de Leopoldo Lugones [1]
Un día de tantos
jugando en la quinta de la casa donde habitaba la familia, di con un pequeño
sapo que, en vez de huir como sus congéneres más corpulentos, se hinchó
extraordinariamente bajo mis pedradas. Horrorizábanme los sapos y era mi
diversión aplastar cuantos podía Así es que el pequeño y obstinado reptil no
tardó en sucumbir a los golpes de mis piedras. Como todos los muchachos criados
en la vida semicampestre de nuestras ciudades de provincia, yo era un sabio en
lagartos y sapos. Además, la casa estaba situada cerca de un arroyo que cruza
la ciudad, lo cual contribuía a aumentar la frecuencia de mis relaciones con
tales bichos. Entro en estos detalles para que se comprenda bien cómo me
sorprendí al notar que el atrabiliario sapito me era enteramente desconocido.
Circunstancia de consulta, pues. Y tomando mi víctima con toda la precaución
del caso, fui a preguntar por ella a la vieja criada, confidente de mis
primeras empresas de cazador. Tenía yo ocho años y ella sesenta. El asunto
había, pues, de interesarnos a ambos. La buena mujer estaba, como de costumbre,
sentada a la puerta de la cocina, y yo esperaba ver acogido mi relato con la
acostumbrada benevolencia, cuando apenas hube empezado la vi levantarse apresuradamente
y arrebatarme de las manos el despanzurrado animalejo.
—¡Gracias a Dios
que no lo hayas dejado! —exclamó con muestras de la mayor alegría—. En este
mismo instante vamos a quemarlo.
—¿Quemarlo? —dije
yo—; pero qué va a hacer, si ya está muerto...
—¿No sabes lo que
es un escuerzo[2] —replicó en tono misterioso mi Interlocutora— y que este
animalito resucita si no lo queman?¡Quién te mandó matarlo! ¡Eso habías de
sacar al fin con tus pedradas! Ahora voy a contarte lo que le paso al hijo de
mi amiga la finada Antonia, que en paz descanse.
Mientras hablaba,
había recogido y encendido algunas astillas sobre las cuales puso el cadáver
del escuerzo.
¡Un escuerzo!,
decía yo, aterrado bajo mi piel de muchacho travieso; ¡un escuerzo! Y sacudía
los dedos como si el frío del sapo se me hubiera pegado a ellos. ¡Un sapo
resucitado! Era para enfriarle la médula a un hombre de barba entera.
— ¿Pero usted
piensa contarnos una nueva batracomiomaquía?[3] —interrumpió aquí Julia con el
amable desenfado de su coquetería de treinta años.
—De ningún modo,
señorita Es una historia que ha pasado.
Julia sonrió.
—No puede usted
figurarse cuánto deseo conocerla...
—Será usted
complacida, tanto más cuanto que tengo la pretensión de vengarme con ella de su
sonrisa.
Así, pues, proseguí,
mientras se asaba mi fatídica pieza de caza, la vieja criada hilvanó su
narración, que es como sigue:
Antonia, su amiga,
viuda de un soldado, vivía con el hijo único que había tenido de él, en una
casita muy pobre, distante de toda población El muchacho trabajaba para ambos,
cortando madera en el vecino bosque, y así pasaban año tras año, haciendo a pie
la jornada de la vida. Un día volvió, como de costumbre, por la tarde, para
tomar su mate, alegre, sano, vigoroso, con su hacha al hombro. Y mientras lo
hacían, refirió a su madre que en la raíz de cierto árbol muy viejo había
encontrado un escuerzo, al cual no le valieron hinchazones para quedar hecho
una tortilla bajo el ojo de su hacha.
La pobre vieja se
llenó de aflicción al escucharlo, pidiéndole que por favor la acompañara al
sitio, para quemar el cadáver del animal.
—Has de saber —le
dijo— que el escuerzo no perdona jamás al que lo ofende. Si no lo queman,
resucita, sigue el rastro de su matador y no descansa hasta que puede hacer con
él otro tanto.
El buen muchacho
rió grandemente del cuento, intentando convencer a la pobre vieja de que
aquello era una paparrucha[4] buena para asustar chicos molestos, pero indigna
de preocupar a una persona de cierta reflexión Ella insistió, sin embargo, en
que la acompañara a quemar los restos del animal.
Inútil fue toda
broma, toda indicación sobre lo distante del sitio, sobre el daño que podía
causarle, siendo ya tan vieja, el sereno de aquella tarde de noviembre. A toda
costa quiso ir, y él tuvo que decidirse a acompañarla.
No era tan
distante; unas seis cuadras a lo más. Fácilmente dieron con el árbol recién
cortado, pero por más que hurgaron entre las astillas y las ramas desprendidas,
el cadáver del escuerzo no apareció.
¿No te dije?
—exclamó ella echándose a llorar—. Ya se ha ido; ahora ya no tiene remedio
esto. ¡Mi padre San Antonio te ampare!
—Pero qué tontera,
afligirse así. Se lo habrán llevado las hormigas o lo comería algún zorro
hambriento. ¡Habráse visto extravagancia, llorar por un sapo! Lo mejor es volver,
que ya viene anocheciendo y la humedad de los pastos es dañosa.
Regresaron, pues, a
la casita, ella siempre llora, él procurando distraerla con detalles sobre el
maizal que prometía buena cosecha si seguía lloviendo; hasta volver de nuevo a
las bromas y risas en presencia de su obstinada tristeza. Era casi de noche
cuando llegaron. Después de un registro minucioso por todos los rincones, que
excitó de nuevo la risa del muchacho, comieron en el patio, silenciosamente, a
la luz de la luna, y ya se disponía él a tenderse sobre su montura para
dormir, cuándo Antonia le suplicó que
por aquella noche, siquiera, consintiese en encerrarse dentro de una caja de
madera que poseía y dormir allí.
La protesta
contra semejante petición fue viva. Estaba chocha, la pobre, no había duda. ¡A
quién se le ocurría pensar en hacerlo dormir con aquel calor dentro de una caja
que seguramente estaría llena de sabandijas![5]
Pero tales fueron
las súplicas de la anciana, que como el muchacho la quería tanto decidió
acceder a semejante capricho. La caja era grande, y aunque un poco encogido, no
estaría del todo mal. Con gran solicitud fue arreglada en el fondo la cama,
metióse él adentro, y la triste viuda tomó asiento al lado del mueble, decidida
a pasar la noche en vela para cerrarlo apenas hubiera la menor señal de
peligro.
Calculaba ella que
sería la medianoche, pues la luna muy baja empezaba a bañar con su luz el
aposento, cuando de repente un bultito negro, casi imperceptible, saltó sobre
el dintel de la puerta que no se había cerrado por efecto del gran
calor. Antonia se estremeció de angustia.
Allí estaba, pues,
el vengativo animal, sentado sobre las patas traseras, como meditando un plan.
¡Qué mal había hecho el joven en reírse! Aquella figurita lúgubre, inmóvil en
la puerta llena de luna, se agrandaba extraordinariamente, tomaba proporciones
de monstruo. ¿Pero si no era más que uno de los tantos sapos familiares que
entraban cada noche a la casa en busca de insectos? Un momento respiró.,
sostenida por esta idea. Mas el escuerzo dio de pronto un saltito, después
otro, en dirección a la caja. Su intención era manifiesta. No se apresuraba,
como si estuviera seguro de su presa. Antonia miró con indecible expresión de
terror a su hijo; dormía, vencido por el sueño, respirando acompasadamente.
Entonces, con mano
inquieta, dejó caer sin hacer ruido la tapa del pesado mueble. El animal no se
detenía. Seguía saltando. Estaba ya al pie de la caja. Rodeóla pausadamente, se
detuvo en uno de los ángulos, y de súbito, con un salto increíble en su pequeña
talla, se plantó sobre la tapa.
Antonia no se
atrevió a hacer el menor movimiento. Toda su vida se había concentrado en sus
ojos. La luna bañaba ahora enteramente la pieza. Y he aquí lo que sucedió: el
sapo comenzó a hasta hincharse por grados, aumentó, aumentó de una manera
prodigiosa, hasta triplicar su volumen. Permaneció así durante un minuto, en
que la pobre mujer sintió pasar por su corazón todos los ahogos de la muerte.
Después fue reduciéndose, reduciéndose hasta recobrar su primitiva forma, saltó
a tierra, se dirigió a la puerta y atravesando el patio acabó por perderse
entre las hierbas.
Entonces se atrevió
Antonia a levantarse, toda temblorosa. Con un violento ademán abrió de par en
par la caja. Lo que sintió fue de tal modo horrible, que a los pocos meses
murió víctima del espanto que le
produjo.
Un frío mortal
salía del mueble abierto, y el muchacho estaba helado y rígido bajo la triste
luz en que la luna amortabaja aquel despojo sepulcral, hecho piedra ya bajo un
inexplicable baño de escarcha.
NOTAS
1.- Publicado
con el título de "Los anímales malditos", en El Tiempo,
Buenos Aires, año IV, Nº 965, 10 de diciembre de 1897.
2.- Escuerzo: (Ceratophrys ornato) batracio de
mayor tamaño que los sapos comunes. Otra especie es la Ceratophrys
cornutus.
3.- Batracomiomaquía: guerra entre ratones y ranas,
etimológicamente. Hay un poema épico burlesco, escrito en hexámetros griegos,
con ese título y se lo ha atribuido a Homero. El texto ha sido imitado y
traducido muchas veces.
4.- Paparrucha: noticia falsa y desatinada acerca de
algún suceso, esparcida por el vulgo.
5.- Sabandija: cualquier reptil o insecto
pequeño, asqueroso o molesto (mosquitos, arañas, tábanos, lagartijas,
escarabajos, etc.).
No hay comentarios:
Publicar un comentario