5.9.11

EL MILAGRO DE SAN WILFRIDO

de Leopoldo Lugones (1)

EL 15 DE JUNIO DE 1099, cuarto día de la tercera semana, un crepúsculo en nimbos de sangre había visto por vigésima quinta vez al campamento cruzado desplegarse como una larga línea de silencios y de tiendas pardas alrededor de Jerusalén, desde la puerta de Damasco hasta donde el Cedrón penetra en el valle de Sové, que los latinos llaman valle de Josafat(2).
Sobre la llanura que se extendía entre el campamento y la ciudad, algunos bultos denunciaban cadáveres: restos de la jornada del 13 que los franceses libraron sobre la antemuralla.
El monte Moria alzábase frente de la puerta Esterquilinaria, al mediodía. Por el norte levantaban sus cumbres desoladas el Olivete y el monte del Escándalo, donde Salomón idolatró(3). Entre estas cumbres, el valle maldito, el valle donde imperara la herejía de Belphegor y de Moloch(4); donde gimieron David y Jeremías; donde Jesucristo empezó su pasión; donde Joel dijo su memorable profecía: congregrabo omnes gentes(5)...; donde duermen Zacarías y Absalón(6); el valle adonde los judíos van a morir de todas las partes del mundo, se abría lleno de sombra y de viñas negras...
Las murallas de la ciudad, altas de cien palmos, escondían a la vista las montañas de Judea, que el Rey Sabio hizo poblar de cedros. El recinto quedaba oculto, y sólo se divisaba por sobre la línea de bastiones la cumbre rojiza del Acra, la monstruosa cúpula de cobre de la mezquita Gameat-el-Sakhra levantada por Omar(7) a indicación del patriarca Sofronio, sobre las ruinas del templo de Salomón; y algunas palmeras.
Una agonía sedienta consumía a los soldados de la cruz. Las fuentes de Siloé y de Rogel estaban exhaustas. El viento salado, apenas dejaba aproximarse las nubes hasta Jericó. Y aquello estaba tan seco, tan calcinado, que las mismas tumbas antiguas parecían clamar de sed.
Sobre las tiendas de las huestes sitiadoras ondeaban multicolores estandartes, en cuyo trapo, al impulso de la devoción y del heroísmo, iban germinando como futuros emblemas de gloria las trece coronas y las treinta y seis cruces principales de la heráldica, desde la sencilla cruz patente hasta las embrolladísimas doblas y contrapotenzadas, que llegarían a su máxima complicación en el curioso jeroglífico de la familia Squarciafichi(8).
Estaban allá Godofredo, Eustaquio y Balduino; los señores de Tolosa, de Foix, de Flandes, de Orange, de Rosellón, de San Pol, de l' Estoile, de Flandes y de Normandía(9). Ya eran todos ilustres. Guicher había hendido en dos un león; Godofredo había partido por la mitad a un gigante sarraceno en el puente de Antioco...
Una tienda rasa se alzaba entre las otras. En aquella tienda, un monje flaco y viejo que tenía un báculo de olivo vivía mojando en lágrimas toda la longitud de su barba. Era Pedro el Ermitaño.
Aquel monje sabía que la ciudad ilustre fundada en el 20230 año del mundo era una mártir.
Desde los hijos de Jebus hasta Sesac; desde Joás hasta Manasés, hasta Nabucodonosor, hasta Tolomeo Lago, hasta los dos Antiocos: el Grande y el Epifanio, hasta Pompeyo, hasta Craso, hasta Antígono, hasta Herodes, hasta Tito, hasta Adriano, hasta Cosroes, hasta Omar(10), ¡cuánta sangre había manchado sus piedras, cuánta desolación había caído sobre la reina glorificada por la salutación de Tobías: Jerusalem, civitas Dei, luce splendida fulgebis!(11).
Pedro había podido observar, como San Jerónimo, que en aquella ciudad no se veia un solo pájaro.

* * *

Esa tarde, un correo expedido de Kaloni comunicó a Godofredo que en el puerto de Jafa acababan de anclar varias naves pisanas y genovesas, en las cuales venían los marineros esperados para construir las máquinas de guerra diseñadas por Raymundo de Foix.
Acababa de hundirse el sol cuando tomaron el camino de Arimatea cuatro caballeros enviados para guardar las naves recién llegadas a Jafa. Eran Raimundo Pileto, Acardo de Mommellou, Guillermo de Sabran y Wilfredo de Hohenstein, a quien llamaban el caballero del blanco yelmo.
Era él rubio y fuerte como un arcángel. Sobre su tarja(12) germana, sin divisa como todos los escudos de aquel tiempo, se destacaba formando blasón pleno un lirio de estaño en campo sinople(13). Aquel lirio, en forma de alabarda, era el único abierto de toda la flora heráldica; pues el de Francia permanecía aún en botón.
Pero lo extraordinario en la armadura del caballero era su casco de metal blanquísimo cuyo esplendor no velaba entre los demás la cimera de que carecían los yelmos de los cruzados. El nasal de aquel casco, dividiéndole exageradamente el entrecejo y bajando por entre sus ojos como un pico, daba a su faz una expresión de gerifalte(14).
Contábase a propósito de aquella prenda una rara historia. Decíase que, casado su dueño a los veinte años, antes de uno mató a la esposa en un arrebato de celos. Descubierta luego la inocencia de la víctima, el señor de Hohenstein fue en demanda de perdón a Pedro el Ermitaño, quien le puso en el pecho la cruz de los peregrinos.
Antes de partir, quiso orar el joven en la tumba de su esposa. Sobre aquel sepulcro había crecido un lirio que él decidió llevarse como recuerdo; mas, al cortarla, la flor se transformó en un casco de plata, dando origen al sobrenombre del caballero. Poseídos aún del milagro que hizo llover lirios sobre la cabeza de Clodoveo, no tenían los camaradas del héroe por qué dudar de su aventura, mucho más cuando él la abonaba con su valentía y el voto de castidad.
La noche estaba ya densa sobre los montes. Los caballeros cruzaron al trote de sus cabalgaduras, como cuatro sombras en rumor de hierro, la garganta estéril que une a Jerusalén con Sikem y Neápolis; el torrente donde David tomó las cinco piedras para combatir al gigante; el valle del Terebinto, el de Jeremías, dolorosa entrada de los montes de Judea poblados de jabalíes; los arrabales de Arimatea, los de Lydia, sembrados de aquellas palmas idumeas bajo las cuales curó Pedro al paralítico; y al llegar al Pozo de la Virgen, la llanura de Sarón, cubierta de alelíes y tulipanes, se desplegó ante ellos desde Gaza hasta el Carmelo, y desde los montes de Judea hasta los de Samaria, denunciándose en la oscuridad con el aroma de sus flores. Tal iban evocando los pasajes de la sacra historia por los mismos lugares de su tránsito, aquellos ilustres guerreros.(15)
Wilfrido habíase rezagado un tanto. Los otros tres mantenían su piadosa conversación; y el señor de Sabran refirió a sus compañeros la historia de la ciudad adonde se dirigían.
Jafa(16) está, decía, en la heredad de Dan y es más antigua que el diluvio. En ella murió Noé; a ella venían las flotas de Hiram cargadas de cedro; en ella se embarcó Jonás para cruzar el mar, aquel Gran Mar “que vio a Dios y retrocedió”, dice el Salmista; ella sufrió el peso de cinco invasiones y fue incendiada por Judas Macabeo. Allí resucitó Pedro a Tabita(17); allí Cestio y Vespasiano repletaron de oro sus legiones; y en su ciudadela manda ahora, en nombre del Soldán, el feroz Abu-Djezzar-Mohamed-ibn-el-Thayyb-el-Achary, a quien llaman familiarmente Abu-Djezzar, y cuyos sicarios recorren estos parajes buscando el rastro de los guerreros de Cristo.
El señor de Mommellou añadió a su vez que Jafa había sido teatro de las fábulas del paganismo. Su nombre era el de una hija de Eolo; y San Jerónimo cuenta que le enseñaron allí la roca y el anillo en que Andrómeda fue entregada al monstruo de Neptuno. Plinio añade que Escauro llevó a Roma los huesos de dicho animal; y Pausanias refiere que existe todavía la fuente donde Perseo se lavó las manos cubiertas por la sangre del combate(18).
Y todo esto lo contaron los caballeros Acardo de Mommellou y Guillermo de Sobran, porque sabían muchas letras de historia aprendidas en los pergaminos de los monasterios.
De repente, al llegar junto a las ruinas de una cisterna seca, advirtieron que Wilfrido no iba ya con ellos. Era indudable que se había extraviado en tan peligroso sitio; pero no podían buscarlo, pues de las naves que iban a custodiar dependía la toma de la ciudad santa. Y por si era tiempo aún, galoparon soplando sus cuernos hacia las murallas próximas.

* * *

Abu-Djezzar gobernaba la ciudadela. La fortaleza se levantaba, dominando el mar, entre un bosquecillo de nopales y granados. Mil musulmanes defendíanse allí, esperando auxilios de Cesárea o de Solima. Los fosos estaban llenos de agua y levantados los rastrillos, que apenas dejaban paso a las partidas de merodeadores.
Wilfrido de Hohenstein, despojado de sus armas, fue traído ante el señor de la ciudadela. Era éste un musulmán de ojos aguileños y perfil enérgico como un hachazo.
—Perro —le dijo apenas túvolo a su alcance—, ya sabemos la situación de vuestros soldados, que mueren de sed bajo los muros de Solima. Dime, pues lo sabes, si los cristianos abrigan todavía esperanzas.
Una sonrisa heroica iluminó la juventud del caballero.
—Sarraceno —replicó—: los condes de Flandes y de Normandía acampan al norte, allá mismo donde fue apedreado San Esteban(19); Godofredo y Tancredo están al occidente; el conde de Saint-Gilles al sur, sobre el monte Sion. Ya sabes dónde se halla nuestras tropas, y también que los soldados de Cristo no retroceden. Pues bien, óyelo, sarraceno: antes de un mes, los soldados de Cristo entrarán en Jerusalén por el norte, el occidente y el mediodía.
Abu-Djezzar rugió de rabia.
—Cortad maderos —gritó a sus soldados—; haced una cruz y clavad en ella a este perro. Que muera como su dios.
Tres horas después, los soldados venían en grupos a contemplar el mártir. Wilfrido de Hohenstein, clavado en una cruz muy baja, parecía estar muerto en pie. Desnudo enteramente, cruzado su cuerpo de rayas rojas, la cabeza doblada, los cabellos rubios cubriéndole los ojos, las manos y los pies corno envueltos en púrpura, semejaba una efigie de altar. la muerte no conseguía ajar su juventud, realzándola más bien como una escarcha fina sobre un mármol artístico. El patíbulo daba al mar, sobre la ciudad ruinosa, desamparado bajo el cielo. Y los soldados admiraban en voz baja, con palabras bárbaramente desgarradas en vómitos guturales(20), aquella juventud enemiga, tan viril bajo los cabellos rubios ceñidos ya por un reflejo de apogeos.(21)

El cuerpo de Wilfrido de Hohenstein no era sino un despojo. Estaba muy blanco, casi trasparente, como un vaso de alabastro que ha dejado correr todo su vino; y bajo sus párpados entreabiertos se vislumbraba una minúscula estrella azul.
Un buitre sirio, a inmensa altura, mecíase entre los cenitales esplendores. Los soldados lo vieron y entonces recordaron. Aunque la agonía del caballero fue larga, era indudable ya estaba muerto. El agá(22) se aproximó y levantó uno de sus párpados. La estrellita azul se había apagado en el fondo de la órbita. De la comisura labial desprendióse un hilo de sangre...
Nadie se atrevió a abofetearlo, a pesar de que era la costumbre, porque su sueño apaciguaba con su inmensa blancura. Tendieron simplemente la cruz y empezaron a desclavarlo. Pero la mano derecha resistía tanto, que el agá la cortó con su gumía(23), dejándola clavada en el poste. Y como aquella cruz podía servir para ajusticiar otros perros, resolvieron conservarla en la armería.
La mano permaneció así durante un mes. Nadie se acordaba ya de aquello, cuando el 12 do julio de 1099 un emisario sarraceno vino en su caballo moribundo a decir a Abu-Djezzar que los cristianos, arrojando escalas sobre los muros de Solima(24), al rayar la aurora, y encerrados en fuertes ingenios de madera, hacían llover sobre los fieles del Profeta un aguacero de aceite y pez hirviendo(25).
Abu-Djezzar mandó afilar los alfanjes y descendió a la armería para inspeccionar los arneses de peones y caballeros.
Lucían los hierros en la penumbra de la sala. Había allí lorigas de Egipto, yataganes de Damasco; lanzas españolas, largas de diez palmos; adargas de cuero de hipopótamo, tomadas a los nubios; estribos tajantes al uso berberisco y puñales bizantinos que parecían de agua(26).
El musulmán recorría con ojos satisfechos aquel arsenal, provisto por el califa de tantas y tan hermosas armas. Sus babuchas sonaban en las lozas de la galería, y soberbiamente envuelto en su albornoz examinábalo todo.
Con el gran calor estival, habíase quitado el turbante, y su cabeza afeitada ostentaba en el occipucio el penacho de cabellos por donde el ángel Gabriel lo conduciría al Paraíso el día del Juicio(28). Nadaban en sus ojos dos chispas, y bajo su labio crispado, la dentadura fijaba un brillo siniestro.
Desde su sitio percibía la cruz disimulada en la sombra donde amarilleaba la mano del mártir. Y andando, andando, encontróse debajo de ella, con la mirada fija en una de las perchas de la armería.
En ese momento eran las tres de la tarde. El caballero de l'Estoile acababa de saltar sobre las murallas de Jerusalén.
Y como el agá apareciera en la puerta, Abu-Djezzar lo increpó:
— ¡Alá los extermine! ¡Malditos perros...!
No pudo concluir. La mano súbitamente viva, habíase abierto como una garra, retorciéndose en su clavo y enredando entre sus dedos los cabellos del infiel.
El agá, loco de horror, huyó a lo alto de la ciudadela. Los soldados acudieron, mas nadie se atrevió a tocar aquella formidable reliquia que mantenía invenciblemente agarrada la presa enemiga.
Abu-Djezzar yacía muerto al pie de la cruz, con la lengua apretada entre los dientes y tendidos los brazos que descuartizaba una convulsión.
Esa misma tarde, el agá hizo arrojar por sobre las murallas el siniestro crucifijo, sin que la mano volviera a abrirse desde entonces. Y los cristianos de Jafa, sabedores del hecho por un prisionero de la ciudadela tomado pocos días después, condujeron en procesión aquel trofeo, erigiendo un altar al caballero del blanco yelmo que padeció muerte de cruz entre los infieles el 12 de julio del año 1099 de Cristo.
Ahora, en el convento de los franciscanos de Jafa, puede verse bajo una urna de cristal, clavada en su trozo de madera y asiendo un puñado de cabellos, todavía fresca como para consolar la décima séptima agonía de Jerusalén, la mano blanca de San Wilfrido de Hohenstein.


NOTAS

(1) Publicado en El Tiempo, Buenos Aires, Nº 763, 15 de abril de 1897. Más tarde: “Del libro Las fuerzas extrañas: `El milagro de San Wilfrido”, en Caras y Caretas, Buenos Aires, año IX, Nº 392, 7 de abril de 1906.
(2) Valle de Josafat: denominación simbólica, no topográfica, del lugar en el que Yavéh juzgará a los enemigos de Israel (JI, 4, 2-12). Se lo llamó también el Valle del Juicio o de la Sentencia. Se identificó, más tarde, sin fundamento, con el valle del Cedrón, al oriente de Jerusalén.
(3) Salomón, el rey Sabio, tuvo una sostenida tendencia idolátrica que escandalizaba a los israelitas, y algún profeta, como Ajías de Silo, se hizo eco de ello y señaló por castigo la pérdida de diez de las doce tribus (V. 1 Reyes. 11. 29 y ss.).
Belphegor o Baal Fagor o Fagor: Baal era el nombre genérico de “señor del lugar” para los dioses locales de Siria y Palestina. Baal Fagor era la del monte de este nombre. A veces, se lo representó como una mujer desnuda; otras, como un demonio horrendo (véase Números, 23, 3-5; Deuter., 4,3; Oseas, 9, 10).
(4) Moloch, Moloc o Molek. también era nombre genérico para dios local. El nombre de Moloch se repite como dios de Cartago y de las colonias fenicias al que hacían sacrificios de niños para aplacarlo.
(5) Profeta Joel, hijo de Patuel, dejó un pequeño escrito profético que se recoge en el canon bíblico. Lo citado corresponde al Cap. 3, 11: “Juntáos todas las gentes...”.
(6) Zacarías: hay varios personajes bíblicos con el nombre de Zacarías; el más importante es el profeta de este nombre, que dejó sus escritos, recogidos en la Biblia. Absalón: tercer hijo de David y de Maaká, renombrado por su hermosura. Hermano de Tamat, mató a Amnán cuando éste la ultrajó. Fue muerto por Yoab cuando Absalón quedara colgando de un árbol al enredarse en sus ramas su larga cabellera. Según Génesis, 14, 7, descansa en el valle de los Reyes.
(7) Omar: califa, amigo y sucesor de Mahoma. Sus conquistas de Siria, Persia y Egipto dieron universalidad al imperio islámico.
(8) Cruces: son más dé cuarenta los tipos de cruces definidas. Véase: Koch, Rundolph, El libro de los símbolos, Buenos Aires, Betiles, 1980, pp. 20 y ss.
(9) Todos son nombres de caballeros cruzados.
(10) Enumeración de quienes tuvieron poder o gobierno sobre Jerusalén, a lo largo de los siglos.
(11) “Jerusalem, civitas Dei..." Es parte del cántico del Libro de Tobías, 13, versículos 11 y 13. Lugones ha transcripto de corrido los comienzos de dos versículos diferentes: "Jerusalem, civitas Dei..." del v. 11 y "Luce splendida fulgebis..." del 13, en el texto de la Vulgata.
(12) Tarja: escudo grande que cubría todo el cuerpo.
(13) Sinople: color verde, en heráldica.
(14) Cimera: parte superior del casco. Nasal: parte que protege la nariz del caballero. Gerifalte: ave de presa del norte de Europa, muy cotizada en cetrería.
(15) Alusiones a diferentes pasajes y episodios de la historia sagrada de Israel narrados en el Antiguo Testamento.
(16) Jafa, Jaffa o Yaffá: ciudad muy antigua sobre el Mediterráneo; los israelitas la utilizaban como puerto. Tal vez en Jafa es donde se entregaba la madera para los templos de Salomón y Zorobabel, y donde Jonás se embarcó para Tarsis (Jonás, 1, 3). Josué (19, 46) la adscribe a la heredad de Dan, tribu descendiente del epónimo de ese nombre.
(17) Alusión al milagro de resurrección de la joven Tabita por San Pedro (Hechos de los Apóstoles, 9, 36-43).
Eolo: dios de los vientos, o rey de los vientos, como en la Odisea. Andrómeda: bellísima hija de Cefeo, quien comentaba que era superior a las Nereidas en hermosura. Poseidón, encolerizado, la encadenó a una roca, donde padecía custodiada por un monstruo marino.
Plinio: (23-79 dC.) Secundo Cayo, el Viejo. Naturalista romano, murió víctima de su curiosidad científica al acercarse al Vesubio en erupción. Su obra es monumental y contiene enorme cantidad de referencias y datos de las más disímiles fuentes.
Pausanias: viajero y geógrafo griego que vivió en el siglo II. Su obra, Itinerario de la Hélade, recoge amplísimo caudal de sus observaciones.
(18) Perseo: hijo de Zeus y Dánae. Luchó y derrotó a la gorgona Medusa y rescató a Andrómeda de su cautiverio, casando con ella.
(19) San Esteban: presbítero y protomártir, del primero, de la Iglesia. Murió lapidado. Véase Hechos de los Apóstoles, 6, 8-60, esp. 57-60.
(20) Se refiere a la impresión auditiva que la lengua de los paganos producía al escucharla.
(21) Apogeos: que ha alcanzado lo sumo de la grandeza, de la perfección, de la virtud, de la gloria.
(22) Agá: oficial del ejército turco.
(23) Gumía: cuchillo de punta curva que los moros llevaban en la manga.
(24) Solima: corresponde a una de las dos lecturas del nombre de la Ciudad Santa: Jerusalem o Jerosólima. La segunda forma es la que usa el Deuteronomio, en el Antiguo Testamento, y Mateo, Marcos y Juan, en el Nuevo.
(25) Ingenios de madera: construcciones, máquinas o artificios de guerra para atacar o defenderse: torres sobre ruedas, catapultas, arietes rodados, etc.
Alfanje: especie de sable corto y corvo con filo de un solo lado.
Loriga: armadura para defensa del cuerpo hecha con láminas de metal o anillos imbricados.
Yatagán: especie de sable con dos filos, de origen turco.
Adarga: escudo de cuero ovalado o de forma de corazón.
(26) Estribos tajantes: tenían hacia afuera un reborde afilado para causar heridas en el tobillo del caballero enemigo o en los flancos de su caballo. Lo usaban los habitantes de Berbería, África.
(27) Babuchas: zapatos livianos, sin taco, usado por los moros. Albornoz: especie de capa con capucha.
(28) Creencia árabe de que el ángel de Alá los tomaría del pelo para llevarlos al Paraíso. Por eso dejaban crecer un penacho largo en el occipucio, donde se articula la cabeza con las vértebras cervicales.

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