9.4.14

La naturaleza de la realidad

por Paul Davies

Hasta el momento hemos sido bastante imprecisos con nociones como «el mundo real» y la «existencia» de ondas de materia o superespacio. En este capítulo nos enfrentaremos cara a cara con las preguntas fundamentales que plantea la revolución cuántica y examinaremos en qué medida estos conceptos poco habituales se suponen aplicables a algo verdaderamente objetivo o bien si tan sólo son complicadas maquinaciones de los físicos para calcular matemáticamente los resultados de medir entidades más concretas y conocidas.
Debe subrayarse desde un principio que de ninguna manera hay acuerdo unánime entre los físicos, y menos entre los filósofos, sobre la naturaleza ni sobre la existencia de la realidad, ni siquiera sobre su misma significación ni sobre en qué medida las características cuánticas la socavan. Sin embargo, desde hace alrededor de cincuenta años, están en el aire determinados problemas y paradojas y, aunque no se han resuelto a satisfacción de todo el mundo, resaltan las cualidades profundamente extrañas que la teoría cuántica ha aportado a nuestro mundo.
La mayor parte de la gente tiene una imagen intuitiva de la realidad según los siguientes principios. El mundo está lleno de cosas (estrellas, nubes, árboles, rocas...) entre las cuales hay observadores conscientes (personas, delfines, marcianos (?)...) independientemente de si han sido descubiertos o de si podemos experimentar con ellos o medirlos en un futuro. En resumen: hay un mundo «exterior». En la vida cotidiana no ponemos en cuestión tal creencia. El monte Everest y la nebulosa de Andrómeda existían con toda seguridad antes de que existiera nadie para comentar tal hecho; los electrones zumbaban por el universo originario al margen de si, en último término, aparecería el hombre en el cosmos, etcétera.
Puesto que los científicos han revelado y creen en las leyes de la naturaleza, se acepta que el universo «late» por sí solo, sin ayuda y ajeno a nuestra participación en él. Lo evidente de todo lo dicho hace aún más sorprendente descubrir que carece de fundamento.
Es evidente que el mundo que una persona realmente experimenta no puede ser del todo objetivo, puesto que experimentamos el mundo en una acción recíproca. El acto de la experiencia requiere dos componentes: el observador y lo observado. La mutua interacción entre ambos nos proporciona la sensación de la «realidad» que nos envuelve.
Asimismo es obvio que nuestra versión de esta «realidad» estará coloreada por nuestro modelo del mundo según lo ha erigido la experiencia anterior, la predisposición emocional, las expectativas, etcétera. Evidentemente, pues, en la vida cotidiana no experimentamos en absoluto una realidad objetiva, sino una especie de cóctel de perspectivas internas y externas.
El objetivo de las ciencias físicas ha sido desprenderse de esta visión personalizada y semisubjetiva del mundo y construir un modelo de la realidad que sea «independiente» del observador. Los procedimientos tradicionales para alcanzar esta meta son los experimentos repetibles, la medición mediante máquinas, la formulación matemática, etc. ¿Hasta qué punto es logrado el modelo que ha proporcionado la ciencia? ¿Puede verdaderamente describir un mundo que existe con independencia de las personas que lo perciben?
Antes de ocuparnos de la teoría cuántica, es interesante volver a las ideas de la mecánica de Newton, con sus imágenes de un universo mecánico habitado por observadores que son meros autómatas, para ver hasta dónde se puede llegar en la construcción de un modelo de este mundo. En el capítulo 3 hemos visto que es imposible hacer ninguna observación sin perturbar el sistema que se observa. Para adquirir información sobre algo es necesario que alguna clase de influencia se desplace desde el sistema que interesa al cerebro del observador, quizás a través de una compleja cadena de aparatos. Esta influencia siempre tiene una reacción refleja sobre el sistema de acuerdo con el principio de acción y reacción de Newton, con lo que perturba ligeramente su estado. Ya hemos citado un ejemplo sobre el movimiento de los planetas en el sistema solar, cuyas órbitas son infinitésima pero inevitablemente perturbadas por la luz con que los vemos. Podría pensarse que las perturbaciones debidas al observador suponen un golpe mortal para la idea de que el universo es una máquina, pero no es así. El cuerpo del observador –cerebro, órganos de los sentidos, sistema nervioso, etc.– puede considerarse formando íntegramente parte de la gran maquinaria cósmica, entendiendo el sistema total (observador más observado) como una gran máquina que determina la inevitabilidad del resultado de todas las mediciones.
En esta imagen newtoniana del universo, los observadores desempeñan papeles predeterminados en la comedia sin iniciativa alguna.
Tampoco es necesario, según esta teoría, que todos los sistemas y todos los procesos sean realmente observados para que existan: ¿quién negaría que los eclipses ocurren aunque no haya nadie que los vea?
Las leyes de la mecánica de Newton permiten calcular la actividad de cuerpos invisibles, desde los átomos hasta las galaxias, y comprobar las predicciones mediante meras observaciones esporádicas.
El hecho de que los sistemas parezcan funcionar según estas predicciones matemáticas refuerza la creencia de que eso es realmente «exterior», que opera por sí mismo, sin necesitar que nuestra constante inspección lo haga latir.
Un rasgo central de esta visión newtoniana del mundo real es la existencia de «cosas» identificables a las que, coherentemente, se pueden adscribir atributos intrínsecos. En la vida cotidiana no tenemos dificultad en aceptar, por ejemplo, que un balón de fútbol es un balón de fútbol, una cosa concreta con propiedades fijas (redondo, de cuero, hueco...). No es una casa ni una nube ni una estrella. El mundo se percibe como una colección de objetos distintos en mutua interacción. No obstante, esta idea no es más que aproximada.
Los objetos son distintos en la medida en que su mutua interacción es, en un sentido vago, pequeña.
Cuando una gota de líquido cae en el océano interacciona fuertemente con la gran masa de agua y queda absorbida por ésta, perdiendo por completo su identidad. Tomando otro ejemplo, el feto sólo gradualmente adquiere una identidad distinta de la madre conforme crece en el vientre. Hablando en términos generales, cuando los objetos están a gran distancia los concebimos distintos: los planetas del sistema solar, los átomos de Londres y Nueva York, etc. Esto se debe a que todas las fuerzas interactivas conocidas disminuyen rápidamente con la distancia, de tal modo que las entidades bien separadas se comportan casi con independencia.
