11.10.13

El caos subatómico

por Paul Davies

A todo lo largo de la historia el hombre ha visto sus relaciones con el mundo de dos maneras: como observador y como participante.
Nosotros somos conscientes de los procesos físicos que tienen lugar a nuestro alrededor, interpretándolos mediante modelos mentales internos que reflejan esa actividad exterior. Además, nos vemos motivados a actuar sobre el mundo exterior, en pequeña escala mientras vivimos la vida cotidiana y en gran escala, colectivamente, cuando utilizamos la tecnología para modificar el medio ambiente. A pesar de tener un alcance bastante modesto en comparación con las grandes fuerzas cósmicas, nuestra tecnología demuestra, no obstante, que la existencia de la especie biológica llamada homo sapiens desempeña un papel en la conformación del universo, aunque de momento tan sólo sea en una pequeña escala. Con la revolución newtoniana, la participación del hombre pareció quedar algo vacía, porque, aunque difícil de negar, en un universo mecánico, el hombre mecánicamente motivado no se distingue de sus máquinas: Desde el esfuerzo por transformar el medio ambiente hasta el mínimo movimiento de un dedo, las acciones humanas parecen estar tan rígidamente predeterminadas y ser tan involuntarias como los movimientos de los planetas.
Examinemos ahora la visión newtoniana del hombre como observador.
¿A qué nos referimos en realidad con el acto de observar?
La mecánica de Newton evoca el cuadro de un universo cruzado por una red de influencias, en el que cada átomo actúa sobre todos los demás con fuerzas pequeñas pero significativas. Todas las fuerzas que sabemos que existen comparten la propiedad de que disminuyen con la distancia, que es lo que hace que no tengamos en cuenta el efecto de Júpiter sobre las mareas ni tampoco el movimiento de Andrómeda cuando se trata del vuelo de los aviones. Si las fuerzas no se desvanecieran con la distancia, los asuntos terrestres estarían dominados por la materia más lejana, pues hay muchísimas más galaxias esparcidas por la lejanía que próximas. Sin embargo, en lo que respecta a las fuerzas newtonianas, alguna influencia residual, por infinitesimal que sea, sigue actuando entre las partículas de materia separadas por inmensas distancias.
Este entretejido de toda la materia en un todo colectivo hace pensar en las palabras de Francis Thompson:
Por un inmortal poder, todas las cosas, cercanas o lejanas, ocultamente, están ligadas entre sí, de modo que no puedes arrancar una flor sin perturbar las estrellas.
Está claro que hay un problema filosófico relativo a las contradicciones entre un universo integrado por fuerzas invisibles y el sistema de determinar las leyes de la naturaleza por el procedimiento de aislar un sistema del medio que lo rodea, tal como hemos explicado en el capítulo 1. Si no conseguimos librar la materia de su red de fuerzas, nunca estará verdaderamente aislada y las leyes matemáticas que deduzcamos sólo podrán ser, en el mejor de los casos, extrapolaciones idealizadas del mundo real. Además, la noción crucial de repetibilidad –es decir que según las leyes, los sistemas idénticos deben comportarse de la misma manera– también queda negada. No existen sistemas idénticos. Puesto que el universo cambia de un día a otro y de un lugar a otro, el entramado de fuerzas cósmicas nunca puede ser absolutamente idéntico.
A pesar de todas estas objeciones, la ciencia aplicada avanza rápidamente suponiendo que la influencia, pongamos, de Júpiter sobre el movimiento de un automóvil es inferior a cualquier valor medible por un instrumento. No obstante, cuando se trata de hacer observaciones, son precisamente esas fuerzas diminutas las que juegan un papel vital. Si no fuera por el hecho de que «algunas» influencias de Júpiter tienen un efecto detectable, nunca podríamos conocer su existencia. La ineludible conclusión es que todas las observaciones exigen interacción, sea de una u otra clase. Cuando observamos Júpiter, los fotones de luz solar reflejados en los átomos de su atmósfera atraviesan los varios cientos de millones de kilómetros de espacio interpuesto, penetran en la atmósfera de la Tierra y chocan con las células retinianas, desalojando electrones de los átomos allí situados. Esta mínima perturbación da lugar a una pequeña señal eléctrica que, una vez amplificada y conducida al cerebro, proporciona la sensación «Júpiter». De ahí se deduce que, a través de esta cadena, las células cerebrales están ligadas por fuerzas electromagnéticas a la atmósfera de Júpiter.
Si la cadena de interacciones se amplía mediante el uso de telescopios, nuestro cerebro entra en conexión con la superficie de las estrellas situadas a miles de millones de años luz.
Un rasgo importante de cualquier tipo de interacción es que si un sistema perturba a otro, lo que da lugar a que se registre su existencia, inevitablemente habrá una reacción recíproca sobre el primer sistema, que a su vez resulta afectado. El principio de acción y reacción es conocido por las mediciones rutinarias de la vida cotidiana. Para medir una corriente eléctrica, se inserta en el circuito un amperímetro, cuya presencia será un obstáculo para la propia corriente que se está midiendo.
Para medir el brillo de una luz es necesario absorber parte de las radiaciones a modo de muestra.
Para medir la presión de un gas, tenemos que dejar que el gas actúe sobre un artilugio mecánico, como es un barómetro, pero el trabajo que realiza lo pagará en términos de la energía interna del gas, cuyo estado queda consecuentemente alterado. Si deseamos medir la temperatura de un líquido caliente, sirve introducirle un termómetro, pero la presencia del termómetro hará que el calor fluya del líquido al termómetro hasta ponerlos a una misma temperatura. Por tanto, el líquido se enfriará algo, de modo que la lectura que haremos de la temperatura no será la temperatura original del líquido, sino la del sistema una vez perturbado.
En todos estos ejemplos, el acceso a las condiciones de los sistemas físicos se consigue mediante el uso de sondas. A veces se dispone de técnicas más pasivas, como cuando medimos la localización de un cuerpo simplemente mirándolo, cual es el caso de Júpiter. No obstante, para conseguir cualquier información, «alguna» clase de influencia tiene que pasar del objeto al observador, aunque la reacción pueda carecer absolutamente de importancia para fines prácticos. En el caso de Júpiter, este planeta sería imperceptible de no ser por la iluminación de la luz solar.
Esta misma luz solar que, al reflejarse, nos estimula la retina, también reacciona sobre Júpiter ejerciendo una pequeña presión sobre su superficie. (La presión de la luz solar produce un efecto perceptible y espectacular cuando crea las colas de los cometas). Por tanto, no podemos ver estrictamente el «verdadero» Júpiter, sino el Júpiter perturbado por la presión de la luz. El mismo razonamiento puede aplicarse a todas nuestras observaciones del mundo que nos rodea. Nunca es posible, ni siquiera en teoría, observar las cosas, sino sólo la interacción entre las cosas. Nada puede verse aislado, pues el mismo acto de la observación conlleva alguna clase de conexión.
La observación de Júpiter ejemplifica una situación en que el observador sólo tiene un control parcial de las circunstancias; la luz del sol es aportada, por así decirlo, espontáneamente. Por tanto, la reacción a la presión de la luz se producirá tanto si elegimos mirar la luz reflejada como si no. En este sentido, no puede afirmarse que Júpiter sufra una perturbación porque nosotros elijamos observarlo, si bien nunca podríamos observarlo sin esa perturbación. En el laboratorio, como ilustran los anteriores ejemplos, la involucración del observador y de sus instrumentos es más directa.
Llegamos ya al rasgo crucial del acto de observar tal como se entendía en la visión newtoniana del universo, un rasgo que acabó desmoronándose con el inicio de la teoría cuántica. En primer lugar, si se conocen las leyes físicas, aunque la medición u observación conlleve necesariamente una perturbación del objeto a examinar, esta perturbación puede calcularse con exactitud y descontarse al deducir el resultado. Así, la medición de la temperatura de un líquido es corregible si se conocen las propiedades térmicas del termómetro y su temperatura inicial. En un mundo donde todos los movimientos de los átomos están rigurosamente determinados por leyes matemáticas es posible, al menos en principio, tener en cuenta incluso las perturbaciones más ínfimas del proceso de medición. En segundo lugar, con suficiente ingenio y habilidad tecnológica es posible, según la teoría newtoniana, reducir las perturbaciones inoportunas a una cuantía arbitrariamente pequeña.
La mecánica newtoniana no impone un límite inferior al grado de interacción entre dos sistemas. En consecuencia, si se deseara medir la localización de un cuerpo sin apartarlo de su curso por la presión de la luz, podríamos utilizar un destello que lo iluminara durante un tiempo arbitrariamente breve.
Cierto es que sería menester ampliar la luz reflejada cada vez más conforme disminuyera la cantidad de luz lanzada por el destello, pero este problema es tecnológico y económico, y no de física fundamental. La conclusión parece ser que, al menos en principio, la perturbación inevitable de toda observación puede aproximarse tanto como se quiera al límite cero (aunque, desde luego, no pueda alcanzarlo).
Mientras la ciencia se ocupó de objetos macroscópicos, poca atención se prestó a los límites últimos de la mensurabilidad, pues en los experimentos prácticos nunca se alcanzaban las proximidades de tales límites. La situación cambió alrededor de comienzos del siglo, cuando quedó bien asentada la teoría atómica de la materia y se comenzaron a investigar las partículas subatómicas y la radioactividad. Los átomos son tan delicados que fuerzas increíblemente diminutas desde el punto de vista ordinario, pueden ocasionarles, sin embargo, perturbaciones drásticas.
Los problemas de llevar a cabo cualquier clase de medición sobre un objeto de un tamaño de tan sólo diez mil millonésimas de centímetro y que pesa una billonésima de una billonésima de un gramo, sin destruirlo, no digamos sin trastornarlo, son formidables. Cuando se llega al estudio de las partículas subatómicas, como los electrones, mil veces más ligeras y sin el menor tamaño discernible, surgen profundos problemas de principio al tiempo que dificultades prácticas.
Como introducción a los conceptos generales podríamos considerar sencillamente el problema de cómo cerciorarse de dónde está localizado un determinado electrón.
Es evidente que es necesario enviar alguna clase de sonda para que lo localice, pero ¿cómo hacerlo sin perturbarlo o, al menos, perturbándolo de una manera controlada y determinable? Una forma directa sería tratar de ver el electrón utilizando un potente microscopio, en cuyo caso la sonda utilizada sería la luz. Al igual que en el caso de Júpiter, pero en un grado incomparablemente mayor al tratarse de un electrón, la iluminación ejercería una perturbación como consecuencia de su presión. Si enviamos una onda luminosa, la partícula retrocederá. El problema no es grave si podemos calcular con qué velocidad y en qué dirección se alejará el electrón al retroceder, pues entonces, conociendo la situación en un momento determinado, será una pura cuestión de cálculo deducir dónde estará la partícula en un instante posterior.
Para conseguir una buena imagen en el microscopio es necesario tener grandes lentes en el objetivo, si no la luz, al ser una onda, no pasará por la abertura sin distorsionarse. El problema, en este caso, es que las ondas de luz rebotan en los lados de las lentes e interfieren el rayo original, con la consecuencia de que la imagen se emborrona y se pierde resolución.
Es necesario utilizar una abertura mucho mayor que el tamaño de las ondas (es decir, que la longitud de onda). Esta es la razón de que los radiotelescopios deban ser mucho mayores que los telescopios ópticos, ya que las longitudes de las ondas de radio son muy grandes. De donde se deduce que para ver adecuadamente un electrón deberíamos utilizar un gran microscopio o una longitud de onda muy pequeña, pues en caso contrario la imagen sería demasiado borrosa para permitir medir con exactitud su localización. Además de esto, es un hecho habitualmente visible en la orilla del mar que cuando las grandes olas del mar tropiezan con un poste o un muelle, se separan momentáneamente al chocar con el obstáculo, pero vuelven a unirse detrás de él para proseguir relativamente inalteradas. De manera que la forma de la ola y, por lo mismo, de una onda de gran tamaño, transporta muy poca información sobre la localización o forma del poste. Por otra parte, los pequeños rizos del agua son seriamente perturbados por un poste y su forma se descompone en una figura compleja. Observando la desorganización se puede deducir la presencia del poste. Algo similar ocurre con las ondas de luz: para ver un objeto hay que utilizar ondas cuya longitud sea similar o menor que el tamaño del objeto en cuestión. Para localizar un electrón, se deben utilizar ondas de la longitud más corta posible (por ejemplo, rayos gamma), puesto que su tamaño es indistinguible de cero. De cualquier modo, no es posible determinar su posición con mayor exactitud que la de una longitud de onda de la luz utilizada.
Es ahora cuando la naturaleza cuántica de la luz desempeña un papel de crucial importancia. En el capítulo 1 se explicó que la luz sólo existe en paquetes o cuantos, llamados fotones, y que cuando un átomo absorbe o emite luz sólo lo hace en un número entero de fotones. Esto dota a la luz con algunas de las cualidades de las partículas, puesto que los fotones transportan una determinada energía e impulso; de hecho, la presión de la luz puede considerarse que no es más que el retroceso que ocasiona el choque con los fotones. No obstante, de ahí no se deduce que la luz consista realmente en pequeños corpúsculos localizados. El fotón no está concentrado en un lugar, sino que se extiende por toda la onda. La naturaleza corpuscular del fotón sólo se manifiesta en el modo en que interacciona con la materia. La energía y el impulso que transporta un fotón disminuyen en proporción inversa a su longitud de onda, lo que conlleva que los fotones de las ondas de radio sean entidades inmensamente débiles, mientras que la luz, y especialmente los rayos gamma, tengan mucha más pegada. Esto nos plantea un rompecabezas cuando tratamos de ver el electrón, puesto que la necesidad de utilizar radiaciones de longitud de onda muy pequeña, para eludir que la imagen se emborrone, entraña aceptar el violento retroceso consiguiente al empuje de estos enérgicos cuantos. Nos vemos, pues, obligados a escoger entre exactitud de la localización y perturbación del movimiento del electrón. El dilema resultante es que, para determinar exactamente la cuantía del retroceso, precisamos conocer el ángulo exacto con que el fotón rebota, y esto sólo puede conseguirse utilizando un microscopio de abertura muy estrecha. Pero, como ya hemos explicado, esta estrategia tendrá como consecuencia una imagen borrosa y una pérdida de información sobre la posición del electrón. Tampoco ayudará a reducir el retroceso el uso de ondas mayores, pues entonces estaríamos obligados a utilizar microscopios de mayor abertura para evitar la confusión de las ondas, lo que inevitablemente aporta una mayor inseguridad a la medición del ángulo.
Debe haber quedado claro que los requisitos de una exacta determinación, al mismo tiempo, de la posición y del movimiento son mutuamente incompatibles. Hay una limitación fundamental de la cantidad de información que puede conseguirse sobre el estado del electrón. Se puede medir con precisión su localización a costa de introducir una perturbación aleatoria y totalmente indeterminable en su movimiento. O, alternativamente, se puede retener el control sobre el movimiento, a costa de una gran inseguridad sobre la posición. Este indeterminismo recíproco no es una mera limitación práctica debida a las propiedades de los microscopios, sino un rasgo básico de la materia microscópica. No hay manera, ni siquiera en teoría, de obtener simultáneamente una información exacta sobre la posición y el momento de una partícula subatómica. Estas ideas han sido consagradas en el famoso principio de incertidumbre de Heisenberg, que describe el monto de la incertidumbre en una fórmula matemática de la que puede deducirse la exactitud última de cualquier medición.
Las consecuencias del principio de incertidumbre son iconoclastas.
En el capítulo 1 vimos que el conocimiento de la posición y del movimiento de una partícula bastaba para determinar todo su comportamiento, caso de conocerse las fuerzas actuantes (o las posiciones y movimientos de todas las demás partículas). Ahora resulta que no es posible reunir tal información en detalle; siempre hay una incertidumbre residual. Cada punto del diagrama representa una determinada velocidad y dirección de lanzamiento de la bola, y las leyes de la mecánica newtoniana proporcionan predicciones de las subsiguientes trayectorias que seguirá la bola.
Los puntos vecinos representan trayectorias vecinas. Si no se conoce exactamente el punto del diagrama, no es posible predecir con exactitud la trayectoria futura. Puede ocurrir que sepamos que el punto se sitúa en alguna región del diagrama, pero eso limita nuestras predicciones a una especie de planteamiento estadístico sobre las probabilidades relativas de las distintas trayectorias de un entorno.
De acuerdo con el principio de Heisenberg, siempre habrá una incertidumbre residual sobre la posición y el movimiento en el momento inicial, aunque en el caso de una bola de verdad el efecto sea demasiado pequeño para percibirlo.
Podríamos decidir fijar con precisión el punto de partida en cuyo caso el ángulo de lanzamiento será muy inseguro. También cabría fijar el ángulo con bastante precisión, en cuyo caso el punto de lanzamiento se haría impreciso. O bien se puede elegir una solución intermedia. Cualesquiera que sean las medidas que se adopten, la zona de incertidumbre del diagrama no se reducirá a cero. De ahí se deduce que siempre habrá cierta indeterminación sobre la trayectoria posterior que siga la bola. Sólo puede hacerse una predicción estadística. A escala cotidiana, la incertidumbre cuántica queda borrada por otras fuentes de error, como las limitaciones de los instrumentos, pero el movimiento de las bolas «atómicas» se ve profundamente afectado por los efectos cuánticos.
Una reacción instintiva frente a estas ideas es suponer que la incertidumbre es en realidad una consecuencia de nuestra falta de destreza en las investigaciones atómicas, una consecuencia de nuestro tamaño macroscópico. Pudiera pensarse que el electrón tiene «en realidad» una posición y un movimiento bien definidos, pero que nosotros somos demasiado manazas para descubrirlos. En general, tal suposición se considera absolutamente errónea, por razones que trataremos extensamente en el capítulo 6. La incertidumbre parece ser una propiedad inherente del microcosmos y no una mera consecuencia de nuestra ineptitud para observar las partículas subatómicas. No se trata tan sólo de que no podamos conocer las magnitudes del electrón. Se trata sencillamente de que el electrón no posee simultáneamente una posición y un impulso concretos. Es una entidad intrínsecamente incierta.
Cabría preguntarse si es posible decir algo sobre el comportamiento de objetos tan caprichosos y reticentes. No podemos conocer el exacto comportamiento, sino tan sólo una masa de comportamientos verosímiles. El movimiento del electrón por el espacio no es, pues, algo bien definido, sino más bien una especie de campo de probabilidades por el que discurren las trayectorias disponibles y posibles a la manera de un fluido.
En 1924, el príncipe Louis de Broglie propuso que el comportamiento de los electrones era de hecho análogo al de los fluidos; concretamente, afirmó que las trayectorias posibles se despliegan en forma de onda u ola. Por tanto, al igual que el lanzamiento de una piedra en un estanque da lugar a una serie de ondulaciones procedentes de una región, del mismo modo, si se sueltan electrones, éstos se esparcerán en muchas direcciones, extendiéndose como las ondulaciones por el estanque.
La idea de Broglie es mucho más que un vago símil de desplazamiento. El movimiento de una onda es algo muy especial, tanto física como matemáticamente. Una de sus características vitales es la capacidad que tienen las ondas de interferirse entre sí. El fenómeno de la interferencia de las ondas es conocido en la vida cotidiana y también desempeña un papel fundamental en la descripción cuántica de la materia y en las consecuencias que más adelante estudiaremos.
Un lugar adecuado para ver la interferencia de las ondas es un estanque. Si se lanzan simultáneamente dos piedras muy juntas al estanque, cada una da lugar a una serie de ondulaciones. Cuando las dos series de ondas se cruzan se crea sobre el agua una distribución sistemática de crestas y surcos.
Esto ocurre porque donde coincide una cresta de una de las ondulaciones con la de la otra, el efecto se refuerza, pero donde la cresta de una encuentra el surco de la otra ambas se contrarrestan y la superficie del agua permanece relativamente inalterada.
En la década de 1920, los físicos comprendieron que si de Broglie tenía razón debían producirse interferencias cuando se superponen haces de electrones, pues los movimientos ondulatorios de cada haz se superpondrían con los de los otros. De pronto, los experimentos de Davisson, de que hemos hablado en el capítulo 1, adquirieron un nuevo significado.
Davisson descubrió que los electrones, cuando son dispersados por la superficie de un cristal de níquel, rebotan según una sucesión de haces que posteriormente se superponen. En 1927 demostró, más allá de toda duda, que los haces superpuestos se refuerzan o contrarrestan según el modelo clásico de la interferencia de las ondas. La conclusión fue sorprendente: los electrones se comportaban como ondas al mismo tiempo que como partículas.
¿Qué significa esto? Hemos visto antes que las ondas luminosas se comportan en algunos aspectos, aunque no en todos, como partículas, a las que llamábamos fotones.
Ahora parece ser que encontramos una dualidad comparable en la identidad de los electrones. No obstante, es fundamental comprender que la naturaleza ondulatoria de los electrones no implica que el electrón «sea» una onda, sino sólo que se mueve como una onda. Además, la onda en cuestión no es una onda de ninguna clase de sustancia o materia, sino una onda probabilística. Donde el efecto de la onda es mayor, allí es más probable que se encuentre el electrón. En este sentido recuerda una oleada de delincuencia que, cuando se extiende por un barrio, aumenta la probabilidad de que se cometa un delito. No es una ondulación de ninguna sustancia, sino sólo de probabilidad.
Estas ideas son estimulantes y provocativas, pero también son sutiles y desconcertantes. Se comprenden mejor estudiando una situación donde tanto la naturaleza de onda como la de partícula, de los electrones o de los fotones, se manifiesten al unísono. Un ejemplo es el experimento llamado de las dos ranuras. El esquema consiste en una pantalla opaca con dos ranuras paralelas muy próximas. Las ranuras se iluminan mediante un rayo de luz de manera que sus imágenes caigan sobre otra pantalla situada en la cara contraria. Si momentáneamente obturamos una de las ranuras, la imagen de la otra aparecerá como una franja de luz situada enfrente de la ranura abierta. Dado que la ranura abierta es estrecha, las ondas luminosas sufrirán una distorsión al atravesarla, de modo que parte de la luz se desperdigará por los lados de la franja, por lo que los bordes aparecen borrosos. Si la ranura es muy estrecha, es posible que la luz se extienda por un área bastante amplia. Cuando esté obturada la otra ranura y abierta la primera, se verá una imagen similar, pero ligeramente desplazada enfrente de esta ranura.
La sorpresa surge cuando se abren al mismo tiempo las dos ranuras. Lo que podría preverse es que la imagen de la doble ranura consistiera en la superposición de dos imágenes de una ranura, lo que tendría el aspecto de dos franjas de luz más o menos superpuestas debido a lo borroso de sus bordes.
En realidad, lo que se ve es una serie de líneas regulares, compuesta de franjas oscuras y luminosas, que el primero en descubrirlas fue el físico inglés Thomas Young en 1803. Este curioso diagrama es precisamente el fenómeno de interferencia de ondas antes mencionado.
Cuando la luz que emanan las dos ranuras llega en oposición de fase, es decir, las crestas de las ondas procedentes de una ranura coinciden con los vientres de las otras, la iluminación desaparece.
El experimento puede repetirse con electrones en lugar de luz, utilizando una pantalla de televisión como detector. Debemos recordar aquí que cada electrón individual es taxativamente una partícula. Los electrones pueden contarse uno por uno y puede explorarse su estructura utilizando máquinas de elevada energía. Por lo que a nosotros se nos alcanza, no tienen partes internas ni extensión discernible. Se rocían las ranuras a través de un pequeño agujero con electrones procedentes de una especie de pistola. Los electrones que pasan por una u otra ranura alcanzarán la pantalla detectora y chocarán contra ella, liberando su energía en forma de pequeños destellos de luz. (Este es el fundamento de la imagen televisiva).
Mediante el control de los destellos, se toma exacta nota del lugar adonde llegan los electrones y se determina la manera en que se distribuyen por la pantalla detectora.
Observemos lo que ocurre cuando sólo está abierta una de las ranuras y, de momento, cerrada la otra.
El chorro de electrones atravesará la ranura, se esparcirá hacia el exterior y se proyectará sobre la pantalla detectora. La mayoría de ellos llega muy cerca de la zona situada enfrente de la ranura abierta, aunque algunos se esparcirán por los alrededores. La distribución de los electrones recuerda el diagrama luminoso que se obtiene empleando luz. Una distribución similar, ligeramente desplazada, resultaría en el caso de abrir la segunda ranura y mantener bloqueada la primera. Lo fundamental del experimento es que, de nuevo, cuando se operan ambas ranuras, la distribución de los electrones muestra una estructura regular de franjas de interferencia, lo que indica la naturaleza ondulatoria de estas partículas subatómicas.
En este caso, el resultado tiene un carácter casi paradójico.
Supongamos que la intensidad del haz de electrones disminuye gradualmente hasta que los electrones pasan de uno en uno por el aparato.
Se puede recoger el impacto de cada electrón contra la pantalla utilizando una placa fotográfica.
Al cabo de cierto tiempo dispondremos de un montón de placas fotográficas, cada una de las cuales contiene un único punto de luz correspondiente al lugar donde cada electrón concreto ha encendido un destello con su presencia. ¿Qué podemos decir ahora sobre cómo se distribuyen los electrones por la pantalla? Podemos determinarlo mirando a través de la pila de placas superpuestas, con lo que veremos todos los puntos formando un dibujo. Lo asombroso es que ese dibujo es exactamente el mismo que se produce cuando se dispara un gran número de electrones, y también exactamente el mismo que forman las ondas luminosas (aunque quizás un poco menos denso si somos parcos con los electrones). Es evidente que el conjunto de acontecimientos distintos y separados, a base de un electrón cada vez, sigue presentando un fenómeno de interferencia. Además, si en lugar de repetir el experimento electrón por electrón, toda una serie de laboratorios realizan el experimento de manera independiente, y tomamos al azar una fotografía de cada prueba, entonces, el conjunto de todas estas fotografías independientes y hechas por separado ¡también presenta un diagrama de interferencias!
Estos resultados son tan asombrosos que cuesta digerir su significación. Es como si alguna mágica influencia fuera dictando los acontecimientos en los distintos laboratorios, o en momentos distintos del mismo equipo, de acuerdo con algún principio de organización universal. ¿Cómo sabe cada electrón lo que los demás electrones van a hacer, quizás en otras partes distintas del globo?
¿Qué extraña influencia impide a los electrones personarse en las zonas oscuras de las franjas de interferencia y les hace dirigirse hacia las zonas más populosas?
¿Cómo se controla su preferencia en el plano individual? ¿Es magia?
La situación resulta aún más extravagante si recordamos que la interferencia característica surge, en primer lugar, como consecuencia de que las ondas de una ranura se superponen a las de la otra. Es decir, la interferencia es taxativamente una propiedad de las «dos» ranuras. Si se bloquea una, la interferencia desaparece. Pero sabemos que cada electrón concreto (por ser una pequeña partícula) sólo puede pasar por una de las ranuras, de manera que ¿cómo se entera de la existencia de la otra?
Sobre todo, ¿cómo sabe si la otra está abierta o cerrada? Parece que la ranura por donde no pasa el electrón (y que a escala subatómica está a una inmensa distancia) tiene tanta influencia sobre el posterior comportamiento del electrón como la ranura por la que en realidad pasa.
Comenzamos a vislumbrar ya algo de la naturaleza profundamente peculiar del mundo subatómico. En el capítulo 1 se mencionó que el electrón no está constreñido por leyes deterministas a seguir una única trayectoria, y más adelante se ha mostrado que el principio de incertidumbre de Heisenberg impide al electrón poseer una trayectoria bien definida. Con el experimento de las dos ranuras vemos el funcionamiento de esta indeterminación inherente, pues debemos sacar la conclusión de que los trayectos «potenciales» del electrón pasan por ambas ranuras de la pantalla y que las trayectorias que no sigue continúan influyendo en el comportamiento de la trayectoria real.
Dicho en otras palabras, los mundos alternativos, que podrían haber existido, pero que no han llegado a existir, siguen influyendo en el mundo que existe, como la desvanecida sonrisa del gato de Cheshire en el cuento de Alicia.
Ahora es posible comprender por qué las ondas asociadas con los electrones no son ondas de electrones, sino ondas probabilísticas.
La interferencia que aparece en el sistema de dos ranuras no puede ser una interferencia entre muchos electrones distintos, sino desaparecería al utilizarse los electrones de uno en uno. Es una interferencia probabilística. La localización probabilística de un único electrón puede explorar ambas ranuras e interferir consigo misma.
Con lo que se interfiere es con la propensión del electrón a ocupar una determinada zona del espacio.
De tal modo que un electrón concreto tiene más probabilidades de dirigirse hacia las franjas claras que hacia las franjas oscuras.
Dada la incertidumbre inherente a la posición y al movimiento que da lugar al comportamiento ondulatorio, no puede predecirse dónde terminará un determinado electrón, pero algo puede decirse sobre todo el conjunto de ellos por medio de una estadística muy simple. Precisamente esta distribución estadística a que están sometidos el movimiento ondulatorio y los efectos de interferencias es la que debe tenerse en cuenta en cualquier cálculo.

Esto muestra con absoluta claridad cómo los electrones evitan desplomarse sobre los núcleos de los átomos. Sus ondas probabilísticas se mantienen vibrando alrededor del átomo de manera uniforme.
Sólo pueden presentarse determinadas órbitas fijas, pues si la perturbación ondulatoria no encaja adecuadamente, con crestas y vientres en la debida relación, comenzará a tener superposiciones e interferencias consigo misma y acabará anulándose en la nada. De ocurrir esto, habría una probabilidad cero (ninguna posibilidad en absoluto) de encontrar un electrón.
El fenómeno es similar a la estructura ondulatoria del aire en los tubos de un órgano: sólo pueden darse determinadas notas bien definidas, puesto que los tipos de ondas de aire tienen que encajar con la geometría de los tubos.
Asimismo, pues, sólo determinadas notas, es decir, determinadas frecuencias o energías, pueden darse alrededor del átomo. Los colores característicos que se emiten en las transiciones entre estos niveles energéticos permitidos son el testimonio visual de esta música subatómica. Y exactamente igual como el tubo de un órgano tiene su nota más baja, así hay un nivel mínimo de energía en el átomo.
Indudablemente todo esto significa un gran logro para nuestra comprensión del mundo subatómico, porque la estabilidad de los átomos frente a su desmoronamiento fue uno de los grandes misterios que dio lugar al rechazo de la física newtoniana aplicada a los átomos. El hecho de que las ondas de un instrumento musical produzcan una diversidad de notas discretas y que los átomos emitan frecuencias luminosas características no parece guardar, a primera vista, ninguna relación, pero la naturaleza ondulatoria de la materia cuántica pone de manifiesto la hermosa unidad del mundo físico y demuestra que estos fenómenos son esencialmente idénticos. Por tanto, podemos considerar que el espectro luminoso de un átomo es similar a la estructura sonora de un instrumento musical.
Cada instrumento produce un sonido característico, y lo mismo que el timbre del violín difiere marcadamente del timbre del tambor o del clarinete, así la mezcla de colores de la luz de un átomo de hidrógeno se diferencia de modo característico del espectro del átomo de carbono o de uranio. En ambos casos existe una profunda asociación entre las vibraciones internas (membranas oscilantes, electrones ondulantes) y las ondas externas (sonido y luz).
Antes de abandonar el experimento de las dos ranuras, debemos describir un rasgo divertido.
¿Sabe «realmente» el electrón si la otra ranura está abierta o cerrada? Para descubrirlo podemos recurrir a la siguiente maniobra.
Colóquese un detector delante de las ranuras y señálese aquella a que se dirige el electrón; luego, actúese rápidamente y bloquéese la otra. Si el electrón se percata de esta manipulación, no aparecerá la interferencia cuando combinemos todos los resultados de muchos experimentos similares. Por una parte, es casi imposible de creer que el electrón pueda realmente saber nuestras intenciones y modificar su movimiento de acuerdo con éstas; por otra parte, sabemos que si una ranura está permanentemente bloqueada no hay interferencia.
Evidentemente, desbloquear el agujero cuando no hay electrones cerca no puede afectar el resultado, ¿no es verdad? En ambos casos la naturaleza parece estar jugando con nosotros.
Una forma sencilla de llevar a cabo este experimento consiste en proyectar un rayo de luz desde el agujero de entrada hacia las ranuras y estar al tanto del pequeño destello en el momento en que pasa el electrón. Naturalmente, debemos tener en cuenta el retroceso del electrón cuando choca con la luz y acordarnos de los problemas que planteaban los microscopios, tal como lo hemos tratado. Para determinar a qué ranura se acerca el electrón debemos utilizar una luz cuya longitud de onda sea corta en comparación con la distancia entre las ranuras o bien no conseguiremos una imagen lo bastante clara para decir cuál es la ranura más próxima. Sin embargo, una luz de longitud de onda corta producirá una perturbación relativamente grande en el movimiento del electrón que nos interesa, y el resultado será que el retroceso causado por una luz cuya longitud de onda sea lo bastante corta es tan grande que destruye por completo la interferencia. El impredecible retroceso destruye por completo la forma regular de las franjas. Parece que la naturaleza nos impide automáticamente responder a la pregunta crucial: ¿sabe el electrón si la otra ranura está abierta o cerrada? La interferencia de los electrones es un fenómeno que precisa que ambas ranuras estén abiertas, pero cada electrón concreto sólo puede pasar por una de las ranuras. Vemos pues que la interferencia sólo se producirá si no investigamos demasiado a fondo qué ranura elige el electrón. Ambas deben estar abiertas; cada una de ellas ofrece una trayectoria potencial, aunque sólo una puede ser la trayectoria real. Cuál sea nunca podemos saberlo.
La teoría moderna de la mecánica cuántica supone mucho más que unos vagos razonamientos sobre la exactitud de las mediciones y sobre el movimiento ondulatorio. Es una teoría matemática exacta, capaz de detalladas predicciones sobre el comportamiento de los sistemas subatómicos. Importantes propiedades físicas, tales como el principio de incertidumbre de Heisenberg, están incrustadas en el nivel básico de la teoría y surgen, con toda naturalidad, de las matemáticas. Concretamente, el físico austríaco Erwin Schrödinger descubrió en 1924 la ecuación matemática que rige el movimiento de las enigmáticas ondas probabilísticas, y en la actualidad los físicos profesionales llevan a cabo cálculos prácticos que revelan la estructura interna y el movimiento de los átomos y las moléculas aplicando esta ecuación. Por ejemplo, se calculan los niveles energéticos de los átomos y, en consecuencia, las frecuencias de la luz que emiten y absorben, al mismo tiempo que la intensidad relativa de los distintos colores. Estos cálculos permiten que espectros hasta ahora misteriosos, como los de los objetos astronómicos lejanos, se identifiquen con productos químicos conocidos. Lo cual tiene una especial importancia en el caso de objetos muy lejanos, como los quásares, porque la luz que llega hasta nosotros ha sufrido un enorme corrimiento hacia el rojo debido a la expansión del universo, y podría consistir en radiaciones invisibles para nosotros, por pertenecer a la región ultravioleta, de no haberse producido el corrimiento. Los cálculos permiten predecir espectros de todas las frecuencias.
Otros cálculos revelan la naturaleza de las fuerzas interatómicas que ayudan a mantener los átomos unidos formando moléculas.
Cuando dos átomos se acercan, sus ondas materiales comienzan a superponerse y se producen importantes efectos de interferencia que dan lugar a que los átomos se adhieran mediante un enlace químico. Cuando son muchos los átomos que se juntan en un orden regular, como ocurre en los cristales, las ondas de todos los electrones son constreñidas a seguir un movimiento periódico coordinado que les permite atravesar grandes espesores de materia con poca resistencia. El estudio de estas ondas electrónicas aporta información sobre cómo conducen la electricidad y el calor los metales. Detallados cálculos, realizados con ayuda de la teoría cuántica, nos han dado una idea de la estructura de los cristales y de otros materiales sólidos, como los semiconductores, a la vez que han sentado las bases para la comprensión de los líquidos, los gases, los plasmas y los superfluidos.
También en el terreno nuclear, la aplicación de los cálculos matemáticos derivados de la mecánica cuántica aporta mucha información sobre la estructura nuclear interna, las reacciones nucleares como la fisión y la fusión, y la interacción de los núcleos con otras partículas subatómicas.
Las matemáticas en cuestión no son del tipo habitual basado en la aritmética; operan con objetos matemáticos abstractos que obedecen a reglas de combinación muy peculiares y que tienen propiedades absolutamente distintas de las de los números ordinarios. Aunque el conocimiento pormenorizado de estas matemáticas requiere muchos años de estudio, algo de su sabor puede transmitirse utilizando ideas elementales. Como siempre ocurre en la ciencia, las matemáticas son un modelo que debe imitar el comportamiento del mundo real. En la época precuántica, el estado de un sistema físico se representaba mediante un conjunto de números. Por ejemplo, el estado de un cuerpo se define por su posición, su velocidad, su velocidad de rotación, etc., en cada instante. Midiendo estas cantidades, se obtienen números concretos. El modo en que los números de un instante se relacionan con los de otros instantes lo proporcionan las llamadas ecuaciones diferenciales.
En contraposición, la teoría cuántica nos prohíbe asignar números determinados a todos los atributos de un cuerpo simultáneamente: no podemos especificar al mismo tiempo, por ejemplo, la posición y el impulso. Además, no hay una trayectoria única y bien definida, sino muchos trayectos posibles. El estado del sistema debe reflejar estas incertidumbres y ambigüedades, y el acto de medir, que perturba el sistema cuántico de manera fundamental, no equivale al mero desvelamiento de los valores numéricos de las diversas magnitudes.
Una forma de representar el hecho de que una partícula puede existir en un estado cuántico susceptible de muchos comportamientos posibles –muchos mundos distintos– es recurrir al concepto de vector. Los vectores se conocen normalmente como magnitudes orientadas: la velocidad, la fuerza y la rotación son ejemplos de cantidades que tienen al mismo tiempo una magnitud (grande, pequeña, etc.) y una dirección (hacia el norte, en sentido vertical, etc.). Por el contrario, cantidades como la masa, la temperatura, la aceleración y la energía tienen todas ellas magnitud, pero no dirección.
Una importante propiedad de los vectores es la manera en que deben sumarse. A diferencia de los números, no se pueden sumar dos vectores sumando sus magnitudes, pues también deben tenerse en cuenta las direcciones. Por ejemplo, si dos fuerzas se oponen, pueden anularse, aun cuando sus magnitudes valoradas por separado sean importantes.
Estas consideraciones hacen que las reglas para combinar vectores sean más complicadas que la aritmética, pero también las dota de una estructura más rica.
Así como la suma de vectores puede efectuarse de muchas maneras, según cuáles sean sus direcciones, un vector puede dividirse de muchos modos en otros vectores. Por ejemplo, se empuja un coche con mayor eficacia colocándose detrás del vehículo, pero también es posible moverlo, aunque con menos facilidad, mediante una presión oblicua. En realidad, sea cual sea el ángulo del empuje, alguna fuerza actuará en el sentido del movimiento, con tal de que el ángulo no sea exactamente perpendicular al automóvil. Los matemáticos dicen que el vector tiene un componente a lo largo del vehículo y otro perpendicular. Según el ángulo con que se empuje, la componente paralela dispone de mayor o menor cantidad de la fuerza total que la componente perpendicular. Así pues, el vector (el empuje) puede descomponerse en dos vectores: uno paralelo al coche y otro perpendicular, de distintas proporciones que dependen del ángulo. Si el ángulo es casi paralelo al vehículo, la componente paralela retiene la mayor parte de la fuerza y es mucho mayor que la fuerza lateral, de tal modo que ésta es la posición en que el empuje resulta más eficaz.
La idea de que el vector se descompone en dos vectores perpendiculares entre sí se utiliza de una forma curiosa en la teoría cuántica. Cada uno de los mundos posibles, es decir, cada uno de los comportamientos o trayectorias potenciales de una partícula, se considera un vector; no un vector en el espacio ordinario, sino una magnitud abstracta en un espacio abstracto. Cada vector es perpendicular a todos los demás vectores, de manera que todos los mundos son distintos y ninguno tiene componente alguna en otro mundo. El número de vectores necesario, y de ahí el número de dimensiones del espacio, depende del número de trayectorias posibles. Recordando la analogía de las trayectorias en el parque descritas, sería necesario utilizar una infinidad de mundos posibles, lo mismo que hay un número ilimitado de posibles trayectos por el parque. Esto exige un espacio vectorial de infinitas dimensiones: tal cosa no se puede visualizar, pero matemáticamente tiene sentido. Equipados con este espacio vectorial, los físicos describen el estado del sistema cuántico como un vector en el espacio que en general puede apuntar hacia cualquier ángulo. Si se sitúa a lo largo de uno de los vectores correspondiente a un determinado mundo, cualquier observación mostrará que el sistema tiene exactamente el estado concreto correspondiente a ese mundo, pero si tiene una posición intermedia entre los vectores de dos mundos, entonces, al igual que la fuerza que se ejerce sobre el coche, tendrá componentes en ambos. El que cuente con la componente mayor será el mundo más probable y el otro, un mundo alternativo, pero menos probable. Por supuesto, de existir varias alternativas, el vector puede tener componentes en todas ellas, y esto sigue siendo cierto aun cuando su número sea infinito.
El ángulo del vector determina cuáles son los favorecidos, es decir, las alternativas más probables.
Cuando se hace una observación, el sistema objeto de estudio, por ejemplo, un átomo, se encontrará evidentemente en un estado concreto, por ejemplo, en el nivel energético mínimo. Esto significa que el estado original, que puede ser una superposición de distintos mundos alternativos, de repente se lanza o proyecta hacia una alternativa concreta, un misterioso salto que examinaremos detalladamente en el capítulo 7. En lenguaje vectorial, esto significa que el acto de la observación hace que el vector gire de repente desde alguna posición intermedia en el espacio abstracto a una nueva posición donde se sitúa exactamente en paralelo al vector que representa el mundo que efectivamente observamos. Este súbito salto de estado, o rotación del vector, refleja el hecho de que la observación perturba inevitablemente el estado del sistema, como se ha explicado antes en este mismo capítulo. Por tanto, desde el punto de vista matemático, medir una magnitud equivale a rotar súbitamente el vector en el espacio abstracto.
La rotación proporciona otro ejemplo de magnitud que no obedece las reglas de la aritmética. También las rotaciones tienen magnitud (2º, 55º, un ángulo recto, etc.) y dirección (en el sentido de las agujas del reloj, de norte a sur, etc.), pero sumar rotaciones es algo aún más complejo que sumar vectores como fuerzas, si las direcciones son distintas. En tal caso, no sólo debemos tener en cuenta el ángulo entre las rotaciones, sino también el orden en que se agregan.
Cuando se suman números, no es necesario tener en cuenta el orden de adición (por ejemplo, 1+2 = 2+1), pero las rotaciones no gozan de esta simetría. Un único ejemplo, que el lector fácilmente puede comprobar, consiste en rotar este mismo libro. Colóquelo abierto sobre una mesa en la posición normal de leer y voltéelo en ángulo recto y alejándolo de usted, de modo que quede invertido y vertical. Ahora gírelo 90º en el sentido de las agujas del reloj. Si las dos operaciones anteriores se realizan en orden inverso –la rotación en el sentido de las agujas del reloj primero y luego la elevación– el libro no quedará en la misma posición. En realidad, quedará apoyado en el lateral en lugar de hacerlo en la parte superior. El ejemplo sirve para ilustrar el principio general de que las rotaciones no se ajustan a las habituales reglas de la aritmética, de modo que no pueden describirse mediante números cuyo orden de adición no importe.
Estas ideas encajan de manera natural con el esquema cuántico porque la rotación del vector de estado corresponde, como antes hemos dicho, a una medición, y el orden en que se hacen dos mediciones afectará al resultado. Por ejemplo, si medimos la posición de una partícula, destruimos todo conocimiento sobre su movimiento. Si a continuación medimos el movimiento, la posición resulta absolutamente incierta. Cuando las mediciones se realizan en orden inverso –primero el movimiento y después la posición– desembocamos en una partícula en un estado con movimiento absolutamente incierto, que no es el mismo estado final que resulta haciéndolo en el otro orden. Así pues, el orden de las observaciones, que se refleja en el orden de rotación del espacio vectorial abstracto, es de vital importancia para el resultado. Este rasgo es fundamental para la teoría cuántica, que debe utilizar los adecuados objetos matemáticos, que no obedecen a la regla 1+2 = 2+1 de la aritmética elemental.
Estas potentes herramientas matemáticas revelan una nueva física. Exactamente igual que al rotar horizontalmente un vector se afectan sus componentes horizontales, pero permanece inalterada su proyección vertical, así también resulta que ciertas cantidades son «perpendiculares» a otras y pueden realizarse mediciones de unas sin afectar a las demás; por ejemplo, es posible medir simultáneamente el «spin» (momento angular intrínseco) y la energía de una partícula. El análisis matemático descubre qué cantidades están ligadas a otras por la propiedad de incompatibilidad de rotación. Éstas, por tanto, cumplen las relaciones de incertidumbre del modelo de Heisenberg.
Además de la posición y el impulso, otros ejemplos importantes son la energía y el tiempo. No es posible medir con absoluta precisión una cantidad de energía a menos que se disponga de una cantidad infinita de tiempo, característica ésta que resultará ser de fundamental importancia.
La mayor parte de este capítulo lo hemos dedicado a la curiosa dualidad onda–partícula de los electrones, pero tales consideraciones valen igualmente para toda la materia microscópica. Desde la Segunda Guerra Mundial se han descubierto cientos de distintos tipos de partículas subatómicas, todas las cuales se rigen por las reglas de la mecánica cuántica. En realidad, incluso los átomos enteros presentan los mismos rasgos de las interferencias de ondas. No hay ninguna escala de tamaño por encima de la cual la materia cuántica se convierta en materia «ordinaria» en el sentido newtoniano.
Las bolas de billar, las personas, los planetas, las estrellas, el universo entero... son en último término una masa de sistemas mecánicos cuánticos, lo que implica que la vieja imagen newtoniana del universo mecánico que se mueve según un absoluto determinismo es falsa. En el mundo cotidiano, los fenómenos cuánticos son demasiado pequeños para que los percibamos; no vemos las propiedades ondulatorias de los balones de fútbol, por ejemplo, porque su longitud de onda es más de diez mil billones de veces menor que un núcleo. Sin embargo, el mundo real es un mundo cuántico, con todas las inmensas consecuencias que esto supone.
Para que no tengamos la sensación de que las misteriosas ondas de la materia están demasiado alejadas de la experiencia diaria para tener ninguna significación concreta, o bien que son tan sólo una invención disparatada del pensamiento científico, debemos darnos cuenta de que en la actualidad se han convertido en parte de la ingeniería aplicada. El microscopio de electrones, un instrumento capaz de conseguir enormes ampliaciones, basa su funcionamiento en ondas de electrones que sustituyen a las luminosas. Controlando la velocidad del haz de electrones se puede manipular la longitud de onda, obteniéndose con facilidad longitudes de onda mucho menores que los de la luz visible, lo que permite observar detalles a una escala mucho menor. De modo que las curiosas formas de Davisson, de tan fructíferas consecuencias para la naturaleza del universo, tienen un impacto más prosaico, pero también más tangible, en nuestras vidas.


Capítulo III  de Otros mundos 

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