8.6.10

EL CHICO ARTIFICIAL cap.1

de BRUCE STERLING

I

Reveria brilla, el borde del planeta delimitado en una confusión luminosa producto de su atmósfera, sus mares, vastos y poco profundos, centellean, sus grandes continentes de coral sobresalen marrones, verdes y blancos entre deshilachadas nubes. El cielo sobre Telset, mi ciudad isla, es tan límpido como el cristal del zoom de una cámara; antes de pasar la proyección he tenido cuidado de conectar con los satélites meteorológicos. El efecto es hipnótico y relajante; la cámara desciende rápidamente de arriba hacia abajo, pasando de una vista general de la ciudad a un distrito y luego a una simple calle, una persona, a mí, y mi propia imagen se infla hasta llenar por completo la pantalla. El sonido proclama:

«Damas y caballeros, el Chico Artificial. Esta proyección ha sido posible gracias al señor Richer Money Manies y el Chico Artificial. Todos los derechos reservados en C. R. Y. 499 por el Chico Artificial para la Compañía del Conocimiento Disonante, Reveria.»

La mayoría de mi audiencia eran flotantes, que circunvalan nuestro coralino planeta sobre plataformas orbitales del tamaño de ciudades. Yo mismo los traje a la superficie del planeta y me encargué personalmente de captar su atención durante estos primeros treinta segundos de proyección. Los reverianos orbitales piensan en Reveria como algo querido pero lejano, en cambio los habitantes de la superficie, como yo mismo, lo consideran más bien original y dulce. Yo rompo este efecto de distanciamiento. Permanezco erguido bajo la cámara descendente, mis pequeños ojos rasgados y delimitados por una línea negra tan fríos y malignos como los de una víbora Desafío al espectador. Creo en los retos directos: están en el corazón del combate artístico.

Generalmente me preguntan cómo me convertí en un artista del combate y por qué me llaman el Chico Artificial. Pero dejan de hacer esas preguntas impertinentes cuando he terminado de golpearles sin piedad. Cualquier entrevista formal que he concedido la he terminado siempre «perdiendo los nervios» y vapuleando sonoramente al periodista. Pero han pasado los días en los que yo creía esto necesario de cara a crearme una reputación de furia y violencia gratuita. Ahora, intento contarlo todo.

¿Por qué, pues, la gente me llama el Chico Artificial? Mi respuesta es que todo artista del combate debe tener un apodo, y mi característica ha sido siempre el tener un aspecto juvenil y una salvaje artificialidad. «Chico», en Reveria, significa persona joven, pero la palabra también puede aplicarse a alguien irreverente y con poco respeto por los demás.

Más adelante explicaré y analizaré mi imagen en la película, una imagen que conozco bien, una imagen que, de hecho, me obsesiona. Muchas veces, me he levantado en el ocaso y trabajado sin interrupción durante las dieciocho horas que dura la noche reveriana, editando y depurando mis propias cintas para el señor Manies y el mercado. La imagen que proyecta la cinta es la de un hombre muy joven. Resistente, pero no excesivamente fuerte ni musculoso; su piel de un marrón oscuro, curtida por el sol, bajo una delgada capa de aceite verdoso. Bajo, de un metro y sesenta y cinco centímetros de altura. Sobre su torso, una gruesa cazadora de cuero con adornos metálicos, sujeta a los hombros por dos anchas correas; un rígido y pesado collar protege la parte trasera de su cuello. Viste un pantalón metálico con elásticos en la cintura y articulaciones, y lustrosas zapatillas negras de combate. Su cabeza parece la apropiada para un cuerpo juvenil; su cara es imberbe y sin rasgos sobresalientes, de anchas mandíbulas, barbilla estrecha y puntiaguda y ojos oblicuos y rasgados, delimitados por pintura negra. Su pelo es poco común, cada hebra de cabello está individualmente laminada en plástico, formando una maraña de rígidas, negras y puntiagudas púas. Sobre él, suspendidas en el aire, seis pequeñas y silenciosas cámaras, cada una con dos sistemas de lentes y un equipo de sonido, cuidadosamente programadas. Estas cámaras flotantes van siempre con él.

En su mano derecha, descuidadamente, lleva su arma. Se trata de dos delicadas barras de cuarenta y cinco centímetros de largo cada una, cubiertas de un plástico negro almohadillado y repelente de sangre, unidas por los extremos a una reluciente cadena de metal de veinte centímetros. Agarra una de sus barras por la mitad, dejando la otra libre. El sólido relleno de metal bajo la cubierta de plástico asegura un contundente impacto, mientras que la suave maleabilidad del plástico proporciona mejores golpes contundentes que los actuales desgarramientos y destrozos producidos por los sólidos mangos de metal. Pero, sobre todo, en lo que más cree el Chico Artificial es en el arte del combate. El arte en el combate te permite tener a tus oponentes sumidos a tus pies, aturdidos, insensibles y sin conocimiento. Combatir actuando no es arrancarle a uno grandes pedazos de carne sangrante.

El Chico Artificial se mueve con gracia felina. Es perfectamente consciente en todo momento de la exacta posición de cada centímetro de su cuerpo; su arma se agita como una cosa viva, obediente a sus deseos; no en vano tiene noventa y ocho largos años de experiencia. «¿Noventa y ocho años, Chico?» Puedo oír a mi audiencia preguntar. «¿No son veinte años más de los que has estado vivo?» Exactamente. Y es por esto por lo que soy el Chico Artificial.

Tengo los primeros momentos de mi «nacimiento» filmados en cinta. Fueron rodados por el profesor Crossbow, mi tutor durante los primeros veinte años de mi vida, una persona con la cual tengo una profunda deuda. Era gran habilidad de eso (el profesor Crossbow es un neutro, así que me referiré a eso como «eso», siempre he preferido el pronombre) tomar planos de acercamiento a mi cara. En los primeros momentos de la cinta, resulta obvio que, aparte del hecho de que él no dice absolutamente nada, estamos mirando a Rominuald Tanglin, mi personalidad anterior. Tiene doscientos veintiún años estándares y éstos son los que aparenta. Líneas de locura surcan su cara; sus ojos se mueven rápidamente de un lado a otro como dos pelotas negras al rojo vivo; hay tensión en la pálida línea de sus fruncidos labios. Está a punto de realizar un suicidio mental. Su cabello le baja hasta los hombros y sus maneras tienen esa especie de frivolidad del viejo estilo; hay media docena de puntitos rasurados en donde los contactos metálicos tocarán su cabeza, confiriéndole un aire peculiar de artificiosidad.

La máquina que va a matarlo desciende sobre él, desplegando seis contactos relucientes. Tanglin no dice nada todavía, pero su garganta se mueve visiblemente. Se produce el contacto; hay una descarga; Tanglin muere instantáneamente y sus ojos están cerrados. Su cara reposa con total relajación. La fina barbilla se desencaja y se forma un hilillo de baba en la comisura del labio inferior; aparece la mano de Crossbow que lo limpia con una esponja. El cuerpo, momentáneamente vacío de toda personalidad, reposa en la silla, pero unos brazos de plástico transparente, difícilmente visibles, mantienen la cabeza derecha. Se forman lágrimas en los conductos abiertos de los ojos que resbalan por las mejillas sin vida. El borrador de memoria ha hecho su trabajo. La mente de Tanglin se ha ido, su personalidad ha sido arrancada. La máquina se separa de la cabeza. Enseguida, Crossbow limpia las lágrimas y quita las abrazaderas de la cabeza. A los pocos segundos vuelve la consciencia, he nacido y alzo mi cabeza.

«Hola», dice cortés Crossbow. Fascinado, levanto mi mano y toco la fría humedad de mis mejillas. «Hola», digo mientras me restriego los ojos con los dedos.

Crossbow: ¿Sabes quién eres?

Yo: Sí. Soy R. T. (pausa) R. T. Arti. (Masco las palabras mientras muevo mi boca).

Crossbow: ¿Y sabes quién soy yo?

Yo: Sí. Eres mi amigo, el profesor Crossbow. Estamos en tu casa, en Reveria.

Crossbow: (con infinita delicadeza) ¡Muy bien! (yo sonrío radiante). Caminemos un poco, Arti, ¿quieres? Estupendo. (Me levanto de la silla. Soy un recién nacido, pero mi cuerpo no ha olvidado sus reflejos. Comienzo a pasear por la habitación con la antinatural seguridad y gracia de esos cientos de años de experiencia. La cámara nos sigue. Los recuerdos parecen amenazantes, voluminosos y angulares en la habitación de Crossbow, a pesar de su calidez, de los gratos paneles de madera, de su mobiliario y sus tiros de aire, de sus terrarios y acuarios de cristal, de su pantalla de proyección.) Allí. ¿Cómo te sientes ahora, Arti?

Yo: Me siento estupendamente, profesor.

Crossbow: ¡Maravilloso! Ahora bebe esto (me pasa una taza de cerámica llena de un espeso líquido negro prácticamente cristalizada con inhibidores de la testosterona) y después nadaremos en el acantilado. Más tarde cenaremos y entonces será momento de empezar con tus lecciones. ¿No estarás dormido, verdad?

Yo: (dejando a un lado la taza vacía) ¡No! (impaciente) Vayamos a nadar.

La cinta acaba cuando salimos por la puerta. Crossbow no era especialmente entusiasta de las cintas de vídeo, excepto cuando se trataba de su trabajo científico, en el cual la Academia exigía una meticulosa grabación de cada paso del proceso científico.

No así Rominuald Tanglin. Tanglin, o «el Viejo Papá» como mis amigos y yo mismo habíamos llegado a llamarle, era un fanático creyente del poder del vídeo. Era un constructor de imágenes, y en un momento determinado, uno de los más poderosos políticos del planeta Niwlind (a pesar de que aquel mundo era bien conocido por la retorcida habilidad de sus intrigas). Yo no llegaba a tanto, pero sentía que había heredado algo de sus destacadas habilidades en este campo.

Para Tanglin debió ser muy duro destruir cientos de años de cintas grabadas en el ordenador personal que yo había heredado de él, pero era consciente que esa vasta carga de recuerdos podría destruir una joven personalidad en desarrollo. Aun así, me dejó las grabaciones de los dos últimos años de su vida, cuidadosamente editados, con el legado de todos sus gestos y ademanes. Este ordenador, un modelo muy desarrollado de Niwlind, fue especialmente diseñado para Tanglin; él lo conocía mucho mejor de lo que yo pueda hacerlo nunca. Escondió cuidadosamente sus últimas cintas en algún sitio de la memoria, de tal forma que un programa virus las activaba de acuerdo a unos códigos variables. Las cintas iban personalmente dirigidas a mí, casi siempre precedidas por la carátula del insano rostro del Viejo Papá. Siempre me las dirigía como «Chico» o «Hijo», así que ni tan siquiera mis más cercanos amigos conocían nuestra verdadera relación.

¿Con cuánta frecuencia me he encontrado de repente con los desvaríos del Viejo Papá mientras visionaba sin descanso las cintas de mis proezas en los combates? Docenas de veces al menos; de hecho, su holograma proyectado aparecía y desaparecía constantemente por la casa. Me instruía en técnicas de política, o me hablaba de la perfidia de su esposa Crestillomeem, o de la acechante presencia de criaturas alienígenas a las que él llamaba «sanguijuelas». Estas «sanguijuelas» fueron su particular obsesión durante los últimos meses. Decía que había desarrollado sus técnicas en el manejo del arma para protegerse de «ellos». «Ellos», insistía, eran los degenerados supervivientes de la Cultura Antigua; de piel gris y huesos de caucho, con brillantes, huecas calaveras delineadas dentro de un tosco vestido de fibra negra. Por supuesto, estas locas afirmaciones no tenían la más mínima prueba de realidad. Según fui creciendo, dejé de creer en ello.

Había cientos de cintas. Debió haber hecho una cada día durante los dos años de descontaminación que pasó en el anillo orbital de emigración. Durante su última semana, en la casa del profesor Crossbow, en los Acantilados de Tethys, a sesenta millas de Telset, estuvo editándolas. Algunas cintas, especialmente aquellas en las que vierte detalles sobre su paranoica teoría acerca de la Cultura Antigua, emanan una intensa convicción que demuestra cómo debió haberse servido de sus habilidades para llegar a la privilegiada posición de Primer Secretario del gobierno de Niwlind.

¿Por qué me he convertido en un luchador artista? Bien, ¿qué más hay? Era joven, aunque aún poseía la gracia habitual de la edad. Mi cuerpo todavía recordaba su antiguo tren de combate. Y el arte en el combate es algo que todo joven persigue; es necesaria la vitalidad de la juventud, su despreocupación, su temeridad. Este tiempo moderno es duro para los jóvenes. Nuestros remotos antepasados, y algunos humanos contemporáneos, eran lo bastante estúpidos como para vivir en planetas de baja tecnología y morir pronto, algunos incluso antes de un solo siglo de vida. No eran capaces de vivir una y otra vez, suprimiendo con el peso de tantos siglos de poder y experiencia a su hijos e hijas. Es difícil encontrar un sitio para respirar cuando eres joven; es difícil para alguien que tiene doscientos años entender los sentimientos de otro que tiene dieciocho. Una respuesta de Revería ha sido la Zona Descriminalizada, un área libre de toda limitación legal o social.

Cuando la Zona Descriminalizada fue abierta, hace veinte años, muchos ciudadanos se asombraron y escandalizaron por el repentino brote de violencia anárquica que surgió entre las pequeñas bandas de errantes, ociosos, peligrosos y desafiantes delincuentes. Sus violentas actividades captaron el interés y la simpatía de otros muchos que padecían una frustración similar. Las filmaciones que contenían escenas de personas golpeadas salvajemente comenzaron a tener una audiencia cada vez mayor, y no sólo entre la masa juvenil. El dinero del vidente comenzó a introducirse en la industria. Comenzaron a ponerse de moda diversas formas de arte en el combate, los indisciplinados matones comenzaron a desaparecer pronto, y el combate artístico llegó a ser una profesión.

En la casa del profesor al nordeste de Telset, sobre un acantilado del continente Aeo, yo era un devoto seguidor. Al principio, el profesor lo desaprobaba, pero poco a poco, según iba creciendo, dejó que tomase mis propias determinaciones. En cierta manera, cada vez le veía menos neutro según iba explorando los acantilados y documentando la increíblemente intricada ecología de Reveria.

Un día dejé una simple nota al profesor y embarqué en mi bote rumbo a la ciudad. Tardé dos semanas en establecerme y volví a por mi computadora. Mi nota no estaba, pero así era el profesor. Mi partida le había liberado de su última responsabilidad. Imaginé que mi viejo tutor se había echado a la mar y que sencillamente se dejaba llevar por la superficie del Golfo de la Memoria.

Pronto descubrí que amaba Telset. Es una isla de doce millas de largo por cinco de ancho, plantada como una joya en las brillantes aguas del Golfo de la Memoria. Tiene la forma de una huella de zapatilla. La parte más norteña es Prospect Point; la ciudad original, Vieja Telset, está en el centro del acantilado este. Los orbitales pueden ver el golfo como una unidad: un lago del tamaño de un océano, completamente rodeado por los arrecifes de coral del continente atolón que llamamos Aeo.

Hace quinientos años, los conquistadores de Reveria sumieron Telset en un estado de roja y ardiente oscuridad con sus láseres orbitales, matando a todos los nativos. Cuando la superficie se enfrío, poblaron los suelos estériles con su propia fauna y flora, la mayoría traída de Niwlind. Las especies foráneas evolucionaron bien, pero según fue pasando el tiempo comenzaron a sucumbir ante las especies nativas, más arraigadas, que eran transportadas por el viento y los pájaros. Ahora la isla es una mezcla dispar de especies de una docena de planetas distintos, cada una ocupando su nicho dentro de un ecosistema caótico y cosmopolita.

Los límites de la ciudad de Telset son difusos; sus modernas villas de granito, travertina, mármol, metal o madera se dispersan por toda la isla. Ocultas en los bosques o medio enterradas entre acantilados, atisban por encima de la hierba, agazapadas en cañadas, calas y valles. Telset es como un laberinto de cables; lo cual hace de ella una ciudad poco compacta. El entretenimiento principal de sus habitantes son lo vídeos: vídeos aburridos, de arte, sobre la vida, el pasado. Es nuestra forma de vivir.

He explorado Telset a pie y en zumbador. Conozco los grandes, amazacotados y desiertos edificios del Viejo Telset como la palma de mi mano; la mayor parte del Viejo Telset es ahora la Zona Descriminalizada, mi campo de acción. Conozco a la perfección los canales de los Acantilados de Telset —tal vez demasiado bien—; los he recorrido en mi pequeño esquife Azote de los Mares y he nadado entre ellos y explorado con zumbadores acuáticos. He visto castores marinos, pesados tragabarros, patinadores y rayas, estelantes, enmarañadores, espumeantes y cormoranes. He visto enormes holotaurios vomitando fango, tan grandes como casas, arrastrando su gomoso cuerpo a los acantilados, y los he acariciado con mis manos. He visto las vastas costras cilíndricas de la Torre de Coral y las he escalado, zambulléndome después desde su cumbre hasta el mar. He visto Telset, la he tocado, oído, palpado, y he olido el aroma salobre de su aire oceánico. Pero ante todo, he conocido a su gente.

Aquellos de entre mi audiencia que han seguido de cerca mi carrera (y sé de algunos que han formado verdaderas bibliotecas con mis cintas) saben que comencé mi carrera como joven miembro de Conocimiento Disonante, una secta dirigida durante los últimos ocho años por una espectacular pareja: Agente Escalofrío y su Dama Hielo. Hielo y Escalofrío fueron los responsables de mi desarrollo como actor y experto en cintas de vídeo. El hecho de que a veces haya desafiado y maltratado a alguno de sus miembros (Seis Dedos, Martillo, Multimáscaras, Tortazo Feliz, Mosca Bill Flaco, Cadenas, Cerebro, Sumo, Cojo o Párpados) no quiere decir que no sienta un sincero afecto por todos esos extraordinarios artistas y luchadores.

Ellos me proporcionaron mis primeras cámaras. Me contaron innumerables trucos para la correcta representación de una obra dramática. Me ayudaron a encontrar mi primera casa. Me enseñaron cómo vestir, los rituales del combate y el Código del artista. El Código dirige nuestras vidas. Nos habríamos matado unos a otros hace tiempo si no fuese por el Código.

Tiene ocho años corrientes de existencia. Desde entonces, he escalado a lo más alto de este sangriento estandarte.

A pesar de la tecnomedicina, los artistas de la lucha pasan gran parte de su tiempo cicatrizando sus heridas. No se puede estar luchando continuamente, hay límites: las facturas del médico y el daño físico. Esto quiere decir que, incluso los mejores en el ranking de luchadores, tienen unas ganancias moderadas con respecto a la clase alta de Revería. Pero el dinero no lo es todo; en mi mente juvenil, la fama y el respeto significaban mucho más. Tenía suficiente dinero como para vivir cómodamente y sin ahogos en la Zona Descriminalizada. Mi casa tenía un sistema computerizado de alarma, y yo contaba con pagarés reales, una firme réplica del esmufo, y un guarda personal, Quade Altman.

¿Por qué un guardián humano cuando podía adquirir fácilmente una simple máquina que se encargase de sus desagradables tareas? Desde luego no era por sexo; mi libido estaba dormida desde que el profesor Crossbow me la dio, mi cara imberbe y mi voz suave y aguda eran prueba de ello. Tampoco era para guardar las apariencias reverianas típicas, estado-consciente y dominación-consciente. No, simplemente me gustaba porque era muy buena suplicando.

Todavía tengo el vídeo de nuestro primer encuentro. No pude resistir sus plegarias cuando se arrodilló ante mí entre los escombros de su mosaico en tres dimensiones. (Yo mido un metro y sesenta y cinco, mientras que Quade llega casi hasta los dos metros y medio.) Dos miembros de Estranguladores Perfectos habían irrumpido en su apartamento, ocultándose de los de Conocimiento Disonante durante una pelea. Como eran dos gamberros empedernidos, se dedicaron a destrozar sus obras de arte, unos excelentes mosaicos tridimensionales. Desafortunadamente para ellos, los gritos histéricos de Quade y el ruido de los mosaicos haciéndose trizas me alertaron; así que entré en escena y no paré de golpearlos hasta convertirlos en pulpa. Fue maravilloso; mis cámaras lo captaban todo mientras Quade sufría un cambio en sus maneras que me cautivó. Cayó de rodillas en su increíble longitud, echó sus brazos sobre mi cuello y comenzó a suplicar; literalmente me rogó que la protegiera y la llevara a un lugar seguro. Dudé: en aquellos días quería tener una imagen de inhumanidad. Pero finalmente decidí que así podría hacer cintas de vídeo nuevas y me la llevé; ella cayó desmayada. Después descubrí que esto le sucedía a menudo debido a ciertos problemas circulatorios producidos por la atmósfera de Revería; pero aquello fue una gran actuación, y además hizo algunos de sus mejores mosaicos en mi casa.

Llevaba conmigo dos años. Tenía la espinilla fracturada y estaba curándome, viendo vídeos y haciendo un poco de humo, cuando Quade entró en mi habitación con una luz de noche y algo de comida. «Las estrellas están preciosas esta noche», dijo distraída. Estaba ruborizada; sus ojos brillaban, y ese peculiar tono amarillento que a veces los nublaba había desaparecido. No sabía exactamente qué le sucedía, pero enseguida temí que era algo relacionado con el sexo; ella no tenía ningún amante. Yo había intentado vanamente durante dos años algo que consolase sus instintos, pero los resultados habían sido relativos. «¿Te froto la espalda?», murmuró. «¿Quieres que te coloque la almohada? ¿Te doy un masaje? ¿Te traigo las pesas?»

«Me mimas demasiado, Quade», dije. «Pero dame una servilleta, no me gusta tomar la comida caliente si estoy desnudo.» Levanté la tapa del recipiente; el vapor se diluyó en el aire. Había trocitos de raya asados con hierbas de los pantanos; ninguna proteína importada de los anillos. Tengo un gusto peculiar aunque a algunos les parece poco corriente. Algunos fanáticos pueden no estar de acuerdo pero, ya que conquistamos la isla, ¿por qué no disfrutar con sus manjares? Sería un insulto a Reveria actuar de otra manera; así podemos apreciar los bienes que nos reserva.

Quade abandonó la habitación de tres increíbles zancadas. Estaba a punto de empezar a comer cuando oí el sonido tintineante del comunicador personal. Apagué mi canal propio de vídeo y apareció la cara de sapo de mi genial amigo y patrón, Mr. Richer Money Manies.

«Hola, Money Manies», dije. «Encantado de verte.»

«Igual digo, Chico», dijo Manies, lamiéndose los labios. «Estás intentando seducirme con tu cuerpo atrofiado e imberbe ¿verdad? No has elegido bien tu verdadera vocación, querido. Deberías haberte dedicado al porno.»

«Lo siento», dije tapándome con la almohada. «No pretendo satisfacer tus depravados gustos.» Quade volvió para recoger la bandeja; la atraje sobre mí. «Quade, pequeña, acaríciame el pie», la dije, más que nada para pinchar a Manies. Mientras ella se arrodillaba al pie de la cama para acariciar adorablemente mis pies, cogí con los palillos un trocito crujiente de hierba y se lo ofrecí. Lo comió agradecida. Me aseguré que Manies lo veía todo a través de mi cámara. «Un maravilloso crepúsculo ¿verdad, Manies? Me he levantado a tiempo de verlo.»

«Sí, fascinante, fascinante», dijo distraído Manies, sus ojos azules se abrieron un poco. «Pero aún es posible darle un toque escarlata. Escucha, querido. Dentro de doce horas voy a dar otro de mis famosos desayunos. ¿Podemos quedar tres horas antes del amanecer? Necesito completar con urgencia un grupo de artistas del combate y tú eres el mejor de entre los mejores, Chico.»

«Apuesto que eso se lo dices a todos los luchadores que no puedes seducir», dije. «De cualquier forma, estaré allí. Supongo que es inútil que esta pierna herida te sirva de excusa.» Aparté la pierna en cuestión, mostrándole la envoltura transparente y los electrodos que ayudaban a regenerar el hueso. «Caminaré, así me mantendré en forma.»

Manies resopló. «¡Qué mundano! ¿Es este el Chico Artificial, la superestrella? Te enviaré a cuatro de mis más apetitosas pornoestrellas para que te transporten en una litera cubierta y perfumada. ¿Por qué correr riesgos? Podrías encontrar algún luchador descerebrado poco dispuesto a besar la punta de tu nunchako. No, deja que yo me encargue del transporte.» Hizo un ademán con sus gruesos dedos. «¿Qué has estado haciendo durante tu convalecencia, querido? ¿Visionando vídeos?»

«Exacto.»

«¿Qué canal?»

«Ninguno en especial; algunas cosas emitidas desde la zona desierta. Producto de algún flotante; el trabajo de ordenador es excelente. Hay algo que me interesa; ella trabaja con un zumbador manipulante. No es una observadora pasiva, capta cosas y las enfoca. Es una innovadora.» Cortamos nuestro canal de comunicación visual y conectamos con el 85. «Oh, conozco el trabajo de esa mujer», dijo Manies. «Es Cewaynie Wetlock. Es muy reciente, no tan vieja como tú.»

Nunca había oído hablar de ella. Nos dedicamos a criticar su trabajo durante dos horas. Manies me hizo jurarle que le haría una cinta con sus críticas (unas críticas que serían enviadas a Cewaynie Wetlock). El tiempo no significa nada para un reveriano de trescientos años, pero al ajado anciano le parecía correcto hacer los esfuerzos necesarios para divertirme.

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