15.2.14

Superespacio


Paul Davies

En el terreno de los cuantos, el mundo en apariencia concreto de la experiencia se disuelve en el barullo de las transmutaciones subatómicas. El caos se sitúa en el corazón de la materia; cambios aleatorios, únicamente condicionados por leyes probabilísticas, dotan al tejido del universo de características parecidas a las de la ruleta. Pero, ¿qué puede decirse del propio terreno de juego donde se desarrolla esta partida de azar, el telón de fondo del espaciotiempo sobre el que las partículas insustanciales e indisciplinadas de la materia llevan a cabo sus cabriolas? En el capítulo 2 vimos que el mismo espaciotiempo no es absoluto o inmodificable tal como tradicionalmente se pensaba. También el espaciotiempo tiene características dinámicas, que le hacen curvarse y distorsionarse, evolucionar y mutar. Estos cambios del espacio y del tiempo ocurren tanto localmente, en las vecindades de la Tierra, como globalmente conforme el universo se dilata al expansionarse. Los científicos han reconocido hace mucho tiempo que las ideas de la teoría cuántica deben aplicarse a la dinámica del espaciotiempo a la vez que a la materia, hecho éste que da lugar a las más extraordinarias consecuencias.
Uno de los resultados más estimulantes de la teoría de la gravedad de Einstein –la llamada teoría de la relatividad generales la posibilidad de que haya ondas gravitatorias. La fuerza de la gravedad es, en algunos aspectos, parecida a la fuerza eléctrica entre partículas cargadas o a la atracción entre imanes, pero con las masas desempeñando el papel de las cargas. Cuando las cargas eléctricas se alteran violentamente, como ocurre en los transmisores de radio, se generan ondas electromagnéticas. La razón de que ocurra esto es fácil de visualizar.
Si concebimos que la carga eléctrica está rodeada por un campo eléctrico, entonces cuando la carga se mueve también el campo debe adaptarse a la nueva posición. No obstante, no puede hacerlo instantáneamente: la teoría de la relatividad prohíbe que ninguna información se desplace a mayor velocidad que la de la luz, de tal modo que las regiones exteriores del campo no saben que la carga se ha movido hasta al menos transcurrido el tiempo que tarda la luz en desplazarse hasta ellas desde la carga. De ahí se sigue que el campo se riza o distorsiona, puesto que cuando la carga comienza a moverse las regiones lejanas del campo no cambian mientras que el campo situado en las proximidades de la carga responde rápidamente. El efecto es el envío de una pulsación de fuerza eléctrica y magnética que se desplaza hacia el exterior atravesando el campo a la velocidad de la luz. Esta radiación electromagnética transporta energía desde la carga hacia el espacio que la rodea. Si la carga oscila adelante y atrás de modo sistemático, la distorsión del campo oscila de la misma manera, y la pulsación que lo recorre adopta la forma de una onda. Las ondas electromagnéticas de este tipo las conocemos experimentalmente en forma de luz visible, ondas de radio, radiación de calor, rayos X, etcétera, según cuál sea la longitud de onda.
De modo análogo a como se producen las ondas electromagnéticas, cabría esperar que las perturbaciones de los cuerpos masivos dieran lugar a pulsaciones en los campos gravitatorios que los rodean. En este caso, sin embargo, los rizos son pulsaciones del espacio mismo, puesto que según la teoría de Einstein la gravedad es una manifestación de la distorsión del espaciotiempo. Las ondas gravitatorias pueden, pues, visualizarse como ondulaciones del espacio que se irradian desde la fuente de la perturbación.
Cuando el físico británico del siglo pasado James Clerk Maxwell propuso por primera vez, basándose en el análisis matemático de la electricidad y el magnetismo, que las ondas electromagnéticas podían producirse mediante la aceleración de cargas eléctricas, se puso gran interés en producir y detectar ondas de radio en el laboratorio. El resultado de los estudios matemáticos de Maxwell han sido la radio, la televisión y las telecomunicaciones en general. En apariencia, las ondas gravitatorias deberían resultar igualmente importantes. Por desgracia, la gravedad es tan débil que sólo las ondas que transportan una enorme cantidad de energía tienen algún efecto detectable por nuestra actual tecnología. Es necesario que ocurran cataclismos de dimensiones astronómicas para que se detecten las ondas gravitatorias. Por ejemplo, si el Sol explotara o cayese en un agujero negro, los instrumentos actuales registrarían fácilmente las perturbaciones gravitatorias, pero incluso acontecimientos tan violentos como la explosión de una supernova en otra parte de nuestra galaxia se mantienen más o menos en los límites de lo detectable.
