30.3.11

FRAGMENTOS DE UNA ROSA HOLOGRÁFICA

de WILLAIM GIBSON

Aquel verano Parker tenía problemas para dormir.
Había bajas de tensión en la red; las súbitas caídas del delta-inductor lo hacían volver en sí dolorosamente.
Para evitar esas caídas, usaba trozos de cable, pinzas minúsculas y cinta negra que conectaban el inductor a una consola de PSA. La pérdida de corriente en el in¬ductor activaba el circuito de la consola.
Compró una cinta de PSA que comenzaba con el sujeto dormido en una playa tranquila. La cinta había sido grabada por un joven yogui rubio con visión de 20-20 y un sentido del color anormalmente agudo. El muchacho había sido embarcado en un vuelo a Barbados con el úni¬co propósito de dormir una siesta y hacer los ejercicios matinales en un brillante tramo de playa privada. En la lámina de la microficha del estuche transparente se ex¬plicaba que el yogui podía pasar en cualquier momento de alfa a delta sin un inductor. Parker, que no lograba dormir sin inductor desde hacía dos años, se preguntó si aquello era posible.
Sólo una vez había logrado pasar la cinta entera, aunque a estas alturas ya conocía todas y cada una de las sensaciones de los primeros cinco minutos subjetivos. Creía que la parte más interesante de la secuencia era un ligero error de edición al comienzo de la complicada ru¬tina respiratoria: una fugaz toma de la playa blanca que recogía la figura de un guardia haciendo la ronda a lo largo de una cerca de alambre; llevaba una pistola negra de repetición apoyada en el brazo.
Mientas Parker dormía, las redes de la ciudad se vaciaron de corriente.
La transición de delta a delta-PSA era una oscura implosión, como entrando en otra carne. La familiaridad amortiguaba el choque. Sintió la arena fría bajo los hom¬bros. La brisa de la mañana le hizo aletear en los tobillos el ruedo de los sufridos tejanos. El muchacho no tardaría en despertar, y empezaría con su Ardha-Matysendra ¬etcétera; con otras manos, Parker buscó a tientas la consola de PSA en la oscuridad.

Las tres de la mañana.
Preparándote una taza de café en la oscuridad, usando una linterna al verter el agua hirviente.
El sueño grabado de la mañana se desvanece: a través de otros ojos, el oscuro penacho de un carguero cubano se confunde con el horizonte que navega, surcando la pantalla gris de la mente.
Las tres de la mañana.
Deja que ayer se ordene a tu alrededor en planas imá¬genes esquemáticas. Lo que dijiste; lo que ella dijo; mi¬rándola empacar; llamando el taxi. Como quiera que las barajes, siempre forman el mismo circuito impreso, jero¬glíficos que convergen en un componente central: tú, de pie bajo la lluvia, gritando al taxista.
La lluvia era amarga y ácida, casi del color de la orina. El taxista te llamó imbécil; tú igual tuviste que pagar tarifa doble. Ella llevaba tres maletas. Con el respirador y las gafas, el hombre parecía una hormiga. Se alejó peda¬leando bajo la lluvia. Ella no miró hacia atrás.
Lo último que viste de ella fue una hormiga gigante haciéndote un corte de mangas.

La primera vez que Parker vio una unidad PSA fue en un barrio de chabolas de Texas llamado la jungla de Judy.
Era una consola enorme revestida de barato plástico cro¬mado. Meter un billete de diez dólares en la ranura te proporcionaba cinco minutos de atletismo en la ingravi¬dez de un spa orbital suizo, perhilelios de veinte metros con una modelo de Vague de dieciséis años: cosas apasio¬nantes tratándose de la Jungla, donde era más fácil conseguir una pistola que un baño caliente.
Un año después estaba en Nueva York con documen¬tos falsos. Entonces, dos empresas líderes acababan de llevar las primeras consolas portátiles a las principales tien¬das, justo a tiempo para la Navidad. Las salas de PSA porno, de breve apogeo en California, nunca se recupe¬raron.
También había llegado la holografía, y las cúpulas de Fuller de una manzana de ancho que habían sido los tem¬plos holográficos de la infancia de Parker eran ahora su¬permercados de varias plantas, o albergaban polvorientas videogalerías donde aún se podía encontrar las viejas consolas que bajo lánguidas luces de neón anunciaban la PER
CEPCIÓN SENSORIAL APARENTE a través de la néblina azul del humo de los cigarrillos.
Ahora Parker tiene treinta años y escribe guiones para emisiones de PSA, programando los movimientos ocu¬lares de las cámaras humanas de la industria.

La caída de tensión continúa.
En la habitación, Parker pincha la superficie de alu¬minio pulido del despertador Sendai. La luz testigo titi¬la, se apaga. Café en mano, camina hasta el armario que ella vació la víspera. El haz de la linterna sondea los ana¬queles desnudos buscando pruebas de amor, encuentra la tira de cuero de una sandalia rota, una cinta de PSA y una postal. La postal es el holograma del reflejo, en luz blanca, de una rosa.
En el fregadero, mete la tira de la sandalia en la má¬quina de desperdicios. Lenta a causa de la caída de ener¬gía, la trituradora se queja, pero traga y digiere. Sujetándolo cuidadosamente entre el índice y el pulgar, baja el holograma hacia las ocultas mandíbulas giratorias. La má¬quina emite un chillido cuando los dientes de acero ras¬gan el laminado plástico, y la rosa queda desmenuzada en mil fragmentos.
Luego Parker se sienta en la cama sin hacer, fumando. La cinta está en la consola, lista para empezar, Algunas cintas de mujeres lo desconciertan, pero duda de que sea ésa la razón por la que ahora vacila en encender la má¬quina.
Aproximadamente una cuarta parte del total de usua¬rios de PSA son incapaces de asimilar cómodamente la imagen corporal subjetiva del sexo opuesto. Con los años, algunas estrellas del medio PSA se han ido haciendo pro¬gresivamente andróginas a fin de captar este segmento de la audiencia.
Sin embargo, las cintas de Angela nunca lo habían intimidado. (Pero, ¿y si ha grabado a un amante?) No, no puede ser por eso: es sólo que la cinta es una verdadera incógnita.

Cuando Parker tenía quince años, sus padres le consi¬guieron un puesto de aprendiz en la sucursal norteameri¬cana de una empresa de plásticos japonesa. En aquel en¬tonces se sintió afortunado: el índice de aspirantes a aprendiz era enorme. Durante tres años vivió con su gru¬po en una residencia, cantando cada mañana, en forma¬ción, los himnos de la empresa, y por lo general arreglán¬doselas para saltar la cerca al menos una vez al mes, para buscar chicas o ir al holódromo.
El aprendizaje habría terminado al cumplir su vigési¬mo aniversario, con lo cual habría quedado como candidato a la condición de empleado con contrato. Una semana antes de cumplir los diecinueve, con dos tarjetas de crédito robadas y una muda de ropa, saltó la cerca por última vez. Llegó a California tres días antes de la caída del caótico régimen neosecesionista. En San Francisco, grupos de vándalos gobernaban las calles. Alguno de los cuatro distintos ayuntamientos «provisionales» habían acumulado reservas de alimentos con tanta eficacia que era casi imposible conseguirlos en la calle.
Parker pasó la última noche de la revolución en un barrio incendiado de Tucson, haciendo el amor con una delgada adolescente de Nueva Jersey que le explicó los mejores aspectos de su horóscopo entre ataques de llanto casi silencioso que no parecían tener nada que ver con nada de lo que él decía o hacía.
Años más tarde, advirtió que ya no tenía la menor idea de cuál había sido el motivo original para interrumpir su aprendizaje.
Los primeros tres cuartos de la cinta han sido borrados; tecleas avance rápido a través de una neblina estática de cinta borrada, donde gusto y olor se funden en un único canal. La recepción de audio es un ruido blanco: el no-sonido del primer mar oscuro... (La recepción prolongada de sonido de una cinta borrada puede provocar aluci¬naciones hipnagógicas.)

Parker estaba escondido entre la maleza junto a una ca¬rretera de Nueva México, viendo cómo ardía un tanque en la autopista. Las llamas iluminaban la línea blanca quebrada que había seguido desde Tucson. La explosión se había visto a tres kilómetros de distancia, una sábana blanca de relámpago abrasador que había convertido las pálidas ramas de un árbol desnudo sobre el cielo noctur¬no en un negativo fotográfico de sí mismas: ramas de carbón sobre un fondo de magnesio.
Muchos de los refugiados estaban armados.
Texas debía las chabolas que humeaban bajo las cá¬lidas lluvias del Golfo a la incómoda neutralidad que había conservado frente al intento de secesión de la Costa.
Los pueblos estaban hechos de madera terciada, cartón, láminas de plástico que ondulaban al viento, y car¬casas de vehículos. Tenían nombres como Jump City y Sugaree, y gobiernos vagamente definidos y territorios que se movían constantemente con los vientos furtivos de una economía de mercado negro.
Las tropas federales y estatales enviadas para barrer los pueblos fuera de la ley rara vez encontraban algo. Pero tras cada rastreo, algunos hombres no regresaban. Algu¬nos habían vendido sus armas y quemado sus uniformes, y otros se habían acercado demasiado al contrabando que se les había encomendado encontrar.
Pasados tres meses, Parker quiso marcharse, pero las mercancías eran los únicos salvoconductos para cruzar los cordones del ejército. La oportunidad le llegó acci¬dentalmente: a últimas horas de una tarde, cuando bor¬deaba la nube de grasiento humo de cocina que flotaba sobre la Jungla, tropezó y casi cayó sobre el cuerpo de una mujer en el lecho seco de un arroyo. Las moscas se levantaron en una nube furiosa y luego volvieron a po¬sarse, sin hacerle caso. Tenía una chaqueta de cuero, y Parker solía pasar frío por las noches. Se puso a buscar alguna rama en el lecho del arroyo.
En la espalda de la chaqueta, justo bajo el omóplato, había un orificio redondo del diámetro de un lápiz. El forro de la chaqueta había sido rojo, pero ahora estaba negro, duro y brillante de sangre seca. Con la chaqueta colgada de la punta del palo, Parker fue a buscar agua.
Nunca lavaba la chaqueta; en el bolsillo izquierdo en¬contró casi una onza de cocaína envuelta en plástico y cinta adhesiva transparente. El bolsillo derecho contenía quince ampollas de Megacilina.-D y una navaja automá¬tica de veinticinco centímetros y mango de asta. El anti¬biótico valía el doble de su peso en cocaína.
Hundió la navaja hasta el mango en un tocón podrido que habían pasado por alto los leñadores de la Jungla, y dejó la chaqueta colgando allí, con las moscas revolo¬teando alrededor.
Aquella noche, en un bar con techo de lata corrugada, esperando a uno de los «abogados» que conseguían pases para cruzar el cordón, probó por vez primera la máquina de PSA. Era enorme, toda neón y cromo, y el dueño estaba muy orgulloso de ella: él mismo había ayudado a secuestrar el camión.
Si el caos de los noventa refleja un cambio radical en los paradigmas del alfabetismo visual, el alejamiento final de la tradición Lascaux/Gutenberg por parte de una sociedad preholográfica, ¿qué pode¬mos esperar de esta nueva tecnología, con sus promesas de codificación discreta y subsiguiente reconstrucción de toda la gama de las percepciones sensoriales?
Roebuck y Pierhal, Historia americana reciente: Panorama de sistemas

Avance rápido por el sibilante no-tiempo de cinta bo¬rrada...
...al interior del cuerpo de ella. Luz europea. Calles de una ciudad extraña.
Atenas. Avisos en caracteres griegos y el olor a polvo... ...y el olor a polvo.
Mira por los ojos de ella (pensando, esta mujer no te ha conocido todavía; apenas has salido de Texas) hacia el monumento gris, los caballos de piedra, donde las palomas revolotean en círculo...
...y la estática se apodera del cuerpo del amor, lo deja limpio y gris. Olas de ruido blanco rompen en una playa que no está. Y termina la cinta.

Ahora la luz del inductor está encendida.
Parker yace en la oscuridad, recordando los mil frag¬mentos de la rosa holográfica. Un holograma tiene esta cualidad: recuperado e iluminado, cada fragmento revela la imagen completa de la rosa. Cayendo hacia delta, él mismo ve la rosa, y cada uno de sus fragmentos esparci¬dos revela un todo que jamás conocerá: tarjetas de crédi¬to robadas... un barrio incendiado... conjunciones plane¬tarias de un desconocido... un tanque ardiendo en una autopista... un chato paquete de droga... una navaja au¬tomática afilada en hormigón, fina como el dolor.
Pensando: cada uno somos fragmentos de otro, y ¿fue siempre así? Aquel instante de un viaje europeo, abando¬nado en el mar gris de una cinta borrada: ¿está ella más cerca ahora, o es más real, porque él haya estado allí?
Ella lo había ayudado a obtener los documentos, le consiguió el primer trabajo en PSA. ¿Era ésa la historia de ellos? No, la historia era la superficie negra del deltai-nductor, el armario vacío, y la cama sin hacer. La histo¬ria era su aversión al cuerpo perfecto en el que desperta¬ba si bajaba la tensión, su furia hacia el conductor del taxi a pedal, y la negativa de ella a mirar hacia atrás entre la lluvia contaminada.
Sin embargo, cada fragmento muestra la rosa desde un ángulo distinto, recordó, pero delta se apoderó de él y no alcanzó a preguntarse qué podía significar eso.

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