26.2.11

TRATADO DE LA DELINCUENCIA (pt..2)

de Roberto Arlt

El facineroso

La trabajó de prepotente hasta hace unos años por los barrios de extramuros, pero en las comisarías del deslinde le zurraron tantas veces la badana, que optó por emigrar, y hoy honra con su presencia La Mosca, Villa Industriales, Villa Trabajo y Lanús Oeste.


Pinta brava

Si es hijo de extranjeros, tiene la pinta colorada, como Juan Moreira, que era pelirrojo y tenía ojos verdes; si es criollo, parece tallado en madera clarobscura. Gasta sombrero mitrista. ¿En qué fábrica se cortan estos sombreros, ahora de exclusivo uso para maleantes? Porra panzuda en la nuca, camiseta con franjas, alpargatas y faja. Conoce a todos los reseros. Fue él también peón de playa, alguna vez, y después se esgunfió. Desde entonces no trabaja. El robo le gusta poco, y a un trabajo de escalo con fractura, prefiere el alevoso golpe de furca y la puñalada trapera, que se da para robar cincuenta centavos y medio paquete de cigarrillos Brasil a algún pobre turco que trabaja en el Dock Sur.


Lo pudrió la civilización

El debía haber estado toda la vida en el campo, no haber salido de una estancia situada a trescientas leguas de Buenos Aires, pero la fatalidad le hizo orillar Mataderos. Luego conoció las fábricas de Avellaneda y Boca; tuvo su carrito, laburó de transportero, se complicó de la forma más estúpida en un robo, y cuando quiso acordarse, tuvo el manyamiento encima y un prontuario a la cola. Y el alma se le agrió.


Los amigos

Estuvo algunos meses en Encausados, aporreó a un guardián, conoció el triángulo, se hizo erudito en las leyes que dan el vuelco a un desgraciado hacia Ushuaia, y las horas muertas las pasó jugando a los naipes. En el escolazo se olvidó de la calle y de la libertad; salió, volvió a entrar por darle dos bifes a un gil; salió, entró por una borrachera complicada con atentado a la autoridad; salió, lo trincaron sin que hiciera nada, y por no hacer nada lo raparon, le dieron unos lonjazos y lo pasaron para Contraventores, y desde entonces conoció el fatal trentenario, el retrato en los diarios con las entradas enumeradas, los apodos en lista interminable; y él, que no había sido nada más que un poco prepotente, adquirió fama de guapo, de peligroso y de maleante. En este giro por las seccionales, conoció ladrones, asesinos, furquistas, biaberos, y sin ser lo uno ni lo otro, guareció en su rancho de Villa Modelo o de Villa Industriales a los maleantes más famosos, y albergó a Juancho, y jugó un truco con la Vieja, y una vez casi lo apuñalea a Saccomano y protegió la fuga del Brasilero, y hasta le prestó unos pesos al Mañoso, que luego fue quemado a tiros en un picnic de reos en Vicente López, y hasta hizo cuenta en lo de los hermanos Trifulca…
Un día lo procesaron por encubridor. Salió; le metieron la mula los tiras, y sin comerlo y sin beberlo, le cargaron un hurto con prueba, y volvió a entrar…
Salió más amargado y facineroso que nunca. Cambió de domicilio y se instaló en los deslindes de Lanús Oeste, a media cuadra de la Pampa, a ver si lo dejaban tranquilo. A su lado, como caída del cielo, o brotada de un pantano de tachos, se instaló una china. Y tomaron mates juntos y asaron en compañía.


La pareja

Los dos le tienen asco a la yuta; los dos tienen la mirada avizoradora de las fieras que saben que algún día morirán hechas pedazos por la civilización. Y cuando, a lo lejos, se oye un galope, los dos salen como brotados de la puerta del rancho, y haciendo, ante los ojos, visera con las manos, espían el confín para ver si no es uno de gendarmería montada.
Nadie sabrá sobre la tierra lo mucho que quiere esa china a ese facineroso. El manda y ella obedece. Desconocen las palabras de ternura. Hablan poco. Cuando ceban mate se quedan a la orilla del brasero, él, con el ala del sombrero negreándole la frente, ella, con la pavita colgando, por la manija, de una mano. Desconocen las palabras de ternura, pero cuando se produce un allanamiento, la primera en esgrimir la cuchilla, la primera en tapar el hueco por donde escapó el perseguido, es ella. Él no se mueve. Permanece en la orilla del banquito, taciturno, el ala del sombrero negreándole la frente.
Él no trabaja. ¿Para qué? ¿Para que en las primeras de cambio lo metan preso? La china, sí; sale, se las rebusca, engaña a algún infeliz del Dock Sur, le saca la quincena o arrebata, al descuido, cualquier cosa de la puerta abierta de una casa. Pero para la yerba y el asado siempre trae. Para eso es mujer y tiene un hombre. Y una mujer como ella sólo tiene un hombre cuando lo puede mantener. Si no, anda sola.
Como la mujer honesta, tiene su vanidad: la de saber atender a los amigos ladrones que vienen a visitar al compañero.


Y un día…

Un día es la aventura de muerte. Salen a un asalto; un trabajo simple. Es un desgraciado que de dos bifes se le sosiega; pero el desgraciado, como esos bueyes que de una cornada matan al diestro más espabilado, el desgraciado repele la agresión a tiros, le desfonda la cabeza a uno de los furquistas y él, el facineroso, escapa con una bala en el vientre. Siente que se muere en el camino; la vida se le escapa por ese agujero sangrante; y arrastrándose, llega hasta la puerta del rancho. Esa es su única voluntad: llegar hasta allí.
Como a una criatura, lo recoge entre sus brazos la china. Lo mira y ve que él se le muere, y entonces, invocando la Virgen, una Virgen parda que conoció cuando chica, recuesta a su hombre, le da un trago de caña; pero como una res, él yace, y se muere despacio…, se muere con la mirada fija en las crenchas negras de esa mujer obscura que, como una deidad pampa, está a su lado, confeccionando ungüentos.
Y cuando él muere, la mujer se arrodilla y reza.

12.2.11

9.2.11

UN FENOMENO INEXPLICABLE

De Leopoldo Lugones (1)

HACE de esto once años. Viajaba por la región agrícola que se dividen las provincias de Córdoba y Santa Fe, provisto de las recomendaciones indispensables para escapar a las horribles posadas de aquellas colonias en formación. Mi estómago, derrotado por los invariables salpicones con hinojo y las fatales nueces del postre, exigía fundamentales refacciones. Mi última peregrinación debía efectuarse bajo los peores auspicios. Nadie sabía indicarme un albergue en la población hacia donde iba a dirigirme. Sin embargo, las circunstancias apremiaban, cuando el juez de paz, que me profesaba cierta simpatía, vino en mi auxilio.
Conozco allá —me dijo— un señor inglés viudo y solo. Posee una casa, lo mejor, de la colonia, y varios terrenos de no escaso valor. Algunos servicios que mi cargo me puso en situación de prestarle serán buen pretexto para la recomendación que usted desea, y que si es eficaz le proporcionara excelente hospedaje. Digo si es eficaz, pues mi hombre, no obstante sus cualidades, suele tener su luna(2) en ciertas ocasiones, siendo, además, extraordinariamente Nadie ha podido penetrar en su casa más allá del dormitorio donde instala a sus huéspedes muy escasos por otra parte. Todo esto quiere decir que va usted en condiciones nada ventajosas, pero es cuanto puedo suministrarle. El éxito es puramente casual, Con todo, si usted quiere una carta de recomendación...
Acepté y emprendí acto continuo mi viaje, llegando al punto de destino horas después.
Nada tenía de atrayente el lugar. La estación con su techo de tejas coloradas; su andén crujiente de carbonilla; su semáforo a la derecha, su pozo a la izquierda. En la doble vía del frente, media docena de vagones que aguardaban la cosecha. Más allá el galpón, bloqueado por bolsas de trigo. A raíz del terraplén, la pampa con su color amarillento como un pañuelo de yerbas(3); casitas sin revoque diseminadas a lo lejos, cada una con su parva al costado; sobre el horizonte, el festón de humo del tren en marcha, y un silencio de pacífica enormidad entonando el color rural del paisaje.
Aquello era vulgarmente simétrico como todas las fundaciones recientes. Notábanse rayas de mensura en esa fisonomía de pradera otoñal. Algunos colonos llegaban a la estafeta en busca de cartas. Pregunté a uno por la casa consabida, obteniendo inmediatamente las señas. Noté en el modo de referirse a mi huésped que se lo tenía por hombre considerable.
No vivía lejos de la estación. Unas diez cuadras más allá, hacia el oeste, al extremo de un camino polvoroso que con la tarde tomaba coloraciones lilas, distinguí la casa con su parapeto y su cornisa, de cierta gallardía exótica entre las viviendas circundantes; su jardín al frente; el patio interior rodeado por una pared tras la cual sobresalían ramas de duraznero. El conjunto era agradable y fresco; pero todo parecía deshabitado. En el silencio de la tarde, allá sobre la campiña desierta, aquella casita, no obstante su aspecto de chalet industrioso; tenía una especie de triste dulzura, algo de sepulcro nuevo en el emplazamiento de un antiguo cementerio.
Cuando llegué a la verja noté que en el jardín había rosas, rosas de otoño cuyo perfume aliviaba como una caridad la fatigosa exhalación de las trillas. Entre las plantas que casi podía tocar con la mano crecía libremente la hierba; y una pala cubierta de óxido yacía contra la pared, con su cabo enteramente liado por una guía de enredadera.
Empujé la puerta de reja, atravesé el jardín, y no sin cierta impresión vaga de temor fui a golpear la puerta interna. Pasaron minutos. El viento se puso a silbar en una rendija, agravando la soledad. A un segundo llamado, sentí pasos; y poco después la puerta se abría con un ruido de madera reseca. El dueño de casa apareció saludándome.
Presenté mi carta. Mientras leía, pude observarlo a mis anchas. Cabeza elevada y calva; rostro afeitado de clergyman(4); labios generosos, nariz austera. Debía de ser un tanto místico. Sus protuberancias superciliares equilibraban con una recta expresión de tendencias impulsivas el desdén imperioso de su mentón(5). Definido por sus inclinaciones profesionales, aquel hombre podía ser lo mismo un militar que un misionero. Hubiera deseado mirar sus manos para completar mi impresión, mas sólo podía verlas por el dorso(6).
Enterado de la carta, me invitó a pasar, y todo el resto de mi permanencia, hasta la hora de comer, quedó ocupado por mis arreglos personales. En la mesa fue donde empecé a notar algo extraño.
Mientras comíamos, advertí que no obstante su perfecta cortesía algo preocupaba a mi interlocutor. Su mirada invariablemente dirigida, hacia un ángulo de la habitación manifestaba cierta angustia; pero como su sombra daba precisamente en ese punto, mis miradas furtivas nada pudieron descubrir. Por lo demás, bien podía no ser aquello sino una distracción habitual.
La conversación seguía en tono bastante animado, sin embargo. Tratábase del cólera que por entonces azotaba los pueblos cercanos. Mi huésped era homeópata(7) y no disimulaba su satisfacción por haber encontrado en mí uno del gremio. A este propósito, cierta frase del diálogo hizo variar su tendencia. La acción de las dosis reducidas acababa de sugerirme un argumento que me apresuré a exponer.
—La influencia que sobre el péndulo de Rutter(8) —dije concluyendo una frase— ejerce la proximidad de cualquier sustancia no depende dé la cantidad. Un glóbulo homeopático determina oscilaciones iguales a las que produciría una dosis quinientas o mil veces mayor.
Advertí al momento que acababa de interesar con mi observación. El dueño de casa me miraba ahora.
—Sin embargo —respondió—, Reichenbach ha contestado negativamente esa prueba. Supongo que ha leído usted a Reichenbach(9).
—Lo he leído, sí; he atendido sus críticas, he ensayado, y mi aparato, confirmando a Rutter, me ha demostrado que el error procedía del sabio alemán, no del inglés. La causa de semejante error es sencillísima, tanto que me sorprende cómo no dio con ella el ilustre descubridor de la parafina y de la creosota.
Aquí, sonrisa de mi huésped: prueba terminante de que nos entendíamos.
— ¿Usó usted el primitivo péndulo de Rutter, o el perfeccionado por el doctor Leger?
—El segundo -respondí.
—Es mejor. ¿Y cuál sería, según sus investigaciones, la causa del error de Reichenbach?
—Esta: los sensitivos(10) con que operaba influían sobre el aparato, sugestionándose por la cantidad del cuerpo estudiado. Si la oscilación provocada por un escrúpulo de magnesia, supongamos, alcanzaba una amplitud de cuatro líneas, las ideas corrientes sobre la relación entre causa y efecto exigían que la oscilación aumentara en proporción con la cantidad: diez gramos, por ejemplo. Los sensitivos del barón eran individuos nada versados por lo común en especulaciones científicas; y quienes practican experiencias así saben cuán poderosamente influyen sobre tales personas las ideas tenidas por verdaderas, sobre todo si son lógicas.
Aquí esta pues, la causa del error. El péndulo no obedece a la cantidad, sino a la naturaleza del cuerpo estudiado solamente; pero cuando el sensitivo cree que la cantidad mayor influye, aumenta el efecto, pues toda creencia es una volición. Un péndulo, ante el cual el sujeto opera sin conocer las variaciones de cantidad, confirma a Rutter. Desaparecida la alucinación(11)...
—OH, ya tenemos aquí la alucinación —dijo mi interlocutor con manifiesto desagrado.
—No soy de los que explican todo por la alucinación, a lo menos confundiéndola con la subjetividad, como frecuentemente ocurre. La alucinación es para mí una fuerza, más que un estado de ánimo, y así considerada, se explica por medio de ella buena porción de fenómenos. Creo que es la doctrina justa.
—Desgraciadamente es falsa. Mire usted, yo conocí a Home, el médium, en Londres, allá por 1872. Seguí luego con vivo interés las experiencias de Crookes(12), bajo un criterio radicalmente materialista; pero la evidencia se me impuso con motivo de los fenómenos del 74. La alucinación no basta para explicarlo todo. Créame usted, las apariciones son autónomas...
—Permítame una pequeña digresión —interrumpí, encontrando en aquellos recuerdos una oportunidad para comprobar mis deducciones sobre el personaje—: quiero hacerle una pregunta, que no exige desde luego contestación, si es indiscreta. ¿Ha sido usted militar…?
—Poco tiempo; llegué a subteniente del ejército de la India.
—Por cierto, la India sería para usted un campo de curiosos estudios.
—No; la guerra cerraba el camino del Tibet, adonde hubiese querido llegar fui hasta Cawnpore, nada mas. Por motivos de salud, regresé muy luego a Inglaterra; de Inglaterra pasé a Chile en 1879, y por último a este país en 1888.
— ¿Enfermó usted en la India?
—Sí —respondió con tristeza el antiguo militar, clavando nuevamente sus ojos en el rincón del aposento.
— ¿El cólera...? —insistí.
Apoyó él la cabeza en la mano izquierda, miró por sobre mí, vagamente. Su pulgar comenzó a moverse entre los ralos cabellos de la nuca. Comprendí que iba a hacerme una confidencia de la cual eran prólogo aquellos ademanes, y esperé. Afuera chirriaba un grillo en la oscuridad.
—Fue algo peor todavía —comenzó mi huésped—. Fue el misterio. Pronto hará cuarenta años y nadie lo ha sabido hasta ahora. ¿Para qué decirlo? No lo hubieran entendido, creyéndome loco por lo menos. No soy un triste; soy un desesperado. Mi mujer falleció hace ocho años, ignorando el mal que me devoraba, y afortunadamente no he tenido hijos. Encuentro en usted por primera vez un hombre capaz de comprenderme.
Me incliné agradecido.
— ¡Es tan hermosa la ciencia, la ciencia libre, sin capilla y sin academia! Y no obstante, está usted todavía en los umbrales Los fluidos ódicos de Reichenbach no son más que el prólogo. El caso que va usted a conocer le revelará hasta dónde puede llegarse.
El narrador se conmovía. Mezclaba frases inglesas a su castellano un tanto gramatical. Los incisos adquirían una tendencia imperiosa, una plenitud rítmica extraña en aquel acento extranjero.
—En febrero de 1858 —continuó— fue cuando perdí toda mi alegría. Habrá usted oído hablar de los yoghis, esos singulares mendigos cuya vida se comparte entre el espionaje y la taumaturgia(13). Los viajeros han popularizado sus hazañas, que sería inútil repetir. Pero ¿sabe en qué consiste la base de sus poderes?
—Creo que en la facultad de producir cuando quieren el autosonambulismo, volviéndose de tal modo insensibles, videntes(14)...
—Es exacto. Pues bien, yo vi operar a los yoghis en condiciones que imposibilitaban toda superchería. Llegué hasta fotografiar las escenas, y la placa reprodujo todo, tal cual yo lo había visto. La alucinación resultaba, así; imposible, pues los ingredientes químicos no se alucinan... Entonces quise desarrollar idénticos poderes. He sido siempre audaz, y luego no estaba entonces en situación de apreciar las consecuencias. Puse, pues, manos a la obra.
— ¿Por cuál método?
Sin responderme, continuó:
—Los resultados fueron sorprendentes. En poco tiempo llegué a dormir. Al cabo de dos años producía la traslación consciente(15). Pero aquellas prácticas me habían llevado al colmo de la inquietud. Me sentía espantosamente desamparado, y con la seguridad de una cosa adversa mezclada a mi vida como un veneno. Al mismo tiempo, devorábame la curiosidad. Estaba en la pendiente y ya no podía detenerme. Por una continua tensión de voluntad, conseguía salvar las apariencias ante el mundo. Más, poco a poco, el poder despertado en mí se volvía más rebelde... Una distracción prolongada ocasionaba el desdoblamiento. Sentía mi personalidad fuera de mí, mi cuerpo venía a ser algo así como una afirmación del no yo, diré expresando: concretamente aquel estado. Como las impresiones se avivaban, produciéndome angustiosa lucidez, resolví una noche ver mi doble. Ver qué era lo que salía de mí, siendo yo mismo, durante el sueño extático.
— ¿Y pudo conseguirlo?
—Fue una tarde, casi de noche ya. El desprendimiento se produjo con la facilidad acostumbrada. Cuando recobré la conciencia, ante mí, en un rincón del aposento, había una forma. Y esa forma era un mono, un horrible animal que me miraba fijamente. Desde entonces no se aparta de mí. Lo veo constantemente. Soy su presa. A donde quiera él va, voy conmigo, con él. Está siempre ahí. Me mira constantemente, pero no se le acerca jamás, no se mueve jamás, no me muevo jamás...
Subrayo los pronombres trocados en la última frase, tal como la oí. Una sincera aflicción me embargaba. Aquel hombre padecía, en efecto, una sugestión atroz.
—Cálmese usted —le dije aparentando confianza—. La reintegración(16) no es imposible.
— ¡Oh, sí! —respondió con amargura—. Esto ya es viejo. Figúrese, usted, he perdido el concepto de la unidad. Sé que dos y dos son cuatro, por recuerdo; pero ya no lo siento. El más sencillo problema de aritmética carece de sentido para mí, pues me falta la convicción de la cantidad. Y todavía sufro cosas más raras. Cuando me tomo una mano con la otra, por ejemplo, siento que aquélla es distinta, como si perteneciera a otra persona que no soy yo. A veces veo las cosas dobles, porque cada ojo procede sin relación con el otro...
Era, a no dudarlo, un caso curioso de locura, que no excluía el más perfecto raciocinio.
—Pero, en fin, ¿ese mono...? —pregunté para agotar el asunto.
—Es negro como mi propia sombra, y melancólico al modo de un hombre. La descripción es exacta, porque lo estoy viendo ahora mismo. Su estatura es mediana, su cara como todas las caras de mono. Pero siento, no obstante, que se parece a mí. Hablo con entero dominio de mí mismo. ¡Ese animal se parece a mí!
Aquel hombre, en efecto, estaba sereno; y sin embargo, la idea de una cara simiesca formaba tan violento contraste con su rostro de aventajado ángulo facial, su cráneo elevado y su nariz recta, que la incredulidad se imponía por esta circunstancia, más aun que por lo absurdo de la alucinación.
El notó perfectamente mi estado; púsose de pie como adoptando una resolución definitiva:
—Voy a caminar por este cuarto, para que usted lo vea. Observe mi sombra, se lo ruego.
Levantó la luz de la lámpara, hizo rodar la mesa hasta un extremo del comedor y comenzó a pasearse. Entonces, la más grande de las sorpresas me embargó. ¡La sombra de aquel sujeto no se movía! Proyectada sobre el rincón, de la cintura arriba, y con la parte inferior sobre el piso de madera clara, parecía una membrana, alargándose y acortándose según la mayor o menor proximidad de su dueño. No podía yo notar desplazamiento alguno bajo las incidencias de luz en que a cada momento se encontraba el hombre.
Alarmado al suponerme víctima de tamaña locura, resolví desimpresionarme y ver si hacía algo parecido con mi huésped, por medio de un experimento decisivo. Pedíle que me dejara obtener su silueta pasando un lápiz sobre el perfil de la sombra.
Concedido el permiso, fijé un papel con cuatro migas de pan mojado hasta conseguir la más perfecta adherencia posible a la pared, y de manera que la sombra del rostro quedase en el centro mismo de la hoja. Quería, como se ve, probar por la identidad del perfil entre la cara y su sombra (esto saltaba a la vista, pero el alucinado sostenía lo contrario) el origen de dicha sombra, con intención de explicar luego su inmovilidad asegurándome una base exacta.
Mentiría si dijera que mis dedos no temblaron un poco al posarse en la mancha sombría, que por lo demás diseñaba perfectamente el perfil de mi interlocutor; pero afirmo con entera certeza que el pulso no me falló en el trazado. Hice la línea sin levantar la mano, con un lápiz Hardmuth azul, y no despegué la hoja, concluido que lo hube, hasta no hallarme convencido, por una escrupulosa observación, de que mi trazo coincidía perfectamente con el perfil de la sombra, y éste con el de la cara del alucinado.
Mi huésped seguía la experiencia con inmenso interés. Cuando me aproximé a la mesa, vi temblar sus manos de emoción contenida. El corazón me palpitaba, como presintiendo un infausto desenlace.
—No mire usted —dije.
— ¡Miraré! —me respondió con un acento tan imperioso, que a pesar mío puse el papel ante la luz.
Ambos palidecimos de una manera horrible. Allí, ante nuestros ojos, la raya de lápiz trazaba una frente deprimida, una nariz chata, un hocico bestial. ¡El mono! ¡La cosa maldita!
Y conste que yo no sé dibujar.

NOTAS

(1) Publicado con el título “La licanthropia” (cuento) en Philadelphia, Revista Mensual de Estudios Teosóficos, Buenos Aires, año 1, No 3, 7 de setiembre de 1898.pp. 84-92.
(2) Tener su luna: sentir perturbaciones en el tiempo de las variaciones de la Luna.
(3) Pañuelo de hierbas o yerbas: se llama al de tela basta, de tamaño algo mayor que el ordinario y con dibujos estampados en colores, comúnmente aceros.
(4) Clergyman: (inglés) clérigo, sacerdote.
(5) Las observaciones apuntadas responden a la fisiognomía, disciplina que se basa en las relaciones entre el alma y el cuerpo para inferir del aspecto y configuración del rostro de un individuo rasgos de su carácter.
(6) La alusión es propia de la quiromancia, ciencia oculta asociada a la Astrología y a la Cábala, que considera a los signos que contiene la mano del individuo como reveladores de su destino.
(7) Homeópata: que profesa la homeopatía, sistema curativo que aplica a las enfermedades, en dosis mínimas, las mismas sustancias que, en cantidades mayores, producirían al hombre sano síntomas iguales a los que trata de combatir. Se opone a la medicina alópata. Más adelante se aplica el adjetivo “homeopático” como sinónimo de lo presentado en dosis diminutas.
(8) El péndulo al que se alude es el usado en radiestesia; consiste en una bolita, casi siempre de metal —aunque puede ser de otros materiales, p.ej. saúco que cuelga de un hilo. Los movimientos del péndulo proporcionan los indicios buscados. La radiestesia es la ciencia de la percepción de las radiaciones de índole electromagnética de la naturaleza, cuya presencia no registrarían instrumentos de otro tipo. Los zahoríes o rabdomantes sostienen que ellos pueden captar, con un péndulo o una varilla en forma de horqueta, las radiaciones que emiten los yacimientos minerales o aguas subterráneas. Otros radiestesistas captan las radiaciones que emanan de un organismo —“magnetismo animal o fluido vital”— y diagnostican dolencias.
(9) Reichenbad, Karl von. Barón alemán, químico e industrial, realizó experiencias sobre magnetismo animal y llamó od a la fuerza magnética presente en todo el universo imanes, animales, plantas, hombres.
(10) Sensitivo: persona con determinadas condiciones de hipersensibilidad para captar los efluvios, ondas, emanaciones que emiten los objetos o los seres vivientes.
(11) Alucinación: se la puede definir como una sensación subjetiva que no está causada por percepción sensorial alguna. Producen este fenómeno los deseos exacerbados, el histerismo, los narcóticos, etc. Se ven, se tocan, se oyen cosas que no existen; es ilusión de los sentidos. El narrador no la estima aquí como ilusión falaz, sino como una fuerza propia de algunas personas, como el adepto y el vidente, para percibir realidades, escenas, objetos, ya sean pasados, presentes o futuros, pero verdaderos. Véase Glosario teosófico, op. cit. pp. 32-33.
(12) Home, Daniel-Douglas (1833-1886), escocés, ha sido el médium espiritista más famoso, quizá. Su peculiaridad era que trabajaba a plena luz y en medio de los asistentes en sus demostraciones metapsíquicas. Sir William Crookes (1829-1919), ilustre físico inglés, interesado en fenómenos paranormales, sometió a rigurosa observación a Home entre 1869 y 1873, con resultados positivos. No fue igual con otra médium, Florence Cook, que, supuestamente, hacía aparecer un fantasma llamado Katie King, durante 1874. A estos seudofenómenos de este año se alude en el texto.
(13) Yoghi: el que practica el yoga (“unión”), que es un método indio propuesto al hombre para llegar a la mística unión con Dios. Existen varias interpretaciones del yoga, pero es común en ellas buscar el completo dominio de sí en lo físico y lo espiritual; este dominio les permite realizar fenómenos de insensibilidad, aislamiento, ayunos prolongados, etc. La alusión al espionaje proviene de novelas del siglo pasado, en las que falsos yoghis aprovechaban sus exhibiciones para tales fines, durante el dominio inglés en la India.
(14) Autosonambulismo: capacidad para producir en sí el estado sonambúlico, que es un grado del aislamiento. Vidente: que puede descubrir hechos para él desconocidos o predecir el futuro.
(15) Traslación consciente: voluntariamente el sujeto produce desdoblamiento —proyectar el cuerpo astral fuera del cuerpo físico— y se desplaza en el espacio.
(16) Reintegración: el movimiento opuesto al desdoblamiento.