Los detectores de ondas gravitatorias, como los receptores de radio, operan según un principio muy simple: los rizos espaciales, al recorrer el laboratorio, dan lugar a vibraciones en todos los objetos. Los rizos actúan ensanchando y encogiendo alternativamente el espacio en una determinada dirección, de manera que todos los objetos que encuentran en su camino se ensanchan y estrujan en una medida diminuta, con la consecuencia de que pueden inducirse oscilaciones por simpatía en barras metálicas y en cristales inverosímilmente puros del adecuado tamaño y forma. Estos objetos se sostienen con suma delicadeza y se aíslan de otras fuentes más habituales de perturbación, como son las ondas sísmicas a los vehículos a motor. Persiguiendo vibraciones diminutas, los físicos han intentado detectar el paso de la radiación gravitatoria. La tecnología utilizada es muy avanzada: consiste en barras de puro cristal de zafiro tan grandes como el brazo y detectores de oscilaciones tan sensibles que son capaces de registrar un movimiento de la barra inferior al tamaño de un núcleo atómico.
A pesar de esta impresionante instrumentación, las ondas gravitatorias todavía no han sido detectadas sobre la Tierra a satisfacción de todo el mundo. No obstante, en 1974, se descubrió un tipo peculiar de objeto astronómico que proporcionó la oportunidad única de observar ondas gravitatorias en acción. Este objeto es el llamado púlsar binario, ya mencionado en el capítulo 2 a propósito de la velocidad de la luz. Es tal la exactitud con que los astrónomos pueden controlar las pulsaciones de radio que la menor perturbación de la órbita de los púlsares resulta detectable. Entre tales perturbaciones se cuenta un pequeño efecto debido a la emisión de ondas gravitatorias. Dado que las dos inmensas estrellas colapsadas giran la una alrededor de la otra, crean una intensa perturbación gravitatoria, con la consecuencia de que expulsan gran cantidad de radiación gravitatoria. Las ondas gravitatorias siguen siendo demasiado débiles para ser detectadas, pero su efecto sobre el sistema binario resulta medible. Dado que las ondas transportan energía fuera del sistema, la pérdida debe pagarla la energía orbital de las dos estrellas, dando lugar a que su órbita vaya lentamente frenándose, y esto es lo que han observado los astrónomos. La situación se parece bastante a la de observar el contador de la electricidad cuando la radio está enchufada: no se trata de la detección directa de las ondas de radio, sino de un efecto secundario atribuible a esas ondas.
El motivo de esta digresión sobre el tema de las ondas gravitatorias es que sus primas –las ondas electromagnéticas– fueron el punto de partida de la teoría cuántica. Como se explicó en el capítulo 1, Max Planck descubrió que la radiación electromagnética sólo puede emitirse o absorberse en paquetes discretos o cuantos, llamados fotones. Por tanto, es de esperar que las ondas gravitatorias se comporten de manera similar y que existan «gravitones» discretos con propiedades similares a las de los fotones. Los físicos defienden los gravitones con razones de mayor peso que la simple analogía con los fotones: todos los demás campos conocidos poseen cuantos y, si la gravedad fuera una excepción, sería posible transgredir las reglas de la teoría cuántica haciendo que esos otros sistemas interaccionaran con la gravedad.
Suponiendo que los gravitones existieran, estarían sometidos a las habituales incertidumbres e indeterminaciones que caracterizan a todos los sistemas cuánticos. Por ejemplo, únicamente sería posible afirmar que el gravitón ha sido emitido o absorbido según una determinada probabilidad. Lo cual significa que la presencia de un gravitón representaría, hablando sin rigor, un pequeño rizo del espaciotiempo, de manera que la incertidumbre sobre la presencia o ausencia de un gravitón supondría una incertidumbre sobre la forma del espacio y la duración del tiempo. De ahí se deduce que no sólo la materia está sometida a impredecibles fluctuaciones, sino que también lo está el mismo terreno de juego que es el espaciotiempo. Así pues, el espaciotiempo no es meramente el foro del juego aleatorio de la naturaleza, sino que es de por sí uno de los jugadores.
Puede parecer sorprendente que el espacio en que habitamos adopte los rasgos de una gelatina temblequeante, pero tampoco percibimos nada de los alborotos cuánticos en nuestra vida cotidiana. Aunque ni siquiera los sofisticados experimentos subatómicos ponen de manifiesto sacudidas aleatorias e indeterminadas del espaciotiempo dentro del átomo; no se han detectado ninguna clase de fuerzas gravitatorias súbitas e impredecibles.
El análisis matemático demuestra que tampoco son de esperar: la gravedad es una fuerza tan débil que sólo cuando se concentran inmensas energías gravitatorias se distorsiona el espacio–tiempo hasta el punto de que podamos constatarlo. Recuérdese que toda la masa del Sol sólo distorsiona las imágenes de las estrellas lejanas en un grado casi imperceptible. A escala subatómica, las concentraciones temporales de masa–energía pueden «tomarse prestadas» gracias al mecanismo de incertidumbre de Heisenberg, de modo que resulta sencillo calcular la duración de un préstamo de masa–energía suficiente para abollar el espacio. El principio de Heisenberg exige que cuanto mayor sea la energía más corto resulte el préstamo, con lo cual, dada la relativa debilidad de la gravedad y la correspondiente intensidad del paquete de energía necesario, de hecho sólo cabe la posibilidad de un préstamo muy breve. La respuesta resulta ser el intervalo de tiempo más corto que jamás se haya considerado físicamente significativo: conocido a veces como «jiffy» (periquete), un segundo contiene un uno seguido de cuarenta y tres ceros (escrito 1043) de «jiffies», duración tan corta que la misma luz sólo puede recorrer una milmillonésima de billonésima de billonésima de centímetro en un «jiffy», que es diez elevado a veinte veces menor que el núcleo atómico. Poco puede sorprender que no encontremos fluctuaciones cuánticas del espaciotiempo en la vida cotidiana ni en los experimentos de laboratorio.
Pese al hecho de que el espaciotiempo cuántico habita en un mundo dentro de nosotros cuya pequeñez es más lejana aún que los límites del universo con toda su inmensidad, sus efectos dan pie a las consecuencias más espectaculares. La imagen de sentido común del espacio y del tiempo viene a ser la de una especie de marco dentro del cual está pintada la actividad del mundo. Einstein demostró que el propio marco puede moverse y sufrir distorsiones: el espaciotiempo adquirió vida. La teoría cuántica predice que si pudiéramos examinar la superficie del marco con un supermicroscopio observaríamos que no es liso, sino que tiene una textura granulosa producto de las distorsiones cuánticas aleatorias e imperceptibles del tejido del espaciotiempo a escala ultramicroscópica.
Descendiendo al tamaño del «jiffy» aparecería una estructura aún más espectacular. Las distorsiones y las abolladuras son tan pronunciadas que se retuercen y ligan entre sí formando una red de «puentes» y «galerías». John Wheeler, el principal arquitecto de este extravagante mundo de Jiffylandia describe la situación como similar a la de un aviador que vuela a gran altura sobre el océano. A gran altitud sólo le llegan los rasgos más sobresalientes y ve la superficie del mar plana y homogénea, pero si observa desde más cerca verá ondulaciones que indican alguna clase de perturbación local: ésta es la escala de la curvatura gravitatoria del espaciotiempo. Descendiendo más, notará las perturbaciones irregulares a pequeña escala: los rizos y las olas superpuestas a la ondulación general: éstos son los campos gravitatorios locales. Por último, con ayuda de un telescopio percibiría que, en realidad, a muy pequeña escala, estos rizos están tan distorsionados que se deshacen en espuma. La superficie pulida y en apariencia sin quiebras es en realidad una masa hirviente de espuma y burbujas: que son las galerías y los puentes de Jiffylandia.
Según esta descripción, el espacio no es ni uniforme ni informe sino, descendiendo a esos increíbles tamaños y duraciones, un complicado laberinto de agujeros y túneles, de burbujas y telas de araña, que se crean y destruyen en una incesante actividad. Antes de que estas ideas se pusieran en circulación, muchos científicos suponían tácitamente que el espacio y el tiempo eran continuos hasta una escala arbitrariamente pequeña. La gravedad cuántica sugiere que el marco de nuestro mundo no sólo tiene una textura, sino una estructura espumosa o de esponja, lo que indica que los intervalos o duraciones no pueden dividirse infinitamente.
Una gran mistificación suele envolver el problema de qué constituye los «agujeros» del tejido.
Después de todo, el espacio se supone vacío; luego, ¿cómo puede haber agujeros en algo que ya está vacío? Para responder a esta cuestión lo mejor es imaginar, en lugar de los agujeros de Wheeler, agujeros del espaciotiempo lo bastante grandes para afectar a la experiencia cotidiana. Supóngase que hubiera un agujero espacial en medio de Piccadilly Circus, en el centro de Londres. Cualquier turista despistado podría desaparecer súbitamente al encontrarse con este fenómeno, probablemente para nunca más volver. Nosotros no podríamos decir lo que ha sido de él, porque nuestras leyes de la naturaleza se limitan al universo, es decir, al espacio y al tiempo, y nada dicen de las regiones más allá de sus fronteras. De modo similar, no podemos predecir qué puede salir de un agujero del tiempo, ni siquiera qué clase de luz. Si del agujero no puede surgir absolutamente nada, aparecerá simplemente como una mancha negra.
No hay ninguna razón especial para que nuestro universo esté o no esté infestado de agujeros e incluso de auténticos bordes. Ha–
blando metafóricamente, Dios podría aplicar unas tijeras al espaciotiempo y despedazarlo. Si bien no tenemos pruebas de que esto haya sucedido a escala de Piccadilly, algo por el estilo puede haber ocurrido en Jiffylandia.
Un adecuado estudio de la rama de las matemáticas conocida como topología (los grandes rasgos y estructuras del espacio) revela que los agujeros espaciales no conducen necesariamente a la brusca desaparición de los objetos del espacio.
Esto resulta fácil de ver comparando el espacio con una superficie bidimensional, o una hoja de papel, como hemos hecho en el caso de las metáforas del cuadro y del océano.
En una, el agujero está cortado en el centro de una hoja aproximadamente plana: la hoja también tiene bordes. La línea quebrada dibujada sobre la hoja representa la trayectoria de los exploradores que, al igual que los desdichados navegantes de los siglos pasados, se desvanecen en el borde del mundo (o sea en el agujero). En el segundo ejemplo, la hoja está curvada y se cierra sobre sí misma en forma de donut, forma que los matemáticos denominan toro. El toro también tiene un agujero en el centro, pero su relación con la hoja es bastante distinta. Concretamente, no hay un borde abrupto alrededor del agujero ni en los extremos, de modo que los exploradores pueden arrastrarse por toda la superficie sin riesgo de caerse de ella: es un espacio cerrado y finito pero sin bordes y, desde el punto de vista matemático, se aproxima más a la espuma de Jiffylandia.
Es absolutamente posible que el universo a «gran» escala no se extendería interminablemente, sino que se curvaría sobre sí mismo. Por supuesto, puede no tener un gran agujero en el centro –puede ser más parecido a una esfera–, pero en principio sería posible desplazarse a todo su alrededor y visitar todas las regiones. En lengua coloquial, podríamos «ver» todo el universo en una especie de viaje cósmico cerrado. Y al igual que los trotamundos terrícolas suelen salir de Londres hacia Moscú y regresar por Nueva York, así nuestros intrépidos cosmonautas podrían rodear el cosmos siguiendo lo que ellos considerarían un trayecto fijo y en línea recta, regresando por la dirección opuesta a aquella en que hubiesen partido.
La topología del universo podría ser mucho más complicada que la de un simple «toro» o la de una «esfera», y contener toda una red de túneles y puentes. Cabe imaginar que se parezca bastante a un queso de gruyere donde el queso sería el espaciotiempo y los agujeros aportarían la complicada topología. Además, debe recordarse que toda esta monstruosidad se expande al mismo tiempo. El espacio y el tiempo se conectarían, pues, de un modo desconcertante. Sería posible, por ejemplo, ir de un lugar a otro por una diversidad de rutas –en apariencia todas ellas trayectos en línea recta– abriéndose paso por el laberinto de puentes. La idea de que un puente espacial permitiera el paso casi instantáneo a alguna galaxia lejana es muy del gusto de los autores de ciencia–ficción. La posibilidad de eludir la larga ruta a través del espacio intergaláctico resulta de lo más atractiva si en realidad hay gigantescos agujeros que ensartan el universo. Tomando el ejemplo de una tela, tal agujero se representaría curvando la tela en forma de U y uniendo los dos extremos en un determinado punto mediante un túnel. Por desgracia, no hay la menor prueba de la existencia real de ninguno de tales rasgos, pero tampoco se pueden descartar. En principio, nuestros telescopios deberían revelar cuál es la forma del universo, pero en la actualidad es demasiado difícil desenredar estos efectos geométricos de otras distorsiones más comunes.
Cabe pensar en posibilidades aún más extravagantes. Al «conectarse» nuestra superficie (es decir, el espacio) consigo misma, podría ocurrir una torsión, como la famosa cinta de Moebius. En tal caso, no sería posible distinguir la derecha de la izquierda. De hecho, el circumnavegante cósmico regresaría en forma de imagen reflejada de sí mismo, ¡con la mano izquierda y la derecha intercambiadas!
Es importante comprender que todos estos rasgos espectaculares y poco habituales del espacio podrían deducirlos sus habitantes a partir exclusivamente de observaciones hechas desde su interior. Así como no es necesario salir de la Tierra para llegar a la conclusión de que es redonda y finita, tampoco necesitamos la perspectiva de una dimensión superior desde donde ver, pongamos, el «agujero» del centro del universo en forma de «donut» para deducir que existe. Su existencia tiene consecuencias para el espacio sin necesidad de preocuparse interminablemente de lo que hay «en» el agujero ni de lo que hay «fuera» del universo finito. De manera que considerar que el espacio está lleno de agujeros no exige especificar qué son físicamente tales agujeros: están fuera de nuestro universo físico y su naturaleza es irrelevante para la física que realmente podemos observar.
Lo mismo que puede haber agujeros en el espacio, puede haberlos en el tiempo. Un corte brusco del tiempo es de presumir que se manifestaría en forma de súbito cese del universo, pero una posibilidad más compleja consistiría en el tiempo cerrado, análogo al espacio esférico o toroidal. Una buena forma de visualizar el tiempo cerrado es representar el tiempo por una línea: cada punto de la línea corresponde a un momento del tiempo. Según la concepción habitual, la línea se prolonga en ambas direcciones ilimitadamente, pero más adelante veremos que la línea tiene un extremo o bien dos: es decir, un comienzo o final del tiempo. No obstante, la línea puede ser finita en longitud sin por eso tener extremos, por ejemplo, cerrándose en forma de círculo. Si el tiempo realmente fuera así, sería posible decir cuántas horas componen toda la duración del tiempo. Muchas veces el tiempo cerrado se describe diciendo que el universo es cíclico, repitiéndose todos los incidentes «ad infinitum», pero esta imagen presupone la discutible noción de un flujo de tiempo que nos arrastra una vez tras otra alrededor del círculo. Como no hay modo de distinguir cada vuelta de la siguiente, en realidad no es correcto calificar tal estructura de cíclica.
En el mundo del tiempo cerrado, el pasado sería también el futuro, lo que abriría la perspectiva de una anarquía causal y de las paradojas temporales de que tanto se han ocupado los autores de ciencia–ficción. Lo que es peor, si el tiempo se uniera a sí mismo no sería posible distinguir de ninguna manera el avance del retroceso temporal, por lo mismo que no se puede distinguir entre la derecha y la izquierda en un espacio de tipo Moebius. No está claro sin embargo que fuéramos capaces de apreciar unas características del tiempo tan extravagantes. Quizá nuestro cerebro, con objeto de ordenar nuestras experiencias de modo significativo, fuera incapaz de percibir esta gimnasia temporal.
Aunque los bordes y los agujeros del espacio y del tiempo puedan parecer una enloquecida pesadilla matemática, son tomados muy en serio por los físicos, quienes consideran que muy bien pueden existir tales estructuras. No hay prueba alguna del «despedazamiento» del espaciotiempo, pero hay fuertes indicios de que el espacio y el tiempo pueden ir desplegando bordes o límites, de tal modo que más que saltar insospechadamente por el extremo de la creación, iríamos siendo conscientes, dolorosamente y, en resumidas cuentas, suicidamente, de nuestra próxima partida («agujeros con dientes»). Es evidente que el agujero, que es un simple corte en el espacio, se abre abruptamente. No hay rasgos que adviertan la proximidad del borde y anuncien la inminente discontinuidad. Igual ocurre con los agujeros similares del tiempo: nada anunciaría el fallecimiento del universo o de una porción del universo. En consecuencia, nuestra física no puede predecir (ni rebatir) la existencia de tales agujeros. No obstante, es posible predecir los agujeros y los bordes que se despliegan gradualmente en el espaciotiempo «ordinario» y de hecho los predicen firmes principios físicos que muchos científicos aceptan.
La superficie es una estructura similar a un cono que se afila lenta pero incesantemente hacia un punto denominado cúspide: hablando sin rigor, la punta es infinitamente aguda, de manera que nada puede «doblar» la punta y descender por el otro lado. El objeto que se acerque a la punta comenzará a sentirse incómodo presionado por la creciente curvatura y constreñido a un espacio cada vez menor. Cuando esté cerca de la punta, el objeto será progresivamente estrujado y no podrá alcanzar la punta propiamente dicha –quedándose comprimido hasta reducirse a nada– puesto que la punta no tiene tamaño. El precio de visitar la punta es la destrucción de toda extensión y toda estructura; el objeto nunca volverá.
Estos extremos en forma de cúspide del espaciotiempo de los que ningún viajero puede retornar fueron predichos por la teoría de la relatividad de Einstein y se conocen con el nombre de singularidades. La creciente curvatura de sus inmediaciones corresponde físicamente a fuerzas gravitatorias que descuartizarían a cualquier cuerpo y lo aplastarían progresivamente hasta un volumen nulo. Una de las circunstancias en que podría presentarse tal rasgo es como consecuencia del colapso gravitatorio de una estrella apagada. Cuando se agota el combustible de una estrella, ésta pierde calor y no puede mantener la suficiente presión interior para soportar su propio peso, y por lo tanto se encoge. En las estrellas suficientemente grandes, la contracción se produce con tal rapidez que equivale a una súbita explosión hacia dentro y la estrella se encoge, quizás ilimitadamente. Se forma una singularidad espaciotemporal y por ahí puede desaparecer buena parte de la estrella e incluso toda. Aun cuando no ocurra eso, los curiosos observadores que sigan su desenvolvimiento es posible que sean arrastrados hacia la singularidad. Existe la extendida creencia de que si se produce una singularidad, se localizará dentro de un agujero negro donde no será posible verla sin caer en su interior y salir del universo.
Otro tipo de singularidad podría haber existido en el nacimiento del universo. Muchos astrónomos creen que el Big Bang representa los residuos en erupción de una singularidad que constituyó literalmente la creación del universo.
La singularidad del Big Bang podría equivaler al extremo temporal pasado del cosmos: un comienzo del tiempo, así como del espacio, además del origen de toda la materia. De manera similar, puede haber un extremo del tiempo en el futuro, en el que todo el universo desaparezca para siempre –y con él el espacio y el tiempo– luego de las consabidas compresiones y subsiguiente aniquilación. Otras imágenes del final del universo pueden verse en mi libro «The Runaway Universe» (El universo huidizo).
Una vez descritos algunos de los rasgos más extraordinarios que la física moderna atribuye al espacio y al tiempo, merece la pena que volvamos a Jiffylandia y a las nociones de la teoría cuántica con objeto de entender qué es lo que en realidad significa la subestructura espumosa. En los capítulos 1 y 3 hemos explicado que los electrones y demás partículas subatómicas no se mueven sencillamente de A a B.
Por el contrario, su movimiento está controlado por una onda que puede extenderse, en ocasiones, por territorios muy alejados del camino recto. La onda no es una sustancia, sino una onda probabilística donde la perturbación de la onda es pequeña (por ejemplo, lejos de la línea recta) las probabilidades de encontrar la partícula son escasas.
La mayor parte del movimiento de la onda se concentra siguiendo el camino clásico de Newton, que por tanto constituye la trayectoria más probable. Este efecto de agrupamiento resulta pronunciadísimo en los objetos macroscópicos, como en las bolas de billar, cuya dispersión en forma de ondas nunca percibimos.
Si disparamos un haz de electrones (o incluso un único electrón), podemos escribir la formulación matemática de la onda, que avanza según la famosa ecuación de Schrödinger. La onda muestra la importante propiedad, característica de las ondas, de interferirse en el caso de que, por ejemplo, el haz choque con dos ranuras de una pantalla: pasará por ambas y la perturbación bifurcada se recombinará en forma de crestas y vientres. La onda no describe un mundo sino una infinitud de mundos, cada uno de los cuales contiene una trayectoria distinta. Estos mundos no son todos independientes; el fenómeno de la interferencia demuestra que se superponen y «entrometen en sus caminos». Sólo una medición directa puede mostrar cuál de estos infinitos mundos potenciales es el real. Lo cual plantea delicadas y profundas cuestiones sobre el significado de lo «real» y sobre qué constituye una medición, cuestiones de las que nos ocuparemos ampliamente en los siguientes capítulos, pero de momento nos limitaremos a señalar que cuando un físico desea describir el movimiento de los electrones, o en general cómo cambia el mundo, se enfrenta a la onda y estudia su movimiento. La onda contiene codificada toda la información disponible sobre el comportamiento de los electrones.
Si imaginamos ahora todos los mundos posibles –cada uno de ellos con una trayectoria distinta del electrón– como una especie de gigantesco supermundo pluridimensional en el que las alternativas se sitúan paralelamente en igualdad de condiciones, entonces podemos considerar que el mundo que resulta «real» para la observación es una proyección tridimensional o una sección de este supermundo. En qué medida puede considerarse que el supermundo existe en realidad lo expondremos a su debido tiempo.
Básicamente, necesitamos un mundo distinto para cada trayectoria del electrón, lo que habitualmente significa que necesitamos una infinidad de mundos, y similares infinidades de mundos para cada átomo o partícula subatómica, cada fotón y cada gravitón que exista. Es evidente que este supermundo es un mundo muy grande, en realidad con las infinitas dimensiones del infinito.
La idea de que el mundo que observamos pudiera ser una tajada tridimensional o proyección de un supermundo de infinitas dimensiones tal vez no sea fácil de entender.
Un humilde ejemplo de proyección puede servir de ayuda. Imagínese una pantalla iluminada que se utiliza para proyectar la silueta de un objeto simple, como una patata. La imagen de la pantalla presenta una proyección bidimensional de lo que en realidad es una forma tridimensional, es decir, de la patata. Cambiando la orientación de la patata se puede obtener una infinita variedad de siluetas, cada una de las cuales representa una proyección distinta del espacio mayor. Igualmente, el mundo que nosotros observamos está conformado como una proyección del supermundo; cuál proyección es un problema de matemáticas y estadística. A primera vista podría parecer que reducir el mundo a una serie de proyecciones aleatorias fuera una receta en pro del caos, donde cada momento sucesivo presentaría a nuestros sentidos un panorama completamente nuevo, pero los dados están muy cargados a favor de los cambios bien ordenados y acordes con las leyes de Newton, de modo que las fluctuaciones espasmódicas, que existen sin ningún género de dudas, quedan enterradas a buen recaudo entre los escondrijos microscópicos de la materia, manifestándose tan sólo a escala subatómica.
Al igual que la partícula newtoniana se mueve de tal modo que minimiza su acción y la onda cuántica se arracima alrededor de una trayectoria de mínima acción, cuando se trata de la gravedad encontramos que el espacio también minimiza su acción. La espuma cuántica de Jiffylandia perturba algo el movimiento mínimo, pero sólo en la escala absurdamente pequeña de que hemos hablado en la primera parte de este capítulo. Por tanto, el mismo espacio puede describirse como una onda y esta onda espacial también poseerá las propiedades de interferencia. Además, del mismo modo que podemos construir mundos distintos para la trayectoria de cada electrón, también es posible construir mundos distintos para cada forma del espacio. Combinados todos juntos nos encontramos con un «superespacio» de infinitas dimensiones. El superespacio contiene todos los espacios posibles –donuts, esferas, espacios con túneles y puentes–, cada uno de ellos con una estructura diferente, con una espuma distinta; una infinidad de formas geométricas y topológicas.
Cada uno de los espacios del superespacio contiene su propio supermundo de todas las posibles organizaciones de las partículas. El mundo de nuestros sentidos, al parecer, es un elemento tridimensional único proyectado desde este superespacio infinito.
Nos hemos alejado tanto de la noción de sentido común del espacio y del tiempo que merece la pena detenernos a hacer inventario. La ruta hacia el superespacio es difícil de seguir, pues exige a cada paso renunciar a alguna idea muy querida o bien a aceptar algún concepto desconocido. La mayor parte de la gente considera el espacio y el tiempo como características tan básicas de la existencia que no pone en duda sus propiedades. De hecho, el espacio suele imaginarse como completamente carente de propiedades: un vacío desocupado y sin forma. La idea más difícil de aceptar es que el espacio tenga forma. Los cuerpos materiales tienen forma «en» el espacio, pero el espacio en sí parece ser más bien un contenedor que un cuerpo.
A todo lo largo de la historia ha habido dos escuelas filosóficas que se han ocupado de la naturaleza del espacio. Una escuela, de la que formó parte el propio Newton, enseña que el espacio es una sustancia que no sólo tiene geometría, sino que también puede presentar características mecánicas. Newton creía que la fuerza de la inercia estaba causada por la reacción del espacio frente a un cuerpo acelerado. Por ejemplo, cuando un niño da vueltas en un tiovivo siente la fuerza centrífuga; el origen de esta fuerza lo adscribe Newton al espacio envolvente. Ideas similares se han propuesto de vez en cuando, en las que la analogía con el fluir del río implica una más estrecha asociación con la materia.
En contraposición a estas imágenes, otra escuela niega que el espacio y el tiempo sean cosas, sino meras relaciones entre los cuerpos materiales y los acontecimientos. Filósofos como Leibniz y Ernst Mach negaron que el espacio actuara sobre la materia y sostuvieron que todas las fuerzas se debían a otros cuerpos materiales.
Mach opinaba que la fuerza centrífuga que opera sobre el niño montado en el tiovivo se debe al movimiento relativo entre el niño y la materia lejana del universo. El niño siente una fuerza porque las remotísimas galaxias presionan contra él, resistiéndose al movimiento.
Según estas ideas, el tratamiento del espacio y el tiempo es una mera conveniencia lingüística que nos permite describir las relaciones entre los objetos materiales. Por ejemplo, decir que hay algo más de 300.000 km. de espacio entre la Tierra y la Luna es simplemente una forma útil de decir que la distancia de la Tierra a la Luna es de algo más de 300.000 km.
Si la Luna no estuviera allí, ni tuviéramos otros objetos o rayos luminosos que manipular, resultaría imposible saber hasta dónde se extiende un determinado trecho de espacio. La medición de distancias o de ángulos en el espacio requiere varas de medir, teodolitos, señales de radar o algún otro instrumento material. Por eso se considera que el espacio no es más material que la nacionalidad. Ambas cosas son descripciones de relaciones que existen entre las cosas, entre las cosas materiales y entre los ciudadanos, respectivamente.
Ideas similares se han aplicado a la noción de tiempo. ¿Es necesario considerar el tiempo como una cosa o como una conveniencia lingüística para expresar las relaciones entre los acontecimientos?
Por ejemplo, decir que uno espera desde hace rato el autobús sólo significa, en realidad, que el intervalo entre la llegada a la parada del autobús y la comparecencia del autobús se ha prolongado más de lo habitual. La duración del tiempo es una forma coloquial de describir la relación temporal entre estos dos acontecimientos.
Cuando nos acercamos a la idea del espaciotiempo curvo, indudablemente resulta más útil adoptar la primera perspectiva, en la que el espacio y el tiempo se tratan como sustancias. Esto puede no ser estrictamente necesario desde un punto de vista lógico, pero sirve para ayudar a la intuición. Visualizar el espacio como un bloque de caucho aporta una vívida imagen de lo que se entiende por un espacio que se dobla y estira. El rasgo fundamental de la teoría de la relatividad general de Einstein es que el espaciotiempo, que tiene esta curiosa cualidad, se mueve, es decir, cambia de forma, siendo la causa de este movimiento la presencia de materia y energía. Una vez aprehendida la noción de un espaciotiempo dinámico, los aspectos cuánticos resultan más significativos.
Cuando los conceptos de la teoría cuántica se aplican al espacio–tiempo, aumenta la extrañeza porque se complica la estructura, ya de por sí desconcertante, de un espaciotiempo dinámico con los fantásticos rasgos de la teoría cuántica. La mecánica cuántica implica que no basta con considerar un espaciotiempo, sino una infinidad de ellos, con distintas formas y topologías. Todos estos espaciotiempos encajan entre sí según el modelo ondulatorio, interfiriéndose mutuamente. La fuerza de la onda es la medida de la probabilidad de que un espacio con esa forma concreta aparezca como la representación del universo real cuando se hace una observación. Los espacios evolucionan, como ocurre al expandirse el universo, y el sobrecogedor número de estos mundos alternativos aumentará de modo similar.
No obstante, hay algunos que fluctúan muy lejos de la trayectoria principal, al igual que los niños en el parque de que hemos hablado. La fuerza de la onda de estos mundos descarriados es muy pequeña, de modo que sólo hay una infinitésima probabilidad de que realmente se puedan observar. Pero a la escala de Jiffylandia, estas fluctuaciones se hacen mucho más pronunciadas y ocurren con frecuencia desviaciones del espacio pulido y terso.
Al afrontar la existencia de un superespacio donde miríadas de mundos se mantienen cosidos entre sí mediante una curiosa superposición de carácter ondulatorio, el mundo concreto de la vida cotidiana parece situarse a años luz. Con conceptos tan abstractos y sorprendentes como éstos, uno se ve obligado a preguntarse hasta qué punto el superespacio es «real».
¿Existen en realidad estos mundos alternativos o son meros términos de algunas fórmulas matemáticas que supuestamente representan la realidad? ¿Cuál es el significado de las misteriosas ondas que rigen el movimiento de la materia a la vez que del espaciotiempo y que determinan las probabilidades de que exista un determinado mundo concreto? En cualquier caso, ¿qué es la «existencia» en medio de semejante cenagal de conceptos sin sustancia? ¿Dónde encajamos nosotros –los observadores– dentro de este esquema? Estas son algunas de las preguntas sobre las que volveremos. Veremos que el juego cósmico del azar es mucho más sutil y extravagante que la simple ruleta.


Capítulo V de Otros mundos

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