombre quien lanza los dados, resulta que depende de si en realidad existen o no múltiples universos.
Sea azar o elección, el universo que realmente percibimos ¿es un accidente o lo hemos “elegido” entre un desconcertante haz de alternativas? Seguramente la ciencia no tiene ninguna tarea más urgente que la de descubrir si la estructura del mundo que nos rodea –la ordenación de la materia y de la energía, las leyes a que obedecen, las cantidades que han sido creadas– es un mero capricho del azar o si es una organización profundamente significativa de la que somos una parte esencial. En las secciones posteriores del libro se presentarán, a la luz de los más recientes descubrimientos astrofísicos y cosmológicos, algunas ideas nuevas y radicales sobre este particular.
Se sostendrá que muchos de los rasgos del universo que observamos no pueden separarse del hecho de que estamos vivos para observarlos, pues la vida está muy delicadamente equilibrada dentro de las escalas del azar. Si se acepta la idea de los universos múltiples, habremos elegido como observadores una esquina diminuta y remota del superespacio que no es en absoluto característica del resto, una isla de vida en medio de los precipicios de las dimensiones deshabitadas. Esto plantea el problema filosófico de por qué la naturaleza incluye tanta redundancia. ¿Por qué produce tantos universos cuando, salvo una pequeña fracción, han de pasar desapercibidos? Por el contrario, si se relegan los demás universos a mundos fantasmales, tendremos que considerar nuestra existencia como un milagro tan improbable como difícil de creer. La vida resultará ser entonces verdaderamente azarosa, más azarosa de lo que nunca habíamos pensado.
La incertidumbre inherente a la naturaleza no se limita a la materia, sino que incluso controla la estructura del espacio y del tiempo. Demostraremos que estas entidades no son meramente el escenario sobre el que se desarrolla el drama cósmico, sino que forman parte del reparto. El espacio y el tiempo cambian de forma y extensión –dicho sin rigor, van y vienen– y, al igual que la materia subatómica, su movimiento tiene algo de aleatorio e incontrolado. Veremos cómo en la escala ultramicroscópica los movimientos incontrolados pueden destrozar el espacio y el tiempo, dotándoles de una especie de estructura hueca y espumosa, llena de “túneles” y “puentes”.
Nuestra vivencia del tiempo está estrechamente unida a nuestra percepción de la realidad y cualquier intento de construir un “mundo real” deberá hacer frente a las paradojas del tiempo. El rompecabezas más profundo de todos es el hecho de que, al margen de nuestra experiencia mental, el tiempo no pasa ni hay pasado, presente y futuro. Estas afirmaciones son tan pasmosas que la mayor parte de los científicos llevan una doble vida, aceptándolas en el laboratorio y rechazándolas sin pensarlo en la vida cotidiana. Pero la noción de un tiempo en movimiento no tiene virtualmente sentido ni siquiera en los asuntos cotidianos, pese al hecho de que domine nuestro lenguaje, pensamientos y acciones.
Quizás ahí radiquen los nuevos avances, en desenredar el misterio de los vínculos entre el tiempo, el entendimiento y la materia.
Muchos de los temas de este libro son más raros que si fueran inventados, pero lo que debe destacarse no es su peculiaridad, sino el que la comunidad científica los conoce desde hace mucho sin haber intentado comunicarlos a la opinión pública. Probablemente en razón, sobre todo, de la naturaleza excepcionalmente abstracta de la teoría cuántica, más el hecho de que por regla general sólo se accede a ella con ayuda de matemáticas muy avanzadas. Desde luego, muchos de los temas de los siguientes capítulos desafiarán la imaginación del lector, pero las cuestiones son tan profundas e importantes para nosotros que se debe intentar salvar distancias y comprenderlas.

2.4.13

Obras de Benjamín Solari Parravicini pt 3


"Microbios nuevos saldrán a la palestra junto con insectos nuevos. Surgirán animales antidiluvianos que durmieron los hielos que cayeron en deshielo. El año 2000 será de nuevo de ellos. El hombre será para entonces de enormes cerebros más sin cerebros. La realidad asustara porque ellas serán las intelectas. El hombre escapará"(1934)


sin fecha. "La mujer de Lot será de nuevo en el mundo. La ambición, en su castigo ella hallara desinterés y el abandono del hombre que seguirá hacia la luz"


1938 "Llegara el átomo y él reinará"


1940. "La miseria asolará y hará al hombre languidecer de dolor y hambre desesperada. Animales serán desgarrados y mujeres serán desesperadas con nauseas de parto"


1934. "El átomo llegara a dominar al mundo, el mundo será atomizado y quedara ciego, caerán tormentas ocasionadas por las incursiones del hombre en la atmósfera. Nuevas enfermedades, trastoques de sexo, locuras colectivas, dislate total. El mundo oscurecido"