18.5.13

1984 - CAPITULO IV

de George Oewells

capítulo III

Con el hondo e inconsciente suspiro que ni siquiera la proximidad de la telepantalla podía ahogarle cuando empezaba el trabajo del día, Winston se acercó al hablescribe, sopló para sacudir el polvo del micrófono y se puso las gafas. Luego desenrolló y juntó con un clip cuatro pequeños cilindros de papel que acababan de caer del tubo neumático sobre el lado derecho de su mesa de despacho.
En las paredes de la cabina había tres orificios. A la derecha del hablescribe, un pequeño tubo neumático para mensajes escritos, a la Izquierda, un tubo más ancho para los periódicos; y en la otra pared, de manera que Winston lo tenía a mano, una hendidura grande y oblonga protegida por una rejilla de alambre. Esta última servía para tirar el papel inservible. Había hendiduras semejantes a miles o a docenas de miles por todo el edificio, no sólo en cada habitación, sino a lo largo de todos los pasillos, a pequeños intervalos. Les llamaban «agujeros de la memoria». Cuando un empleado sabía que un documento había de ser destruido, o incluso cuando alguien veía un pedazo de papel por el suelo y por alguna mesa, constituía ya un acto automático levantar la tapa del más cercano «agujero de la memoria» y tirar el papel en él. Una corriente de aire caliente se llevaba el papel en seguida hasta los enormes hornos ocultos en algun lugar desconocido de los sótanos del edificio.
Winston examinó las cuatro franjas de papel que había desenrollado. Cada una de ellas contenía una o dos líneas escritas en el argot abreviado (no era exactamente neolengua, pero consistía principalmente en palabras neolingüísticas) que se usaba en el Ministerio para fines internos. Decían así:
times 17.3.84 discurso gh malregistrado áfrica rectificar
times 19.12.83 predicciones plantrienal cuarto trimestre 83 erratas comprobar número corriente
times 14.2.84. Minibundancia malcitado chocolate rectificar
times 3.12.83 referente ordendía gh doblemásnobueno refs nopersonas reescribir completo someter antesarchivar
Con cierta satisfacción apartó Winston el cuarto mensaje. Era un asunto intrincado y de responsabilidad y prefería ocuparse de él al final. Los otros tres eran tarea rutinaria, aunque el segundo le iba a costar probablemente buscar una serie de datos fastidiosos.
Winston pidió por la telepantalla los números necesarios del Times, que le llegaron por el tubo neumático pocos minutos después. Los mensajes que había recibido se referían a artículos o noticias que por una u otra razón era necesario cambiar, o, como se decía oficialmente, rectificar. Por ejernplo, en el número del Times correspondiente al 17 de marzo se decía que el Gran Hermano, en su discurso del día anterior, había predicho que el frente de la India Meridional seguiría en calma, pero que, en cambio, se desencadenaría una ofensiva eurasiática muy pronto en África del Norte. Como quiera que el alto mando de Eurasia había iniciado su ofensiva en la India del Sur y había dejado tranquila al África del Norte, era por tanto necesario escribir un nuevo párrafo del discurso del Gran Hermano, con objeto de hacerle predecir lo que había ocurrido efectivamente. Y en el Times del 19 de diciembre del año anterior se habían publicado los pronósticos oficiales sobre el consumo de ciertos productos en el cuarto trimestre de 1983, que era también el sexto grupo del noveno plan trienal. Pues bien, el número de hoy contenía una referencia al consumo efectivo y resultaba que los pronósticos se habían equivocado muchísimo. El trabajo de Winston consistía en cambiar las cifras originales haciéndolas coincidir con las posteriores. En cuanto al tercer mensaje, se refería a un error muy sencillo que se podía arreglar en un par de minutos. Muy poco tiempo antes, en febrero, el Ministerio de la Abundancia había lanzado la promesa (oficialmente se le llamaba «compromiso categórico») de que no habría reducción de la ración de chocolate durante el año 1984. Pero la verdad era, como Winston sabía muy bien, que la ración de chocolate sería reducida, de los treinta gramos que daban, a veinte al final de aquella semana. Como se verá, el error era insignificante y el único cambio necesario era sustituir la promesa original por la advertencia de que probablemente habría que reducir la ración hacia el mes de abril.
Cuando Winston tuvo preparadas las correcciones las unió con un clip al ejemplar del Times que le habían enviado y los mandó por el tubo neumático. Entonces, con un movimiento casi inconsciente, arrugó los mensajes originales y todas las notas que él había hecho sobre el asunto y los tiró por el «agujero de la memoria» para que los devoraran las llamas.
Él no sabía con exactitud lo que sucedía en el invisible laberinto adonde iban a parar los tubos neumáticos, pero tenía una idea general. En cuanto se reunían y ordenaban todas las correcciones que había sido necesario introducir en un número determinado del Times, ese número volvía a ser impreso, el ejemplar primitivo se destruía y el ejemplar corregido ocupaba su puesto en el archivo. Este proceso de continua alteración no se aplicaba sólo a los periódicos, sino a los libros, revistas, folletos, carteles, programas, películas, bandas sonoras, historietas para niños, fotografías..., es decir, a toda clase de documentación o literatura que pudiera tener algún significado político o ideológico. Diariamente y casi minuto por minuto, el pasado era puesto al día. De este modo, todas las predicciones hechas por el Partido resultaban acertadas según prueba documental. Toda la historia se convertía así en un palimpsesto, raspado y vuelto a escribir con toda la frecuencia necesaria. En ningún caso habría sido posible demostrar la existencia de una falsificación. La sección más nutrida del Departamento de Registro, mucho mayor que aquella donde trabajaba Winston, se componía sencillamente de personas cuyo deber era recoger todos los ejemplares de libros, diarios y otros documentos que se hubieran quedado atrasados y tuvieran que ser destruidos. Un número del Times que —a causa de cambios en la política exterior o de profecías equivocadas hechas por el Gran Hermano— hubiera tenido que ser escrito de nuevo una docena de veces, seguía estando en los archivos con su fecha original y no existía ningún otro ejemplar para contradecirlo. También los libros eran recogidos y reescritos muchas veces y cuando se volvían a editar no se confesaba que se hubiera introducido modificación alguna. Incluso las instrucciones escritas que recibía Winston y que él hacía desaparecer invariablemente en cuanto se enteraba de su contenido, nunca daban a entender ni remotamente que se estuviera cometiendo una falsificación. Sólo se referían a erratas de imprenta o a citas equivocadas que era necesario poner bien en interés de la verdad.
Lo más curioso era —pensó Winston mientras arreglaba las cifras del Ministerio de la Abundancia— que ni siquiera se trataba de una falsificación. Era, sencillamente, la sustitución de un tipo de tonterías por otro. La mayor parte del material que allí manejaban no tenía relación alguna con el mundo real, ni siquiera en esa conexión que implica una mentira directa. Las estadísticas eran tan fantásticas en su versión original como en la rectificada. En la mayor parte de los casos, tenía que sacárselas el funcionario de su cabeza. Por ejemplo, las predicciones del Ministerio de la Abundancia calculaban la producción de botas para el trimestre venidero en ciento cuarenta y cinco millones de pares. Pues bien, la cantidad efectiva fue de sesenta y dos millones de pares. Es decir, la cantidad declarada oficialmente. Sin embargo, Winston, al modificar ahora la «predicción», rebajó la cantidad a cincuenta y siete millones, para que resultara posible la habitual declaración de que se había superado la producción. En todo caso, sesenta y dos millones no se acercaban a la verdad más que los cincuenta y siete millones o los ciento cuarenta y cinco. Lo más probable es que no se hubieran producido botas en absoluto. Nadie sabía en definitiva cuánto se había producido ni le importaba. Lo único de que se estaba seguro era de que cada trimestre se producían sobre el papel cantidades astronómicas de botas mientras que media población de Oceanía iba descalza. Y lo mismo ocurría con los demás datos, importantes o minúsculos, que se registraban. Todo se disolvía en un mundo de sombras en el cual incluso la fecha del año era insegura.
Winston miró hacia el vestíbulo. En la cabina de enfrente trabajaba un hombre pequeñito, de aire eficaz, llamado Tillotson, con un periódico doblado sobre sus rodillas y la boca muy cerca de la bocina del hablescribe. Daba la impresión de que lo que decía era un secreto entre él y la telepantalla. Levantó la vista y los cristales de sus gafas le lanzaron a Winston unos reflejos hostiles.
Winston no conocía apenas a Tillotson ni tenía idea de la clase de trabajo que le habían encomendado. Los funcionarios del Departamento del Registro no hablaban de sus tareas. En el largo vestíbulo, sin ventanas, con su doble fila de cabinas y su interminable ruido de periódicos y el murmullo de las voces junto a los hablescribe, había por lo menos una docena de personas a las que Winston no conocía ni siquiera de nombre, aunque los veía diariamente apresurándose por los pasillos o gesticulando en los Dos Minutos de Odio. Sabía que en la cabina vecina a la suya la mujercilla del cabello arenoso trabajaba en descubrir y borrar en los números atrasados de la Prensa los nombres de las personas vaporizadas, las cuales se consideraba que nunca habían existido. Ella estaba especialmente capacitada para este trabajo, ya que su propio marido había sido vaporizado dos años antes. Y pocas cabinas más allá, un individuo suave, soñador e ineficaz, llamado Ampleforth, con orejas muy peludas y un talento sorprendente para rimar y medir los versos, estaba encargado de producir los textos definitivos de poemas que se habían hecho ideológicamente ofensivos, pero que, por una u otra razón, continuaban en las antologías. Este vestíbulo, con sus cincuenta funcionarios, era sólo una subsección, una pequeñísirna célula de la enorme complejidad del Departamento de Registro. Más allá, arriba, abajo, trabajaban otros enjambres de funcionarios en multitud de tareas increíbles. Allí estaban las grandes imprentas con sus expertos en tipografía y sus bien dotados estudios para la falsificación de fotografías. Había la sección de teleprogramas con sus ingenieros, sus directores y equipos de actores escogidos especialmente por su habilidad para imitar voces. Había también un gran número de empleados cuya labor sólo consistía en redactar listas de libros y periódicos que debían ser «repasados». Los documentos corregidos se guardaban y los ejemplares originales eran destruidos en hornos ocultos. Por último, en un lugar desconocido estaban los cerebros directores que coordinaban todos estos esfuerzos y establecían las líneas políticas según las cuales un fragmento del pasado había de ser conservado, falsificado otro, y otro borrado de la existencia.
El Departamento de Registro, después de todo, no era más que una simple rama del Ministerio de la Verdad, cuya principal tarea no era reconstruir el pasado, sino proporcionarles a los ciudadanos de Oceanía periódicos, películas, libros de texto, programas de telepantalla, comedias, novelas, con toda clase de información, instrucción o entretenimiento. Fabricaban desde una estatua a un slogan, de un poema lírico a un tratado de biología y desde la cartilla de los párvulos hasta el diccionario de neolengua...Y el Ministerio no sólo tenía que atender a las múltiples necesidades del Partido, sino repetir toda la operación en un nivel más bajo a beneficio del proletariado. Había toda una cadena de secciones separadas que se ocupaban de la literatura, la música, el teatro y, en general, de todos los entretenimientos para los proletarios. Allí se producían periódicos que no contenían más que informaciones deportivas, sucesos y astrología, noveluchas sensacionalistas, películas que rezumaban sexo y canciones sentimentales compuestas por medios exclusivamente mecánicos en una especie de calidoscopio llamado versificador Había incluso una sección conocida en neolengua con el nombre de Pornosec, encargada de producir pornografía de clase ínfima y que era enviada en paquetes sellados que ningún miembro del Partido, aparte de los que trabajaban en la sección, podía abrir.
Habían salido tres mensajes por el tubo neumático mientras Winston trabajaba, pero se trataba de asuntos corrientes y los había despachado antes de ser interrumpido por los Dos Minutos de Odio. Cuando el odio terminó, volvió Winston a su cabina, sacó del estante el diccionario de neolengua, apartó a un lado el hablescribe, se limpió las gafas y se dedicó a su principal cometido de la mañana.
El mayor placer de Winston era su trabajo. La mayor parte de éste consistía en una aburrida rutina, pero también incluía labores tan difíciles e intrincadas que se perdía uno en ellas como en las profundidades de un problema de matemáticas: delicadas labores de falsificación en que sólo se podía guiar uno por su conocimiento de los principios del Ingsoc y el cálculo de lo que el Partido quería que uno dijera. Winston servía para esto. En una ocasión le encargaron incluso la rectificación de los editoriales del Times, que estaban escritos totalmente en neolengua. Desenrolló el mensaje que antes había dejado a un lado como más difícil. Decía:
times 3.12.83 referente ordendía gh doblemásnobueno refs nopersonas reescribir completo someter antesarchivar.
En antiguo idioma (en inglés) quedaba así:
La información sobre la orden del día del Gran Hermano en el Times del 3 de diciembre de 1983 es absolutamente insatisfactoria y se refiere a las personas inexistentes. Volverlo a escribir por completo y someter el borrador a la autoridad superior antes de archivar.
Winston leyó el artículo ofensivo. La orden del día del Gran Hermano se dedicaba a alabar el trabajo de una organización conocida por FFCC, que proporcionaba cigarrillos y otras cosas a los marineros de las fortalezas flotantes. Cierto camarada Withers, destacado miembro del Partido Interior, había sido agraciado con una mención especial y le habían concedido una condecoración, la Orden del Mérito Conspicuo, de segunda clase.
Tres meses después, la FFCC había sido disuelta sin que se supieran los motivos. Podía pensarse que Withers y sus asociados habían caído en desgracia, pero no había información alguna sobre el asunto en la Prensa ni en la telepantalla. Era lo corriente, ya que muy raras veces se procesaba ni se denunciaba públicamente a los delincuentes políticos. Las grandes «purgas» que afectaban a millares de personas, con procesos públicos de traidores y criminales del pensamiento que confesaban abyectamente sus crímenes para ser luego ejecutados, constituían espectáculos especiales que se daban sólo una vez cada dos años. Lo habitual era que las personas caídas en desgracia desapareciesen sencillamente y no se volviera a oír hablar de ellas. Nunca se tenía la menor noticia de lo que pudiera haberles ocurrido. En algunos casos, ni siquiera habían muerto. Aparte de sus padres, unas treinta personas conocidas por Winston habían desaparecido en una u otra ocasión.
Mientras pensaba en todo esto, Winston se daba golpecitos en la nariz con un sujetador de papeles. En la cabina de enfrente, el camarada Tillotson seguía misteriosamente inclinado sobre su hablescribe. Levantó la cabeza un momento. Otra vez, los destellos hostiles de las gafas. Winston se preguntó si el camarada Tillotson estaría encargado del mismo trabajo que él. Era perfectamente posible. Una tarea tan difícil y complicada no podía estar a cargo de una sola persona. Por otra parte, encargarla a un grupo sería admitir abiertamente que se estaba realizando una falsificación. Muv probablemente, una docena de personas trabajaban al mismo tiempo en distintas versiones rivales para inventar lo que el Gran Hermano había dicho «efectivamente». Y, después, algún cerebro privilegiado del Partido Interior elegiría esta o aquella versión, la redactaría definitivamente a su manera y pondría en movimiento el complejo proceso de confrontaciones necesarias. Luego, la mentira elegida pasaría a los registros permanentes y se convertiría en la verdad.
Winston no sabía por qué había caído Withers en desgracia. Quizás fuera por corrupción o incompetencia. O quizás el Gran Hermano se hubiera librado de un subordinado demasiado popular. También pudiera ser que Withers o alguno relacionado con él hubiera sido acusado de tendencias heréticas. O quizás —y esto era lo más probable hubiese ocurrido aquello sencillamente porque las «purgas» y las vaporizaciones eran parte necesaria de la mecánica gubernamental. El único indicio real era el contenido en las palabras «refs nopersonas», con lo que se indicaba que Withers estaba ya muerto. Pero no siempre se podía presumir que un individuo hubiera muerto por el hecho de haber desaparecido. A veces los soltaban y los dejaban en libertad durante uno o dos años antes de ser ejecutados. De vez en cuando, algún individuo a quien se creía muerto desde hacía mucho tiempo, reaparecía como un fantasma en algún proceso sensacional donde comprometía a centenares de otras personas con sus testimonios antes de desaparecer, esta vez para siempre. Sin embargo, en el caso de Withers, estaba claro que lo habían matado. Era ya una nopersona. No existía: nunca había existido. Winston decidió que no bastaría con cambiar el sentido del discurso del Gran Hermano. Era mejor hacer que se refiriese a un asunto sin relación alguna con el auténtico.
Podía trasladar el discurso al tema habitual de los traidores y los criminales del pensamiento, pero esto resultaba demasiado claro; y por otra parte, inventar una victoria en el frente o algún triunfo de superproducción en el noveno plan trienal, podía complicar demasiado los registros. Lo que se necesitaba era una fantasía pura. De pronto se le ocurrió inventar que un cierto camarada Ogilvy había muerto recientemente en la guerra en circunstancias heroicas. En ciertas ocasiones, el Gran Hermano dedicaba su orden del día a conmemorar a algunos miembros ordinarios del Partido cuya vida y muerte ponía como ejemplo digno de ser imitado por todos. Hoy conmemoraría al camarada Ogilvy. Desde luego, no existía el tal Ogilvy, pero unas cuantas líneas de texto y un par de fotografías falsificadas bastarían para darle vida.
Winston reflexionó un momento, se acercó luego al hablescribe y empezó a dictar en el estilo habitual del Gran Hermano: un estilo militar y pedante a la vez y fácil de imitar por el truco de hacer preguntas y contestárselas él mismo en seguida. (Por ejemplo: «¿Qué nos enseña este hecho, camaradas? Nos enseña la lección —que es también uno de los principios fundamentales de Ingsoc— que», etc., etc.)
A la edad de tres años, el camarada Ogilvy había rechazado todos los juguetes excepto un tambor, una ametralladora y un autogiro. A los seis años —uno antes de lo reglamentario por concesión especial— se había alistado en los Espías; a los nueve años, era ya jefe de tropa. A los once había denunciado a su tío a la Policía del Pensamiento después de oírle una conversación donde el adulto se había mostrado con tendencias criminales. A los diecisiete fue organizador en su distrito de la Liga juvenil Anti—Sex. A los diecinueve había inventado una granada de mano que fue adoptada por el Ministerio de la Paz y que, en su primera prueba, mató a treinta y un prisioneros eurasiáticos. A los veintitrés murió en acción de guerra. Perseguido por cazas enemigos de propulsión a chorro mientras volaba sobre el Océano índico portador de mensajes secretos, se había arrojado al mar con las ametralladoras y los documentos... Un final, decía el Gran Hermano, que necesariamente despertaba la envidia. El Gran Hermano añadía unas consideraciones sobre la pureza y rectitud de la vida del camarada Ogilvy. Era abstemio y no fumador, no se permitía más diversiones que una hora diaria en el gimnasio y había hecho voto de soltería por creer que el matrimonio y el cuidado de una familia imposibilitaban dedicar las veinticuatro horas del día al cumplimiento del deber. No tenía más tema de conversación que los principios de Ingsoc, ni más finalidad en la vida que la derrota del enemigo eurasiático y la caza de espías, saboteadores, criminales mentales y traidores en general.
Winston discutió consigo mismo si debía o no concederle al camarada Ogilvy la Orden del Mérito Conspicuo; al final decidió no concedérsela porque ello acarrearía un excesivo trabajo de confrontaciones para que el hecho coincidiera con otras referencias.
De nuevo miró a su rival de la cabina de enfrente. Algo parecía decirle que Tillotson se ocupaba en lo mismo que él. No había manera de saber cuál de las versiones sería adoptada finalmente, pero Winston tenía la firme convicción de que se elegiría la suya. El camarada Ogilvy, que hace una hora no existía, era ya un hecho. A Winston le resultaba ctirioso que se pudieran crear hombres muertos y no hombres vivos. El camarada Ogilvy, que nunca había existido en el presente, era ya una realidad en el pasado, y cuando quedara olvidado en el acto de la falsificación, seguiría existiendo con la misma autenticidad, con pruebas de la misma fuerza que Carlomagno o Julio César.

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