11.6.13

Dios no juega a los dados

por Paul Davies

A comienzos de la década de 1920, un físico norteamericano, Clinton Joseph Davisson, inició una serie de investigaciones para la Bell Telephone Company en las que bombardeaba cristales de níquel con un haz de electrones similar al haz que produce la imagen en las pantallas de televisión. Percibió algunas regularidades curiosas en el modo en que los electrones se esparcían por la superficie del cristal, pero no comprendió de inmediato su enorme importancia.
Varios años después, en 1927, Davisson dirigió una versión mejorada del mismo experimento con un colega más joven, Lester Halbert Germer. Las regularidades eran muy pronunciadas, pero lo más importante fue que ahora se esperaban, en base a una notable teoría nueva de la materia desarrollada a mitad de los años veinte. Davisson y Germer estaban observando directamente y por primera vez un fenómeno que dio lugar al hundimiento de una teoría científica sólidamente implantada durante siglos y que volvía del revés nuestras nociones del sentido de la realidad, de la naturaleza de la materia y de nuestra observación de la misma.
En realidad, tan profunda es la revolución del conocimiento consiguiente y tan extravagantes son las consecuencias que incluso Albert Einstein, quizás el científico más brillante de todos los tiempos, se negó durante toda su vida a aceptar algunas de ellas.
La nueva teoría se conoce ahora como la mecánica cuántica y nosotros vamos a examinar sus asombrosas consecuencias sobre la naturaleza del universo y de nuestro propio papel dentro de él. La mecánica cuántica no es una mera teoría especulativa del mundo subatómico, sino un complejo entramado matemático que sostiene la mayor parte de la física moderna.
Sin teoría cuántica, nuestra comprensión global y pormenorizada de los átomos, los núcleos, las moléculas, los cristales, la luz, la electricidad, las partículas subatómicas, el láser, los transistores y otras muchas cosas se desintegraría. Ningún científico duda seriamente de que las ideas fundamentales de la mecánica cuántica sean correctas. Sin embargo, las consecuencias filosóficas de la teoría son tan pasmosas que, incluso pasados cincuenta años, todavía resuena la controversia sobre lo que en realidad significa. Para apreciar la profundidad de la revolución cuántica hace falta entender, en primer lugar, la imagen clásica de la naturaleza tal como la concebían los científicos por lo menos hasta el siglo XVII.
En los primeros tiempos, cuando los hombres y las mujeres comenzaron a preguntarse por los acontecimientos naturales que ocurrían a su alrededor, su imagen del mundo era bastante distinta de la que tenemos hoy. Se daban cuenta de que ciertos acontecimientos eran regulares y seguros, como los días y las estaciones, las fases de la luna y los movimientos de las estrellas, mientras que otros eran arbitrarios y en apariencia aleatorios, como las tormentas, los terremotos y las erupciones volcánicas. ¿Cómo organizar este conocimiento en forma de una explicación de la naturaleza? En algunos casos, un acontecimiento natural podía tener una explicación evidente; por ejemplo, cuando el calor del sol derretía la nieve. Pero la exacta noción de causa–efecto no estaba bien formulada. En su lugar, debió parecerles lo más natural modelar el mundo según el sistema que mejor entendían: ellos mismos. Es fácil comprender por qué los fenómenos naturales llegaron a considerarse manifestaciones del temperamento y no de la causalidad. Así, los acontecimientos regulares y seguros reflejaban una actividad plácida y benevolente, mientras que los acontecimientos súbitos y quizá violentos se atribuían a un temperamento petulante, airado y neurótico. Una consecuencia de lo anterior fue la astrología, en la que el aparente orden de los cielos se tomaba por el reflejo de una organización más amplia que aunaba la naturaleza humana y la celeste en un sistema único.
En algunas sociedades los sistemas animistas cristalizaron y se convirtieron en personalidades reales. Existía el espíritu del bosque, el espíritu del río, el espíritu del fuego, etcétera. Las sociedades más desarrolladas elaboraron una jerarquía de dioses compleja y muy antropomórfica. El sol, la luna, los planetas, incluso la misma Tierra, se consideraban personalidades similares a las humanas y los acontecimientos que les sobrevenían, un reflejo de los bien conocidos deseos y emociones humanos. «Los dioses están furiosos» debía considerarse una explicación suficiente de alguna calamidad natural, y se hacían los adecuados sacrificios. El poder de estas ilustres personalidades se tomaba muy en serio, probablemente hasta el punto de constituir la mayor fuerza sociológica.
Paralelamente a esta evolución surgió un nuevo conjunto de ideas fruto de la creación de asentamientos urbanos y de la aparición de los estados nacionales. Para evitar la anarquía, se contaba con que los ciudadanos se adaptaran a un estricto código de conducta que se institucionalizó en forma de «leyes». También los dioses estaban sometidos a leyes y, a su vez, en virtud de su mayor poder y autoridad, refrendaban el sistema de leyes humanas con ayuda de sus intermediarios, los sacerdotes. En la temprana civilización griega, el concepto de un universo regido por leyes estaba muy avanzado. De hecho, la explicación de los acontecimientos naturales rutinarios, como el vuelo de un proyectil o la caída de una piedra, comenzaban a formularse como «infalibles leyes de la naturaleza». Esta nueva y deslumbrante idea de que los fenómenos ocurrían sin supervisión, estrictamente de acuerdo con la ley natural, planteaba un agudo contraste con la otra visión de un mundo orgánico regulado por los estados de ánimo. Desde luego, los fenómenos verdaderamente importantes –los ciclos astronómicos, la creación del mundo y el mismo hombre– seguían precisando la estrecha atención de los dioses, pero las cuestiones normales se desenvolvían por su propia cuenta. No obstante, una vez que echó raíces la idea de un sistema material que actúa según un conjunto de principios fijos e inviolables, resultó inevitable que el dominio de los dioses fuera progresivamente erosionándose conforme se iban descubriendo mayor número de nuevos principios.
Aunque ni siquiera en la actualidad ha desaparecido del todo la explicación teológica del mundo material, los pasos decisivos para asentar el poder de las leyes físicas se dieron, hablando en sentido muy amplio, con Isaac Newton y Charles Darwin. Durante el siglo XVI, un gigante intelectual, Galileo Galilei, inició lo que hoy llamaríamos una serie de experimentos de laboratorio. La idea clave era que al aislar, en la medida de lo posible, un fragmento del mundo de las influencias ambientales, quedaría en condiciones de comportarse de un modo muy simple. Esta creencia en la simplicidad última de la complejidad ha sido la fuerza impulsora de la investigación científica durante milenios, y hoy se mantiene intacta, pese a los sobresaltos que, como veremos, ha recibido en los últimos tiempos.
Una de las famosas investigaciones que llevó a cabo Galileo consistió en observar la caída de los cuerpos. Por regla general, se trata de un proceso muy complejo que depende del peso, la forma, la distribución de la masa y el movimiento interno del cuerpo, así como de la velocidad del viento, la densidad del aire, etcétera. La genialidad de Galileo consistió en señalar que todos estos rasgos sólo eran complicaciones incidentales agregadas a lo que realmente era una ley muy sencilla. Al reducir los efectos de la resistencia del aire y utilizar cuerpos de formas regulares, haciéndolos rodar por planos inclinados (en lugar de dejarlos caer directamente), simulando de este modo el efecto de una gravedad muy reducida, Galileo se las arregló para salvar la complejidad y aislar la ley fundamental de la caída de los cuerpos. Lo que hizo en esencia fue medir el tiempo que necesitaban los cuerpos para caer desde distintas distancias.
En la actualidad puede parecer un procedimiento muy razonable, pero en el siglo XVII fue un golpe de genio. En aquellos días, la idea del tiempo era absolutamente distinta de la nuestra: por ejemplo, no se aceptaba la idea de un paso matemáticamente regulado del tiempo. La duración temporal era desde siempre mucho más afín a las antiguas ideas orgánicas, y su concreción antes procedía de los ritmos naturales del cuerpo humano, de las estaciones y del ciclo celeste, que de los relojes de precisión.
Con el descubrimiento de América y el establecimiento de los viajes transatlánticos regulares, las fuertes presiones militares y comerciales estimularon la búsqueda de sistemas de navegación este–oeste más exactos. Pronto se comprendió que, mediante la combinación de una exacta determinación de la posición de las estrellas y de una exacta medición del tiempo, era posible calcular la longitud de un buque en medio del océano. De este modo se inició la construcción de observatorios y la ciencia de la moderna astronomía posicional, así como la invención de relojes cada vez más exactos.
Aunque vivió una generación antes de que Newton formalizara la idea de un «tiempo absoluto, cierto y matemático» y a dos siglos de distancia de los horarios de trenes que por fin introdujeron este concepto en la vida de la gente común, Galileo identificó correctamente el papel central del tiempo para describir los fenómenos del movimiento. Su premio fue el descubrimiento de una ley de una simplicidad desarmante: el tiempo que se tarda en caer una distancia partiendo del estado de reposo es exactamente proporcional a la raíz cuadrada de la distancia. Había nacido la ciencia. Había nacido la idea de que una «fórmula matemática», en lugar de un dios, supervisara el comportamiento del sistema material.
El impacto de este descubrimiento no puede subvalorarse. Una ley de la naturaleza en forma de ecuación matemática no sólo implica simplicidad y universalidad, sino también manejabilidad. Significaba que ya no será necesario seguir observando el mundo para asegurarse de su comportamiento; también podrá calcularse con papel y lápiz. Al utilizar las matemáticas para modelar las leyes, el científico podía predecir el comportamiento futuro del mundo y retrodecir cómo se había comportado en los tiempos pasados.
Por supuesto, en el mundo no sólo hay cuerpos que caen, y hubo que esperar hasta la monumental obra de Newton, a mediados del siglo XVII, para que se produjera el impacto completo de estas nuevas ideas revolucionarias. Newton fue más lejos que Galileo y elaboró detalladamente un sistema global de mecánica, capaz de afrontar en principio todo tipo de movimientos, que funcionó. La nueva perspectiva de la física exigía nuevos progresos en las matemáticas para describir las leyes descubiertas por Newton. Se inventó el llamado cálculo diferencial e integral.
Una vez más, el tiempo desempeñó un papel central como catalizador de estos progresos. ¿Con cuánta rapidez cambiaría su velocidad un cuerpo sometido a la actividad de una determinada fuerza? ¿Con cuánta rapidez variaría la fuerza al desplazarse su lugar de origen?
Este era el tipo de preguntas a que debían responder los nuevos matemáticos. La mecánica de Newton es una descripción del mundo en concordancia con el paso del tiempo.
Como consecuencia de esta reorientación del pensamiento, se plantearon nuevas cuestiones sobre el universo en las que el tiempo y el cambio ocupaban un lugar destacado. Mientras que en las culturas más antiguas la armonía y el equilibrio –rasgos tan importantes para el bienestar de los organismos biológicos– constituían los aspectos sobresalientes, la mecánica de Newton ponía el acento en las cuestiones dinámicas de la naturaleza. Quizá no sea una coincidencia que, a pesar del explosivo desarrollo de la civilización en la época clásica, las culturas prerrenacentistas fuesen en gran medida estáticas, preocupadas por mantener el «status quo». En contraposición, Galileo y Newton, y más adelante Darwin, introdujeron el concepto crucial de evolución en la visión humana de la naturaleza.
Como tantas veces ha ocurrido en el desarrollo del pensamiento humano, lo que conduce a las revoluciones intelectuales es más bien un cambio de perspectiva que una información nueva. Otras culturas se habían ocupado de temas tales como la manera de evitar el disgusto del dios de las tormentas y asegurar una buena cosecha, pero Newton y sus matemáticas apuntaban a un tipo de problema completamente nuevo:
dado el estado actual de un sistema físico, ¿cómo evolucionará en el futuro? ¿Cuál será el estado final resultante de un conjunto dado de condiciones iniciales?
Estos progresos intelectuales fueron acompañados de cambios sociales: la revolución industrial, la búsqueda sistemática de nuevos conocimientos y tecnología y, sobre todo, el concepto –tan dado hoy por supuesto– de una comunidad «en vías de progreso» hacia un mejor nivel de vida y un mejor control de su medio ambiente. La transición de una sociedad estática, influida por la naturaleza temperamental, a una sociedad dinámica que persigue el control de la naturaleza, debe mucho a la nueva mecánica y su crucial concepto de evolución temporal.
Otra idea importante que fue adecuadamente clarificada por la mecánica de Newton es la de los futuros alternativos, una noción central para el tema de este libro.
Para comprender sus implicaciones se requiere un cuidadoso examen de qué es exactamente lo que se quiere decir con las leyes matemáticas de la naturaleza. Como sabemos, Galileo y Newton descubrieron que el movimiento de los cuerpos materiales no es casual y aleatorio, sino que está determinado por matemáticas sencillas. Así pues, dada una información sobre el estado de un cuerpo y su entorno en un instante determinado, es posible (al menos en principio) calcular el comportamiento de ese cuerpo en el futuro (y en el pasado). Cuidadosos experimentos confirman que esto es cierto. Todo el espíritu de la idea consiste en que el mundo no puede cambiar de cualquier manera:
los caminos disponibles para el desarrollo se limitan a los que se ajustan a las leyes. Pero, ¿hasta qué punto es restrictiva esta limitación? Nuestra experiencia de la naturaleza, repleta de una rica y en apariencia ilimitada variedad de actividades interesantes y complejas, no enlaza fácilmente con un mundo tan rígido.
La reconciliación de la complejidad y la obediencia se encuentra en la forma de las matemáticas que se necesitan y en su relación con la exigencia de «información» sobre el sistema en algún momento inicial. Para precisar lo dicho, podemos considerar la sencilla cuestión práctica de lanzar una bola. Newton nos enseñó que la trayectoria de un proyectil no es arbitraria, sino que debe ser una curva bien determinada de acuerdo con leyes matemáticas. Sin embargo, este mundo resultaría aburrido para los deportistas si todas las bolas que se lanzaran siguieran exactamente la misma trayectoria y, desde luego, sabemos que eso no ocurre. En realidad, las leyes no determinan en absoluto una única trayectoria, sino tan sólo un tipo de trayectoria. En el caso que nos ocupa, toda bola seguirá una trayectoria parabólica, pero hay una infinita variedad de parábolas.
(La parábola es la forma que se obtiene al cortar un cono paralelamente a la cara opuesta. Es el borde curvo del cono truncado).
Hay parábolas altas y delgadas, que corresponden a bolas lanzadas casi verticalmente, parábolas largas y bajas, como la trayectoria de una pelota de béisbol, etcétera.
De hecho, la experiencia demuestra que controlamos de dos modos la forma de la trayectoria. Podemos decidir el tamaño de la parábola variando la velocidad a que lanzamos la bola y podemos variar la forma de la parábola alterando el ángulo de lanzamiento. De manera que existe una ley física según la cual todas las bolas siguen trayectorias parabólicas, pero la parábola que sigan vendrá determinada por dos condiciones iniciales independientes: la velocidad y el ángulo.
El objetivo de esta digresión sobre balística elemental es señalar que en la naturaleza hay algo más que leyes. Hay también condiciones iniciales. Ahora podemos clarificar la cuestión de qué información se precisa para determinar el comportamiento concreto de un cuerpo según la mecánica newtoniana. En primer lugar, necesitamos conocer la magnitud y la dirección de todas las fuerzas que actúan sobre un cuerpo y cómo varían en el tiempo, y en segundo lugar la posición y la velocidad del cuerpo en algún momento, que también debe especificarse. Dados todos estos datos, calcular dónde estará el cuerpo y cómo se moverá en un momento posterior es una simple cuestión matemática.
Uno de los primeros éxitos de la mecánica de Newton consistió en explicar los tamaños, las formas y los períodos de las órbitas planetarias del sistema solar. Los planetas, incluida la Tierra, están atrapados en órbitas alrededor del Sol por la gravedad de este último cuerpo. Para calcular los movimientos del sistema solar, Newton tenía que conocer tanto la intensidad como la dirección de la fuerza gravitatoria solar en todos los lugares del espacio, y también las condiciones iniciales, es decir, las posiciones y velocidades de los planetas en un determinado momento. Esta última información podían aportarla los astrónomos, que controlan rutinariamente tales cuestiones, pero la fuerza de la gravedad era un asunto completamente distinto. Generalizando los resultados de Galileo sobre la gravedad terrestre, Newton conjeturó acertadamente que el Sol, y de hecho todos los cuerpos del universo, ejercen una fuerza gravitatoria que disminuye con la distancia de acuerdo con otra ley matemática exacta y simple: la llamada ley de la gravitación universal. Una vez matematizado el movimiento, Newton matematizó asimismo la gravedad. Conjuntando ambas cosas y utilizando el cálculo logró un gran triunfo al predecir correctamente el comportamiento de los planetas.
Desde los tiempos de Newton, esta mecánica se ha aplicado a todos los pormenores del sistema solar. Es posible mejorar los cálculos originales teniendo en cuenta las diminutas fuerzas gravitatorias que actúan entre los mismos planetas, así como los efectos de su rotación, las distorsiones de sus formas, etcétera. Una operación habitual consiste en calcular la órbita de la Luna y, a partir de ahí, predecir las fechas de los eclipses futuros. Del mismo modo, el cálculo puede aplicarse retrospectivamente para determinar las fechas de los eclipses pasados y compararlos con los datos históricos.
La aplicación de la mecánica newtoniana al sistema solar fue algo más que un ejercicio. Hizo saltar por los aires la creencia secular de que los cielos estaban gobernados por fuerzas puramente celestiales. Incluso el gran refugio de los dioses sucumbió ante las matemáticas de Newton. Nunca ha habido una demostración más espectacular del poder de la ciencia basada en leyes matemáticas. Significaba que las leyes de la naturaleza no sólo controlaban los procesos menores de la Tierra, como la forma de la trayectoria de los proyectiles, sino que también gobernaban la misma estructura del cosmos: una ampliación del horizonte hasta lo cósmico que alteró profundamente las concepciones de la humanidad sobre la naturaleza del universo y su propio lugar dentro de él.
Las profundas consecuencias filosóficas de la revolución newtoniana son más claras en cosmología: el estudio de la totalidad de las cosas. Según Newton, el movimiento de toda partícula material, de todo átomo, está en principio total y absolutamente determinado para todo el tiempo pasado y futuro con tal de conocer las fuerzas imprimidas y las condiciones iniciales. Pero las propias fuerzas, a su vez, están determinadas por la localización y el estado de la materia. Por ejemplo, la fuerza gravitatoria solar es fija una vez que conocemos su posición. De ahí se deduce que, una vez que conozcamos las posiciones y los movimientos de todos los fragmentos de materia, y suponiendo que conozcamos también las leyes que rigen las fuerzas entre los fragmentos, podremos calcular toda la historia del universo, tal como señaló Pierre Laplace.
Ahora bien, debe decirse desde el principio que no se dispone de tal conocimiento y que, aun cuando lo tuviésemos, no habría computadora lo bastante grande para realizar los cálculos. En la práctica, por supuesto, sólo es posible calcular los subsistemas muy simples y relativamente aislados (por ejemplo, el sistema solar). Sin embargo, como cuestión de principio continúa teniendo unas implicaciones sobrecogedoras. La antigua concepción del cosmos como sociedad de temperamentos que coexisten en equilibrio deja paso a la imagen inanimada e incluso estéril del «universo mecánico». Inevitablemente, los descubrimientos de Newton parecen relegar el mundo entero a la condición de mecanismo que marcha inexorable y sistemáticamente adelante hacia un destino preestablecido, donde cada átomo corre siguiendo una trayectoria retorcida pero legislada hasta alcanzar un destino inalterable.
Finalmente este cambio de perspectiva tuvo su impacto sobre la religión. La primitiva idea cristiana de un Dios activo que participaba de cerca en los negocios mundanos, supervisando los acontecimientos, desde la concepción de los niños hasta las fases de la Luna, fue sustituida por una idea más lejana de Dios como iniciador del movimiento cósmico, que observa pasivamente el desenvolvimiento de su creación según sus propias leyes matemáticas. El espíritu de esta transformación en divina pasividad y automática legalidad lo capta Robert Browning en su poema «Pippa Passes»: «Dios en su cielo,
— Todo en orden en el mundo». El universo mecánico, que se desarrolla uniformemente según un plan, había llegado: fue tal el impacto del pequeño prodigio del genio de Newton que Pope escribiría: «Dios dijo: «¡Que exista Newton!» y todo se iluminó».
A pesar del pasmoso logro intelectual de imponer disciplina a un cosmos indomable, la creación por obra de Newton de un universo conformado a leyes rígidas tiene un aspecto profundamente deprimente.
Cuando se ha hecho formar hasta el último átomo, como si dijéramos, hay una chispa de vida que desaparece del mundo. Un mecanismo de relojería puede ser muy hermoso y eficiente, pero la imagen de un universo que corcovea insensatamente camino de la eternidad, cual caja de música de grotesca complejidad, no resulta demasiado tranquilizadora, sobre todo teniendo en cuenta que nosotros formamos parte de ese universo. Una víctima evidente de tal visión es el libre albedrío. Si la entera condición del pasado y del futuro de la materia estuviera únicamente determinada por su condición en cualquier instante concreto, entonces nuestro futuro estaría obviamente predeterminado hasta el último detalle.
Cualquier decisión que tomemos, cualquier antojo, estarían en realidad acordados desde hace miles de millones de años como el inevitable resultado de una red de fuerzas e influencias asombrosamente intrincada pero totalmente predeterminada.
En la actualidad, los científicos reconocen varios fallos en el razonamiento que conduce a un universo predeterminado y mecánico, pero, incluso dando por sentada la idea esencial, no debe suponerse que las leyes newtonianas sean tan restrictivas que sólo permitan un único universo posible. Al igual que una bola puede seguir cualquier trayecto entre una infinita variedad de ellos, así también el conjunto del universo sigue una infinita diversidad de trayectorias hacia el futuro. Las condiciones iniciales determinan cuál es exactamente la trayectoria elegida.
Esto plantea la cuestión fundamental de qué se entiende por «inicial». Más adelante veremos que los cosmólogos modernos creen que el universo no ha existido siempre, de manera que debe haber habido alguna clase de creación, aunque debió ocurrir hace unos quince mil millones de años. De modo que tiene sentido reflexionar sobre los siguientes problemas, todos ellos fascinantes. ¿Qué condiciones iniciales de la creación condujeron al universo que hoy contemplamos? ¿Eran condiciones muy especiales o, por el contrario, poseían características muy generales? ¿Qué clase de universo hubiera resultado de ser las condiciones distintas?
La filosofía que subyace a lo dicho es que nuestro universo no es más que uno del infinito conjunto de universos posibles: tan sólo un camino particular hacia el futuro.
Podemos estudiar las otras trayectorias con ayuda de las matemáticas. Podemos sondear la naturaleza de esa miríada de mundos alternativos que pudieron haber existido y preguntarnos: ¿por qué éste? En los siguientes capítulos veremos cuán estrechamente está implicada nuestra existencia en estas cuestiones y cómo esos otros mundos fantasmales no son meras curiosidades académicas sino que realmente dejan sentir su presencia en el mundo concreto que conocemos.
Una de las rarezas del universo mecanicista de Newton es su patente contradicción con la experiencia. Buena parte del mundo que nos rodea parece acaecer más bien por azar que por designio. Compárese, por ejemplo, el comportamiento de una bola con el de una moneda lanzada al aire. Ambas se mueven según los principios de la mecánica de Newton. Si se lanza la bola varias veces a la misma velocidad y en la misma dirección seguirá siempre la misma trayectoria, pero la moneda al aire unas veces saldrá cara y otras veces cruz. ¿Cómo se pueden reconciliar estas diferencias con un mundo donde la sucesión de los acontecimientos está por completo predeterminada?
Veamos en primer lugar lo que se entiende por ley natural. Tal como la concibieron los pensadores clásicos y fue incorporada más tarde a la concepción newtoniana de la mecánica, se supone que la ley describe el comportamiento de un sistema material concreto sometido a un conjunto concreto de circunstancias. Dado que las leyes naturales, por definición, se entiende que no cambian con el tiempo ni con el espacio, es evidente que están estrechamente relacionadas con la repetibilidad, un concepto fundamental a la filosofía de la verificación de teorías mediante la repetición de los experimentos. En consecuencia, si la bola lanzada se mueve según las leyes de Newton, cuando se lance la bola una y otra vez en idénticas condiciones, su trayectoria deberá ser siempre la misma.
Un buen procedimiento para analizar este problema consiste en usar el concepto, anteriormente introducido, de un conjunto de mundos. Imaginemos un conjunto (infinito si se quiere) de mundos idénticos excepto en el recorrido de la bola. En cada uno de los mundos la bola se lanza a una velocidad y/o con un ángulo ligeramente distintos. Hay toda una serie de trayectorias, una por cada mundo; todas son parabólicas, pero no hay dos idénticas. Es útil denominar de algún modo a los distintos mundos para poder distinguirlos. Un método práctico consiste en trazar un diagrama en el que las dos condiciones iniciales –velocidad y ángulo– se conjuguen. Cada par de números (velocidad, ángulo) determina un punto en el diagrama que corresponde únicamente a un mundo concreto y a una trayectoria concreta. De este modo, cada mundo se caracteriza por un par de números.
Examinemos ahora una familia de otros puntos que rodean al que nos interesa. Estos puntos representan otros mundos que, en cierto sentido, son vecinos muy próximos del original. Representan mundos donde las condiciones iniciales han sufrido muy ligeras perturbaciones. Si nos preguntamos por el comportamiento de la bola en estos mundos próximos, encontramos que sus trayectorias son muy similares a las del original. En suma, una pequeña variación de las condiciones iniciales causa solamente un pequeño cambio en el movimiento subsiguiente.
En contraposición a lo anterior, examinemos otra situación conocida, referida esta vez a varias bolas. En el billar americano, el juego se inicia lanzando uno de los jugadores la bola blanca contra el grupo de las otras diez que forman un apretado triángulo invertido. Tras el impacto, las bolas se desperdigan por la mesa, chocando y rebotando en las bandas, hasta que finalmente se detienen (debido al rozamiento) en alguna configuración. Por muchas veces que repitamos la operación, y por mucho cuidado que tengamos en colocar igual la bola de billar, parece que nunca podemos contar con repetir exactamente la misma configuración final. Al parecer, este resultado nunca es predecible ni repetible. ¿Dónde está la coherencia con la mecánica determinista de Newton?
Sigue siendo posible designar cada uno de los miembros de nuestro conjunto de mundos mediante puntos, puesto que dado un único punto, es decir, un ángulo y una velocidad determinados de la bola de billar, la configuración final de las bolas estará determinada por las leyes.
La diferencia entre este caso y el lanzamiento de una única bola radica en las propiedades del conjunto, no de un único mundo, pues incluso condiciones iniciales en realidad enormemente parecidas a las del caso original producirán configuraciones finales de las bolas drásticamente distintas. Cualquier cambio mínimo en la velocidad o en el ángulo repartirá las bolas de manera completamente distinta.
Como mejor pueden compararse estos dos casos es diciendo que en el primero tenemos un buen control sobre las condiciones iniciales, mientras que no ocurre así en el segundo. La configuración de las bolas del billar americano es tan sensible a las menores perturbaciones que el resultado es, más o menos, completamente aleatorio. Si aplicamos una lupa al segundo caso, veremos que en realidad hay entornos de cada punto que, en ese mundo, producirían una configuración final de las bolas similar a la de la primera tirada. El problema es que estos puntos están de hecho muy cerca del primero, es decir, que las distancias se han acortado mucho, de tal modo que, en la práctica, nunca lograremos la misma localización dos veces.
La conclusión a sacar de este ejemplo es que, en el mundo real, la predicibilidad determinista de la naturaleza sólo se hace visible si miramos el mundo por el microscopio. Sólo si tenemos en cuenta el decurso detallado de cada átomo podemos confiar en apreciar el funcionamiento del mecanismo de relojería. A la escala ordinaria, nuestra ignorancia o nuestra falta de control de las condiciones iniciales introduce una gran componente aleatoria en el comportamiento del mundo. Durante mucho tiempo los físicos creyeron que estas limitaciones puramente prácticas eran la única fuente de incertidumbre y azar. Se suponía que los propios átomos se movían según las leyes deterministas de la mecánica de Newton, es decir, se pensaba que los átomos sólo se diferenciaban de los objetos macroscópicos, cual las bolas de billar, en la escala. De hecho, partiendo de este supuesto, los físicos estaban en condiciones de explicar satisfactoriamente muchas de las propiedades de los gases y de los sólidos, considerándolos como una enorme acumulación de átomos cada uno de los cuales se movía según las leyes de Newton.
Por supuesto, dado que en la práctica no era posible calcular el movimiento individual de cada átomo, se adoptaron ciertos sistemas de establecer promedios. En cualquier caso, era posible prever el comportamiento aproximado del conjunto de los átomos.
Alrededor del cambio de siglo se descubrió que los átomos no son, después de todo, cuerpos sólidos indestructibles, sino que poseen una estructura interna, bastante parecida al sistema solar, con un pesado núcleo en el centro rodeado por una nube de electrones ligeros y móviles. Todo el sistema se mantiene unido gracias a las fuerzas eléctricas que atraen a los electrones negativos hacia el núcleo positivo. Es natural que los físicos buscaran en la mecánica de Newton el modelo matemático del átomo, tratando de repetir el anterior éxito de explicar los movimientos del sistema solar. Por desgracia, el modelo parecía contener un defecto fundamental. En el siglo XIX se descubrió que cuando una carga eléctrica se acelera emite radiaciones electromagnéticas, tales como ondas luminosas, caloríficas o de radio. Un aparato transmisor de radio utiliza este principio haciendo que los electrones suban y bajen por la antena. También en los átomos los electrones se ven obligados a trazar órbitas curvas por efecto del campo eléctrico del núcleo, y esta aceleración debe hacerles emitir radiaciones. De ser así, el sistema deberá perder energía en forma de radiación y el átomo pagará el precio de encogerse. Debido a ello el electrón será atraído hacia el núcleo y tendrá que orbitar a mayor velocidad para superar el campo eléctrico más fuerte que hay allí.
El resultado será una emisión aún mayor de radiación y un encogimiento todavía más rápido. En realidad, el sistema será inestable y los átomos acabarán derrumbándose al cabo de muy poco tiempo. ¿Qué es lo que está mal?
La respuesta a este enigma no se descubrió del todo hasta la década de 1920, aunque en 1913 se dieron ya algunos tímidos pasos en esta dirección. En los capítulos posteriores examinaremos con más detalle la solución; bástenos por el momento decir que no sólo las leyes de Newton fallaban al aplicarse a los átomos, sino también otras leyes de las hasta entonces conocidas. La sustitución de la teoría no sólo demolió dos siglos de ciencia, sino que puso en cuestión algunos supuestos básicos sobre el significado de la materia y de nuestras observaciones sobre ella. Esta teoría cuántica, tal y como ahora se denomina, fue desarrollada en varias etapas entre 1900 y 1930, y tiene las más profundas consecuencias para la naturaleza del universo y para nuestra situación dentro de él.
Los experimentos dirigidos por Davisson, que se han mencionado al principio de este capítulo, constituyeron la primera observación directa del funcionamiento de los nuevos y asombrosos principios.
Como introducción a la nueva teoría, permítasenos volver sobre la idea de la ley del movimiento.
Supóngase que se lanza una bola desde el lugar A y que ésta se mueve, siguiendo una trayectoria, hacia otro lugar B. Al repetir la operación cabría esperar que la bola siguiera exactamente la misma trayectoria (en la medida en que las condiciones iniciales fueran idénticas). Esta propiedad también se esperaba de los átomos y de las partículas que los constituyen, electrones y núcleos. El sorprendente descubrimiento de la teoría cuántica fue que esto no es así.
Un millar de electrones distintos se trasladarán de A a B siguiendo un millar de trayectos distintos.
A primera vista parece como si el dominio de las matemáticas sobre el comportamiento de la materia haya llegado a su fin, vencido por el espectro de la anarquía subatómica.
Es difícil excederse al subrayar las inmensas consecuencias de este descubrimiento, pues, desde que Newton descubrió que la materia se comportaba según reglas determinadas, se contaba con aplicar alguna clase de reglas a todos los niveles, desde el átomo hasta el cosmos. Ahora, sin embargo, parece que la ordenada disciplina del mundo macroscópico de nuestra experiencia se desmorone en el caos del interior del átomo.
Aunque, como veremos, el caos subatómico es en cierto sentido ineludible, este caos, por su misma naturaleza, puede dar lugar a alguna clase de orden. Para esclarecer esta enigmática afirmación, pensemos en un parque rodeado por una cerca y con dos puertas localizadas en puntos opuestos, que denominaremos A y B. Supongamos que el parque esté situado en una vía pública que se utilice con frecuencia, de manera que la gente tienda a entrar por la puerta A, atravesarlo a pie hasta B y salir.
Si registráramos los trayectos de todos los visitantes del parque, pongamos, en una hora. Lo característico es que la mayoría de los visitantes avance según, muy aproximadamente, una línea recta que vaya de A a B. Algunos, con más tiempo o vitalidad, pasean un poco hacia alguno de los lados y unos pocos (quizá los que llevan perro o son todavía más vitales) se acercan a los límites del parque. En ocasiones sueltas se presentará un trayecto muy arbitrario (quizá de un niño). Lo que importa es que, en apariencia, las personas no se someten a ninguna ley rígida del movimiento; se consideran a sí mismas libres para elegir cualquier camino para cruzar el parque. En realidad cualquier individuo puede decidir mantenerse alejado del camino más corto. A pesar de esto, cuando se estudia un grupo lo bastante numeroso, es muy probable que haya una concentración de trayectorias alrededor de la línea recta.
Dados los suficientes sujetos, surge una especie de orden, aun cuando por regla general se quebrante la ley de «andar en línea recta». La razón es que, cuando se estudia una gran masa de personas, los caprichos y fantasías de los distintos individuos se compensan y el comportamiento colectivo muestra un inconsciente conformismo. La razón que subyace al conformismo concreto que aquí nos ocupa es que las personas, por término medio, propenden a elegir la vía más corta sin incurrir en altos niveles de actividad. El camino en línea recta desde A a B es el camino del menor esfuerzo y de ahí que sea el seguido con mayor frecuencia por cualquier peatón. Pero no «tiene» que ser así; se trata de puras probabilidades.
El ejemplo de los paseantes por el parque es muy parecido al de las partículas subatómicas, que también eligen toda una diversidad de trayectorias desde A a B, aunque prefieren las que suponen menor esfuerzo. De forma que, una vez más, las trayectorias tienden a agruparse alrededor del camino que precisa menor esfuerzo. Al parecer, los electrones, lo mismo que los humanos, no quieren esforzarse demasiado. Ahora bien, lo significativo del camino de menor esfuerzo es que coincide con la trayectoria newtoniana: la trayectoria que se calcularía a partir de las leyes de Newton.
Volviendo al ejemplo de los paseantes por el parque, también podemos observar otro rasgo interesante. Es más probable que sigan la línea recta los individuos gordos, pesados, que no los ligeros (por ejemplo, los niños). Esto se debe a que el esfuerzo adicional necesario para desplazar un cuerpo pesado por una trayectoria serpenteante es mayor que en el caso de un cuerpo ligero. Igual les ocurre a las partículas de materia inanimada: las pesadas, tales como los átomos o los grupos de átomos, es más probable que se mantengan próximas a la trayectoria del mínimo esfuerzo que los electrones. Cuando las partículas son tan pesadas que son macroscópicas (por ejemplo, las bolas de billar), entonces es sumamente improbable que se aparten de la trayectoria newtoniana del mínimo esfuerzo más allá de una distancia infinitésima. Ahora estamos en condiciones de entender por qué la anarquía atómica es coherente con la disciplina newtoniana en lo que se refiere a los objetos ordinarios. Las desviaciones de la ley están permitidas, pero son absolutamente diminutas excepto a escala subatómica, de manera que normalmente no las percibimos.

Utilizando un principio matemático comparable a la aversión humana a hacer esfuerzos innecesarios, la teoría cuántica permite calcular las probabilidades relativas de todos los distintos trayectos que pueden seguir el electrón o el átomo. Fundamentalmente, se calcula la acción necesaria para que una partícula se mueva siguiendo un trayecto dado (lo que requiere una definición precisa de acción) y se inserta en una fórmula matemática que proporciona la probabilidad de la trayectoria. En general, todas las trayectorias son posibles, pero no todas son igual de probables.
Todavía necesitamos saber cómo todo esto impide que los átomos se colapsen o derrumben. Una nueva y asombrosa revelación sobre la naturaleza de la materia subatómica, que aún demoraremos hasta el capítulo 3, es también necesaria, pero de momento puede darse una noción aproximada. Según la vieja teoría, la partícula que orbita alrededor de un núcleo debe ir trazando una espiral concéntrica conforme disipa su energía en forma de radiación electromagnética. Esta es la trayectoria clásica. Pero la teoría cuántica le permite seguir otras muchas trayectorias. Si el átomo tiene mucha energía interna, entonces el electrón se situará lejos del núcleo y su comportamiento no diferirá mucho de la representación clásica. No obstante, cuando se ha perdido cierta cantidad de energía en forma de radiación y el electrón se acerca al núcleo, ocurre un nuevo fenómeno.
Es importante recordar que el electrón no se mueve según una única trayectoria de A a B, sino que describe órbitas. De modo que las posibles trayectorias se cruzan y vuelven a cruzarse según una complicada red, rasgo que debe tenerse en cuenta a la hora de calcular el comportamiento más probable del electrón. Resulta tener una importancia crucial: existe un estado de mínima energía por debajo del cual la probabilidad de encontrar un electrón es estrictamente igual a cero. En sus movimientos, el electrón puede hacer excursiones momentáneas hacia el núcleo, pero le está prohibido detenerse en él. La localización media del electrón resulta estar a unas diez mil millonésimas de centímetro del núcleo, que es el radio del átomo en el estado de menor energía.
En realidad, existe toda una serie de niveles energéticos del átomo, y se emite luz cada vez que el electrón hace una transición descendente de un nivel energético a otro. Puesto que los niveles representan una energía fija, el átomo no emitirá cualquier cantidad de luz, sino pulsaciones o paquetes que contienen una determinada cantidad de energía, característica de cada tipo de átomo. Estos paquetes de energía se denominan cuantos y los cuantos de luz se conocen como fotones. La existencia de los fotones era conocida desde mucho antes de que se elaborara la teoría atómica tal como aquí se describe:
la obra de Planck, junto con la explicación del efecto fotoeléctrico por Einstein, demostró que la luz sólo brota en unidades de energía discretas. La energía de cada uno de estos fotones es proporcional a su frecuencia, de manera que la propiedad que tiene la luz de colorearse es una medida de su energía. Así pues, la luz azul, que es de frecuencia alta, contiene bastantes más fotones energéticos que los colores de baja frecuencia, como el rojo. Pero aún más, puesto que un determinado tipo de átomo (por ejemplo, el hidrógeno) sólo emite determinados cuantos, la calidad de la luz de cada clase de átomos tendrá su distintivo. Pues los colores de la luz procedentes del hidrógeno difieren completamente de los colores procedentes, pongamos, del carbono. Por supuesto, cada átomo puede emitir todo un abanico, o espectro, de colores correspondiente a toda la secuencia de niveles energéticos (desigualmente espaciados en cuanto a energía), y por eso la teoría cuántica sirve para explicar el espectro luminoso característico de los distintos productos químicos. En realidad, pueden hacerse cálculos que proporcionen, no sólo los colores exactos, sino sus intensidades relativas, calculando las probabilidades relativas que tienen los electrones de seguir las distintas trayectorias que permiten saltar entre los diferentes niveles.
Los arrolladores logros de la teoría cuántica son sobradamente impresionantes, pero no han hecho más que empezar. En los posteriores capítulos veremos aplicaciones mucho más amplias que la estructura atómica y la espectrografía. Una cosa hay que aún no se ha explicado de la forma adecuada:
cómo el cruzarse y entrecruzarse de los electrones conduce a tan drásticos cambios en su comportamiento.
Hay aquí un profundo misterio.
¿Cómo «sabe» un electrón que ha atravesado su propia trayectoria?
Un fenómeno aún más extraordinario se tratará en el capítulo 3: el electrón no sólo tiene que conocer su propia trayectoria, ¡también debe conocer las demás trayectorias que en realidad nunca sigue!
Resumiendo los rasgos más significativos de la revolución cuántica: encontramos que las leyes rígidas del movimiento son en realidad un mito. La materia tiene permitido vagar errante de manera más o menos aleatoria, sometiéndose a ciertas presiones, como es la aversión a hacer demasiado esfuerzo. El caos absoluto, pues, se elude porque la materia es perezosa al mismo tiempo que indisciplinada, de modo que, en un determinado sentido, el universo elude la total desintegración gracias a la indolencia inherente a la naturaleza.
Si bien no es posible hacer ninguna afirmación taxativa sobre ningún movimiento concreto, determinadas trayectorias son más probables que otras, de tal forma que estadísticamente podemos predecir con exactitud cómo se comportará una gran masa de sistemas similares. Aunque estos extraños rasgos sólo resultan sobresalientes a escala atómica, es evidente que el universo no es, a fin de cuentas, un mecanismo de relojería cuyo futuro esté absolutamente determinado. El mundo no está tan controlado por leyes rígidas como por el azar. Además, las incertidumbres no son una mera consecuencia de nuestra ignorancia de las condiciones iniciales, como se pensó en otro tiempo, sino una propiedad inherente de la materia. Tan desagradable le pareció a Einstein esta aleatoriedad inherente a la naturaleza que se negó a creerla durante toda su vida, rechazando la idea con la famosa réplica: “¡Dios no juega a los dados!” No obstante, la inmensa mayoría de los físicos han llegado a aceptarla. En los siguientes capítulos se pondrán de manifiesto las sorprendentes consecuencias de un cosmos básicamente incierto.

capítulo I de Otros Mundos

No hay comentarios: