Hasta el momento hemos sido bastante imprecisos con nociones como «el
mundo real» y la «existencia» de ondas de materia o superespacio. En este
capítulo nos enfrentaremos cara a cara con las preguntas fundamentales que
plantea la revolución cuántica y examinaremos en qué medida estos conceptos
poco habituales se suponen aplicables a algo verdaderamente objetivo o bien si
tan sólo son complicadas maquinaciones de los físicos para calcular
matemáticamente los resultados de medir entidades más concretas y conocidas.
Debe subrayarse desde un principio que de ninguna manera hay acuerdo
unánime entre los físicos, y menos entre los filósofos, sobre la naturaleza ni
sobre la existencia de la realidad, ni siquiera sobre su misma significación ni
sobre en qué medida las características cuánticas la socavan. Sin embargo,
desde hace alrededor de cincuenta años, están en el aire determinados problemas
y paradojas y, aunque no se han resuelto a satisfacción de todo el mundo,
resaltan las cualidades profundamente extrañas que la teoría cuántica ha
aportado a nuestro mundo.
La mayor parte de la gente tiene una imagen intuitiva de la realidad
según los siguientes principios. El mundo está lleno de cosas (estrellas,
nubes, árboles, rocas...) entre las cuales hay observadores conscientes
(personas, delfines, marcianos (?)...) independientemente de si han sido
descubiertos o de si podemos experimentar con ellos o medirlos en un futuro. En
resumen: hay un mundo «exterior». En la vida cotidiana no ponemos en cuestión
tal creencia. El monte Everest y la nebulosa de Andrómeda existían con toda
seguridad antes de que existiera nadie para comentar tal hecho; los electrones
zumbaban por el universo originario al margen de si, en último término,
aparecería el hombre en el cosmos, etcétera.
Puesto que los científicos han revelado y creen en las leyes de la
naturaleza, se acepta que el universo «late» por sí solo, sin ayuda y ajeno a
nuestra participación en él. Lo evidente de todo lo dicho hace aún más
sorprendente descubrir que carece de fundamento.
Es evidente que el mundo que una persona realmente experimenta no puede
ser del todo objetivo, puesto que experimentamos el mundo en una acción
recíproca. El acto de la experiencia requiere dos componentes: el observador y
lo observado. La mutua interacción entre ambos nos proporciona la sensación de
la «realidad» que nos envuelve.
Asimismo es obvio que nuestra versión de esta «realidad» estará coloreada
por nuestro modelo del mundo según lo ha erigido la experiencia anterior, la
predisposición emocional, las expectativas, etcétera. Evidentemente, pues, en
la vida cotidiana no experimentamos en absoluto una realidad objetiva, sino una
especie de cóctel de perspectivas internas y externas.
El objetivo de las ciencias físicas ha sido desprenderse de esta visión
personalizada y semisubjetiva del mundo y construir un modelo de la realidad
que sea «independiente» del observador. Los procedimientos tradicionales para
alcanzar esta meta son los experimentos repetibles, la medición mediante
máquinas, la formulación matemática, etc. ¿Hasta qué punto es logrado el modelo
que ha proporcionado la ciencia? ¿Puede verdaderamente describir un mundo que
existe con independencia de las personas que lo perciben?
Antes de ocuparnos de la teoría cuántica, es interesante volver a las
ideas de la mecánica de Newton, con sus imágenes de un universo mecánico
habitado por observadores que son meros autómatas, para ver hasta dónde se
puede llegar en la construcción de un modelo de este mundo. En el capítulo 3
hemos visto que es imposible hacer ninguna observación sin perturbar el sistema
que se observa. Para adquirir información sobre algo es necesario que alguna
clase de influencia se desplace desde el sistema que interesa al cerebro del
observador, quizás a través de una compleja cadena de aparatos. Esta influencia
siempre tiene una reacción refleja sobre el sistema de acuerdo con el principio
de acción y reacción de Newton, con lo que perturba ligeramente su estado. Ya
hemos citado un ejemplo sobre el movimiento de los planetas en el sistema
solar, cuyas órbitas son infinitésima pero inevitablemente perturbadas por la
luz con que los vemos. Podría pensarse que las perturbaciones debidas al
observador suponen un golpe mortal para la idea de que el universo es una
máquina, pero no es así. El cuerpo del observador –cerebro, órganos de los
sentidos, sistema nervioso, etc.– puede considerarse formando íntegramente
parte de la gran maquinaria cósmica, entendiendo el sistema total (observador
más observado) como una gran máquina que determina la inevitabilidad del
resultado de todas las mediciones.
En esta imagen newtoniana del universo, los observadores desempeñan
papeles predeterminados en la comedia sin iniciativa alguna.
Tampoco es necesario, según esta teoría, que todos los sistemas y todos
los procesos sean realmente observados para que existan: ¿quién negaría que los
eclipses ocurren aunque no haya nadie que los vea?
Las leyes de la mecánica de Newton permiten calcular la actividad de
cuerpos invisibles, desde los átomos hasta las galaxias, y comprobar las
predicciones mediante meras observaciones esporádicas.
El hecho de que los sistemas parezcan funcionar según estas predicciones
matemáticas refuerza la creencia de que eso es realmente «exterior», que opera
por sí mismo, sin necesitar que nuestra constante inspección lo haga latir.
Un rasgo central de esta visión newtoniana del mundo real es la
existencia de «cosas» identificables a las que, coherentemente, se pueden
adscribir atributos intrínsecos. En la vida cotidiana no tenemos dificultad en
aceptar, por ejemplo, que un balón de fútbol es un balón de fútbol, una cosa
concreta con propiedades fijas (redondo, de cuero, hueco...). No es una casa ni
una nube ni una estrella. El mundo se percibe como una colección de objetos
distintos en mutua interacción. No obstante, esta idea no es más que
aproximada.
Los objetos son distintos en la medida en que su mutua interacción es, en
un sentido vago, pequeña.
Cuando una gota de líquido cae en el océano interacciona fuertemente con
la gran masa de agua y queda absorbida por ésta, perdiendo por completo su
identidad. Tomando otro ejemplo, el feto sólo gradualmente adquiere una
identidad distinta de la madre conforme crece en el vientre. Hablando en
términos generales, cuando los objetos están a gran distancia los concebimos
distintos: los planetas del sistema solar, los átomos de Londres y Nueva York,
etc. Esto se debe a que todas las fuerzas interactivas conocidas disminuyen
rápidamente con la distancia, de tal modo que las entidades bien separadas se
comportan casi con independencia.
Desde luego, nunca son completamente independientes –siempre hay un
ensamblaje residual entre todas las cosas–, pero la noción de objetos distintos
y separados es muy útil en la práctica.
Hay una dificultad filosófica para atribuir identidad a las cosas, como
la de que el balón de fútbol es el mismo balón en todos los momentos. Cuando se
le da una patada pierde parte del cuero, gana barro y betún de la bota, expele
algo de aire, adquiere fuerza y rotación, etcétera. ¿Por qué pensamos en el
balón chutado como «el» balón? Del mismo modo, es una práctica habitual
atribuir identidades fijas a las personas, aunque todos los días parte de sus
células corporales son sustituidas, y su personalidad, emociones y recuerdos son
alterados por las nuevas experiencias de las últimas veinticuatro horas. No se
trata exactamente de la misma persona que conocimos ayer. En un plano aún más
básico, el balón de fútbol observado no puede ser precisamente el mismo que el
no observado como consecuencia de las perturbaciones provocadas por el mismo
acto de la observación.
La solución a estas dificultades parece ser que el universo, en cuanto
conjunto, es en realidad indivisible, pero podemos dividirlo de forma muy
aproximada en muchas pequeñas cosas cuasiautónomas cuya diferenciada identidad,
si bien susceptible de polémicas filosóficas, rara vez se pone en duda en la
vida ordinaria. Tanto si se considera el cosmos una máquina única como si se
considera una colección de máquinas laxamente acopladas, su realidad parece
estar sólidamente fundada por lo que respecta a la física de Newton.
Aunque estamos incrustados en esta realidad, la concebimos independiente
de nosotros y existente antes y después de nuestra existencia personal.
Debe mencionarse que esta concepción de la realidad ha sido criticada por
la escuela filosófica denominada positivismo lógico, que cree, por así decirlo,
que las proposiciones sobre el mundo que no pueden ser verificadas por los
seres humanos carecen de sentido.
Por ejemplo, afirmar que los eclipses ocurrían antes de que hubiera nadie
que pudiese verlos se considera una proposición sin sentido. ¿Cómo podrá
verificarse alguna vez su realidad? Para el positivismo extremo, la realidad se
limita a lo que realmente se percibe: no hay un mundo exterior que exista con
independencia del observador. Aunque se conceda que es imposible establecer la
realidad de los acontecimientos no observados por ningún medio operativo,
tampoco, en ese mismo sentido, puede demostrarse su irrealidad. Ambas nociones
deben considerarse carentes de sentido. La concepción positivista del mundo, al
menos en su forma extrema, no concuerda con la concepción de sentido común, y
pocos científicos se adhirieron a sus principios fundamentales. Además, ha de
hacer frente a sus propias objeciones filosóficas (por ejemplo, ¿cómo es
posible verificar la afirmación de que las proposiciones inverificables carecen
de sentido?). En lo que sigue supondremos que tiene sentido cierta noción del
mundo exterior, independiente de nosotros, y que las cosas existen aun cuando
quizás ocurra que nosotros nada sepamos de ellas.
Retomando ahora la teoría cuántica, ya podemos vislumbrar algunos de los
problemas que surgen en relación con la naturaleza de la realidad. Si bien un
balón de fútbol observado se diferencia infinitésimamente de un balón de fútbol
no observado, cuando llegamos a las partículas subatómicas el acto de la
observación tiene efectos drásticos. Como hemos señalado en el capítulo 3,
cualquier medición llevada a cabo sobre un electrón, por ejemplo, es probable
que tenga como resultado un retroceso grande e incontrolado de éste. No
obstante, el que se produzca una inevitable perturbación como ésta no socava la
idea de realidad; pero no hay modo de saber, ni siquiera en teoría, los
detalles de tal perturbación. No es posible, por ejemplo, atribuir
simultáneamente las propiedades de una exacta localización y un exacto
movimiento a los electrones. Existe también una profunda dificultad en relación
con la viabilidad de atribuir existencia independiente a los miembros
individuales de una masa de partículas subatómicas.
Puesto que todos los electrones son intrínsecamente idénticos, cuando se
acercan mucho no es posible decir cuál es cuál, pues su localización puede ser
más insegura que las distancias mutuas. Tampoco, como expusimos en el capítulo
3, es siempre posible decir por qué ranura de una pantalla pasa «en realidad»
un fotón o un electrón.
A pesar de esto, podría suponerse que es posible imaginar un microcosmos
donde los electrones y las demás partículas «realmente» ocupen posiciones
ciertas y se muevan según trayectos bien definidos, aun cuando nosotros seamos
incapaces de asegurar cuáles son en la práctica.
A primera vista, parece que la tan importante incertidumbre la introduce
de hecho el acto de la medición, como si de alguna manera el aparato utilizado
para sondear el microsistema inevitablemente lo hiciera vibrar un poco. En
cualquier caso, es evidente que el efecto vibratorio debe seguir operando
incluso sin nuestra interferencia directa, pues de lo contrario los átomos que
no estuvieran bajo observación directa no obedecerían las leyes cuánticas y
deberían desmoronarse sobre sí mismos.
Todavía es posible conjurar un cuadro en el que todas las partículas
subatómicas realmente ocupen una posición determinada y tengan una velocidad
concreta, aun cuando estén en plena actividad. Después de todo, sabemos que las
moléculas de un gas, por ejemplo, se agitan en rápido movimiento, actividad
ésta que es la causa de la presión del gas. Es imposible para nosotros seguir
las complicadas maniobras de miles de millones de pequeñas moléculas, de modo
que, para fines prácticos, existe una profunda incertidumbre sobre cómo se
comportarán las moléculas individuales de gas. Esta indeterminación de los
movimientos de las moléculas se debe meramente a nuestra ignorancia sobre sus
condiciones exactas y es similar a la incertidumbre del cara–y–cruz de que nos
hemos ocupado en el capítulo 1. En tales circunstancias, a los científicos no
les queda más remedio que utilizar métodos estadísticos, pues aunque el decurso
de cada molécula individual pueda ser muy inseguro, las propiedades medias de
una gran masa sí son posibles de estudiar, lo mismo que los hábitos
deambulatorios de los visitantes del parque presentan un orden colectivo a
pesar de la incertidumbre individual.
De este modo es posible calcular con exactitud las probabilidades de las
caras y de las cruces, o bien la probabilidad de que dos gases distintos se
entremezclen en un minuto, etc. Tal descripción de los sistemas compuestos de
elementos caóticos y aleatorios, hecha en términos de probabilidades, parece
aproximarse mucho a la descripción cuántica de las partículas subatómicas
individuales que se desplazan de manera probabilística. Por tanto, es natural
preguntarse si el comportamiento impredecible de, pongamos, un electrón tiene
su origen en fenómenos similares a los que hacen inseguro el comportamiento
global de la moneda lanzada al aire y de la caja de gases. ¿No sería posible
que el electrón y sus colegas subatómicos no fueran el nivel ínfimo de toda la
estructura física, sino que estuvieran sometidos a influencias
ultramicroscópicas que los hacen tambalearse? Si tal fuera el caso, la
incertidumbre cuántica podría atribuirse exclusivamente a nuestra ignorancia de
los detalles exactos de este substrato de fuerzas caóticas.
Cierto número de físicos han intentado construir una teoría de los
fenómenos cuánticos basada en esta idea, en la que las fluctuaciones en
apariencia caprichosas y aleatorias de los microsistemas no representan una
indeterminación intrínseca de la naturaleza, sino que son simples
manifestaciones de un nivel oculto de la estructura donde fuerzas complicadas,
pero absolutamente determinadas, hacen bambolearse a los electrones y demás
partículas. La indeterminación de los sistemas cuánticos, pues, tendría el
mismo origen que la indeterminación del tiempo atmosférico, que sólo puede
predecirse sobre bases probabilísticas (es decir, hay un cincuenta por ciento
de probabilidades de que llueva mañana) y plantearse en términos generales con
la ayuda de la estadística.
Hay dos razones por las que esta explicación de la indeterminación
cuántica no ha recibido el aplauso general. La primera es que necesariamente
introduce una gran complicación en la teoría porque, aparte de los electrones y
demás materia subatómica, necesitaríamos entender los detalles de esas
misteriosas fuerzas que hacen tambalearse a las partículas. ¿Cuál es su origen,
cómo actúan, qué leyes, a su vez, obedecen? La segunda razón es mucho más
fundamental y toca el auténtico meollo de la revolución cuántica y de toda
tentativa de otorgar realidad objetiva al mundo de la materia subatómica.
Buena parte de este capítulo se dedicará a analizar las portentosas
conclusiones que parecen ser insoslayables, cuando se examina la naturaleza de
la realidad a la luz de determinados experimentos subatómicos. El más famoso de
estos experimentos fue ideado en principio por Albert Einstein en colaboración
con Nathan Rosen y Boris Podolsky, ya en 1935, pero sólo en los últimos años ha
avanzado la tecnología de laboratorio hasta el punto de poder comprobar sus
ideas.
Los experimentos han confirmado que, al menos en forma simple, la
posibilidad de que la incertidumbre cuántica nazca exclusivamente de un
substrato de oscilaciones no es viable.
El principio que subyace a la «paradoja» de Einstein–RosenPodolsky, como
se ha venido a denominar, puede comprenderse imaginando que se ha disparado un
proyectil, pongamos por una pistola.
La experiencia demuestra que la pistola retrocede, de tal modo que la
fuerza hacia adelante de la bala queda exactamente equilibrada por una fuerza
igual y en dirección contraria de la pistola. Si la pistola y la bala tuviesen
la misma masa, ambas saldrían lanzadas en direcciones contrarias a la misma
velocidad. Ahora bien, si el proyectil se lanza de tal modo que adquiera una
rotación, el mismo principio exige que la pistola rote en sentido contrario.
Tanto el movimiento hacia adelante como el rotatorio de la bala reaccionan con
la pistola en el momento del lanzamiento impartiéndole un empuje en sentido
contrario.
Hay partículas subatómicas que emiten proyectiles rotatorios y sufren
retrocesos, y los experimentos demuestran que las reglas conocidas de la
mecánica también se aplican a estos movimientos. Las partículas incluso pueden
desintegrarse en una doble progenie idéntica, que sale lanzada en direcciones
opuestas y rotando en sentidos contrarios. Por ejemplo, el mesón pi, que es
eléctricamente neutro y no tiene «spin», explota en una diezmillonésima de
billonésima de segundo en dos fotones que se desplazan en direcciones opuestas,
uno de los cuales rota en el sentido de las agujas del reloj a lo largo de su
trayectoria, mientras el otro lo hace al revés.
Las reglas de la teoría cuántica exigen que sea igual de probable que el
fotón rote en cualquier sentido, puesto que por simetría, no hay ninguna razón
para que ningún sentido rotatorio tenga preferencia sobre el otro. Así pues, si
se mueven en dirección norte–sur, el que se dirige hacia el norte tiene las
mismas probabilidades de rotar en el sentido de las agujas del reloj como en
sentido contrario.
No obstante, si el fotón orientado hacia el norte rota en el sentido de
las agujas del reloj, el orientado hacia el sur debe hacerlo, para cumplir las
leyes de la mecánica mencionadas, en sentido contrario a las agujas del reloj,
y viceversa.
Debido a esta insoslayable correlación entre las direcciones de los dos
fotones, la medición del sentido en que gira uno de ellos aporta inmediatamente
la información sobre el sentido en que lo hace el otro.
Lo esencial de este ejemplo es que, tras la desintegración del cuerpo
progenitor, las dos partículas resultantes pueden alejarse a gran distancia. En
realidad, si la explosión ocurriera en el espacio exterior, las partículas
podrían seguir alejándose hasta distanciarse millones de años luz. Si medimos
el «spin», la observación local del sentido en que gira una de las partículas
aporta de inmediato la información correspondiente sobre la otra partícula, que
puede estar muy lejos. Ahora bien, de acuerdo con la teoría de la relatividad,
la información no puede trasladarse a mayor velocidad que la luz, de tal modo
que la adquisición instantánea de un conocimiento sobre la partícula situada en
un lugar muy lejano podría quebrantar este principio fundamental. En el caso de
la bala y la pistola, el sentido común nos dice que, mucho antes de que se
observe el sentido de la rotación, la bala ya está «realmente» rotando,
pongamos, en el sentido de las agujas del reloj y la pistola en sentido
contrario, y el único efecto de la medición consiste en hacer ese conocimiento
accesible al observador. Lo cual no equivale verdaderamente a enviar una señal
a mayor velocidad que la luz, puesto que ninguna influencia física se desplaza
entre los dos cuerpos. De modo que, contando con la existencia de un mundo
real, independiente de nuestro conocimiento y de nuestra intención de hacer una
observación, que contiene objetos reales (pistolas, balas) con atributos fijos
y significativos (rotación, alejamiento), no hay conflicto entre los principios
de la relatividad y la incapacidad para enviar señales a una velocidad mayor
que la de la luz.
Resulta asimismo natural extender esta imagen al terreno subatómico y
suponer que las dos partículas están «realmente» rotando en tal y cuál sentido,
con independencia de si nosotros tratamos de descubrirlo mediante un
experimento. Ahora se demostrará que la naturaleza ondulatoria de las partículas
subatómicas derriba toda tentativa directa de defender que tales entidades se
están «realmente» comportando de una determinada manera antes de que las
observemos.
Escojamos como las dos partículas que se alejan dos fotones de luz. En
lugar de ocuparnos de su «spin», como antes, es más fácil estudiar una
propiedad emparentada llamada polarización, pues es conocida en la vida
cotidiana y se trata asimismo de una cualidad que los físicos han medido
realmente y que permite verificar experimentalmente lo que a continuación
describiremos. Las gafas de sol modernas suelen llevar cristales polarizados y
comprender su funcionamiento es, en esencia, todo cuanto se precisa para
entender por qué el mundo no es tan real como podría parecer. La luz es una
vibración electromagnética y cabe preguntarse en qué dirección vibra el campo
electromagnético. Un estudio matemático, o bien algunos sencillos experimentos,
demuestran que si la onda se desplaza, pongamos, verticalmente, entonces las
vibraciones siempre son horizontales; el movimiento de la onda es transversal a
la dirección de desplazamiento. Por razones de simetría, un rayo de luz
vertical elegido al azar no mostrará ninguna preferencia por ningún plano
horizontal especial en el que vibrar; puede hacerlo de norte a sur o de este a
oeste o en cualquier otra dirección intermedia. Lo que importa en los cristales
polarizados es que sólo son transparentes a la luz que vibra en un determinado
plano. Al examinar la luz que brota de tal polarizador, encontramos que toda
vibra en un plano concreto, de manera que éste actúa como un filtro que sólo
permite el paso de la luz que vibra en el plano elegido. Esta luz se denomina
«polarizada». Como es natural, somos libres de elegir el plano de polarización
girando el polarizador.
Supongamos ahora que colocamos un segundo polarizador detrás del primero.
Si sus dos planos se sitúan en paralelo, toda la luz que pasa por el primero
también atraviesa el segundo, puesto que este último acepta la luz con su misma
polarización. Por el contrario, cuando el segundo polarizador se sitúa
perpendicularmente al primero no pasa ninguna luz.
Por último, si el segundo polarizador se coloca en ángulo agudo entre
ambas posiciones extremas, entonces parte de la luz, pero no toda, atravesará
el segundo polarizador. Esta es la razón, dicho sea de paso, de que se utilicen
polarizadores en las gafas de sol, porque una buena parte del brillo que se
refleja en el cristal o en el agua, y también parte del brillo del cielo, queda
parcialmente polarizado por el proceso de la reflexión, de modo que, a menos
que las gafas de sol se sitúen en el plano de esta luz polarizada, bloquean una
buena parte de la misma.
La razón de que el polarizador siga aceptando por lo menos una fracción
de la luz que vibra oblicuamente con respecto a él puede entenderse mediante
una analogía con la acción de empujar un coche (véase capítulo 3). La vibración
de la luz también es un vector y, si coincide con el ángulo del polarizador,
entonces lo atraviesa, pero si es perpendicular, no pasa:
la luz queda bloqueada. Lo que importa aquí es que es posible empujar un
coche con moderada eficacia mediante una fuerza oblicua, pongamos, al tiempo
que se apoya uno contra la puerta del conductor con objeto de poder manejar el
volante.
Cuanto más cerrado sea el ángulo de empuje con respecto a la línea de
movimiento, más eficaz será la respuesta del vehículo. Del mismo modo, la luz
oblicuamente polarizada también tiene efectos parciales: una parte de la luz
pasa.
Considerar que el vector está compuesto de dos componentes, ayuda a
entender este logro parcial. En el caso de la luz, esto significa considerar
que la onda luminosa consta de dos ondas superpuestas, una de las cuales vibra
paralelamente al plano del polarizador mientras la otra ondula en posición
vertical. Cuanto más cerrado es el ángulo de polarización con respecto al plano
del polarizador, mayor será la proporción de la primera onda a expensas de la
segunda. El paso de una fracción de luz oblicuamente polarizada a través del
polarizador resulta ahora fácil de entender: la onda de la componente paralela
lo atraviesa íntegramente, pero toda la onda perpendicular queda bloqueada.
Estos experimentos tan razonables adoptan un aspecto algo peculiar cuando
se tiene en cuenta la naturaleza cuántica de la luz, pues el rayo de luz
consiste en realidad en una corriente de fotones, cada uno de los cuales tiene
su propio plano de polarización. Como sabemos que ningún fotón individual se
puede dividir en dos componentes, debemos concluir que el fotón oblicuamente
polarizado pasa o es bloqueado según una cierta probabilidad. Por ejemplo, un
fotón de 45” tiene el cincuenta por ciento de probabilidades de pasar. Sin
embargo –y esto es de crucial importancia–, una vez que ha pasado el fotón debe
emerger con una polarización paralela a la del polarizador puesto que, como ya
hemos visto, la luz que ha atravesado el polarizador emerge completamente
polarizada en el mismo plano.
La conclusión es que, cuando el fotón interacciona con el polarizador, su
plano de polarización cambia para adaptarse al del polarizador. Podemos hacerlo
pasar (con una cierta probabilidad) por un segundo, un tercero o más
polarizadores, cada uno de ellos relativamente inclinado con respecto al
anterior, y cada vez, al atravesarlos, el fotón saldrá con un nuevo plano de
polarización. De hecho, se puede inclinar el plano hasta hacerlo perpendicular
al plano original. Es como si cada vez que el fotón chocase con el polarizador,
fuera golpeado o arrojado a una nueva condición de polarización. Si
consideramos el polarizador como un burdo instrumento de medir o un detector de
fotones, podemos decir que existen dos posibles resultados de la medición: o
bien el fotón pasa o bien queda bloqueado. Todo lo que sabemos con seguridad es
el estado del fotón una vez aceptado, pues entonces sabemos que está polarizado
en el mismo plano que el polarizador. Si nos preguntamos cuál es la
polarización del fotón antes de hacer la medición, es decir, antes de que
emerja del polarizador, entonces se plantea una dificultad, pues al parecer el
polarizador ha perturbado el estado del fotón e impuesto su propio plano. Sin
embargo, se podría seguir argumentando que el fotón tenía «realmente» un
determinado estado de polarización antes de la medición, pero que debido a la
tosquedad del polarizador esa información se esfumó cuando el fotón chocó con
el polarizador.
Considérese, por ejemplo, un fotón de 45” que tiene el cincuenta por
ciento de probabilidades de atravesar el polarizador. Da la impresión de que el
polarizador tiene éxito en corregir por término medio a la mitad de los
fotones; los restantes quedan descartados y no lo atraviesan.
Llegamos ahora al punto central del razonamiento de
Einstein–Podolsky–Rosen. Supongamos que, en lugar de un fotón, estudiamos dos
que se desplazan en sentidos contrarios, emitidos como consecuencia de la
desintegración de otra partícula, o de la descomposición de un átomo. Así como
las leyes fundamentales de la mecánica exigen que los dos fotones roten uno en
el sentido de las agujas del reloj y otro en el sentido contrario, también las
polarizaciones deben estar correlacionadas: por ejemplo, pueden ser paralelas.
Esto significa que la medición de la polarización de un fotón nos dice
inmediatamente la del otro, sin que importe la distancia a que se encuentre
situado en el tiempo. Pero ya hemos visto que el resultado de una medición sólo
puede ser «sí» o «no», según que el fotón pase o no pase a través de un
polarizador. Sólo podemos afirmar el estado en que se halla el fotón «después»
de que haya tenido lugar la medición, es decir, cuando emerge del polarizador,
y eso es cierto cualquiera que sea el ángulo en que situemos el polarizador.
Sólo podemos detectar los fotones en uno de estos dos estados: paralelos o
perpendiculares al polarizador (que corresponden a «sí» y «no»). No obstante,
la elección de «cuáles» dos estados dependen absolutamente de nosotros; el
polarizador puede orientarse arbitrariamente. Las consecuencias verdaderamente
desconcertantes de esta libertad resultan patentes si utilizamos dos
polarizadores paralelamente orientados e interponemos uno de ellos en la
trayectoria de cada uno de los fotones correlacionados. Puesto que imponemos
polarizaciones paralelas, cualquiera que sea la medida de la polarización del
fotón en uno estamos obligados a encontrar la misma en el otro, pero como en
realidad sólo hay dos estados de polarización medibles (es decir, paralelo y
perpendicular), la decisión «sí»–«no» de un polarizador debe ser idéntica a la
del otro.
Es decir, cada vez que uno de los fotones pasa por un polarizador, el
otro «debe» permitir que también lo atraviese el otro fotón, y siempre que se
bloquee uno de los fotones, lo mismo debe ocurrirle al otro. Por singulares que
puedan parecer estas ideas, han sido cuidadosamente comprobadas mediante
experimentos de laboratorio y se han comprobado los detalles aquí descritos.
La profunda peculiaridad de este resultado es evidente cuando se
comprende que los fotones pueden haberse alejado millones de kilómetros en el
momento en que chocan con los respectivos polarizadores, pero que sin embargo
siguen cooperando en cuanto a su comportamiento. El misterio consiste en ¿cómo
«sabe» el segundo polarizador que el primero ha dejado pasar el fotón, para
poder hacer lo mismo?
Los experimentos pueden realizarse simultáneamente, en cuyo caso estamos
seguros, basándonos en la teoría de la relatividad, de que ningún mensaje puede
transmitirse a mayor velocidad de la que se mueven los propios fotones entre
los polarizadores que diga: «déjesele pasar». De hecho, situando los
polarizadores a distintas distancias del átomo en desintegración podemos
arreglárnoslas para que un experimento ocurra antes que el otro, descartando en
consecuencia toda posibilidad de que un polarizador transmita la señal al otro
o dé lugar a que éste acepte o rechace el fotón. En realidad, la teoría de la
relatividad permite que observadores en distintas condiciones de movimiento
estén en desacuerdo sobre el orden temporal de dos acontecimientos muy
alejados, de modo que si se alegara que el polarizador A hace que el B acepte o
rechace como consecuencia de su propia decisión, ¡quien se moviera de distinta
manera podría ver que B acepta o rechaza a A «antes» de que tan siquiera sepa
qué hacer con su fotón!
Estas observaciones ponen en claro que la indeterminación del micromundo
no puede ser obra del aparato de medición, ni tampoco de los bamboleos
aleatorios que sufren los fotones en su camino, pues entonces no habría ninguna
razón para que dos polarizadores distintos cooperaran de esta llamativa manera
en bloquear o dejar pasar al unísono a sus respectivos fotones. Si cada fotón
recibiera su plano de polarización al azar, no habría razón para que llegasen a
sus respectivos polarizadores situados exactamente en el mismo plano.
Sería de esperar que, como media, la mitad de los fotones fueran
aceptados por un polarizador cuando el otro rechaza su fotón, pero esto está en
clara contradicción con las anteriores predicciones de la teoría cuántica y con
los experimentos que las han verificado. La conclusión debe ser que la
incertidumbre subatómica no es una mera consecuencia de nuestra ignorancia
sobre las microfuerzas, sino que es inherente a la naturaleza: una absoluta
indeterminación del universo.
El experimento Einstein–Rosen–Podolsky tiene asombrosas implicaciones
sobre la naturaleza de la realidad si se toma literalmente. Sólo es posible
retener un último vestigio de sentido común alegando que, cuando ambos
polarizadores colaboran misteriosamente en aceptar simultáneamente a los fotones,
será porque tales fotones están en todo momento «realmente» polarizados de
forma exactamente paralela a los polarizadores, lo que asegura su paso final
por los respectivos polarizadores, y que los bloqueados estaban «realmente»
vibrando siempre perpendicularmente a los polarizadores. Pero el absurdo de
este último y desesperado intento de aferrarse al mundo «real» no radica
únicamente en el hecho de que el átomo original debe estar obligado a saber en
qué ángulo se colocan los polarizadores, sino que incluso podemos alterar ese
ángulo después de que los fotones hayan sido emitidos. Es difícil de concebir
que el comportamiento del átomo pueda estar influido por nuestra decisión de
experimentar en algún momento futuro sobre el fotón que emite. Como todos los
demás átomos emiten afortunadamente fotones con toda clase de polarizaciones,
de modo perfectamente aleatorio cuesta creer que nuestros caprichos
experimentales afecten a uno en concreto, sobre todo teniendo en cuenta que
podemos elegir detectar fotones de átomos situados a millones de años luz de
distancia, al final del universo.
Si no bastaran estas objeciones, es posible demostrar matemáticamente que
si los fotones estuvieran realmente «o bien» en un estado (paralelo a los
polarizadores) «o bien» en el otro (perpendicular), entonces la cooperación
«sí, no» fallaría. La correlación entre los dos polarizadores sólo puede
lograrse si la onda que describe el fotón es una genuina superposición de ambas
alternativas.
La naturaleza ondulatoria de los procesos cuánticos participa en todo
esto de manera vital. Para eliminar absurdos como que los átomos prevean
nuestros experimentos, supongamos que disponemos de un rayo de fotones
polarizado en un plano concreto por el sistema de haberlo hecho pasar
previamente por un polarizador. Cuando los fotones se aproximan a otro
polarizador que está inclinado con respecto al primero, pueden ser aceptados o
bien rechazados, según una determinada probabilidad que depende de manera
aritméticamente simple del ángulo de inclinación. Si es de 45” pasarán por
término medio la mitad de los fotones. Desde esta perspectiva, cabe imaginar
que el rayo polarizado está compuesto de dos ondas de la misma fuerza, una
paralela y otra perpendicular al segundo polarizador. Estas dos ondas deben ir
«juntas» con objeto de constituir la onda original polarizada sin inclinación.
Los efectos de interferencia entre las dos ondas desempeñan una función
esencial. No es posible decir que la onda paralela ni la perpendicular existan
solas, pues eso contradice el hecho que ya conocemos de que la onda no está
polarizada paralela ni perpendicularmente al segundo polarizador, sino con un
ángulo de 45”. Cuando se trata de un único fotón las implicaciones son
fantásticas. No es posible decir que este fotón tenga una polarización paralela
ni perpendicular respecto al polarizador, pero, puesto que la interferencia de
la onda sigue existiendo incluso para una sola partícula, «ambas» posibilidades
deben coexistir y superponerse. Además, el ángulo del polarizador, y de ahí la
combinación relativa de las dos alternativas, ¡depende por completo del control
del experimentador! Hay que subrayar que la indeterminación cuántica no
significa simplemente que no podamos saber cuál es el plano de polarización que
realmente posee el fotón: significa que la idea de un fotón con un plano
concreto de polarización es algo que no existe. Hay una incertidumbre inherente
en la «identidad» del mismo fotón, no sólo en nuestro conocimiento del fotón.
Del mismo modo, cuando se dice que no estamos seguros de la localización de un
electrón, no se trata simplemente de que el electrón «esté» en un sitio u otro,
que nosotros no podemos asegurar. La incertidumbre se refiere a la misma
identidad del «electrón–en–un–sitio».
Dentro del espíritu de la idea de superespacio, podemos considerar las
ondas de los fotones como representaciones de dos mundos, uno en el que el
segundo polarizador acepta el fotón y otro en el que es rechazado. Además,
estos dos mundos pueden ser muy distintos, pues el fotón aceptado puede
proseguir y disparar, por ejemplo, un detonador que haga explotar una bomba de
hidrógeno. No obstante –y ésta es la culminación del largo análisis de este
capítulo–, estos dos mundos no son realidades independientes. No son mundos «alternativos»;
se «superponen» entre sí. Es decir, los cruciales efectos de interferencia
causados por la superposición de las dos ondas demuestran que, antes de que el
segundo polarizador decida sobre el sino del fotón, «ambos» mundos están
combinados. Sólo cuando por fin el polarizador decide, los dos mundos se
convierten en alternativas distintas de «realidad». El efecto de la medición
Por el segundo polarizador consiste en separar los mundos superpuestos en dos
realidades alternativas desconectadas.
Hemos llegado ahora a una cierta idea de la naturaleza de la realidad
concorde con las interpretaciones habituales de la teoría cuántica, pero se
trata de una pálida sombra de la imagen de sentido común. La indeterminación
del micromundo no es una mera consecuencia de nuestra ignorancia (como ocurre
con el clima) sino que es absoluta. No nos encontramos con una simple elección
entre alternativas, tal como la imprevisibilidad del cara/cruz en la vida
diaria, sino con un genuino híbrido de ambas posibilidades. Hasta que hemos
hecho una observación concreta del mundo, carece de sentido adscribirle una
realidad concreta (o incluso diversas alternativas), pues se trata de una
superposición de diversos mundos. En palabras de Niels Bohr, uno de los
fundadores de la teoría cuántica, hay «limitaciones básicas, que percibe la
física atómica, en la existencia objetiva de fenómenos independientes de los
medios con que son observados». Sólo cuando se ha hecho la observación se
reduce este estado esquizofrénico a algo que pueda llamarse verdaderamente
real.
En el capítulo anterior se explicó cómo el mundo que observamos es un
corte o una proyección de un superespacio de infinitas dimensiones, de una
inmensa masa de mundos alternativos. Vemos ahora que el mundo que observamos no
es exactamente una selección aleatoria del superespacio, sino que depende de
modo crucial de todos los demás mundos que no vemos. Así como la correlación
«sí»/«no» entre los dos polarizadores separados depende crucialmente de la
interferencia entre el mundo del «sí» y el mundo del «no», del mismo modo en
cualquier otra interacción, en cada átomo perdido, en cada microsegundo, todos
los mundos–que–nunca–existieron dejan un vestigio de su realidad putativa en
nuestro propio mundo por su efecto sobre las probabilidades de todos estos
procesos subatómicos. Sin los otros mundos del superespacio, el cuanto fallaría
y el universo se desintegraría; estas innumerables alternativas que se disputan
la realidad ayudan a dirigir nuestro propio destino.
Según estas ideas, la realidad sólo tiene sentido dentro del contexto de
una medición u observación prescrita. Por regla general, no podemos decir que
un electrón, ni un fotón ni un átomo, se estaba comportando realmente de tal o
cual modo antes de haberlo medido. La única realidad es el sistema total de
partículas subatómicas más el aparato y el experimentador, pues cuando el
experimentador decide, por ejemplo, girar su polarizador, cambia los mundos
alternativos.
Cada vez que alguien con gafas polarizadas hace un movimiento de cabeza,
reordena la selección de mundos del superespacio. Puede optar entre crear un
mundo de fotones orientados de norte a sur, de este a oeste o cualquier otro
que se le ocurra.
De ahí se deduce que el observador está inserto en la realidad de una manera
fundamental: al elegir el experimento, elige las alternativas que se ofrecen.
Cuando cambia de idea, cambia la selección de los mundos posibles. Por
supuesto, el experimentador no puede seleccionar exactamente el mundo que
quiere, pues los mundos siguen sometidos a las leyes probabilísticas, pero
puede influir en la selección disponible. En suma, no podemos cargar los dados,
pero sí decidir a qué queremos jugar.
Hay que aceptar pues que la participación del observador en su propia
realidad es mucho más profunda que la clásica imagen newtoniana del mundo en la
que el observador está incrustado en la realidad pero sólo como un autómata
cuyos actos vienen totalmente determinados por las leyes de la mecánica. En la
versión cuántica, hay una indeterminación inherente y la realidad concreta sólo
aparece dentro del contexto de un tipo concreto de medición u observación.
Sólo cuando se ha especificado el montaje experimental (por ejemplo, qué
ángulo se escoge darle al polarizador) pueden especificarse las posibles
realidades. Algunos científicos han sugerido que al desacreditar la idea
newtoniana de un universo mecánico habitado por observadores que son meros
autómatas, la teoría cuántica restaura la posibilidad del libre albedrío. Si en
cierto sentido el observador escoge su propia realidad, ¿no equivale eso a la
libertad de elección y a la capacidad de reestructurar el mundo según nuestro
capricho? Aunque la respuesta puede ser afirmativa, debemos recordar que en la
teoría cuántica el observador (o experimentador) no puede determinar, por regla
general, el resultado de ningún experimento concreto. Como ya hemos subrayado,
la única elección de que disponemos es entre varios resultados alternativos, no
sobre cuál de las alternativas se realizará. Así pues, es posible decidir la
creación de un mundo en que unos fotones estén polarizados de norte a sur o de
este a oeste, o bien otro mundo en que estén polarizados de nordeste a sudoeste
o de noroeste a sudeste, etc. No obstante, no se puede elegir cuál de las dos
posibilidades ocurrirá en cada caso. No nos es posible obligar a un fotón
polarizado de manera aleatoria a que lo esté de norte a sur en lugar de estarlo
de este a oeste, porque no podemos obligarlo a pasar por un polarizador
orientado de norte a sur. Del mismo modo, podemos elegir medir la posición o el
impulso de una partícula, pero no ambas cosas. Después de la medición, la
partícula tendrá un valor bien determinado de una u otra cosa, según el
experimento que hayamos elegido.
Al parecer nos encontramos en una situación en que el universo está en
una especie de estado esquizofrénico latente hasta que alguien lleva a cabo una
observación, pues entonces se «colapsa» repentinamente en realidad. Además,
como ha subrayado el dilatado tratamiento anterior de los dos fotones
correlacionados que se desplazan en direcciones opuestas, el colapso en
realidad no ocurre únicamente en el plano local (es decir, en el laboratorio),
sino también, súbita e instantáneamente, en regiones distantes del universo.
Sabemos por la teoría de la relatividad que observadores distintos suelen
estar en desacuerdo sobre qué es lo instantáneo, de modo que el acceso a la
realidad parece ser exclusivamente una cuestión individual. En consecuencia, no
es posible utilizar este colapso como instrumento para transmitir señales entre
dos observadores distantes.
Según la relatividad, toda señal enviada a mayor velocidad que la de la
luz amenazaría el principio de causalidad, pues en ese caso no sólo sería
posible enviar una señal de respuesta instantánea desde el punto de vista del
otro observador, sino incluso enviar señales al propio pasado. Esta posibilidad
plantea horribles paradojas en relación con las máquinas «autocidas» que están
programadas para autodestruirse a las dos en punto si reciben a la una una
señal que ellas mismas han transmitido a las tres. Si se destruyen a las dos,
no pueden transmitir a las tres, de tal modo que no se recibe ninguna señal y
no se produce ninguna destrucción.
Pero si no se produce ninguna destrucción, entonces se «envía» la señal y
se produce la destrucción.
Esta evidente contradicción parece regir la comunicación que retrocede en
el tiempo y, por tanto, los mensajes más rápidos que la luz.
En el caso cuántico, hemos visto que el paso de un fotón por un
polarizador en un lugar, puede asegurar el paso de otro fotón por otro
polarizador situado en otro lugar, quizás a miles de kilómetros de distancia,
en el mismo momento (en relación con un experimento concreto) o bien, de hecho,
incluso «antes» de ese momento. A pesar de esta sorprendente propiedad, el
experimentador no tiene control sobre ninguno de los fotones individuales,
debido a la incertidumbre cuántica, de manera que no le es posible convenir con
un colega distante que, por ejemplo, el paso de tres fotones consecutivos por
el polarizador significa que el Everton ha ganado la Copa de fútbol. Por tanto,
la teoría de la relatividad se mantiene intacta y la posibilidad de comunicarse
por el universo a mayor velocidad que la luz, con su consiguiente amenaza a la
causalidad, sigue siendo ilusoria.
Aunque los sistemas distantes, como el de nuestros dos fotones y
polarizadores, no pueden vincularse mediante ningún tipo convencional de canal
comunicativo, tampoco se pueden considerar entidades separadas. Aunque los dos
polarizadores estén en distintas galaxias, inevitablemente constituyen un único
dispositivo experimental y una única versión de la realidad.
En la concepción intuitiva del mundo consideramos que dos cosas tienen
identidades distintas cuando están tan alejadas que su mutua influencia es
despreciable. Dos personas o dos planetas, por ejemplo, se consideran cosas
distintas, cada cual con sus propios atributos. Por el contrario, la teoría
cuántica propone que, al menos hasta haber hecho la observación, el sistema que
nos interesa no se puede considerar un conjunto de cosas distintas sino un todo
unificado e indivisible. Así pues, los dos polarizadores distantes y sus
respectivos fotones no son realmente dos sistemas aislados con propiedades
independientes, sino que están enigmáticamente vinculados por los procesos
cuánticos.
Sólo una vez hecha la observación puede considerarse que el fotón lejano
adquiere identidad diferenciada y existencia independiente.
Además, ya hemos visto cuán falto de sentido es asignar propiedades a los
sistemas subatómicos en ausencia de un dispositivo experimental preciso. No
podemos decir que un fotón tenga «realmente» tal o cual polarización antes de
haberla medido. Por tanto, es incorrecto considerar la polarización del fotón
como una propiedad del fotón; es más bien un atributo que debe asignarse a
ambos fotones y al dispositivo macroscópico experimental.
De ahí se deduce que el micromundo sólo tiene propiedades en la medida
que las «comparte» con el macromundo de nuestra experiencia.
La verdadera amenaza a nuestra concepción intuitiva de la realidad se
produce cuando se tiene en cuenta la naturaleza atómica de toda la materia.
Podríamos tener la sensación de que los resultados de los oscuros experimentos
sobre fotones polarizados tienen escasa relevancia para nuestra vida cotidiana,
pero todas las cosas conocidas que nos rodean –todos los cuerpos materiales–
están compuestos de átomos, sujetos a las leyes de la teoría cuántica. En
cualquier puñado de materia ordinaria hay miles de millones de billones de
átomos, que chocan entre sí a razón de millones de veces por segundo.
De acuerdo con las ideas que hemos esbozado, cuando dos partículas
microscópicas se influyen mutuamente, aunque se separen, no pueden considerarse
cosas reales independientes, sino que están correlacionadas, aunque
habitualmente de manera mucho más compleja que los dos fotones de que nos hemos
ocupado. De ahí se sigue que, a todo lo ancho del universo, los sistemas
cuánticos están emparejados de este extraño modo en una gigantesca congregación
indivisible. La creencia original de los antiguos griegos de que toda la
materia está compuesta de átomos individuales e independientes parece ser una
burda simplificación, pues los átomos no tienen realidad considerados de uno en
uno. Sólo en el contexto de nuestras observaciones macroscópicas tiene sentido
su realidad. Pero nuestras observaciones están enormemente limitadas, tanto a
los rasgos más toscos de la materia –pues rara vez observamos los átomos
individuales, excepto en experimentos especiales como a nuestra pequeña parcela
del universo. Llegamos, pues, a una imagen en la que la inmensa mayor parte del
universo no puede considerarse real, en el sentido tradicional de la palabra.
De hecho, John Wheeler ha llegado a afirmar que el observador crea literalmente
el universo con sus observaciones:
¿Ha de resultar el propio mecanismo de la existencia del universo sin
sentido o inviable, o ambas cosas, a no ser que el universo tenga la garantía
de producir vida, conciencia y observación en alguna parte y durante algún
breve período de su historia futura? La teoría cuántica demuestra que, en un
cierto sentido, lo que el observador haga en el futuro determina lo que ocurre
en el pasado, incluso en un pasado tan remoto en que no existía la vida, y aún
demuestra más: que la «observación» es un requisito previo de cualquier versión
útil de la «realidad».
No es necesario decir que estas ideas radicales sobre la realidad
incorporadas en la teoría cuántica han dado lugar a décadas de controversia y
polémica. Si bien quedan pocas dudas sobre el éxito alcanzado por la teoría en
el plano operativo –los físicos no tienen dudas sobre cómo calcular realmente
las propiedades de los átomos, las moléculas y la materia subatómica utilizando
esta teoría–, sin embargo, los aspectos epistemológicos y metafísicos de la
física cuántica siguen causando nerviosismo. La interpretación descrita en este
capítulo se debe principalmente a Niels Bohr, que fue uno de los creadores de
la teoría cuántica.
Se le suele denominar la interpretación de la escuela de Copenhage, por
el grupo de Bohr radicado en Dinamarca, y es probablemente una de las más
aceptadas por los físicos. No obstante, algunos han entendido que contiene
ideas paradójicas, incompletas o insensatas. Albert Einstein, en especial,
pensaba que la teoría era incompleta porque no podía comprender cómo un fotón y
un polarizador lejanos podían ser inducidos a responder de acuerdo con el
comportamiento de un fotón y un polarizador cercanos. ¿Cómo puede «saber» el
lejano si debe aceptar o rechazar el fotón sin algún complicado mecanismo que
se lo indique, que necesariamente quebrantaría los principios de la teoría de
la relatividad del propio Einstein al ser más rápido que la luz?
En réplica al rechazo de Einstein, Bohr sostuvo que los sistemas
microscópicos no tienen propiedades intrínsecas de ninguna clase, de modo que
es innecesario considerar que el estado de un fotón le sea indicado a otro,
pues después de todo un fotón aislado no tiene en absoluto estado. Sólo el
experimento global tiene sentido.
Bohr propuso que la única realidad verdadera es la que puede comunicarse
en lenguaje llano entre las personas, como es la descripción del clic de un
contador Geiger o el paso de un fotón por un polarizador. Todo planteamiento
sobre lo que está «realmente» haciendo un fotón, un átomo, etc., sólo puede
afrontarse en el marco de un dispositivo experimental concreto y real.
Refiriéndose a estas condiciones experimentales, que determinan el tipo de
propiedades que se pueden medir, Bohr sostuvo que «constituyen un elemento
inherente de... la realidad física». De este modo eludió las objeciones de
Einstein.
A pesar del atractivo de la interpretación de
Copenhage y de los habilidosos argumentos de Bohr, algunos físicos siguen
encontrando las ideas en cuestión paradójicas, porque basan la realidad en los
conceptos clásicos de los aparatos experimentales que en sí mismos están
desacreditados por la teoría cuántica. La física newtoniana clásica –la física
del lenguaje llano y diario, de los objetos de sentido común que Bohr desea
utilizar– sabemos que es falsa. Utilizar un lenguaje llano para definir la
realidad microscópica parece, pues, una incoherencia. En el próximo capítulo
veremos que se han propuesto otras interpretaciones de la teoría cuántica con
consecuencias aún más fantásticas.
Capítulo VI de Otros mundos
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