25.2.12

TRATADO DE LA DELINCUENCIA (pt..3)

de Roberto Arlt

El crimen en el barrio

No me refiero al barrio céntrico, sino al barrio de la orilla; Mataderos, cercanías del arroyo Maldonado, sur de Floresta, radio de Cuenca, Villa Luro, Villa Crespo, etc., etc. Estos barrios, de casas amontonadas, de salas divididas en dos partes, donde en una trabaja el sastre y en la otra se apeñusca la familia, son mis tierras de predilección. Allí se desenvuelve la vida dramática, la existencia sórdida que, cuando yo tenía doce años, aprendí a admirar en las novelas de Carolina Invernizio, y ahora en las de Pío Baroja. Con la diferencia, claro está, que ahora todos esos barrios me son familiares. Los he recorrido en tantos sentidos y tantas veces, que puedo especificar cuál es la característica de una carnicería que está a dos cuadras antes de llegar a la plaza de Vélez Sársfield, por Avellaneda.


Pobreza

Allí la gente vive pobremente. Con presupuestos que sufren un espantoso desequilibrio cuando faltan diez pesos del mensual. Una casa es morada de varias familias; la enemiga común, la dedicada al espionaje, la buscadora de perlas del caserón, es la encargada, y la gente vive odiándose por pequeños chismes que van y vienen, atisbando la vida del vecino, mordiéndose las uñas en un fermentar de odio que a veces estalla en el crimen sensacional.
Entonces, todo el aburrimiento que se alberga en esas almas sin distracciones, estalla como una bomba fulgurante. Parece mentira, pero yo he oído, al entrar a la casa donde un hombre había liquidado a su mujer y dos hijos, estas palabras de varias mujeres:
El crimen debió ocurrir el sábado pasado.
Esto es formidable. Durante cinco días la gente de esa calle había estado aguardando el acontecimiento, olfateándolo en conversaciones cuchicheadas; esas conversaciones que al llegar interrumpen los maridos, pues prevén una pejiguera de órdago si se le consiente a la mujer que ande echando aceite al fuego.


Placer de pobres

Cuando la mujer inicia el relato del chisme, el marido, lo primero que exclama es:
¡Cállate la boca; déjate de macanear! La mujer calla, pero entonces, el hombre, que está aburrido de ocho horas de fábrica, que no tiene ganas de ir hasta el almacén de la esquina, dice:
¿Así que hay un lío?…
No ha terminado de pronunciar estas palabras cuando el vecino de la otra pieza se acerca y comenta:
¡Pero quién diría, amigo! ¿Se da cuenta? La del sastre habla con el carpintero de la esquina. El cuanto el gringo lo sepa, la mata.
Es fija; la mata.
Y todos, de pronto, se quedan estáticos, meditando, saboreando el contenido de la palabra matar, gozándolo profundamente, imaginándose la tragedia y estremeciéndose de un placer que no quieren confesar.
Esa noche el sastre recibe un anónimo.


Después del crimen

Después del crimen todos respiran aliviados. ¡Por fin se han confirmado las presunciones! Y la gente, que ha vaticinado el suceso, exclama, gloriosamente, tomando por testigos a los que les escucharan:
¿No le había dicho yo? ¿No le había dicho? ¿Ha visto cómo no me equivoqué?
La satisfacción de no haberse equivocado es tan intensa, que si aquí hubiera una cinta de la Legión de Honor, estos búhos la reclamarían en premio de sus servicios a la pesca del suceso.
Y como el crimen ocurre, fatalmente, en las horas de la noche, o al amanecer, poco después que el hecho se produjo, el barrio aparece revuelto como un avispero, o un hormiguero después de una inundación.


El plato

En cada puerta hay media docena de mujeres. Las vecinas, que, por dimes y diretes, no se saludaban, en esta oportunidad hacen las paces. Las que han hecho las paces se tratan con exquisita cordialidad. Se dicen:
¡Pero quién lo iba a decir, señora! ¿Eh?
¿Ha visto, señora? ¡Una mujer que parecía tan de su casa…!
A mí no me parecía trigo muy limpio. ¡Qué quiere que le diga, señora! Yo le había visto unos saludos demasiado amables con el esposo de la partera… ¡En fin…! Que descanse en paz, la pobrecita…
¡Pero, qué bárbaro! ¡Veintisiete puñaladas y tres tiros…!
El chafe, que está en la puerta de la casa del drama, no deja pasar sino a los inquilinos. Periodistas van y vienen; los fotógrafos le dicen cuchufletas a las mocitas que, frente a la casa, se cruzan de brazos, menean la cabeza y, cuando se ríen demasiado fuerte, reprimen la carcajada subsiguiente, porque la difunta está estirada allí adentro esperando al juez.


