15.3.13

El Chico Artificial cap.4


de Bruce Sterling

capitulo III

Cuando recobré el conocimiento mi cuerpo era una masa de dolor. Con los dedos entumecidos, rebusqué en el bolsillo de mi cazadora de combate y saqué el esmufo. Me lo tragué antes de abrir los ojos. El dolor desapareció y me incorporé con cuidado.
No estaba en mi casa, lo cual me sorprendió. Generalmente, Quade me recoge y me cuida si he sido golpeado severamente. Pero Quade estaba secuestrada. Me percaté que estaba en un edificio abandonado con Santa Ana Dos Veces Nacida.
«¡No te muevas!», dijo Santa Ana asustada. «¡Quédate acostado! Has sido horriblemente golpeado, Mr. Chico.»
Suspiré. «Eso es evidente.» Aparté los delgados, sangrientos harapos de mi disfraz de carnaval y me examiné. Tenía un aspecto asqueroso. «Parece como si me hubieran roto la clavícula.» Exploré mi magullado cuerpo con las yemas de mis dedos. «No, está bien. ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Qué estoy haciendo yo aquí? Debería estar en mi casa cómodamente atendido y no aquí. ¿Por qué permanezco en las ruinas?», la miré con suspicacia. «¿Me has traído aquí a propósito?»
«Te encontramos herido e inconsciente», dijo indignada. «¿Qué te supones?»
«¿Cuánto tiempo he estado sin sentido?» Caminé hacia el estrecho pasillo de entrada y miré al exterior. Examiné la posición de las estrellas. «Es más de medianoche. ¿Dónde está mi guardiana? Debería haber sido liberada ahora que los Clon han completado su traición.» Rebusqué en los bolsillos interiores de mi cazadora de combate. «Todavía tengo mi localizador. Ya debería haberme encontrado si hubiese estado en casa.» Encendí el localizador para ver si todavía mis seis cámaras seguían en funcionamiento. Así era. Me volví a Santa Ana. ¿Has visto a mi sirviente, Quade Altman?»
«Lo siento, pero no», dijo Santa Ana. «Te he estado ocultando aquí durante horas. Por favor, deje de caminar, Mr. Chico. Parece enfermo. ¡Sus poros están repletos de pequeños gusanos negros! ¡Se introducían por tus heridas! ¡Si no hubiese encontrado estas pinzas en sus bolsillos, jamás los hubiese podido quitar»
«¿Pequeños gusanos negros?», dije confuso. De pronto supe lo que había hecho. «¡Eran mis ácaros foliculares! ¡Estúpida fanática! ¡Esas cosas viven en las heridas! ¡Comen células muertas, bacterias! ¡Me va a llevar una eternidad curarme!» Me agarré la cabeza. «Es lo peor que me podrías haber hecho! ¡Estoy conteniéndome para no partirte la cara!» agarré mi precioso nunchako, pero me detuve cuando vi su reacción de inocente enfado. Coloqué el arma en su posición inicial alrededor del cuello. Me puse delante. «Eres una mujer muy rara, Santa Ana. No entiendes nada de este mundo mío. ¿Sabes el perjuicio que me has causado?»
«Intentaba ayudar, Mr. Chico. Podíamos haber salido corriendo pero no lo hicimos cuando vimos que lo estabas pasando mal. Lo siento, pero ¿cómo podría saberlo?»
«¿Acaso solicité vuestra intervención?», dije retórico, aunque no lo sentía así. Me había bajado los humos otra vez. «Y deja de llamarme Mr. Chico, maldición. Llámame Chico o Arti.» Rebusqué de nuevo en mi cazadora y cogí unos estimulantes de la bolsa de drogas. El combate había sido tan duro como temía. Puse la cabeza entre mis rodillas y respiré profundamente hasta que me despejé. «Bien. Así está mejor. Veamos cómo estoy.» Examiné una de las heridas de mi hombro, retirando una lámina colocada sobre la piel. «Al menos has tenido la buena idea de untar estas cosas con coagulante.»
«Vi cómo lo hacía con Mr. Spinney hace una semana.»
«Perdona mientras me desnudo.» Me quité las ropas de combate y examiné las heridas que ella no había tocado. Abrió los ojos. Reí sonoramente. «¡Menuda enfermera estás hecha! ¡Tengo suerte de estar vivo contigo al lado.»
