de Oliverio Girondo
Ningún prejuicio más ridículo que el prejuicio de lo SUBLIME
Cenáculo fraternal,
con la certidumbre reconfortante de que, en nuestra calidad de
latinoamericanos, poseemos el mejor estómago del mundo, un estómago ecléctico,
libérrimo, capaz de digerir, y de digerir bien, tanto unos arenques
septentrionales o un kouskous oriental, como una becasina cocinada en la llama
o uno de esos chorizos épicos de Castilla,
Oliverio
CARTA ABIERTA(1)
A “LA
PÚA ”
Señor don Evar Méndez.
Querido
Evar: Un libro —y sobre todo un libro de poemas— debe justificarse por sí
mismo, sin prólogos que lo defiendan o lo expliquen.
Tú
insistes, sin embargo, en la necesidad de que lleve uno la presente edición.
Eludo y condesciendo a tu pedido, apuntándote la
carta que envié a “La Puá ”,
desde París; carta cuyo ingenuo escepticismo podrá, actualmente, hacernos
sonreír, pero que tiene, al menos, la ventaja de haber sido escrita
contemporáneamente a la publicación de mis 20 poemas.
Te abraza
O.G.
¡Qué quieren ustedes!... A veces los nervios se
destemplan... Se pierde el coraje de continuar sin hacer nada... ¡Cansancio de
nunca estar cansado! Y se encuentran ritmos al bajar la escalera, poemas
tirados en medio de la calle, poemas que uno recoge como quien junta puchos en
la vereda.
Lo que sucede entonces es siniestro. El pasatiempo se transforma en
oficio. Sentimos pudores de preñez. Nos ruborizamos si alguien nos mira la
cabeza. Y lo que es más terrible aún, sin que nos demos cuenta, el oficio
termina por interesarnos y es inútil que nos digamos: “Yo no quiero optar,
porque optar es osificarse. Yo no quiero tener una
actitud, porque todas las actitudes son estúpidas...
hasta aquella de no tener ninguna”...
Irremediablemente terminamos por escribir: Veinte
poemas para ser leídos en el tranvía.
¿Voluptuosidad de humillarnos ante nuestros propios
ojos? ¿Encariñamiento con lo que despreciamos? No lo sé. El hecho es que en lugar
de decidir su cremación, condescendemos en enterrar el manuscrito en un cajón
de nuestro escritorio, hasta que un buen día, cuando menos podíamos preverlo,
comienzan a salir interrogantes por el ojo de la cerradura.
¿Un éxito eventual sería capaz de convencernos de
nuestra mediocridad? ¿No tendremos una dosis suficiente de estupidez, como para
ser admirados?... Hasta que uno contesta a la insinuación de algún amigo:
“¿Para qué publicar? Ustedes no lo necesitan para estimarme, los demás...”,
pero como el amigo resulta ser apocalíptico e inexorable, nos replica: “Porque
es necesario declararle como tú le has declarado la guerra a la levita, que en
nuestro país lleva a todas partes; a la levita con que se escribe en España,
cuando no se escribe de golilla, de sotana o en mangas de camisa. Porque es
imprescindible tener fe, como tú tienes fe, en nuestra fonética, desde que
fuimos nosotros, los americanos, quienes hemos oxigenado el castellano,
haciéndolo un idioma respirable, un idioma que puede usarse cotidianamente y
escribirse de «americana», con la «americana» nuestra de todos los días...” Y
yo me ruborizo un poco al pensar que acaso tenga fe en nuestra fonética y que
nuestra fonética acaso sea tan mal educada como para tener siempre
razón... y me quedo pensado en nuestra patria que tiene la imparcialidad de un
cuarto de hotel, y me ruborizo un poco al constatar lo difícil que es apegarse
a los cuartos de hotel.
¿Publicar? ¿Publicar cuando hasta los mejores publican 1.071% veces más
de lo que debieran publicar?... Yo no tengo, ni deseo tener, sangre de estatua.
Yo no pretendo sufrir la humillación de los gorriones. Yo no aspiro a que me
babeen la tumba de lugares comunes, ya que lo único realmente interesante es el
mecanismo de sentir y de pensar. ¡Prueba de existencia!
Lo cotidiano, sin embargo, ¿no es una manifestación
admirable y modesta de lo absurdo? Y cortar las amarras lógicas, ¿no implica la
única y verdadera posibilidad de aventura? ¿Por qué no ser pueriles, ya que
sentimos el cansancio de repetir los gestos de los que hace 70 siglos están
bajo la tierra? Y ¿cuál sería la razón de no admitir cualquier probabilidad de
rejuvenecimiento? ¿No podríamos atribuirle, por ejemplo, todas las
responsabilidades a un fetiche perfecto y omnisciente, y tener fe en la
plegaria o en la blasfemia, en el albur de un aburrimiento paradisíaco o en la
voluptuosidad de condenarnos? ¿Qué nos impediría usar de las virtudes y de los
vicios como si fueran ropa limpia, convenir en que el amor no es un narcótico
para el uso exclusivo de los imbéciles y ser capaces de pasar junto a la
felicidad haciéndonos los distraídos?
Yo, al menos, en mi simpatía por lo contradictorio —sinónimo de vida— no
renuncio ni a mi derecho de renunciar, y tiro mis Veinte poemas, como
una piedra, sonriendo ante la inutilidad de mi gesto.
NOTAS
(1) Buenos Aires, agosto 31 de 1925.
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