Satisfacción

Ese día todo el mundo almuerza satisfecho, con apetito. Cierto es que la sopa está quemada y que la tortilla se pasó, y que las papas del puchero están crudonas; pero nadie repara en el pan habiendo tortas de acontecimiento. La gente no sabe por qué, pero almuerza, satisfecha, con una cosquilla de alegría hormigueando en el alma; y el almacenero que, por razones de caja, no ha podido dejar el mostrador, estira el pescuezo fuera de la trastienda, o mientras despacha medio kilo de azúcar, sin olvidarse de robar cien gramos, pregunta:
¿Así que le dio veintisiete puñaladas…?
Justitas.
¡Cómo ocurren las cosas, doña! ¿Eh?
Y, así es la vida.
Pero todos están, en el fondo, satisfechos de que así sea la vida; esa vida que, para ellos, sólo es llevadera por los crímenes que la enrojecen.
[El Mundo, 25 de enero de 1929]


Martingaleros y otros pilletes

Me han contado el siguiente caso, que es divertido por lo original.
Un sujeto, que dice haber descubierto una martingala para ganar a la ruleta, ha cruzado el charco para Montevideo doce veces, con distintos candidatos que, como es lógico, han podido regresar luego al país únicamente con lo puesto. La forma como este engañador engañado embauca a los ingenuos es sencillamente admirable.


No es una martingala…

El mencionado fulano comienza por declarar a las personas que, para desgracia de ellas, le conocen incompletamente:
Yo no quiero hablar (pero habla). No puedo hablar. Usted venga a mi casa y yo le demostraré, práctica y científicamente, que lo mío no es una martingala, sino un sistema; un sistema bondadoso para ganar. Yo no quiero hablar. Yo soy como los ingleses. Hechos, hechos, no palabras.
El candidato vacila; da vueltas una idea en su cabeza, luego insiste:
Pero ¡hable, hombre, hable usted!… Explíquese.
El de la martingala se rasca la borbónica nariz, endereza el busto, adopta la posición de un conde en el salón de una embajada, y contesta:
Yo soy como los ingleses (es de origen napolitano). Hechos, señor. Deme Ud. hechos. Así soy yo. Ahora, como amigo, puedo ofrecerle a usted el siguiente favor: invitarle a mi casa y demostrarle práctica y científicamente la bondad de mi sistema. No confunda usted con las martingalas. Hay muchos locos por allí, y lo mío, ya sabe usted, es sistema, bondadoso sistema para ganar. Visíteme en mi casa. Y ahora perdone mi reserva.
Por lo general, el candidato, intrigado, visita al engañador engañado, y la casa del borbónico turro, no es casa, sino un altillo desmantelado y lóbrego, con un catre, una mesa y una ruleta. En los muros campean algunos volúmenes atorrantes llenos de números y el Boletín Semanal de Monte Carlo.


¿Cuánto quiere que le gane?

Entra el candidato, y el del bondadoso sistema le dice:
¿Cuánto quiere que le gane, señor? ¿Cien mil pesos? Bueno. Si usted me permite le voy a ganar cien mil pesos en siete jugadas.
Demás está decir que los cien mil pesos son imaginarios o teóricos o de grupo.
Ni uno ni otro han visto cien mil pesos en su vida, ni en cinematógrafo, de modo que el candidato, que nada tiene que perder por el momento, acepta perder cien mil pesos inexistentes, es decir, se coloca en la posición del banquero, y el de la borbónica nariz hace su juego. Y ahora, aquí ocurre lo extraordinario. Sea que la ruleta esté desnivelada, sea que el eje se haya falseado, en fin, vaya a saber por qué misterio, el de la nariz gana en diez jugadas, no en siete, como prometió, cien mil pesos, y el candidato se queda lívido de admiración. Pero entonces, lo del bondadoso sistema no era grupo! Entonces, ¡ese hombre puede hacerse el más rico del mundo!
Vuelven a jugar, y el de la martingala no, sistema sí gana. Y gana los millones de la tierra en pocas horas. Acierta en los colores, en las calles, en las líneas, en los números. Y entonces, el engañador engañado, dice:
¿Ha visto? Yo soy como inglés. Palabras…, quiero decir hechos, no palabras.
Si el candidato es medio zonzo se convierte, desde ese momento, en un imbécil perfecto. Lo cuida al del sistema como la madre cuidaría al niño. Hacen nuevos experimentos y éstos nunca fallan. No hay vuelta: el otario cree estar en presencia de un Newton de la ruleta y de un Einstein de los números. Y un buen día, con tres o cinco mil pesos, que el ciudadano ha reunido a costa de mil fatigas, van para Montevideo, y allí, ¡allí pierden hasta la camisa!


Lo que ha ocurrido

Lo que ha ocurrido es que el sistema es bueno para la Argentina, pero no para el Uruguay. Allí los sistemas no dan resultado. Las martingalas se van al bombo, como los más bondadosos procedimientos. Esas son ruletas que no quieren saber de tretas domésticas ni de nada. No se casan con nadie.
¿Y no lo han asesinado todavía al engañador? me preguntarán ustedes.
No, todavía no lo han muerto. Y lo más curioso es que siempre encuentra una explicación para sus pérdidas. Una vez dijo que la ruleta de Montevideo estaba mal, otra que el candidato lo había engañado no llevando el suficiente dinero para resistir los números que se negaban, otra que no ganó por estar nervioso, y así siempre en sujeto encuentra una razón para justificar y hallar lógico el no haber ganado. Claro está que es lógico que esto suceda; pero al damnificado no debe parecerle así, y, sin embargo, al tío no lo descalabran.


Dateros

No creo necesario insistir en la psicología del engañador engañado. Ya me he ocupado otras veces. Ahora bien; estos hombres, el día que se convencen de que su sistema sólo era bondadoso para permitirles pasar quince días en la buena, y el resto del mes en la mala, estos sujetos se convierten en dateros. Aquel personaje lívido y mugriento, que con una libretita en la mano merodea en torno de las mesas donde se juega, y le dice al jugador que dispone de dinero, con tono misterioso y profético: ! Vea, señor: el número tal se ha negado cincuenta y ¡cinco veces. Aquí tengo las jugadas anotadas. Juéguele a ese número, que va a ganar.
Y el otro apuesta, y a veces gana y entonces aparta de su ganancia unos pesos. Es la propina para el datero, para el hombre que, cuando fue joven, la fue de haragán metafísico, cuando adulto, de inventor de sistemas, y ahora que es anciano, es esto: datero.
[El Mundo, 11 de marzo de 1929]


El abogado en los entierros

Ayer, por la tarde, me llamó un señor por teléfono. He aquí sus palabras:
He leído su nota sobre el individuo que se desayuna con la columna necrológica de los diarios. ¿Por qué no escribe sobre los abogados que concurren, a granel, a los entierros de los comerciantes y gentes que pueden dejar una herencia, y también sobre el precio de la leche que está muy cara y es pura agua?
Pero como a mí me parecen menos ponzoñosos los abogados que los bautizadores de la leche, me ocuparé de los primeros, que los segundos buenos cristianos son, y no sólo que lo son en la intención, sino también en los hechos, pues adulteran un litro de agua con un cuartito de leche, y si yo fuera lechero, también lo haría, que menos sabrosa es el agua sin leche que el agua con leche.


Los abogados

Hay abogados que son la ponzoña de toda ciudad. No sólo que le chupan la sangre a las viudas, sino que también se beben las lágrimas de los huérfanos, y hay de ellos bestias tan dañinas, que el estómago les es demasiado grande para contenerlo al Pasaje Barolo o a la Granja Blanca. Gente temibilísima y más voraz que los tiburones. Individuos de tretas jurídicas, bandoleros de los códigos, intérpretes del diablo, que vuelven lo negro blanco y lo blanco negro. Cuanto más pequeños y más pálidos son estos malandrines, más voraz es su apetito. Entran en las herencias como los hulanos en las ciudades, y el paso de estos hombres se reconoce como el de Dios, que dice en las Escrituras: Conoceréis mis rastros por el número de muertos que queda tras de mí.
Así es la huella que dejan estos monstruos pálidos. Testamentaría que cae en su poder la descuartizan, revuelven, confunden, alborotan, deshacen y alteran de tal manera que después no bastan todos los jueces y fiscales para acumular el número de barbaridades que estos letrados cejijuntos amontonan en tan breve tiempo.
Ponzoña de las ciudades. Donde aparecen introducen la inquietud, el temor, la duda. Dislocan las relaciones de los parientes, enturbian los contratos de los comerciantes, hurgan en la buena fe de los honestos, oxidan la decencia de los regenerados, enaltecen la sin razón de los pillos, humillan al continente de los tímidos, ensalzan los proyectos de los grandes bandidos, persiguen al pudoroso, le arman líos al ignorante, le tienden celadas al de dinero; y en tal manera alteran la paz de las ciudades y la amistad entre los hombres, que debía expulsárseles de todas las repúblicas, como los enemigos más peligrosos y dañinos, y recluírseles en un islote, para que pleitearan entre ellos, y entre ellos como buenos cuervos, se sacaran los ojos.


El abogado en un entierro

Y también, como los cuervos, que desde las alturas distinguen con su feroz pupila los cadáveres del camino, acudiendo con diligente vuelo a despedazarlo (no sé qué me pasa hoy que estoy escribiendo en clásico), así los curiales, abogados, notarios y procuradores, acuden al entierro de los comerciantes para despedazarle la herencia, comerle las ganancias, devorarle los fondos, digerirle la fortuna, descoyuntarle los bienes.
¡Qué fieras!
Estos son los hombres que se leen la lista necrológica de los periódicos al salir el sol, y que saludan la mañana de Dios, y el día del planeta, con un proyecto de saqueo y un plan de pillaje.

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