La hice un gesto. «Ven, haz algo útil por lo menos. Ayúdame a ponerme en la piel un poco de crema.» Saqué mi bolsa con las cremas curativas. «Vamos, mi piel no va a quemarte las manos. Este aceite alimentará a los pobres ácaros que han sobrevivido a tu desaguisado. Úntamelo por la espalda. Yo lo haré con el resto de mi cuerpo.» Reí con un poco de histerismo. El estimulante me estaba haciendo efecto.
«Te va a costar mucho estimularme sexualmente, muñeca Santa. No hace falta que te lo diga para que lo veas por ti misma. Comparto tu asco por esa especie de grosero acoplamiento.» Embadurné todo mi cuerpo de crema. Por suerte, los ácaros se multiplicaron adecuadamente en las correctas condiciones y pudieron continuar con su curativa obra. Sobre el resto de las heridas abiertas puse una cinta transparente para la piel con ácaros especiales. Mi cuerpo estaba cubierto de sangre seca, incluso mis narices; había perdido mucha. Mi pelo plástico estaba pegajoso. Me sentía débil, pero probablemente era a causa del esmufo; además, el estimulante se haría cargo de eso. Me vestí de nuevo.
«Volvamos a casa», dije. «¿Dónde está tu estrambótico amigo?»
«En la Plaza», dijo Santa Ana. «Ha estado caminando entre las ruinas durante horas. Parecía estar hechizado. Le dije que era peligroso, pero no me hizo caso.»
«Es un tío muy raro», dije. «No entiendo esa historia suya de la amnesia. No es un fallo en el ordenador. Está demasiado aturdido. Me inclino por una historia de drogas o un trauma de suicidio.»
Ana asintió. «Le ha sucedido algo horrible. Todavía necesita mi ayuda.»
«¿Cómo le hallaste?»
«La primera vez le encontré por la mañana temprano. Miraba la actuación del ballet de Telset. Siempre me han gustado los bailes. Es un poco pervertido, para mi gusto, pero tendré que acostumbrarme si pienso quedarme en Telset.»
«Muy liberal por tu parte.»
«Había tenido algunos problemas porque no llevaba máscara. Me hallaba parada tranquilamente en el borde de la multitud. Un hombre —Mr. Whitcomb— se puso a mi lado. Me di cuenta de que tampoco llevaba máscara, así que le sonreí, y él dijo: "Me encantaría, jovencita, que pudiera responderme a una pregunta: ¿son humanos la mayoría de esta gente?" Esas fueron sus palabras exactas. Creí que era una broma, pero parecía muy serio. Señaló a un hombre cercano a nosotros que tenía ocho patas y juró que era un extraterrestre. Dijo que el hombre había tratado de arrancarse la cara.»
«Las piernas mecánicas son muy normales en cualquier carnaval», objeté. «En realidad, están de moda. Probablemente, el hombre pensó que Whitcomb llevaba una careta con barba postiza.»
«Nos intercambiamos los nombres, y entonces me dijo que si tenía algo para beber. Dijo que le daba miedo preguntar a los participantes por comida o agua. Le di un poco de zumo. Parecía horriblemente sediento. Entonces comenzó a preguntarme un montón de cosas raras: que si era yo un corporativo, que si el Consejo de Directores estaba todavía activo en Telset. Parecía un poco desconcertado. Pero era muy correcto. Incluso afectuoso.»
«Ha perdido el rumbo», afirmé. «Será mejor que lo llevemos a mi casa antes de que se recobre. Money Manies adora los pequeños misterios como éste. Nada le complace más.»
Nos escurrimos en silencio por la Plaza Cascajo, dejando atrás el escondite de Ana. Encontramos enseguida a Whitcomb, estaba sentado tranquilamente sobre los muros derruidos de una pared, mirando la titánica estatua.
«Bien, joven ciudadano», dijo Whitcomb al verme. «De nuevo arriba ¿no? Estás hecho de fibra resistente. Me encantaría que pudieras decirme si ésta es la famosísima estatua de...»
«Moses Moses», dije.
«Sí, me lo imaginaba», dijo. Sonrió y comenzó a caminar. «Estoy a tu servicio.»
Los edificios de la Zona Descriminalizada, incluido el mío, eran los más viejos de Reveria. La mayoría de ellos fueron abandonados sin pesar; su peculiar desolación hace que los modernos reverianos los desprecien. Prefieren las casas abiertas, limpias o barrocas, trabajadas con materiales no nativos; como Muchas Mansiones, por ejemplo. Los edificios de la Zona fueron construidos por zumbadores orbitales, empleando las mismas técnicas que habían estado de moda durante la larga década de la Explotación de la Estrella de la Mañana.
En primer lugar, la isla de Telset fue achicharrada con láseres orbitales hasta hacerla estéril. Después aterrizaron las vainas orbitales, cargadas con zumbadores y materiales brutos. Las operaciones estaban dirigidas con las mismas técnicas de explotación que habían enriquecido a la Corporación de Reveria. Su objetivo era construir una ciudad capaz de albergar a cincuenta mil reverianos, más o menos la población de un anillo.
El resultado fue tan poco atrayente que la mayoría de los reverianos, que llevaban viviendo más de un siglo en sus anillos y los habían convertido en un lugar agradable y cómodo, decidieron simplemente permanecer en ellos. Podían ver todo lo que querían de la superficie del planeta desde sus zumbadores, que habían sido provistos de una unidad inteligente central y habían alcanzado un gran desarrollo durante los largos y difíciles años de la explotación minera.
Nosotros los reverianos no tenemos competidores en el manejo de los zumbadores; «zumbador» significa uno cualquiera de los diferentes tipos de mecanismos autopropulsados, pilotados a distancia. Aprendimos este arte de la manera más dura, explotando la minería de la hostil y carente de aire Estrella de la Mañana por control remoto. Cuando conquistamos Revería, nos dedicamos a usar nuestras habilidades en cientos de cosas útiles, tales como las cámaras flotantes que hacen posible mi estilo de vida, y los ejércitos de robots computerizados cuyas granjas orbitales y factorías nos enriquecen.
Muchos de los pioneros reverianos se biocontaminizaron, a causa de que, extrañamente, los protozoos de Reveria estaban increíblemente desarrollados. La bacteria más típica, por ejemplo, podía tener tres formas distintas: esférica, en varillas y espiral. Había cantidades enormes, pero también las había en anillo, en anillos espirales, en T, en cruz. Las había visto en el microscopio del Profesor Crossbow.
Los viejos edificios de la Zona fueron construidos entonces. Tenían sólidas puertas, sistemas de ventilación independientes y una ausencia total de adornos y mampostería donde pudiese amontonarse el polvo. Las paredes eran gruesas, desnudas y reforzadas con vigas de hierro (de una sola pieza, gracias a las explotaciones mineras). Las junturas y paredes estaban selladas increíblemente bien con láminas interiores metálicas; si era destruido el edificio, esto era lo último que quedaba.
Toda esta incomunicación del exterior resultó innecesaria cuando la computadora reveló que si se introducían cuidadosamente en el cuerpo ochenta y dos especies diferentes de bacterias reverianas, éstas nos suministrarían las vitaminas necesarias y las funciones digestivas, de la misma manera que mataban cualquier otra bacteria intrusa. Montar todo este ecosistema bacteriano era un proceso difícil, pero, una vez conseguido, se probó que ni tomando drogas podía estropearse. Los reverianos abandonaron gradualmente sus viejas construcciones. Cuando, en el Día del Zorro, fue destruido el Edificio del Presidente y muchos otros, el viejo Telset llegó a su fin. En el antiguo Telset ahora resuenan los ecos entre estructuras vacías, deshabitadas, hedonistas, como flores de piedra.
Pero yo soy un artista del combate. Amo estos viejos edificios hechos con zumbadores. Son como fortalezas. Mi casa, por ejemplo, es como un castillo. Tiene tres pisos, uno de ellos bajo tierra. Está oculto de los demás, lo cual me agrada. Tengo un jardín oculto entre los tejados. Un patio con pérgola donde tomo el sol. Sólo posee una puerta, pero he excavado pequeños agujeros en las paredes a manera de ventanas con cristales de cuarzo y pesadas contraventanas que disponen de alarmas visuales. Tengo generador propio, un pozo y un reciclador. Incluso he reparado el viejo sistema de ventilación y reforzado la estructura para un hipotético ataque con gas.
Tengo el lugar totalmente aislado, y mi computadora se hace cargo de las alarmas. Me siento seguro ante cualquier ataque, y creo haber tomado todas las precauciones necesarias; incluso algunas más en homenaje a mi paranoico Viejo Papá.
Pero nunca han sido puestas a prueba, hasta ahora.
Olí a gas lacrimógeno a una manzana de la casa. Eché a correr a pesar de los crujidos de mis piernas, que en otras circunstancias habrían sido gritos de dolor.
La mayoría del gas se había dispersado en la brisa nocturna, pero mis ojos chorreaban lágrimas cuando llegué a la puerta. Había sido forzada. Tenía restos de yeso en los bordes.
Cerré los conductos ocultos que disparaban los botes de gas. Puse tres dedos en los botones de entrada a la casa y tecleé el código de entrada.
Armitrage estaba todavía dentro. Se levantó del sofá inmediatamente, pero dejó caer su barra cuando me vio. «¡Estás vivo!», dijo. «¡Maldición, estás hecho papilla! ¡Pero estás vivo!»
Whitcomb y Santa Ana llegaron; Armitrage alzó su barra. «Vienen conmigo, Armitrage», dije.
Armitrage cerró la puerta con la punta de su barra y abrió los brazos, mostrando su camiseta bordada y sus hermosas mangas verdes. «Arti, juro que te abrazaría si no estuvieras empapado en tu propia sangre. Veo que has sido salvajemente castigado, seguro que ha sido una disputa de sangre. He estado aquí sentado, convencido que tu preciosa persona descansaba en el vientre de alguna raya.»
«Difícilmente», repliqué. «¿Qué ha pasado aquí? ¿Dónde está Quade? ¿Quién ha intentado entrar en mi casa?»
«Una por una.» Armitrage levantó la mano y comenzó a contar con los dedos.
«Primero, un grupo de hombres con ropajes multicolores se presentaron en la Zona e incendiaron tu palanquín. Le arrojaron algún tipo de líquido. Ardió de inmediato. Eso es lo que dicen los testigos. Segundo, tu guardiana fue raptada por los Clon en mitad de la muchedumbre. Pronunciaron tu nombre mientras se la llevaban. Así te cogieron, ¿verdad? Reconozco los impactos de sus cadenas.»
Levanté la mano. «Me avisaste. Lo reconozco. Me avisaste.»
«Tercero, alguien intentó entrar en tu casa, pero las alarmas me avisaron, despertándome de un profundo sueño. No hay más respuestas. Llegué tan pronto como pude pero no conseguí ver a nadie. En cierta manera, no pude ver nada a causa de tus malditos gases lacrimógenos.»
«Lo siento, Trage».
«Está bien», dijo. «De cualquier forma, te mentí en lo de profundamente dormido. Estaba aburrido.»
«¿Cuánto hace que estás aquí?»
«Más o menos una hora y media. Ha sido una pelma. Tu Viejo Papá ha estado yendo y viniendo de aquí para allá.»
«Sí, siempre lo hace cuando salta el sistema de alarma», aclaré. «Incluso durante los entrenamientos. Mierda, esperaba encontrar a Quade aquí. ¡En lugar de eso, soy atacado en todos los frentes! ¡Es una crisis!», dudé. «Podéis conversar entre los tres mientras me limpio las heridas y me doy un baño caliente. Armitrage, te presento a mis amigos, Santa Ana y Mr. Whitcomb. Ya sabes dónde está todo... bebidas, drogas, aperitivos, vídeos...» Me quedé quieto en el umbral mientras mi Viejo Papá paseaba alerta por la habitación, mirando a todos lados con ojos duros y relampagueantes. «¡Estamos siendo atacados, no es hora de absurdas medidas!», bramó.
«¡Bien!», exclamé. «Santa Ana, Mr. Whitcomb: mi padre, Rominuald Tanglin. Papá, entretenlos un poco ¿quieres?» Me mofé cuando vi que Santa Ana se ponía blanca y se agarraba al borde del sofá en busca de apoyo.
Dejé la habitación y subí al baño, vaciando la bañera una y otra vez hasta que el agua dejó de manar roja de sangre. Me lavé el pelo, me puse vendas nuevas y examiné las heridas que ahora bullían de ácaros. Me cosí temporalmente las heridas más grandes. Después me vestí con mis ropas de combate de repuesto y me calcé unas cómodas zapatillas. Volví con mis amigos.
Armitrage hablaba con Santa Ana, que miraba sin cesar el holograma de Tanglin. Whitcomb permanecía en una esquina escuchando las palabras grabadas de Tanglin y con un vaso en la mano. De pronto me di cuenta que Whitcomb creía que Tanglin era real.
«Ya estoy preparado para entrar en acción», dije enérgicamente. Ana parecía asombrada. «El estilo es un arma», expliqué. «No permito nunca que mis enemigos se burlen de mi estilo. Sería como tener dos tercios ya perdidos. Al menos, eso es lo que mi Viejo Papá me dice siempre, ¿no es así, viejo?» Me acerqué al holograma y puse mi mano en su torso. Desapareció. Whitcomb abrió los ojos.
«Ana me ha dicho de qué forma fuiste traicionado por Cerebro», dijo Armitrage. «Vamos a tu habitación un momento para discutir una estrategia.»
«De acuerdo», contesté. Dejamos a Santa Ana y Whitcomb y nos metimos en el cuarto de vídeos que estaba insonorizado. Armitrage cerró la puerta.
«¿Quiénes son esos dos tíos?», preguntó.
«¿Quieres decir Santa Ana y Whitcomb? Son inofensivos.» Reí. «Los dos están bordeando la línea entre la locura y la realidad. Ana de Niwlind y Whitcomb... no tengo ni idea de dónde es. Pero me gusta. ¿A ti no?»
«Me gusta la mujer», dijo Armitrage. «¿Qué tiene que ver con tu Viejo Papá?»
«Le conoció en Niwlind. Era su ídolo, o algo así. ¿Piensas realmente que es atractiva, Trage?»
«Cualquiera que lleve esas ropas y que luzca tan bien es algo más que atractiva», replicó. «Es una rompecorazones. Incluso un ciego envidiaría la forma en que miraba a Tanglin. Y en cuanto a ese hombre... Whitcomb, presiento que está detrás de todos tus problemas.»
«¿El? ¿Crees que es Rojo? ¿Qué motivo puede tener? Nunca le había visto antes.»
«¿Estás seguro. Chico? Me parece alguien familiar. Estoy por jurar que le he visto en algún vídeo.»
«Bueno... al menos está donde puede ser vigilado. Esto ha ido demasiado lejos. Me siento mejor, bastante herido como para estar un poco dramático, pero no derrotado. Voy a llamar a Money Manies y a Factor Escalofrío. Intentaré que algunos de los del Grupo se me unan para enfrentarme a Rojo. Manies se encargará de darnos dinero, así podré enfrentarme a Rojo en idénticas condiciones.»
«Déjalo de mi cuenta», afirmó Armitrage. «Va a ser el mayor acontecimiento artístico del año. Necesitarás mi ayuda.»
«¿Eres barato?»
«No, pero puedes confiar en mí.»
«Algo es algo.» Volvimos al cuarto de estar y encendí el comunicador. Intenté llamar a Manies. Había mucha estática, pero al final apareció una imagen.
Era un arco iris circular, envolviendo un mazo de seis flechas.
«¿Qué demonios es eso?», dijo Armitrage. «Parece una carta de ajuste.»
Seleccioné otros canales. «Está en todas partes», dije asombrado. «¡Alguien ha manipulado mi instalación eléctrica! ¡Es un insulto! ¡Maldición, no puedo creer que ningún reveriano haya caído tan bajo!» Miré sospechosamente a Whitcomb, pero parecía tan confundido como nosotros.
«Bien, esto prende la llama», dije. «Ahora mismo voy a ir a Muchas Mansiones a hablarle de tú a tú a mi patrón.» Mi pelo se había erizado; miré fieramente a mis compañeros.
«Iré contigo», dijo Armitrage. «Estos dos pueden quedarse a salvo aquí.» Abrió la puerta.
Había cuatro hombres y una mujer en una callejuela cercana. Los hombres llevaban unas máscaras simples ceñidas a los ojos y vestían unos sencillos bodis. Uno iba de rojo, otro de amarillo, otro de naranja y otro de azul. La mujer era Quade Altman. Estaba amordazada. Dos de los hombres la sujetaban por los brazos.
«Esos deben ser los que quemaron el palanquín», dijo tranquilamente Armitrage. Cerró la puerta.
«Y tienen como rehén a mi sirvienta», dije. «Armitrage, ¿sabes dónde está mi rifle? Siempre has sido mejor tirador que yo.»
«No voy a dispararles», protestó. «¡No es legal!»
«¡No he dicho eso! ¡Simplemente sube al tejado y vigila mientras yo salgo a ver qué quieren!»
Armitrage asintió. «Deja que les hable», dijo Ana. «Seré tu mediador; no van a herirme.»
La miré fríamente. «¡Si tratas de entrometerte de nuevo voy a rasgarte los pechos! ¡Siéntate de nuevo y cierra el pico!»
Dejé la puerta entreabierta y mandé dos de mis cámaras fuera. «¿Cómo preferís degustar mi gas lacrimógeno, bellacos descarriados?»
La figura roja se puso un megáfono en los labios. «No pretendas irritarnos más», dijo, mientras los ecos se perdían en la soledad de la noche como las voces de un dios. «La resistencia es inútil. ¡El poder de todo el planeta está tras nosotros!»
Retrocedí mientras los demás miraban al exterior. «¿De qué está hablando? ¿Acaso estoy tratando con un megalómano loco?»
«¿Por qué están vestidos así?», preguntó Whitcomb. «Rojo, naranja, amarillo y azul. ¿No son un poco feos esos colores tan brillantes?»
Santa Ana dijo: «Mr. Nimrod nos dijo que a los miembros de Cabal se los distinguía por los colores. ¿Recuerdas, Mr. Chico?»
«Recuerdo», asentí. «Pero ¿qué demonios quiere Cabal de mí? No soy un político. Ni tan siquiera rico, con respecto a los cánones de los plutócratas.»
«No debes gustarles mucho», dijo Santa Ana. «Después de todo, los calificaste como una banda de asesinos sangrientos. Dijiste que eran como una espina en la garganta de la cultura humana.»
«No dije nada de eso», repliqué. «Era a la Academia a la que insultaba, no a Cabal. ¡Espera! ¡La Academia!» Me apreté la cabeza y sentí una punzada de dolor; era el momento de tomar un poco más de esmufo.
Salí de nuevo. «¡Eh, vosotros! ¡El vejestorio impotente de colorado! ¡Te ofrezco dos posibilidades! Deja en paz a mi sirvienta y podrás irte; o dime tu nombre para poder retarte de acuerdo a las normas.»
«No estás en posición de exigir nada», dijo la voz suave y amplificada. «Sin embargo, ya que tus malos modos han sido apropiadamente castigados, estamos dispuestos a ser magnánimos. ¡Nos conformaremos con que nos des el anciano de negro que está contigo a cambio de tu sirvienta!»
«Ya me suponía que iba a pasar algo así», dijo Whitcomb tranquilamente.
«¡No me fío!», grité. «Una explosión atraerá a todos los artistas de la Zona. ¡Ellos se encargarán de haceros trizas!»
«¡Testarudo Chico! ¡Nos fuerzas a esto!» Rojo levantó la mano y arrancó de golpe la mordaza de la boca de Quade. De pronto, un callado y horrible lamento surgió de su garganta. Era impronunciable, impensable, como el grito de un animal. Nunca había oído tal sonido de dolor. La furia se apoderó de mi. Salté el umbral de la puerta y corrí hacia ellos, gruñendo.
De repente, como venida de ningún sitio, el hombre de azul sacó una pistola. Ni tan siquiera la había visto. Fue una suerte que cayese por culpa de mi rodilla herida; en ese momento se escuchó una detonación tras de mí, en la puerta, que hizo que ésta se abriese un poco más.
Mis enemigos decidieron atacar en ese momento. Armitrage disparó al hombre de azul, que sujetaba a Quade por su brazo izquierdo; cayó al suelo gritando y los demás se dispersaron mientras pedía ayuda. Me puse de nuevo en pie y agarré a Quade por el brazo mientras gritaba asustada, arrastrándola dentro de la casa. Se oyó otro disparo efectuado desde el tejado e inmediatamente un segundo grito.
Una vez dentro de la casa, Quade perdió el habla y comenzó a estremecerse convulsivamente. La mirada atormentada que revelaban sus abiertos ojos me llenó de una furia salvaje. Me arrojé por la puerta y cogí mi nunchako, dispuesto a matar a alguno de los hombres embozados, pero ya se habían dispersado por entre los recovecos de la Zona. Volví dentro, dando un portazo, mientras gruñía lleno de rabia y furor.
Armitrage bajó saltando los escalones, bailando de alegría. «¿No fue un buen tiro?» Se desprendió del rifle y abrazó a Quade. «¡Eres libre, mi preciosa amiga! Sonríe, no llores de alegría...» Su voz decayó; la soltó de pronto, como si hubiese estado abrazando un cuerpo vacío. «¡Por Dios, mira su cabeza! ¡Mira sus brazos y sus piernas!»
Con esfuerzo, conseguimos reclinar a Quade en el sofá. Tenía media docena de pinchazos en su cuero cabelludo y unas feas marcas rojas en sus brazos y piernas. «Son marcas de quemaduras», dije estúpidamente. «Dios mío, ha sido torturada.» La sacudí suavemente. «¿Quién puede ser capaz de hacerte esto, mi pequeña inocente?»
Algo en el tono de mi voz pareció impactarla. Abrió los ojos, mostrando las pupilas blancas con un toque amarillo, y volvió a gritar. Entonces entró en trance, perdiendo toda coordinación. Armitrage y yo la sujetamos, administrándole un poco de esmufo en la boca. Pronto dejó de gritar.
«Debe estar bajo los efectos de un shock», dije.
Armitrage negó con la cabeza. «Me temo que no, Arti. Mírala a los ojos. ¿Qué piensas?»
«¿Te refieres al color amarillento? A veces. No sé por qué.»
«Yo sí. Es una adicta a la sincofina y está bajo el síndrome de abstinencia . No sé dónde puede conseguirla. Ya no se vende. Debe haber encontrado algún tipo de sustitutivo, pero ahora está con el síndrome.»
«¿Por qué no le preguntamos dónde guarda la droga y le damos un poco?»
«Mira. Mira estos pinchazos en su cuero cabelludo. La han quitado la memoria. Estás frente a otra persona.»
«¡Pero eso es un asesinato!» Estreché el desgarbado cuerpo de Quade con mis brazos; era como una tabla. Las lágrimas impregnaron mis ojos. «¡Prometí protegerla! Le di un hogar. ¡Era mía! ¿Cómo han podido quitármela? ¡Afrenta de sangre! ¡Eso es! ¡Declaro una afrenta de sangre! ¡Profesor Angélico, considérate hombre muerto!»
Ana me miró, asustada, mientras acunaba la cabeza de Quade. «¿Profesor Angélico?»
«Sí», grité excitado. «Estoy seguro que era el que iba de rojo. Reconocí su voz y la manera de moverse. Voy a matarle. ¿Me ayudas, Armitrage?»
«Claro. ¿Quién es?» Después de contarle todo, Armitrage dijo: «¿Si no pertenece a Cabal, de dónde sacó esos sujetos que le acompañaban? Esos hombres no tienen pinta de trabajar por la cara. Sin embargo, Cabal está cargado de dinero. Al menos deben estar a su cargo, de otra forma no llevarían esa librea. No me gusta, Chico. No me importaría devanarle los sesos al Profesor, donde quiera que esté. Pero el gobierno planetario... esos están un poco por encima de las peleas con palos y cadenas. Volaron el Edificio del Presidente. Asesinaron a los miembros de Consejo de Directores. Asesinaron a Moses Moses.»
Whitcomb preguntó: «¿Es Cabal el gobierno del planeta?» Asentimos, asombrados de su ignorancia. «¿Asesinaron a Moses Moses?» Asentimos otra vez. «Todo esto es nuevo para mí», respondió Whitcomb. «Yo soy Moses Moses.»
Moses Moses aprovechó nuestro atónito silencio para explicarse. Su adornado ataúd gritante del Edificio del Presidente contenía un doble; el previsor Moses había escondido su verdadero ataúd gritante en un santuario secreto bajo el edificio, fuertemente armado y automatizado. Precisamente en el día de hoy, la fecha señalada, había vuelto a la vida, se había vestido por sí solo y caminado entre los escombros. Esto explicaba la senda despejada que había en la base de la estatua. «Fue una suerte que no construyeran la estatua veinte pasos más allá», dijo.
«¿Eres Moses Moses?», dije al fin. «Siempre había imaginado que sería un poco más... grande. Más mítico, o algo así.»
«Lo siento, pero sólo soy carne y sangre», dijo Moses Moses con una sonrisa. «Esperaba un mundo diferente cuando despertase, pero te aseguro que jamás me imaginé uno como éste. Pensaba que al menos alguien iba a recibirme. Nunca supuse que el centro de mi ciudad sería un montón de escombros.» Suspiró. «Es horrible. No reconozco nada. Y, sin embargo, posiblemente yo sea reconocido. He sido filmado por las cámaras de los hombres que te golpearon, Chico Artificial. Su jefe debe haberme reconocido. Debe haber intentado encontrarme por mediación tuya, incluso ha torturado a tu guardiana, tratando de sacarle información de las defensas de tu casa. Pero debe haberte sido fiel. De otra manera estaríamos muertos, estoy seguro. No tienen escrúpulos. No te quepa duda que estarán aguardándonos para liquidarnos.»
«Sí», afirmé. «Cabal no puede permitir que vivas. Debes ser el fantasma que menos quisieran ver. Eres un héroe, el Fundador de la Corporación. Maldita sea, en Revería eres la cosa más parecida a un dios.»
«Creo que me resultas familiar», afirmó Armitrage pensativo. «Perdona, pero... bien... ¿puedo estrecharte la mano? Siempre has sido mi ídolo.» Se estrecharon las manos con solemnidad. Armitrage se miró la palma como si esperase ver relucir una especie de aura. «Guau», gritó. «Es realmente un privilegio inesperado.»
Excepto la pobre Quade, todos estrechamos su mano. El viejo ritual nos hizo sentir mejor.
«Deberíamos irnos», dijo Armitrage. «Van a volver, y nos matarán, o nos lavarán el cerebro, si nos encuentran. Esos aparatos lavacerebros portátiles son horrorosos. Ya visteis lo que le han hecho a Quade. Cabal protege sus secretos.»
«Sí, pero debemos dejar a Quade al cuidado de alguien», respondí. Miré a Armitrage. «Eres el único de nosotros que todavía no han visto. Lleva a Quade a Conocimiento Disonante. Factor Escalofrío se encargará de ella. Además, es el único en el que puedo confiar.»
«¿Cuánto debo decirle?», preguntó Armitrage.
Fruncí el ceño. «Lo dejo de tu criterio. Voy a ir con estos dos a la casa de Money Manies. Es la única persona que conozco que puede luchar contra Cabal con los mismos medios.» Miré a Santa Ana. «Es nuestra única esperanza. Ahora que hemos visto a Moses Moses, nuestras vidas están en juego, no podemos hacer más.»
«Pero el Profesor Angélico insinuó que el mismo Manies era pro-Cabal.» Objetó Santa Ana. «¿Por qué no salimos a las calles y anunciamos simplemente que Moses Moses ha vuelto de nuevo? Pronto tendremos una multitud de seguidores a nuestro alrededor y entre todos resolveremos qué es lo que hay que hacer. Además, tenemos la verdad de nuestra parte. Cabal son unos usurpadores. No debemos escondernos en la oscuridad como ellos. Debemos hacernos ver.»
«Tal vez, pero no en mitad de la Zona Descriminalizada», objeté. «Están armados y pueden tener explosivos. Además, debemos proclamarlo al mundo entero, y no a un pequeño grupo. De otra manera, nos matarían y afirmarían que la Segunda Venida era una patraña. Necesitamos una película de vídeo, proyectarla para seis millones de reverianos a la vez. De esta forma no podrían pararnos. Money Manies puede ayudarnos. El tiene acceso a más canales que cualquier otro reveriano de Telset. Necesitamos su ayuda, o no sobreviviremos. Armitrage, sube al desván y consíguenos infrarrojos mientras examino a Quade. Coge también todo mi esmufo. Ya sabes dónde lo guardo.»
Me hubiese gustado llevarme el rifle, pero habría sido una causa más para llamar la atención. De cualquier forma, aún tenía mi nunchako. Mis brazos y piernas estaban entumecidos, de color púrpura y azul y cubiertas de ácaros. Ardían si las tocabas. El cuerpo tenía sus propios mecanismos de defensa y necesitaba que lo dejasen descansar. Pero no había tiempo.
Mientras me ocupaba de Quade, Santa Ana y Armitrage ponían al corriente a Moses Moses de lo que había ocurrido durante los últimos cuatrocientos veinticinco años, una charla que, evidentemente, iba a llevarles un montón de tiempo. Gesticulaban excitados, sacudían la cabeza y las manos, y se interrumpían constantemente. Todos tenían infrarrojos. Ana y Moses Moses se habían puesto un par de mis gafas para fiestas de noche, con frívolos adornos que les sentaban realmente mal. Armitrage sujetaba a Quade por el brazo; era alto y la punta de su cabeza le llegaba casi hasta el hombro de ella. Me puse mis gafas y, de inmediato, todo se tornó blanco, negro y reluciente. «¿Listos?», dije. Nos pusimos en marcha.

No hay comentarios: