22.1.11

Una historia inmoral

de Horacio Quiroga

-Les aseguro que la cosa es verdad, o por lo menos me la juraron. ¿Qué interés iba a tener en contarla? Es grave, sin duda; pero al lado de aquella chica de cuatro años que se clavó tranquilamente un cuchillo de cocina en el vientre, porque estaba cansada de vivir, el viejo de mi historia no vale nada.

-Eh, ¿qué? ¿Una criatura? -gritó la señora de Canning.

-¡Qué horror! -declamó Elena, volviéndose de golpe-. ¿Dónde fue, dónde?

El joven médico levantó la cabeza, nada sorprendido. Todos lo miramos, pues su presencia era más que específica tratándose de tales cosas.

-¿Usted cree, doctor? -titubeó la madre. El éxito de mi cuento dependía de lo que él dijera. Por ventura se encogió de hombros, con una leve sonrisa:

-¡Es tan natural! -dijo, condescendiendo con nosotros.

-¡Pero cuatro años! -insistió, dolida en el fondo de su alma, la gruesa señora-. ¡Ángel de Dios! ¡Y en el vientre, qué horror! Eh, Elena, ¿viste? ¡En el vientre!

-¡Sí, mamá, basta! -clamó aquella, achuchada, cruzándose el saco sobre el vientre, lleno ya de entrañable frío. Como era graciosa, quedó muy mona con su gesto de infantil defensa.

Tuve que contar enseguida qué era eso de la criatura. Efectivamente, el caso había pasado meses antes en el Salto Oriental. Se trataba de una criatura que vivía con su abuela en los alrededores.

La pequeña era inteligente y callada -demasiado para su edad. Ya la abuela había contado a los vecinos que no le gustaba el excesivo juicio de su nieta: «¡No tiene más que cuatro años! Preferiría tener que pegarle por alocada». Una mañana, mientras comían, la abuela se levantó a ver quién llamaba, y cuando volvió halló a su nieta de pie, apretándose las manos sobre el vientre. Enseguida vio en el suelo el cuchillo de cocina ensangrentado. Corrió desesperada, le apartó las manos y los intestinos cayeron. A las ocho del otro día vivía aún, pero no quería hablar. La noche anterior había respondido que estaba cansada de vivir; fue lo único que se pudo obtener de ella. No se había quejado un solo momento. Estaba perfectamente tranquila. No tenía fiebre ninguna. A las diez se volvió a la pared y poco después murió.

Esto fue lo que conté.

-Ya ven ustedes -concluí- que la historia es un poco más extraña que la del viejo. Siento no haber conocido a la chica esa. ¡Qué curiosa madera! Indudablemente si alguna vez hubo en el mundo una persona que creyó estar de más, esa es mi chiquilina. Se acabó.

-¡Sí, se acabó, ya lo vemos! -me reprendió la madre. Su tierno corazón estaba alterado-. Y pensar... Y ustedes, doctor, ¡cómo no ven ustedes esas cosas!

-¡Qué hacer!...

-¡Pero ustedes saben eso!

-¿Qué cosa?

Lo miró sorprendida, como si no se le hubiera ocurrido que podrían preguntarle qué era justa y concretamente lo que ella pensaba. Al fin extendió los dos brazos demostrativos:

-¡Pero eso, esa criatura!

-Sí, señora, sabemos eso, pero no podemos impedir que haya cuatro degenerados como esa personita. ¿Se acuerda usted de lo que le conté hoy en la mesa? Es lo mismo. Aquí indudablemente se trata de algo más, quién sabe qué herencia sobrecargada. Sobre todo esa insensibilidad al dolor... en fin, estamos llenos de estas cosas.

Nuestra respetable amiga siguió atentamente la vaga disquisición científica. No entendió una palabra, eso no tiene duda; pero su alma respetuosa de todo lo profundo comprendió a su modo, y se hubiera tirado al agua con los ojos cerrados en apoyo de lo que afirmaba el joven y estudioso sabio.

Nos callamos un momento. La noche estaba oscura, y sobre el agua invisible iba marchando el vapor Tritón, con el golpear sordo y precipitado de sus palas. El río picado hamacaba pesadamente al buque. De cuando en cuando, una ola corría desde proa a romperse en las aletas, con un chasquido silbante que estremecía a la borda en que estaba recostada Elena.

Ésta se volvió a mí:

-¿No sabe más?

-Nada más; apenas eso.

-¡Es bastante, ya lo creo! -ratificó la madre-. No es invento suyo, ¿verdad? Ah, no me acordaba de que el doctor dijo que eso pasa... Sí, sí, no dé las gracias, podría haberlo inventado. ¡Pobre criatura! Y sin embargo, ¡no sé qué! Sufro mucho, y me gusta oír. ¡Hay tantas cosas que una no sabe! Usted conocerá muchos casos, ¿no doctor? -se dirigió a éste-. ¡Pero no se deben poder oír, sus casos!

-¡No tanto! Algunos sí, bastantes. Pero no veo qué interés pueda tener eso. Para nosotros, todavía, porque estamos dentro de todo... Y aun así... -se llevó la mano a la barba y recostó la cabeza en el sillón, en su alta indiferencia mental por nosotros.

-¿Y usted señor? -se volvió la madre a Broqua.

Este Broqua formaba parte del grupo en que nos habíamos unido desde la noche anterior, por simples razones de mayor o menor cultura. Para la charla anecdótica y sentimental de todo viaje, no era menester un mutuo aprecio excesivo, y estábamos contentos.

Broqua era un muchacho de cara tosca, que hablaba muy poco. Como parecía carecer de galante malicia y de sentimiento artístico sobre los paisajes aclamados minuto a minuto, había despertado ya vaga idea de ridículo en madre e hija.

Esa noche antes de salir afuera, Elena había tocado el piano en el salón. Broqua, que estaba a su lado, no apartó un momento los ojos de las manos de Elena, indiscreción que la tenía muy nerviosa. Tocaba con gusto, pero la insistencia de ese caballero, que muy bien podía ser un maestro, le pareció un poco grosera. Cuando concluyó la felicitamos efusivamente, pero no quiso continuar. No había quien lo hiciera.

-¿Y usted señor, no toca el piano? -se volvió a Broqua.

-No, señorita.

-¡Pero sabe música!...

-Tampoco, absolutamente nada.

Esta vez Elena lo miró con extrañeza bastante chocante.

-Como miraba tanto lo que yo hacía...

-No, admiraba la agilidad. Me parece muy difícil eso -respondió naturalmente.

Elena y la madre cruzaron una rápida mirada. El joven sabio, a su vez, lo miró sorprendido. De esa ingenuidad a la zoncera no había más que un paso, y el médico, en comienzo de flirt con Elena, cambió con madre e hija una sonrisa de festiva solidaridad sobre el sujeto. Elena hizo una escala corriendo el busto sobre las teclas y se levantó. Como no hacía frío fuimos a popa.

Al sentirse interpelado sobre las historias, Broqua respondió

-Sí, señora, sé una, pero es un poco fuerte.

Otra vez cruzó el terceto una fugitiva mirada entre sí. Elena, no obstante, al oír un poco fuerte, creyó deber ponerse enseguida seria.

-Muchas gracias, señor -respondió desdeñosamente la madre, volviendo apenas la cabeza a Broqua.

-No, se puede oír, solamente que el asunto no es común y asusta un poco.

-Veamos, señor: ¿se puede oír o no?

-Creo que sí, por lo menos una señora.

¿Qué curiosidad no se despierta? Apenas entablado el diálogo. Elena se había apresurado a charlar con el médico, como para establecer bien claro que ella no podía oír lo que tampoco debía.

-¡Elena!

-¿Mamá? -se volvió aquella, muy extrañada.

-Tráeme la peineta grande del neceser, a la izquierda. El viento me ha despeinado horriblemente. ¡No revuelvas, por Dios!

Posiblemente Elena tuvo deseos de hallar un poco tardía la necesidad de la peineta; pero al verse observada por la mirada curiosa de Broqua y de mí, se resignó a no oír aquello, virginalmente ajena al motivo de su destierro.

Broqua la siguió con los ojos. Cuando desapareció comenzó:

-La historia es corta y sobre todo rara. Tal vez...

-Que no sea de criaturas, señor -interrumpió la señora-, porque me aflijo mucho. No sé qué me da verlas sufrir así. No lo puedo remediar, siento una compasión que lloraría. A mi edad, ¿verdad...? Y es así. La vez pasada oí contar que un hombre de la vía del tren-guardabarreras, no sé... -había dejado que el tren destrozara a su hija, que estaba jugando sobre la vía, para evitar una catástrofe. No tenía más que mover un poquito la barra de cambiar, ¡y el tren hubiera tomado otro camino, chocando con otro! ¡Dejar, matar a su propia hija, qué horror! Estuve dos días pensando en eso. ¡Qué abnegación, mi Dios! ¡No puedo, absolutamente no puedo! ¿El suyo es así?

-No señora, es muy distinto. En dos palabras: cuando yo era médico de una sociedad...

Hubiera sido imposible que siguiera. La señora abrió desmesuradamente los ojos

-¿Pero usted es médico, señor?

-Sí, señora.

-Pero no sabíamos -repuso, mirándonos al joven sicólogo y a mí en su apoyo.

-Es lo mismo -respondió Broqua, mirándola a su vez con una sonrisa que hubiera sido de la más ridícula ironía, si no fuera de la más indiferente naturalidad.

Su eminente colega le lanzó una fría y rápida mirada escudriñadora. Entonces intervine.

-Ahora cambia de aspecto, señora. Por arriesgado que sea el caso, tendrá forzosamente otro carácter por ser un médico quien lo cuenta y lo podría oír hasta una criatura. Usted sabe bien que en las grandes ciudades las señoras van a los institutos científicos a escuchar cosas que no oirían en otra parte, sin gritar. La ciencia, señora. Tal vez sería bueno el llamar a la señorita Elena... -agregué con la más hipócrita gravedad que pude, mirando hacia los corredores.

-No se incomode, señor -me cortó seca y dignamente-. Yo puedo oír porque soy vieja ya... ¡sí, señor, vieja! y desgraciadamente la experiencia nos hace ver cosas más crueles que las que podría contar el señor... el doctor. ¡Es cierto, vemos muchas cosas horribles, pero nos enseñan a compadecer a los desgraciados de esta vida y a tolerar tantas cosas!

Era, sin duda, un gran corazón la gruesa dama. Elena no volvía, lo que probaba su también vieja experiencia de esos destierros. Como, ya estábamos en paz, Broqua reanudó su relato.

-Cuando yo era médico de una sociedad, aquella me mandó una vez al consultorio una mujer humilde, joven aún, pero muy quebrantada. Al cabo de dos minutos perdidos en evasivas por su temor de tocar el tema, me contó que tenía un hijo que sufría de una enfermedad extraña. Paso por encima su manera de decir; no quería precisar nada. Instada por supe al fin que su hijo, de 20 años, odiaba a las mujeres, pero se desvivía por los vestidos. Desde chico era así. Parece que a los nueve años estuvo colocado en un taller de modistas y allí comenzó su perversión. Tampoco había sido nunca un muchacho viril, sino todo lo contrario. Tenía una colección de muñecas que vestía y desvestía. Él mismo se vestía de mujer. Recortaba las siluetas femeninas que veía en los diarios y se quedaba horas perdidas mirándolas. A las mujeres las odiaba; le daban asco, es la palabra. Economizaba todo lo que podía para comprar trajes de mujeres delgadas, bien cortados. Si el dinero no le alcanzaba, compraba sólo una pollera. Se acostaba con ellos, y demás está decir las emociones que sentiría. Completamente, señora.

La madre no sabía qué hacer. Era una pobre mujer tímida, que había sido muy desgraciada con su marido. Lo que le espantaba más en su hijo era que su padre había sido lo mismo. Muy joven aún, y llevando una vida sobrado libre, había sido solicitada para que tratara de que el desgraciado ser en cuestión, después su marido, cobrara gusto con ella a los placeres reales del amor; así cambiaría. Efectivamente, eso pasó, y la pobre muchacha concluyó por enamorarse y se casaron. Al principio todo fue bien; pero a los pocos años volvió a su manía, complicada con accesos de idiotez y furias horribles. No había día en que no la pateara. Este calvario duró un año, al cabo del cual quedó loco.

La pobre mujer, que había llevado Dios sabe qué vida con su marido, se desesperó cuando notó que en su hijo se reproducían las mismas cosas del padre. Hasta la adolescencia tuvo esperanzas, pero se resignó a perderlas. Ya no sabía qué hacer.

Le aconsejé lo único posible: que su hijo tuviera relaciones con mujeres. Movió un rato la cabeza, triste y desconsolada.

-Ya lo pensé -me respondió-, pero no quiere...

Como yo insistiera, me contó -y esto es lo que yo llamo abnegación, señora, grandeza y comprensión del amor más grandes que todas las honradeces-, me contó que una noche, desesperada de angustia al ver que su hijo acababa de tener el primer ataque de idiotez, se esforzó en que aquel se olvidara de que ella era su madre. Más bien, hizo todo lo posible. Un momento, señora. La pobre mujer no se daba cuenta de toda la sobrehumana compasión que significaba eso. Estaba muerta de dolor, y no quería por nada que su hijo fuera lo que había sido el padre. Otro momento, señora, y acabo. Tampoco había sutilizado su acción, ni había gestos de sacrificio. Estaba ahogada de ternura y lástima por su pobre hijo, y no había visto nada más. Esto es todo.

Nuestra respetable amiga, que durante la historia de Broqua había intentado varias veces interrumpirlo, resignose al fin a oír todo, ofreciéndose a sí misma, hinchando el cuello indignado, el sacrificio de su dignidad. Al concluir Broqua, se levantó lentamente y lo midió de abajo a arriba.

-¡Pero eso es inmundo! -explotó con un asco que salía del fondo de su gordo corazón.

-Eso es exactamente lo que dijeron las señoras de la Beneficencia, cuando supieron el caso -observó Broqua inclinándose-. Perdóneme, señora. Comprendo muy bien que le cause mala impresión, pero ya ve que hubiera sido imposible que la señorita Elena oyera esto.

La dama dio vuelta la cabeza a medias y lo midió de arriba a abajo esta vez:

-¡No faltaba más, señor! -y se fue, con el busto dignamente arqueado adelante.

El eminente sicólogo continuó con nosotros media hora aún, sin hablar una palabra. Tuvo veleidades de decir algo, sin duda, en defensa de sus amigas ofendidas; pero el manifiesto espíritu agresivo de Broqua, al contar esa historia, contuvo su gentil paladinismo, indigno, además -por las violencias posibles- de un cerebro superior. Se fue y quedamos solos hasta la una de la mañana. Broqua se consideraba suficientemente vengado y estaba tranquilo. Indudablemente, se dejó llevar un poco y yo también. Pero ¡qué diablos!...

A la mañana siguiente, muy temprano, desembarcaron madre e hija. Broqua y yo estábamos recostados de codos en la borda, tomando el sol. La madre nos vio enseguida, pero apretó los labios, con un rápido tirón a la manga de Elena para que evitara vernos. No obstante, al alejarse por fin por el muelle, Elena dirigió a Broqua una fugitiva mirada de curiosidad. Me pareció por su expresión -Dios me perdone- que le habían contado la historia.

5.1.11

MANIFIESTO DE LOS MÚSICOS FUTURISTAS

de Francesco Balilla Pratella

Apelo a los jóvenes. Sólo ellos deberían escuchar, y sólo ellos pueden comprender lo que tengo que decir. Alguna gente nace vieja, espectros babeantes del pasado, criptogramas llenos de veneno. Para ellos ni palabras ni ideas, sino una simple sentencia: fin.
Apelo a los jóvenes, a esos que están sedientos de lo nuevo, lo actual, lo vivo. Ellos me siguen, llenos de fe y sin miedo, a lo largo de los caminos del futuro, gloriosamente precedidos por mi, por nuestros intrépidos hermanos, los poetas y pintores Futuristas, hermosos con violencia, atrevidos y luminosos con la animación de genios.
Ha pasado un año desde que el juramento compuesto por Pietro Mascagni, Giacomo Orefice, Guglielmo Mattioli, Rodolfo Ferrari y el crítico Gian Battista Nappi anunció que mi trabajo musical Futurista llamado La Sina d’Vargöun, basado en un poema de verso libre, también mío, había ganado un premio de 10,000 liras contra todos los demás participantes. Este premio era para cubrir el gasto de escenificación del trabajo aunque reconocido como superior y verdadero, de acuerdo con el legado del boloñés, Cincinnato Baruzzi.
La escenificación, que tuvo lugar en Diciembre de l909, en el Teatro Comunale en Boloña, trajo con su éxito en forma de entusiasmo, críticas de base y estúpidas, defensa general por parte de amigos y extraños, y respeto e imitación de los enemigos.
Después de esta entrada triunfal en la sociedad musical italiana y y después de establecer contacto con el público, los publicadores y críticos, fui capaz de juzgar con una suprema serenidad la mediocridad intelectual, bajeza comercial y misoneismo que reduce la música italiana a una única forma imprudente de melodrama vulgar, un resultado absoluto de lo que es nuestra inferioridad comparado con la evolución Futurista en la música de otros países.
En Alemania, tras la era gloriosa y revolucionaria dominada por el genio sublime de Wagner, Richard Strauss casi elevó el estilo barroco de instrumentación a una forma esencial de arte, y aunque no fue capaz de esconder la aridez , el comercialismo y la banalidad de su espíritu con acepciones armónicas y hábiles, complicadas y ostentosas acústicas, nunca ha luchado por combatir y superar el pasado con talento innovador.
En Francia, Claude Debussy, un artista subjetivo profundo y más hombre de literatura que músico, nada en un diáfano y calmado lago de harmonías tenues, delicadas, azulclaras y constantemente transparentes. Él representa el simbolismo musical y una monótona polifonía de sensaciones armónicas trasmitidas a través de una escala de tonos íntegros—un nuevo sistema, pero un sistema al fin y al cabo, y una limitación voluntaria consecuentemente. Pero aún con estos recursos no es siempre capaz de enmascarar el valor escaso de sus temas y ritmos unilaterales y su casi total falta de desarrollo ideológico. Este desarrollo consiste, en tanto le interesa, en la repetición periódica, primitiva e infantil de un tema corto y pobre, o en progresiones vagas, rítmicas y monótonas. Retornando en su fórmula operística a los conceptos caducos de la música de Florentine Chamber que dieron comienzo al melodrama en el siglo diecisiete, no ha tenido éxito aún en la reforma completa del drama musical de su país. De todas manes, él más que otros combate valientemente al pasado y hay muchos puntos en los que vence. Más fuerte en ideas que Debussy, pero inferior musicalmente, está G. Charpentier.
En Inglaterra, Edward Elgar está cooperando con nuestros esfuerzos por destruir el pasado oponiendo su deseo de amplificar las formas sinfónicas clásicas, buscando caminos más fructíferos de desarrollo temático y variaciones multiformes en un solo tema. Además, dirige su energía no meramente a la variedad exuberante de instrumentos, sino a la variedad de sus efectos combinatorios, que está de acuerdo con nuestra sensibilidad compleja.
En Rusia, Modeste Mussorgsky, renovado por el espíritu de Nikolai Rimsky-Korsakov, injerta el elemento nacional primitivo en la fórmula heredada de otros, y buscando la verdad dramática y la libertad armónica abandona la tradición y la consigna al olvido. Alexander Glazunov se mueve en la misma dirección, aunque de una forma primitiva y lejana de concepto puro y equilibrado de arte.
En Finlandia y Suecia, también, se están nutriendo tendencias innovadoras en términos de música nacional y elementos poéticos, y los trabajos de Sibelius lo confirman.
¿Y en Italia?
Las escuelas vegetativas, conservatorios y academias actúan como trampas para la juventud y el arte semejante. En estos lechos calientes de impotencia, los directores y profesores, deficientes ilustrados, perpetúan el tradicionalismo y combaten cualquier esfuerzo de ensanchar el campo musical.
El resultado es una prudente represión y restricción de cualquier tendencia libre y atrevida; mortificación constante de la inteligencia impetuosa; apoyo incondicional de la mediocridad imitativa e incestuosa; prostitución de las grandes glorias del pasado de la música, utilizadas como armas insidiosas de ofensa contra el talento floreciente; limitación de estudio a una forma inútil de pirueta acrobática en la perpetua última agonía de una cultura retrasada que ya está muerta.
Los jóvenes talentos musicales estancados en los conservatorios tienen sus ojos fijados en la fascinante mira de la opera bajo la protección de las grandes casa editoriales. Muchos de ellos acaban mal –y lo peor por falta de fundamentos técnicos e ideológicos. Sólo unos pocos llegan tan lejos como para ver sus trabajos en escena, y muchos de ellos pagan dinero para asegurarse el éxito venal y efímero, o tolerancia cortés.
La sinfonía pura, el último refugio, encubre a los fallidos compositores de ópera, que se justifican predicando la muerte del drama musical como forma absurda y anti-musical. Por otro lado confirman el clamor tradicional de que los italianos no han nacido preparados para la sinfonía, revelándose a sí mismos igualmente ineptos en esta vital forma de composición. La casa de su doble fallo es única, que no hay que buscarla en la completa inocencia e incesantes falsas formas de opera y sinfonía, sino en la propia impotencia de los compositores.
Hacen uso, en su ascenso hacia la fama, de la tan absurda estafa llamada "música bien hecha", la falsedad de esto es verídica y enorme, una copia sin valor vendida a un público que se deja estafar por su propia voluntad.
Pero los raros afortunados, que a través de muchas renuncias, han conseguido la protección de las grandes editoriales, a las que se atan con humillantes e ilusorios "contratos-lazo", representan la clase de siervos, cobardes y aquellos que voluntariamente se venden.
Las grandes comerciantes-editoriales gobiernan sobre todo; imponen limitaciones comerciales en las formas operísticas, proclamando los modelos que no se han de superar ni usurpar; la base, operas vulgares y raquíticas de Giacomo Puccini y Umberto Giordano.
Los editores pagan a los poetas por desperdiciar su tiempo e inteligencia en confeccionando y condimentando –de acuerdo con las recetas de ese cocinero grotesco de pasta llamado Luigi Illica— ese pastel fétido que lleva el nombre de opera libretto.
Los editores descartan cualquier opera que supere la mediocridad, ya que tienen el monopolio para diseminar y explotar sus mercancías y defender el campo de acción de cualquier temible intento de rebelión.
Los editores asumen la protección y el poder sobre el gusto popular, y, con la complicidad de los críticos, evocan como ejemplo o advertencia entre las lágrimas y el caos general, nuestro supuesto monopolio italiano de la melodía y del bel canto, y nuestra nunca suficientemente aclamada opera, esa pesada y sofocante cosecha de nuestra nación.
Sólo Pietro Mascagni, el favorito de los editores, ha tenido el espíritu y poder de rebelarse contra las tradiciones del arte, contra los editores y el engañado y deteriorado público. Su ejemplo personal, primero y único en Italia, ha desenmascarado la infamia de los monopolios editores y la venalidad de los críticos. El ha acelerado la hora de nuestra liberación del zarismo comercial y el diletantismo musical; Pietro Mascagni ha mostrado gran talento en sus intentos reales de innovación en los aspectos armónicos y líricos de la ópera, aunque no se haya decidido a liberarse de las formas tradicionales.
La vergüenza e inmundicia que he denunciado en términos generales representa fielmente el pasado de Italia en su relación con el arte y con las costumbres de hoy: industria de los muertos, culto de cementerios, agotamiento de las fuentes vitales.
El Futurismo, la rebelión de la vida, la intuición y el sentimiento, estremecedora e impetuosa primavera, declara la guerra inexorable a las doctrinas, individuos y trabajos que repiten, prolonga o exaltan el pasado a expensas del futuro. Proclama la conquista de la libertad amoral, de la acción, la consciencia y la imaginación. Proclama que el Arte es desinteresado, heroísmo y rechaza el éxito fácil.
Yo despliego a la libertad del aire y del sol la bandera roja del Futurismo, llamando a su símbolo incandescente a esos jóvenes compositores que tienes corazones para amar y luchar, mentes para imaginar, y rostros libre de cobardía. Y grito con alegría al sentirme libre de todas las cadenas de la tradición, duda, oportunismo y vanidad.
Yo, que repudio el título de Maestro como estigma de mediocridad e ignorancia, confirmo mi adhesión al Futurismo, ofreciendo a los jóvenes, los osados y los temerarios, estas mis irrevocables conclusiones:
1. Convencer a los jóvenes compositores para desertizar las escuelas, conservatorios y academias musicales, y considerar el estudio libre como la única forma de regeneración.
2. Combatir las venales e ignorantes críticas con concienzudo desprecio, liberando al público de los perniciosos efectos de sus escritos.
Encontrar con este ánimo una reseña musical que sea independiente resueltamente opuesta al criterio de los profesores de conservatorio y a aquellos del envilecido público.
3. Abstenerse de participar en ninguna competición con los acostumbrados sobres cerrados, denunciando públicamente las mistificaciones y desenmascarando la incompetencia de los jurados, que están compuestos generalmente de imbéciles e impotentes.
4. Mantenerse a distancia de los círculos comerciales o académicos, despreciándolos, y preferir la vida modesta a los sueldos dadivosos adquiridos de vender el arte.
5. La liberación de la sensibilidad musical individual de toda imitación o influencia del pasado, sintiendo y cantando con el espíritu del futuro, obteniendo la inspiración y la estética de la naturaleza, a través de todos los fenómenos humanos y extra-humanos presentes en ella. Exaltando el símbolo humano renovado por los variados aspectos de la vida moderna y su infinidad de relaciones íntimas con la naturaleza.
6. Destruir el prejuicio de música “bien-hecha” –retórica e impotente- para proclamar el único concepto de música Futurista, como algo totalmente distinto a lo actual, y para formar en Italia un gusto musical Futurista, destruyendo los valores doctrinarios, académicos y soporíferos, declarando la frase “dejadnos recuperar a los viejos maestros” como odiosa, estúpida y vil.
7. Proclamar que el reinado del cantante debe acabar, que la importancia del cantante en relación al trabajo artístico es equivalente a la importancia de un instrumento en la orquesta.
8. Transformar el título y valor del “libretto operístico” en el título y valor de “poema dramático o trágico para la música”, sustituyendo la estructura métrica por el verso libre. Cada escritor de opera debe ser absolutamente y necesariamente el autor de su propio poema.
9. Combatir categóricamente todas las reconstrucciones históricas y escenificaciones tradicionales y declarar la estupidez del desprecio sentido por el vestuario contemporáneo.
10. Combatir el tipo de balada de Tosti y Costa, canciones nauseabundas napolitanas y música sagrada que, no teniendo ninguna razón para existir, dado el colapso de fe, se han convertido en el exclusivo monopolio de los impotentes directores de conservatorio y una recua de sacerdotes incompletos.
11. Provocar en el público una creciente hostilidad hacia la exhumación de viejos trabajos que impide la aparición de innovadores, para acrecentar el apoyo y exaltación de todas las tendencias musicales que aparezcan como originales y revolucionarias, y considerar como un honor los insultos e ironías de los moribundos y oportunistas.
Y ahora las reacciones de los tradicionalistas se verterán sobe mi cabeza con toda su furia. Me rio tranquilamente y no me preocupo en absoluto; he superado el pasado, me uno a los jóvenes músicos en la bandera del Futurismo que, emprendida por el poeta Marinetti en Le Figaro, ha conquistado en un breve espacio de tiempo la mayoría de los centros intelectuales del mundo.