Desde luego, nunca son completamente independientes –siempre hay un ensamblaje residual entre todas las cosas–, pero la noción de objetos distintos y separados es muy útil en la práctica.
Hay una dificultad filosófica para atribuir identidad a las cosas, como la de que el balón de fútbol es el mismo balón en todos los momentos. Cuando se le da una patada pierde parte del cuero, gana barro y betún de la bota, expele algo de aire, adquiere fuerza y rotación, etcétera. ¿Por qué pensamos en el balón chutado como «el» balón? Del mismo modo, es una práctica habitual atribuir identidades fijas a las personas, aunque todos los días parte de sus células corporales son sustituidas, y su personalidad, emociones y recuerdos son alterados por las nuevas experiencias de las últimas veinticuatro horas. No se trata exactamente de la misma persona que conocimos ayer. En un plano aún más básico, el balón de fútbol observado no puede ser precisamente el mismo que el no observado como consecuencia de las perturbaciones provocadas por el mismo acto de la observación.
La solución a estas dificultades parece ser que el universo, en cuanto conjunto, es en realidad indivisible, pero podemos dividirlo de forma muy aproximada en muchas pequeñas cosas cuasiautónomas cuya diferenciada identidad, si bien susceptible de polémicas filosóficas, rara vez se pone en duda en la vida ordinaria. Tanto si se considera el cosmos una máquina única como si se considera una colección de máquinas laxamente acopladas, su realidad parece estar sólidamente fundada por lo que respecta a la física de Newton.
Aunque estamos incrustados en esta realidad, la concebimos independiente de nosotros y existente antes y después de nuestra existencia personal.
Debe mencionarse que esta concepción de la realidad ha sido criticada por la escuela filosófica denominada positivismo lógico, que cree, por así decirlo, que las proposiciones sobre el mundo que no pueden ser verificadas por los seres humanos carecen de sentido.
Por ejemplo, afirmar que los eclipses ocurrían antes de que hubiera nadie que pudiese verlos se considera una proposición sin sentido. ¿Cómo podrá verificarse alguna vez su realidad? Para el positivismo extremo, la realidad se limita a lo que realmente se percibe: no hay un mundo exterior que exista con independencia del observador. Aunque se conceda que es imposible establecer la realidad de los acontecimientos no observados por ningún medio operativo, tampoco, en ese mismo sentido, puede demostrarse su irrealidad. Ambas nociones deben considerarse carentes de sentido. La concepción positivista del mundo, al menos en su forma extrema, no concuerda con la concepción de sentido común, y pocos científicos se adhirieron a sus principios fundamentales. Además, ha de hacer frente a sus propias objeciones filosóficas (por ejemplo, ¿cómo es posible verificar la afirmación de que las proposiciones inverificables carecen de sentido?). En lo que sigue supondremos que tiene sentido cierta noción del mundo exterior, independiente de nosotros, y que las cosas existen aun cuando quizás ocurra que nosotros nada sepamos de ellas.
Retomando ahora la teoría cuántica, ya podemos vislumbrar algunos de los problemas que surgen en relación con la naturaleza de la realidad. Si bien un balón de fútbol observado se diferencia infinitésimamente de un balón de fútbol no observado, cuando llegamos a las partículas subatómicas el acto de la observación tiene efectos drásticos. Como hemos señalado en el capítulo 3, cualquier medición llevada a cabo sobre un electrón, por ejemplo, es probable que tenga como resultado un retroceso grande e incontrolado de éste. No obstante, el que se produzca una inevitable perturbación como ésta no socava la idea de realidad; pero no hay modo de saber, ni siquiera en teoría, los detalles de tal perturbación. No es posible, por ejemplo, atribuir simultáneamente las propiedades de una exacta localización y un exacto movimiento a los electrones. Existe también una profunda dificultad en relación con la viabilidad de atribuir existencia independiente a los miembros individuales de una masa de partículas subatómicas.
Puesto que todos los electrones son intrínsecamente idénticos, cuando se acercan mucho no es posible decir cuál es cuál, pues su localización puede ser más insegura que las distancias mutuas. Tampoco, como expusimos en el capítulo 3, es siempre posible decir por qué ranura de una pantalla pasa «en realidad» un fotón o un electrón.
A pesar de esto, podría suponerse que es posible imaginar un microcosmos donde los electrones y las demás partículas «realmente» ocupen posiciones ciertas y se muevan según trayectos bien definidos, aun cuando nosotros seamos incapaces de asegurar cuáles son en la práctica.
A primera vista, parece que la tan importante incertidumbre la introduce de hecho el acto de la medición, como si de alguna manera el aparato utilizado para sondear el microsistema inevitablemente lo hiciera vibrar un poco. En cualquier caso, es evidente que el efecto vibratorio debe seguir operando incluso sin nuestra interferencia directa, pues de lo contrario los átomos que no estuvieran bajo observación directa no obedecerían las leyes cuánticas y deberían desmoronarse sobre sí mismos.
Todavía es posible conjurar un cuadro en el que todas las partículas subatómicas realmente ocupen una posición determinada y tengan una velocidad concreta, aun cuando estén en plena actividad. Después de todo, sabemos que las moléculas de un gas, por ejemplo, se agitan en rápido movimiento, actividad ésta que es la causa de la presión del gas. Es imposible para nosotros seguir las complicadas maniobras de miles de millones de pequeñas moléculas, de modo que, para fines prácticos, existe una profunda incertidumbre sobre cómo se comportarán las moléculas individuales de gas. Esta indeterminación de los movimientos de las moléculas se debe meramente a nuestra ignorancia sobre sus condiciones exactas y es similar a la incertidumbre del cara–y–cruz de que nos hemos ocupado en el capítulo 1. En tales circunstancias, a los científicos no les queda más remedio que utilizar métodos estadísticos, pues aunque el decurso de cada molécula individual pueda ser muy inseguro, las propiedades medias de una gran masa sí son posibles de estudiar, lo mismo que los hábitos deambulatorios de los visitantes del parque presentan un orden colectivo a pesar de la incertidumbre individual.
De este modo es posible calcular con exactitud las probabilidades de las caras y de las cruces, o bien la probabilidad de que dos gases distintos se entremezclen en un minuto, etc. Tal descripción de los sistemas compuestos de elementos caóticos y aleatorios, hecha en términos de probabilidades, parece aproximarse mucho a la descripción cuántica de las partículas subatómicas individuales que se desplazan de manera probabilística. Por tanto, es natural preguntarse si el comportamiento impredecible de, pongamos, un electrón tiene su origen en fenómenos similares a los que hacen inseguro el comportamiento global de la moneda lanzada al aire y de la caja de gases. ¿No sería posible que el electrón y sus colegas subatómicos no fueran el nivel ínfimo de toda la estructura física, sino que estuvieran sometidos a influencias ultramicroscópicas que los hacen tambalearse? Si tal fuera el caso, la incertidumbre cuántica podría atribuirse exclusivamente a nuestra ignorancia de los detalles exactos de este substrato de fuerzas caóticas.
Cierto número de físicos han intentado construir una teoría de los fenómenos cuánticos basada en esta idea, en la que las fluctuaciones en apariencia caprichosas y aleatorias de los microsistemas no representan una indeterminación intrínseca de la naturaleza, sino que son simples manifestaciones de un nivel oculto de la estructura donde fuerzas complicadas, pero absolutamente determinadas, hacen bambolearse a los electrones y demás partículas. La indeterminación de los sistemas cuánticos, pues, tendría el mismo origen que la indeterminación del tiempo atmosférico, que sólo puede predecirse sobre bases probabilísticas (es decir, hay un cincuenta por ciento de probabilidades de que llueva mañana) y plantearse en términos generales con la ayuda de la estadística.
Hay dos razones por las que esta explicación de la indeterminación cuántica no ha recibido el aplauso general. La primera es que necesariamente introduce una gran complicación en la teoría porque, aparte de los electrones y demás materia subatómica, necesitaríamos entender los detalles de esas misteriosas fuerzas que hacen tambalearse a las partículas. ¿Cuál es su origen, cómo actúan, qué leyes, a su vez, obedecen? La segunda razón es mucho más fundamental y toca el auténtico meollo de la revolución cuántica y de toda tentativa de otorgar realidad objetiva al mundo de la materia subatómica.
Buena parte de este capítulo se dedicará a analizar las portentosas conclusiones que parecen ser insoslayables, cuando se examina la naturaleza de la realidad a la luz de determinados experimentos subatómicos. El más famoso de estos experimentos fue ideado en principio por Albert Einstein en colaboración con Nathan Rosen y Boris Podolsky, ya en 1935, pero sólo en los últimos años ha avanzado la tecnología de laboratorio hasta el punto de poder comprobar sus ideas.
Los experimentos han confirmado que, al menos en forma simple, la posibilidad de que la incertidumbre cuántica nazca exclusivamente de un substrato de oscilaciones no es viable.
El principio que subyace a la «paradoja» de Einstein–RosenPodolsky, como se ha venido a denominar, puede comprenderse imaginando que se ha disparado un proyectil, pongamos por una pistola.
La experiencia demuestra que la pistola retrocede, de tal modo que la fuerza hacia adelante de la bala queda exactamente equilibrada por una fuerza igual y en dirección contraria de la pistola. Si la pistola y la bala tuviesen la misma masa, ambas saldrían lanzadas en direcciones contrarias a la misma velocidad. Ahora bien, si el proyectil se lanza de tal modo que adquiera una rotación, el mismo principio exige que la pistola rote en sentido contrario. Tanto el movimiento hacia adelante como el rotatorio de la bala reaccionan con la pistola en el momento del lanzamiento impartiéndole un empuje en sentido contrario.
Hay partículas subatómicas que emiten proyectiles rotatorios y sufren retrocesos, y los experimentos demuestran que las reglas conocidas de la mecánica también se aplican a estos movimientos. Las partículas incluso pueden desintegrarse en una doble progenie idéntica, que sale lanzada en direcciones opuestas y rotando en sentidos contrarios. Por ejemplo, el mesón pi, que es eléctricamente neutro y no tiene «spin», explota en una diezmillonésima de billonésima de segundo en dos fotones que se desplazan en direcciones opuestas, uno de los cuales rota en el sentido de las agujas del reloj a lo largo de su trayectoria, mientras el otro lo hace al revés.
Las reglas de la teoría cuántica exigen que sea igual de probable que el fotón rote en cualquier sentido, puesto que por simetría, no hay ninguna razón para que ningún sentido rotatorio tenga preferencia sobre el otro. Así pues, si se mueven en dirección norte–sur, el que se dirige hacia el norte tiene las mismas probabilidades de rotar en el sentido de las agujas del reloj como en sentido contrario.
No obstante, si el fotón orientado hacia el norte rota en el sentido de las agujas del reloj, el orientado hacia el sur debe hacerlo, para cumplir las leyes de la mecánica mencionadas, en sentido contrario a las agujas del reloj, y viceversa.
Debido a esta insoslayable correlación entre las direcciones de los dos fotones, la medición del sentido en que gira uno de ellos aporta inmediatamente la información sobre el sentido en que lo hace el otro.
Lo esencial de este ejemplo es que, tras la desintegración del cuerpo progenitor, las dos partículas resultantes pueden alejarse a gran distancia. En realidad, si la explosión ocurriera en el espacio exterior, las partículas podrían seguir alejándose hasta distanciarse millones de años luz. Si medimos el «spin», la observación local del sentido en que gira una de las partículas aporta de inmediato la información correspondiente sobre la otra partícula, que puede estar muy lejos. Ahora bien, de acuerdo con la teoría de la relatividad, la información no puede trasladarse a mayor velocidad que la luz, de tal modo que la adquisición instantánea de un conocimiento sobre la partícula situada en un lugar muy lejano podría quebrantar este principio fundamental. En el caso de la bala y la pistola, el sentido común nos dice que, mucho antes de que se observe el sentido de la rotación, la bala ya está «realmente» rotando, pongamos, en el sentido de las agujas del reloj y la pistola en sentido contrario, y el único efecto de la medición consiste en hacer ese conocimiento accesible al observador. Lo cual no equivale verdaderamente a enviar una señal a mayor velocidad que la luz, puesto que ninguna influencia física se desplaza entre los dos cuerpos. De modo que, contando con la existencia de un mundo real, independiente de nuestro conocimiento y de nuestra intención de hacer una observación, que contiene objetos reales (pistolas, balas) con atributos fijos y significativos (rotación, alejamiento), no hay conflicto entre los principios de la relatividad y la incapacidad para enviar señales a una velocidad mayor que la de la luz.
Resulta asimismo natural extender esta imagen al terreno subatómico y suponer que las dos partículas están «realmente» rotando en tal y cuál sentido, con independencia de si nosotros tratamos de descubrirlo mediante un experimento. Ahora se demostrará que la naturaleza ondulatoria de las partículas subatómicas derriba toda tentativa directa de defender que tales entidades se están «realmente» comportando de una determinada manera antes de que las observemos.
Escojamos como las dos partículas que se alejan dos fotones de luz. En lugar de ocuparnos de su «spin», como antes, es más fácil estudiar una propiedad emparentada llamada polarización, pues es conocida en la vida cotidiana y se trata asimismo de una cualidad que los físicos han medido realmente y que permite verificar experimentalmente lo que a continuación describiremos. Las gafas de sol modernas suelen llevar cristales polarizados y comprender su funcionamiento es, en esencia, todo cuanto se precisa para entender por qué el mundo no es tan real como podría parecer. La luz es una vibración electromagnética y cabe preguntarse en qué dirección vibra el campo electromagnético. Un estudio matemático, o bien algunos sencillos experimentos, demuestran que si la onda se desplaza, pongamos, verticalmente, entonces las vibraciones siempre son horizontales; el movimiento de la onda es transversal a la dirección de desplazamiento. Por razones de simetría, un rayo de luz vertical elegido al azar no mostrará ninguna preferencia por ningún plano horizontal especial en el que vibrar; puede hacerlo de norte a sur o de este a oeste o en cualquier otra dirección intermedia. Lo que importa en los cristales polarizados es que sólo son transparentes a la luz que vibra en un determinado plano. Al examinar la luz que brota de tal polarizador, encontramos que toda vibra en un plano concreto, de manera que éste actúa como un filtro que sólo permite el paso de la luz que vibra en el plano elegido. Esta luz se denomina «polarizada». Como es natural, somos libres de elegir el plano de polarización girando el polarizador.
Supongamos ahora que colocamos un segundo polarizador detrás del primero. Si sus dos planos se sitúan en paralelo, toda la luz que pasa por el primero también atraviesa el segundo, puesto que este último acepta la luz con su misma polarización. Por el contrario, cuando el segundo polarizador se sitúa perpendicularmente al primero no pasa ninguna luz.
Por último, si el segundo polarizador se coloca en ángulo agudo entre ambas posiciones extremas, entonces parte de la luz, pero no toda, atravesará el segundo polarizador. Esta es la razón, dicho sea de paso, de que se utilicen polarizadores en las gafas de sol, porque una buena parte del brillo que se refleja en el cristal o en el agua, y también parte del brillo del cielo, queda parcialmente polarizado por el proceso de la reflexión, de modo que, a menos que las gafas de sol se sitúen en el plano de esta luz polarizada, bloquean una buena parte de la misma.
La razón de que el polarizador siga aceptando por lo menos una fracción de la luz que vibra oblicuamente con respecto a él puede entenderse mediante una analogía con la acción de empujar un coche (véase capítulo 3). La vibración de la luz también es un vector y, si coincide con el ángulo del polarizador, entonces lo atraviesa, pero si es perpendicular, no pasa:
la luz queda bloqueada. Lo que importa aquí es que es posible empujar un coche con moderada eficacia mediante una fuerza oblicua, pongamos, al tiempo que se apoya uno contra la puerta del conductor con objeto de poder manejar el volante.
Cuanto más cerrado sea el ángulo de empuje con respecto a la línea de movimiento, más eficaz será la respuesta del vehículo. Del mismo modo, la luz oblicuamente polarizada también tiene efectos parciales: una parte de la luz pasa.
Considerar que el vector está compuesto de dos componentes, ayuda a entender este logro parcial. En el caso de la luz, esto significa considerar que la onda luminosa consta de dos ondas superpuestas, una de las cuales vibra paralelamente al plano del polarizador mientras la otra ondula en posición vertical. Cuanto más cerrado es el ángulo de polarización con respecto al plano del polarizador, mayor será la proporción de la primera onda a expensas de la segunda. El paso de una fracción de luz oblicuamente polarizada a través del polarizador resulta ahora fácil de entender: la onda de la componente paralela lo atraviesa íntegramente, pero toda la onda perpendicular queda bloqueada.
Estos experimentos tan razonables adoptan un aspecto algo peculiar cuando se tiene en cuenta la naturaleza cuántica de la luz, pues el rayo de luz consiste en realidad en una corriente de fotones, cada uno de los cuales tiene su propio plano de polarización. Como sabemos que ningún fotón individual se puede dividir en dos componentes, debemos concluir que el fotón oblicuamente polarizado pasa o es bloqueado según una cierta probabilidad. Por ejemplo, un fotón de 45” tiene el cincuenta por ciento de probabilidades de pasar. Sin embargo –y esto es de crucial importancia–, una vez que ha pasado el fotón debe emerger con una polarización paralela a la del polarizador puesto que, como ya hemos visto, la luz que ha atravesado el polarizador emerge completamente polarizada en el mismo plano.
La conclusión es que, cuando el fotón interacciona con el polarizador, su plano de polarización cambia para adaptarse al del polarizador. Podemos hacerlo pasar (con una cierta probabilidad) por un segundo, un tercero o más polarizadores, cada uno de ellos relativamente inclinado con respecto al anterior, y cada vez, al atravesarlos, el fotón saldrá con un nuevo plano de polarización. De hecho, se puede inclinar el plano hasta hacerlo perpendicular al plano original. Es como si cada vez que el fotón chocase con el polarizador, fuera golpeado o arrojado a una nueva condición de polarización. Si consideramos el polarizador como un burdo instrumento de medir o un detector de fotones, podemos decir que existen dos posibles resultados de la medición: o bien el fotón pasa o bien queda bloqueado. Todo lo que sabemos con seguridad es el estado del fotón una vez aceptado, pues entonces sabemos que está polarizado en el mismo plano que el polarizador. Si nos preguntamos cuál es la polarización del fotón antes de hacer la medición, es decir, antes de que emerja del polarizador, entonces se plantea una dificultad, pues al parecer el polarizador ha perturbado el estado del fotón e impuesto su propio plano. Sin embargo, se podría seguir argumentando que el fotón tenía «realmente» un determinado estado de polarización antes de la medición, pero que debido a la tosquedad del polarizador esa información se esfumó cuando el fotón chocó con el polarizador.
Considérese, por ejemplo, un fotón de 45” que tiene el cincuenta por ciento de probabilidades de atravesar el polarizador. Da la impresión de que el polarizador tiene éxito en corregir por término medio a la mitad de los fotones; los restantes quedan descartados y no lo atraviesan.
Llegamos ahora al punto central del razonamiento de Einstein–Podolsky–Rosen. Supongamos que, en lugar de un fotón, estudiamos dos que se desplazan en sentidos contrarios, emitidos como consecuencia de la desintegración de otra partícula, o de la descomposición de un átomo. Así como las leyes fundamentales de la mecánica exigen que los dos fotones roten uno en el sentido de las agujas del reloj y otro en el sentido contrario, también las polarizaciones deben estar correlacionadas: por ejemplo, pueden ser paralelas. Esto significa que la medición de la polarización de un fotón nos dice inmediatamente la del otro, sin que importe la distancia a que se encuentre situado en el tiempo. Pero ya hemos visto que el resultado de una medición sólo puede ser «sí» o «no», según que el fotón pase o no pase a través de un polarizador. Sólo podemos afirmar el estado en que se halla el fotón «después» de que haya tenido lugar la medición, es decir, cuando emerge del polarizador, y eso es cierto cualquiera que sea el ángulo en que situemos el polarizador. Sólo podemos detectar los fotones en uno de estos dos estados: paralelos o perpendiculares al polarizador (que corresponden a «sí» y «no»). No obstante, la elección de «cuáles» dos estados dependen absolutamente de nosotros; el polarizador puede orientarse arbitrariamente. Las consecuencias verdaderamente desconcertantes de esta libertad resultan patentes si utilizamos dos polarizadores paralelamente orientados e interponemos uno de ellos en la trayectoria de cada uno de los fotones correlacionados. Puesto que imponemos polarizaciones paralelas, cualquiera que sea la medida de la polarización del fotón en uno estamos obligados a encontrar la misma en el otro, pero como en realidad sólo hay dos estados de polarización medibles (es decir, paralelo y perpendicular), la decisión «sí»–«no» de un polarizador debe ser idéntica a la del otro.
Es decir, cada vez que uno de los fotones pasa por un polarizador, el otro «debe» permitir que también lo atraviese el otro fotón, y siempre que se bloquee uno de los fotones, lo mismo debe ocurrirle al otro. Por singulares que puedan parecer estas ideas, han sido cuidadosamente comprobadas mediante experimentos de laboratorio y se han comprobado los detalles aquí descritos.
La profunda peculiaridad de este resultado es evidente cuando se comprende que los fotones pueden haberse alejado millones de kilómetros en el momento en que chocan con los respectivos polarizadores, pero que sin embargo siguen cooperando en cuanto a su comportamiento. El misterio consiste en ¿cómo «sabe» el segundo polarizador que el primero ha dejado pasar el fotón, para poder hacer lo mismo?
Los experimentos pueden realizarse simultáneamente, en cuyo caso estamos seguros, basándonos en la teoría de la relatividad, de que ningún mensaje puede transmitirse a mayor velocidad de la que se mueven los propios fotones entre los polarizadores que diga: «déjesele pasar». De hecho, situando los polarizadores a distintas distancias del átomo en desintegración podemos arreglárnoslas para que un experimento ocurra antes que el otro, descartando en consecuencia toda posibilidad de que un polarizador transmita la señal al otro o dé lugar a que éste acepte o rechace el fotón. En realidad, la teoría de la relatividad permite que observadores en distintas condiciones de movimiento estén en desacuerdo sobre el orden temporal de dos acontecimientos muy alejados, de modo que si se alegara que el polarizador A hace que el B acepte o rechace como consecuencia de su propia decisión, ¡quien se moviera de distinta manera podría ver que B acepta o rechaza a A «antes» de que tan siquiera sepa qué hacer con su fotón!
Estas observaciones ponen en claro que la indeterminación del micromundo no puede ser obra del aparato de medición, ni tampoco de los bamboleos aleatorios que sufren los fotones en su camino, pues entonces no habría ninguna razón para que dos polarizadores distintos cooperaran de esta llamativa manera en bloquear o dejar pasar al unísono a sus respectivos fotones. Si cada fotón recibiera su plano de polarización al azar, no habría razón para que llegasen a sus respectivos polarizadores situados exactamente en el mismo plano.
Sería de esperar que, como media, la mitad de los fotones fueran aceptados por un polarizador cuando el otro rechaza su fotón, pero esto está en clara contradicción con las anteriores predicciones de la teoría cuántica y con los experimentos que las han verificado. La conclusión debe ser que la incertidumbre subatómica no es una mera consecuencia de nuestra ignorancia sobre las microfuerzas, sino que es inherente a la naturaleza: una absoluta indeterminación del universo.
El experimento Einstein–Rosen–Podolsky tiene asombrosas implicaciones sobre la naturaleza de la realidad si se toma literalmente. Sólo es posible retener un último vestigio de sentido común alegando que, cuando ambos polarizadores colaboran misteriosamente en aceptar simultáneamente a los fotones, será porque tales fotones están en todo momento «realmente» polarizados de forma exactamente paralela a los polarizadores, lo que asegura su paso final por los respectivos polarizadores, y que los bloqueados estaban «realmente» vibrando siempre perpendicularmente a los polarizadores. Pero el absurdo de este último y desesperado intento de aferrarse al mundo «real» no radica únicamente en el hecho de que el átomo original debe estar obligado a saber en qué ángulo se colocan los polarizadores, sino que incluso podemos alterar ese ángulo después de que los fotones hayan sido emitidos. Es difícil de concebir que el comportamiento del átomo pueda estar influido por nuestra decisión de experimentar en algún momento futuro sobre el fotón que emite. Como todos los demás átomos emiten afortunadamente fotones con toda clase de polarizaciones, de modo perfectamente aleatorio cuesta creer que nuestros caprichos experimentales afecten a uno en concreto, sobre todo teniendo en cuenta que podemos elegir detectar fotones de átomos situados a millones de años luz de distancia, al final del universo.
Si no bastaran estas objeciones, es posible demostrar matemáticamente que si los fotones estuvieran realmente «o bien» en un estado (paralelo a los polarizadores) «o bien» en el otro (perpendicular), entonces la cooperación «sí, no» fallaría. La correlación entre los dos polarizadores sólo puede lograrse si la onda que describe el fotón es una genuina superposición de ambas alternativas.
La naturaleza ondulatoria de los procesos cuánticos participa en todo esto de manera vital. Para eliminar absurdos como que los átomos prevean nuestros experimentos, supongamos que disponemos de un rayo de fotones polarizado en un plano concreto por el sistema de haberlo hecho pasar previamente por un polarizador. Cuando los fotones se aproximan a otro polarizador que está inclinado con respecto al primero, pueden ser aceptados o bien rechazados, según una determinada probabilidad que depende de manera aritméticamente simple del ángulo de inclinación. Si es de 45” pasarán por término medio la mitad de los fotones. Desde esta perspectiva, cabe imaginar que el rayo polarizado está compuesto de dos ondas de la misma fuerza, una paralela y otra perpendicular al segundo polarizador. Estas dos ondas deben ir «juntas» con objeto de constituir la onda original polarizada sin inclinación. Los efectos de interferencia entre las dos ondas desempeñan una función esencial. No es posible decir que la onda paralela ni la perpendicular existan solas, pues eso contradice el hecho que ya conocemos de que la onda no está polarizada paralela ni perpendicularmente al segundo polarizador, sino con un ángulo de 45”. Cuando se trata de un único fotón las implicaciones son fantásticas. No es posible decir que este fotón tenga una polarización paralela ni perpendicular respecto al polarizador, pero, puesto que la interferencia de la onda sigue existiendo incluso para una sola partícula, «ambas» posibilidades deben coexistir y superponerse. Además, el ángulo del polarizador, y de ahí la combinación relativa de las dos alternativas, ¡depende por completo del control del experimentador! Hay que subrayar que la indeterminación cuántica no significa simplemente que no podamos saber cuál es el plano de polarización que realmente posee el fotón: significa que la idea de un fotón con un plano concreto de polarización es algo que no existe. Hay una incertidumbre inherente en la «identidad» del mismo fotón, no sólo en nuestro conocimiento del fotón. Del mismo modo, cuando se dice que no estamos seguros de la localización de un electrón, no se trata simplemente de que el electrón «esté» en un sitio u otro, que nosotros no podemos asegurar. La incertidumbre se refiere a la misma identidad del «electrón–en–un–sitio».
Dentro del espíritu de la idea de superespacio, podemos considerar las ondas de los fotones como representaciones de dos mundos, uno en el que el segundo polarizador acepta el fotón y otro en el que es rechazado. Además, estos dos mundos pueden ser muy distintos, pues el fotón aceptado puede proseguir y disparar, por ejemplo, un detonador que haga explotar una bomba de hidrógeno. No obstante –y ésta es la culminación del largo análisis de este capítulo–, estos dos mundos no son realidades independientes. No son mundos «alternativos»; se «superponen» entre sí. Es decir, los cruciales efectos de interferencia causados por la superposición de las dos ondas demuestran que, antes de que el segundo polarizador decida sobre el sino del fotón, «ambos» mundos están combinados. Sólo cuando por fin el polarizador decide, los dos mundos se convierten en alternativas distintas de «realidad». El efecto de la medición Por el segundo polarizador consiste en separar los mundos superpuestos en dos realidades alternativas desconectadas.
Hemos llegado ahora a una cierta idea de la naturaleza de la realidad concorde con las interpretaciones habituales de la teoría cuántica, pero se trata de una pálida sombra de la imagen de sentido común. La indeterminación del micromundo no es una mera consecuencia de nuestra ignorancia (como ocurre con el clima) sino que es absoluta. No nos encontramos con una simple elección entre alternativas, tal como la imprevisibilidad del cara/cruz en la vida diaria, sino con un genuino híbrido de ambas posibilidades. Hasta que hemos hecho una observación concreta del mundo, carece de sentido adscribirle una realidad concreta (o incluso diversas alternativas), pues se trata de una superposición de diversos mundos. En palabras de Niels Bohr, uno de los fundadores de la teoría cuántica, hay «limitaciones básicas, que percibe la física atómica, en la existencia objetiva de fenómenos independientes de los medios con que son observados». Sólo cuando se ha hecho la observación se reduce este estado esquizofrénico a algo que pueda llamarse verdaderamente real.
En el capítulo anterior se explicó cómo el mundo que observamos es un corte o una proyección de un superespacio de infinitas dimensiones, de una inmensa masa de mundos alternativos. Vemos ahora que el mundo que observamos no es exactamente una selección aleatoria del superespacio, sino que depende de modo crucial de todos los demás mundos que no vemos. Así como la correlación «sí»/«no» entre los dos polarizadores separados depende crucialmente de la interferencia entre el mundo del «sí» y el mundo del «no», del mismo modo en cualquier otra interacción, en cada átomo perdido, en cada microsegundo, todos los mundos–que–nunca–existieron dejan un vestigio de su realidad putativa en nuestro propio mundo por su efecto sobre las probabilidades de todos estos procesos subatómicos. Sin los otros mundos del superespacio, el cuanto fallaría y el universo se desintegraría; estas innumerables alternativas que se disputan la realidad ayudan a dirigir nuestro propio destino.
Según estas ideas, la realidad sólo tiene sentido dentro del contexto de una medición u observación prescrita. Por regla general, no podemos decir que un electrón, ni un fotón ni un átomo, se estaba comportando realmente de tal o cual modo antes de haberlo medido. La única realidad es el sistema total de partículas subatómicas más el aparato y el experimentador, pues cuando el experimentador decide, por ejemplo, girar su polarizador, cambia los mundos alternativos.
Cada vez que alguien con gafas polarizadas hace un movimiento de cabeza, reordena la selección de mundos del superespacio. Puede optar entre crear un mundo de fotones orientados de norte a sur, de este a oeste o cualquier otro que se le ocurra.
De ahí se deduce que el observador está inserto en la realidad de una manera fundamental: al elegir el experimento, elige las alternativas que se ofrecen. Cuando cambia de idea, cambia la selección de los mundos posibles. Por supuesto, el experimentador no puede seleccionar exactamente el mundo que quiere, pues los mundos siguen sometidos a las leyes probabilísticas, pero puede influir en la selección disponible. En suma, no podemos cargar los dados, pero sí decidir a qué queremos jugar.
Hay que aceptar pues que la participación del observador en su propia realidad es mucho más profunda que la clásica imagen newtoniana del mundo en la que el observador está incrustado en la realidad pero sólo como un autómata cuyos actos vienen totalmente determinados por las leyes de la mecánica. En la versión cuántica, hay una indeterminación inherente y la realidad concreta sólo aparece dentro del contexto de un tipo concreto de medición u observación.
Sólo cuando se ha especificado el montaje experimental (por ejemplo, qué ángulo se escoge darle al polarizador) pueden especificarse las posibles realidades. Algunos científicos han sugerido que al desacreditar la idea newtoniana de un universo mecánico habitado por observadores que son meros autómatas, la teoría cuántica restaura la posibilidad del libre albedrío. Si en cierto sentido el observador escoge su propia realidad, ¿no equivale eso a la libertad de elección y a la capacidad de reestructurar el mundo según nuestro capricho? Aunque la respuesta puede ser afirmativa, debemos recordar que en la teoría cuántica el observador (o experimentador) no puede determinar, por regla general, el resultado de ningún experimento concreto. Como ya hemos subrayado, la única elección de que disponemos es entre varios resultados alternativos, no sobre cuál de las alternativas se realizará. Así pues, es posible decidir la creación de un mundo en que unos fotones estén polarizados de norte a sur o de este a oeste, o bien otro mundo en que estén polarizados de nordeste a sudoeste o de noroeste a sudeste, etc. No obstante, no se puede elegir cuál de las dos posibilidades ocurrirá en cada caso. No nos es posible obligar a un fotón polarizado de manera aleatoria a que lo esté de norte a sur en lugar de estarlo de este a oeste, porque no podemos obligarlo a pasar por un polarizador orientado de norte a sur. Del mismo modo, podemos elegir medir la posición o el impulso de una partícula, pero no ambas cosas. Después de la medición, la partícula tendrá un valor bien determinado de una u otra cosa, según el experimento que hayamos elegido.
Al parecer nos encontramos en una situación en que el universo está en una especie de estado esquizofrénico latente hasta que alguien lleva a cabo una observación, pues entonces se «colapsa» repentinamente en realidad. Además, como ha subrayado el dilatado tratamiento anterior de los dos fotones correlacionados que se desplazan en direcciones opuestas, el colapso en realidad no ocurre únicamente en el plano local (es decir, en el laboratorio), sino también, súbita e instantáneamente, en regiones distantes del universo.
Sabemos por la teoría de la relatividad que observadores distintos suelen estar en desacuerdo sobre qué es lo instantáneo, de modo que el acceso a la realidad parece ser exclusivamente una cuestión individual. En consecuencia, no es posible utilizar este colapso como instrumento para transmitir señales entre dos observadores distantes.
Según la relatividad, toda señal enviada a mayor velocidad que la de la luz amenazaría el principio de causalidad, pues en ese caso no sólo sería posible enviar una señal de respuesta instantánea desde el punto de vista del otro observador, sino incluso enviar señales al propio pasado. Esta posibilidad plantea horribles paradojas en relación con las máquinas «autocidas» que están programadas para autodestruirse a las dos en punto si reciben a la una una señal que ellas mismas han transmitido a las tres. Si se destruyen a las dos, no pueden transmitir a las tres, de tal modo que no se recibe ninguna señal y no se produce ninguna destrucción.
Pero si no se produce ninguna destrucción, entonces se «envía» la señal y se produce la destrucción.
Esta evidente contradicción parece regir la comunicación que retrocede en el tiempo y, por tanto, los mensajes más rápidos que la luz.
En el caso cuántico, hemos visto que el paso de un fotón por un polarizador en un lugar, puede asegurar el paso de otro fotón por otro polarizador situado en otro lugar, quizás a miles de kilómetros de distancia, en el mismo momento (en relación con un experimento concreto) o bien, de hecho, incluso «antes» de ese momento. A pesar de esta sorprendente propiedad, el experimentador no tiene control sobre ninguno de los fotones individuales, debido a la incertidumbre cuántica, de manera que no le es posible convenir con un colega distante que, por ejemplo, el paso de tres fotones consecutivos por el polarizador significa que el Everton ha ganado la Copa de fútbol. Por tanto, la teoría de la relatividad se mantiene intacta y la posibilidad de comunicarse por el universo a mayor velocidad que la luz, con su consiguiente amenaza a la causalidad, sigue siendo ilusoria.
Aunque los sistemas distantes, como el de nuestros dos fotones y polarizadores, no pueden vincularse mediante ningún tipo convencional de canal comunicativo, tampoco se pueden considerar entidades separadas. Aunque los dos polarizadores estén en distintas galaxias, inevitablemente constituyen un único dispositivo experimental y una única versión de la realidad.
En la concepción intuitiva del mundo consideramos que dos cosas tienen identidades distintas cuando están tan alejadas que su mutua influencia es despreciable. Dos personas o dos planetas, por ejemplo, se consideran cosas distintas, cada cual con sus propios atributos. Por el contrario, la teoría cuántica propone que, al menos hasta haber hecho la observación, el sistema que nos interesa no se puede considerar un conjunto de cosas distintas sino un todo unificado e indivisible. Así pues, los dos polarizadores distantes y sus respectivos fotones no son realmente dos sistemas aislados con propiedades independientes, sino que están enigmáticamente vinculados por los procesos cuánticos.
Sólo una vez hecha la observación puede considerarse que el fotón lejano adquiere identidad diferenciada y existencia independiente.
Además, ya hemos visto cuán falto de sentido es asignar propiedades a los sistemas subatómicos en ausencia de un dispositivo experimental preciso. No podemos decir que un fotón tenga «realmente» tal o cual polarización antes de haberla medido. Por tanto, es incorrecto considerar la polarización del fotón como una propiedad del fotón; es más bien un atributo que debe asignarse a ambos fotones y al dispositivo macroscópico experimental.
De ahí se deduce que el micromundo sólo tiene propiedades en la medida que las «comparte» con el macromundo de nuestra experiencia.
La verdadera amenaza a nuestra concepción intuitiva de la realidad se produce cuando se tiene en cuenta la naturaleza atómica de toda la materia. Podríamos tener la sensación de que los resultados de los oscuros experimentos sobre fotones polarizados tienen escasa relevancia para nuestra vida cotidiana, pero todas las cosas conocidas que nos rodean –todos los cuerpos materiales– están compuestos de átomos, sujetos a las leyes de la teoría cuántica. En cualquier puñado de materia ordinaria hay miles de millones de billones de átomos, que chocan entre sí a razón de millones de veces por segundo.
De acuerdo con las ideas que hemos esbozado, cuando dos partículas microscópicas se influyen mutuamente, aunque se separen, no pueden considerarse cosas reales independientes, sino que están correlacionadas, aunque habitualmente de manera mucho más compleja que los dos fotones de que nos hemos ocupado. De ahí se sigue que, a todo lo ancho del universo, los sistemas cuánticos están emparejados de este extraño modo en una gigantesca congregación indivisible. La creencia original de los antiguos griegos de que toda la materia está compuesta de átomos individuales e independientes parece ser una burda simplificación, pues los átomos no tienen realidad considerados de uno en uno. Sólo en el contexto de nuestras observaciones macroscópicas tiene sentido su realidad. Pero nuestras observaciones están enormemente limitadas, tanto a los rasgos más toscos de la materia –pues rara vez observamos los átomos individuales, excepto en experimentos especiales como a nuestra pequeña parcela del universo. Llegamos, pues, a una imagen en la que la inmensa mayor parte del universo no puede considerarse real, en el sentido tradicional de la palabra. De hecho, John Wheeler ha llegado a afirmar que el observador crea literalmente el universo con sus observaciones:

¿Ha de resultar el propio mecanismo de la existencia del universo sin sentido o inviable, o ambas cosas, a no ser que el universo tenga la garantía de producir vida, conciencia y observación en alguna parte y durante algún breve período de su historia futura? La teoría cuántica demuestra que, en un cierto sentido, lo que el observador haga en el futuro determina lo que ocurre en el pasado, incluso en un pasado tan remoto en que no existía la vida, y aún demuestra más: que la «observación» es un requisito previo de cualquier versión útil de la «realidad».

No es necesario decir que estas ideas radicales sobre la realidad incorporadas en la teoría cuántica han dado lugar a décadas de controversia y polémica. Si bien quedan pocas dudas sobre el éxito alcanzado por la teoría en el plano operativo –los físicos no tienen dudas sobre cómo calcular realmente las propiedades de los átomos, las moléculas y la materia subatómica utilizando esta teoría–, sin embargo, los aspectos epistemológicos y metafísicos de la física cuántica siguen causando nerviosismo. La interpretación descrita en este capítulo se debe principalmente a Niels Bohr, que fue uno de los creadores de la teoría cuántica.
Se le suele denominar la interpretación de la escuela de Copenhage, por el grupo de Bohr radicado en Dinamarca, y es probablemente una de las más aceptadas por los físicos. No obstante, algunos han entendido que contiene ideas paradójicas, incompletas o insensatas. Albert Einstein, en especial, pensaba que la teoría era incompleta porque no podía comprender cómo un fotón y un polarizador lejanos podían ser inducidos a responder de acuerdo con el comportamiento de un fotón y un polarizador cercanos. ¿Cómo puede «saber» el lejano si debe aceptar o rechazar el fotón sin algún complicado mecanismo que se lo indique, que necesariamente quebrantaría los principios de la teoría de la relatividad del propio Einstein al ser más rápido que la luz?
En réplica al rechazo de Einstein, Bohr sostuvo que los sistemas microscópicos no tienen propiedades intrínsecas de ninguna clase, de modo que es innecesario considerar que el estado de un fotón le sea indicado a otro, pues después de todo un fotón aislado no tiene en absoluto estado. Sólo el experimento global tiene sentido.
Bohr propuso que la única realidad verdadera es la que puede comunicarse en lenguaje llano entre las personas, como es la descripción del clic de un contador Geiger o el paso de un fotón por un polarizador. Todo planteamiento sobre lo que está «realmente» haciendo un fotón, un átomo, etc., sólo puede afrontarse en el marco de un dispositivo experimental concreto y real. Refiriéndose a estas condiciones experimentales, que determinan el tipo de propiedades que se pueden medir, Bohr sostuvo que «constituyen un elemento inherente de... la realidad física». De este modo eludió las objeciones de Einstein.
A pesar del atractivo de la interpretación de Copenhage y de los habilidosos argumentos de Bohr, algunos físicos siguen encontrando las ideas en cuestión paradójicas, porque basan la realidad en los conceptos clásicos de los aparatos experimentales que en sí mismos están desacreditados por la teoría cuántica. La física newtoniana clásica –la física del lenguaje llano y diario, de los objetos de sentido común que Bohr desea utilizar– sabemos que es falsa. Utilizar un lenguaje llano para definir la realidad microscópica parece, pues, una incoherencia. En el próximo capítulo veremos que se han propuesto otras interpretaciones de la teoría cuántica con consecuencias aún más fantásticas.


Capítulo VI de Otros mundos

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