A todo lo largo de la historia el hombre ha visto sus relaciones con el mundo de dos maneras: como observador y como participante.
Nosotros somos conscientes de los procesos físicos que tienen lugar a
nuestro alrededor, interpretándolos mediante modelos mentales internos que
reflejan esa actividad exterior. Además, nos vemos motivados a actuar sobre el
mundo exterior, en pequeña escala mientras vivimos la vida cotidiana y en gran
escala, colectivamente, cuando utilizamos la tecnología para modificar el medio
ambiente. A pesar de tener un alcance bastante modesto en comparación con las
grandes fuerzas cósmicas, nuestra tecnología demuestra, no obstante, que la
existencia de la especie biológica llamada homo sapiens desempeña un papel en
la conformación del universo, aunque de momento tan sólo sea en una pequeña
escala. Con la revolución newtoniana, la participación del hombre pareció
quedar algo vacía, porque, aunque difícil de negar, en un universo mecánico, el
hombre mecánicamente motivado no se distingue de sus máquinas: Desde el
esfuerzo por transformar el medio ambiente hasta el mínimo movimiento de un
dedo, las acciones humanas parecen estar tan rígidamente predeterminadas y ser
tan involuntarias como los movimientos de los planetas.
Examinemos ahora la visión newtoniana del hombre como observador.
¿A qué nos referimos en realidad con el acto de observar?
La mecánica de Newton evoca el cuadro de un universo cruzado por una red de influencias, en el que cada átomo actúa sobre todos los demás con fuerzas pequeñas pero significativas. Todas las fuerzas que sabemos que existen comparten la propiedad de que disminuyen con la distancia, que es lo que hace que no tengamos en cuenta el efecto de Júpiter sobre las mareas ni tampoco el movimiento de Andrómeda cuando se trata del vuelo de los aviones. Si las fuerzas no se desvanecieran con la distancia, los asuntos terrestres estarían dominados por la materia más lejana, pues hay muchísimas más galaxias esparcidas por la lejanía que próximas. Sin embargo, en lo que respecta a las fuerzas newtonianas, alguna influencia residual, por infinitesimal que sea, sigue actuando entre las partículas de materia separadas por inmensas distancias.
La mecánica de Newton evoca el cuadro de un universo cruzado por una red de influencias, en el que cada átomo actúa sobre todos los demás con fuerzas pequeñas pero significativas. Todas las fuerzas que sabemos que existen comparten la propiedad de que disminuyen con la distancia, que es lo que hace que no tengamos en cuenta el efecto de Júpiter sobre las mareas ni tampoco el movimiento de Andrómeda cuando se trata del vuelo de los aviones. Si las fuerzas no se desvanecieran con la distancia, los asuntos terrestres estarían dominados por la materia más lejana, pues hay muchísimas más galaxias esparcidas por la lejanía que próximas. Sin embargo, en lo que respecta a las fuerzas newtonianas, alguna influencia residual, por infinitesimal que sea, sigue actuando entre las partículas de materia separadas por inmensas distancias.
Este entretejido de toda la materia en un todo colectivo hace pensar en
las palabras de Francis Thompson:
Por un inmortal poder, todas las cosas, cercanas o lejanas, ocultamente,
están ligadas entre sí, de modo que no puedes arrancar una flor sin perturbar
las estrellas.
Está claro que hay un problema filosófico relativo a las contradicciones
entre un universo integrado por fuerzas invisibles y el sistema de determinar
las leyes de la naturaleza por el procedimiento de aislar un sistema del medio
que lo rodea, tal como hemos explicado en el capítulo 1. Si no conseguimos
librar la materia de su red de fuerzas, nunca estará verdaderamente aislada y
las leyes matemáticas que deduzcamos sólo podrán ser, en el mejor de los casos,
extrapolaciones idealizadas del mundo real. Además, la noción crucial de
repetibilidad –es decir que según las leyes, los sistemas idénticos deben
comportarse de la misma manera– también queda negada. No existen sistemas
idénticos. Puesto que el universo cambia de un día a otro y de un lugar a otro,
el entramado de fuerzas cósmicas nunca puede ser absolutamente idéntico.
A pesar de todas estas objeciones, la ciencia aplicada avanza rápidamente
suponiendo que la influencia, pongamos, de Júpiter sobre el movimiento de un
automóvil es inferior a cualquier valor medible por un instrumento. No
obstante, cuando se trata de hacer observaciones, son precisamente esas fuerzas
diminutas las que juegan un papel vital. Si no fuera por el hecho de que
«algunas» influencias de Júpiter tienen un efecto detectable, nunca podríamos
conocer su existencia. La ineludible conclusión es que todas las observaciones
exigen interacción, sea de una u otra clase. Cuando observamos Júpiter, los
fotones de luz solar reflejados en los átomos de su atmósfera atraviesan los
varios cientos de millones de kilómetros de espacio interpuesto, penetran en la
atmósfera de la Tierra
y chocan con las células retinianas, desalojando electrones de los átomos allí
situados. Esta mínima perturbación da lugar a una pequeña señal eléctrica que,
una vez amplificada y conducida al cerebro, proporciona la sensación «Júpiter».
De ahí se deduce que, a través de esta cadena, las células cerebrales están
ligadas por fuerzas electromagnéticas a la atmósfera de Júpiter.
Si la cadena de interacciones se amplía mediante el uso de telescopios,
nuestro cerebro entra en conexión con la superficie de las estrellas situadas a
miles de millones de años luz.
Un rasgo importante de cualquier tipo de interacción es que si un sistema
perturba a otro, lo que da lugar a que se registre su existencia,
inevitablemente habrá una reacción recíproca sobre el primer sistema, que a su
vez resulta afectado. El principio de acción y reacción es conocido por las
mediciones rutinarias de la vida cotidiana. Para medir una corriente eléctrica,
se inserta en el circuito un amperímetro, cuya presencia será un obstáculo para
la propia corriente que se está midiendo.
Para medir el brillo de una luz es necesario absorber parte de las
radiaciones a modo de muestra.
Para medir la presión de un gas, tenemos que dejar que el gas actúe sobre
un artilugio mecánico, como es un barómetro, pero el trabajo que realiza lo
pagará en términos de la energía interna del gas, cuyo estado queda
consecuentemente alterado. Si deseamos medir la temperatura de un líquido
caliente, sirve introducirle un termómetro, pero la presencia del termómetro
hará que el calor fluya del líquido al termómetro hasta ponerlos a una misma
temperatura. Por tanto, el líquido se enfriará algo, de modo que la lectura que
haremos de la temperatura no será la temperatura original del líquido, sino la
del sistema una vez perturbado.
En todos estos ejemplos, el acceso a las condiciones de los sistemas
físicos se consigue mediante el uso de sondas. A veces se dispone de técnicas
más pasivas, como cuando medimos la localización de un cuerpo simplemente
mirándolo, cual es el caso de Júpiter. No obstante, para conseguir cualquier
información, «alguna» clase de influencia tiene que pasar del objeto al
observador, aunque la reacción pueda carecer absolutamente de importancia para
fines prácticos. En el caso de Júpiter, este planeta sería imperceptible de no
ser por la iluminación de la luz solar.
Esta misma luz solar que, al reflejarse, nos estimula la retina, también
reacciona sobre Júpiter ejerciendo una pequeña presión sobre su superficie. (La
presión de la luz solar produce un efecto perceptible y espectacular cuando
crea las colas de los cometas). Por tanto, no podemos ver estrictamente el
«verdadero» Júpiter, sino el Júpiter perturbado por la presión de la luz. El
mismo razonamiento puede aplicarse a todas nuestras observaciones del mundo que
nos rodea. Nunca es posible, ni siquiera en teoría, observar las cosas, sino
sólo la interacción entre las cosas. Nada puede verse aislado, pues el mismo
acto de la observación conlleva alguna clase de conexión.
La observación de Júpiter ejemplifica una situación en que el observador
sólo tiene un control parcial de las circunstancias; la luz del sol es
aportada, por así decirlo, espontáneamente. Por tanto, la reacción a la presión
de la luz se producirá tanto si elegimos mirar la luz reflejada como si no. En
este sentido, no puede afirmarse que Júpiter sufra una perturbación porque
nosotros elijamos observarlo, si bien nunca podríamos observarlo sin esa
perturbación. En el laboratorio, como ilustran los anteriores ejemplos, la
involucración del observador y de sus instrumentos es más directa.
Llegamos ya al rasgo crucial del acto de observar tal como se entendía en
la visión newtoniana del universo, un rasgo que acabó desmoronándose con el
inicio de la teoría cuántica. En primer lugar, si se conocen las leyes físicas,
aunque la medición u observación conlleve necesariamente una perturbación del
objeto a examinar, esta perturbación puede calcularse con exactitud y
descontarse al deducir el resultado. Así, la medición de la temperatura de un
líquido es corregible si se conocen las propiedades térmicas del termómetro y
su temperatura inicial. En un mundo donde todos los movimientos de los átomos
están rigurosamente determinados por leyes matemáticas es posible, al menos en
principio, tener en cuenta incluso las perturbaciones más ínfimas del proceso
de medición. En segundo lugar, con suficiente ingenio y habilidad tecnológica
es posible, según la teoría newtoniana, reducir las perturbaciones inoportunas
a una cuantía arbitrariamente pequeña.
La mecánica newtoniana no impone un límite inferior al grado de
interacción entre dos sistemas. En consecuencia, si se deseara medir la
localización de un cuerpo sin apartarlo de su curso por la presión de la luz,
podríamos utilizar un destello que lo iluminara durante un tiempo
arbitrariamente breve.
Cierto es que sería menester ampliar la luz reflejada cada vez más
conforme disminuyera la cantidad de luz lanzada por el destello, pero este
problema es tecnológico y económico, y no de física fundamental. La conclusión
parece ser que, al menos en principio, la perturbación inevitable de toda
observación puede aproximarse tanto como se quiera al límite cero (aunque,
desde luego, no pueda alcanzarlo).
Mientras la ciencia se ocupó de objetos macroscópicos, poca atención se
prestó a los límites últimos de la mensurabilidad, pues en los experimentos
prácticos nunca se alcanzaban las proximidades de tales límites. La situación
cambió alrededor de comienzos del siglo, cuando quedó bien asentada la teoría
atómica de la materia y se comenzaron a investigar las partículas subatómicas y
la radioactividad. Los átomos son tan delicados que fuerzas increíblemente
diminutas desde el punto de vista ordinario, pueden ocasionarles, sin embargo,
perturbaciones drásticas.
Los problemas de llevar a cabo cualquier clase de medición sobre un
objeto de un tamaño de tan sólo diez mil millonésimas de centímetro y que pesa
una billonésima de una billonésima de un gramo, sin destruirlo, no digamos sin
trastornarlo, son formidables. Cuando se llega al estudio de las partículas
subatómicas, como los electrones, mil veces más ligeras y sin el menor tamaño
discernible, surgen profundos problemas de principio al tiempo que dificultades
prácticas.
Como introducción a los conceptos generales podríamos considerar
sencillamente el problema de cómo cerciorarse de dónde está localizado un
determinado electrón.
Es evidente que es necesario enviar alguna clase de sonda para que lo
localice, pero ¿cómo hacerlo sin perturbarlo o, al menos, perturbándolo de una
manera controlada y determinable? Una forma directa sería tratar de ver el
electrón utilizando un potente microscopio, en cuyo caso la sonda utilizada
sería la luz. Al igual que en el caso de Júpiter, pero en un grado
incomparablemente mayor al tratarse de un electrón, la iluminación ejercería
una perturbación como consecuencia de su presión. Si enviamos una onda
luminosa, la partícula retrocederá. El problema no es grave si podemos calcular
con qué velocidad y en qué dirección se alejará el electrón al retroceder, pues
entonces, conociendo la situación en un momento determinado, será una pura
cuestión de cálculo deducir dónde estará la partícula en un instante posterior.
Para conseguir una buena imagen en el microscopio es necesario tener
grandes lentes en el objetivo, si no la luz, al ser una onda, no pasará por la
abertura sin distorsionarse. El problema, en este caso, es que las ondas de luz
rebotan en los lados de las lentes e interfieren el rayo original, con la
consecuencia de que la imagen se emborrona y se pierde resolución.
Es necesario utilizar una abertura mucho mayor que el tamaño de las ondas
(es decir, que la longitud de onda). Esta es la razón de que los
radiotelescopios deban ser mucho mayores que los telescopios ópticos, ya que
las longitudes de las ondas de radio son muy grandes. De donde se deduce que
para ver adecuadamente un electrón deberíamos utilizar un gran microscopio o
una longitud de onda muy pequeña, pues en caso contrario la imagen sería
demasiado borrosa para permitir medir con exactitud su localización. Además de
esto, es un hecho habitualmente visible en la orilla del mar que cuando las
grandes olas del mar tropiezan con un poste o un muelle, se separan
momentáneamente al chocar con el obstáculo, pero vuelven a unirse detrás de él
para proseguir relativamente inalteradas. De manera que la forma de la ola y,
por lo mismo, de una onda de gran tamaño, transporta muy poca información sobre
la localización o forma del poste. Por otra parte, los pequeños rizos del agua
son seriamente perturbados por un poste y su forma se descompone en una figura
compleja. Observando la desorganización se puede deducir la presencia del
poste. Algo similar ocurre con las ondas de luz: para ver un objeto hay que
utilizar ondas cuya longitud sea similar o menor que el tamaño del objeto en
cuestión. Para localizar un electrón, se deben utilizar ondas de la longitud
más corta posible (por ejemplo, rayos gamma), puesto que su tamaño es
indistinguible de cero. De cualquier modo, no es posible determinar su posición
con mayor exactitud que la de una longitud de onda de la luz utilizada.
Es ahora cuando la naturaleza cuántica de la luz desempeña un papel de
crucial importancia. En el capítulo 1 se explicó que la luz sólo existe en
paquetes o cuantos, llamados fotones, y que cuando un átomo absorbe o emite luz
sólo lo hace en un número entero de fotones. Esto dota a la luz con algunas de
las cualidades de las partículas, puesto que los fotones transportan una
determinada energía e impulso; de hecho, la presión de la luz puede
considerarse que no es más que el retroceso que ocasiona el choque con los
fotones. No obstante, de ahí no se deduce que la luz consista realmente en
pequeños corpúsculos localizados. El fotón no está concentrado en un lugar,
sino que se extiende por toda la onda. La naturaleza corpuscular del fotón sólo
se manifiesta en el modo en que interacciona con la materia. La energía y el
impulso que transporta un fotón disminuyen en proporción inversa a su longitud
de onda, lo que conlleva que los fotones de las ondas de radio sean entidades
inmensamente débiles, mientras que la luz, y especialmente los rayos gamma,
tengan mucha más pegada. Esto nos plantea un rompecabezas cuando tratamos de
ver el electrón, puesto que la necesidad de utilizar radiaciones de longitud de
onda muy pequeña, para eludir que la imagen se emborrone, entraña aceptar el
violento retroceso consiguiente al empuje de estos enérgicos cuantos. Nos
vemos, pues, obligados a escoger entre exactitud de la localización y
perturbación del movimiento del electrón. El dilema resultante es que, para
determinar exactamente la cuantía del retroceso, precisamos conocer el ángulo
exacto con que el fotón rebota, y esto sólo puede conseguirse utilizando un
microscopio de abertura muy estrecha. Pero, como ya hemos explicado, esta
estrategia tendrá como consecuencia una imagen borrosa y una pérdida de
información sobre la posición del electrón. Tampoco ayudará a reducir el
retroceso el uso de ondas mayores, pues entonces estaríamos obligados a
utilizar microscopios de mayor abertura para evitar la confusión de las ondas,
lo que inevitablemente aporta una mayor inseguridad a la medición del ángulo.
Debe haber quedado claro que los requisitos de una exacta determinación,
al mismo tiempo, de la posición y del movimiento son mutuamente incompatibles.
Hay una limitación fundamental de la cantidad de información que puede
conseguirse sobre el estado del electrón. Se puede medir con precisión su
localización a costa de introducir una perturbación aleatoria y totalmente
indeterminable en su movimiento. O, alternativamente, se puede retener el
control sobre el movimiento, a costa de una gran inseguridad sobre la posición.
Este indeterminismo recíproco no es una mera limitación práctica debida a las
propiedades de los microscopios, sino un rasgo básico de la materia
microscópica. No hay manera, ni siquiera en teoría, de obtener simultáneamente
una información exacta sobre la posición y el momento de una partícula
subatómica. Estas ideas han sido consagradas en el famoso principio de
incertidumbre de Heisenberg, que describe el monto de la incertidumbre en una
fórmula matemática de la que puede deducirse la exactitud última de cualquier
medición.
Las consecuencias del principio de incertidumbre son iconoclastas.
En el capítulo 1 vimos que el conocimiento de la posición y del
movimiento de una partícula bastaba para determinar todo su comportamiento,
caso de conocerse las fuerzas actuantes (o las posiciones y movimientos de
todas las demás partículas). Ahora resulta que no es posible reunir tal
información en detalle; siempre hay una incertidumbre residual. Cada punto del
diagrama representa una determinada velocidad y dirección de lanzamiento de la
bola, y las leyes de la mecánica newtoniana proporcionan predicciones de las
subsiguientes trayectorias que seguirá la bola.
Los puntos vecinos representan trayectorias vecinas. Si no se conoce
exactamente el punto del diagrama, no es posible predecir con exactitud la
trayectoria futura. Puede ocurrir que sepamos que el punto se sitúa en alguna
región del diagrama, pero eso limita nuestras predicciones a una especie de
planteamiento estadístico sobre las probabilidades relativas de las distintas
trayectorias de un entorno.
De acuerdo con el principio de Heisenberg, siempre habrá una
incertidumbre residual sobre la posición y el movimiento en el momento inicial,
aunque en el caso de una bola de verdad el efecto sea demasiado pequeño para
percibirlo.
Podríamos decidir fijar con precisión el punto de partida en cuyo caso el
ángulo de lanzamiento será muy inseguro. También cabría fijar el ángulo con
bastante precisión, en cuyo caso el punto de lanzamiento se haría impreciso. O bien
se puede elegir una solución intermedia. Cualesquiera que sean las medidas que
se adopten, la zona de incertidumbre del diagrama no se reducirá a cero. De ahí
se deduce que siempre habrá cierta indeterminación sobre la trayectoria
posterior que siga la bola. Sólo puede hacerse una predicción estadística. A
escala cotidiana, la incertidumbre cuántica queda borrada por otras fuentes de
error, como las limitaciones de los instrumentos, pero el movimiento de las
bolas «atómicas» se ve profundamente afectado por los efectos cuánticos.
Una reacción instintiva frente a estas ideas es suponer que la
incertidumbre es en realidad una consecuencia de nuestra falta de destreza en
las investigaciones atómicas, una consecuencia de nuestro tamaño macroscópico.
Pudiera pensarse que el electrón tiene «en realidad» una posición y un
movimiento bien definidos, pero que nosotros somos demasiado manazas para
descubrirlos. En general, tal suposición se considera absolutamente errónea,
por razones que trataremos extensamente en el capítulo 6. La incertidumbre
parece ser una propiedad inherente del microcosmos y no una mera consecuencia
de nuestra ineptitud para observar las partículas subatómicas. No se trata tan
sólo de que no podamos conocer las magnitudes del electrón. Se trata
sencillamente de que el electrón no posee simultáneamente una posición y un
impulso concretos. Es una entidad intrínsecamente incierta.
Cabría preguntarse si es posible decir algo sobre el comportamiento de
objetos tan caprichosos y reticentes. No podemos conocer el exacto
comportamiento, sino tan sólo una masa de comportamientos verosímiles. El
movimiento del electrón por el espacio no es, pues, algo bien definido, sino
más bien una especie de campo de probabilidades por el que discurren las
trayectorias disponibles y posibles a la manera de un fluido.
En 1924, el príncipe Louis de Broglie propuso que el comportamiento de
los electrones era de hecho análogo al de los fluidos; concretamente, afirmó
que las trayectorias posibles se despliegan en forma de onda u ola. Por tanto,
al igual que el lanzamiento de una piedra en un estanque da lugar a una serie
de ondulaciones procedentes de una región, del mismo modo, si se sueltan
electrones, éstos se esparcerán en muchas direcciones, extendiéndose como las
ondulaciones por el estanque.
La idea de Broglie es mucho más que un vago símil de desplazamiento. El
movimiento de una onda es algo muy especial, tanto física como matemáticamente.
Una de sus características vitales es la capacidad que tienen las ondas de interferirse
entre sí. El fenómeno de la interferencia de las ondas es conocido en la vida
cotidiana y también desempeña un papel fundamental en la descripción cuántica
de la materia y en las consecuencias que más adelante estudiaremos.
Un lugar adecuado para ver la interferencia de las ondas es un estanque.
Si se lanzan simultáneamente dos piedras muy juntas al estanque, cada una da
lugar a una serie de ondulaciones. Cuando las dos series de ondas se cruzan se
crea sobre el agua una distribución sistemática de crestas y surcos.
Esto ocurre porque donde coincide una cresta de una de las ondulaciones
con la de la otra, el efecto se refuerza, pero donde la cresta de una encuentra
el surco de la otra ambas se contrarrestan y la superficie del agua permanece
relativamente inalterada.
En la década de 1920, los físicos comprendieron que si de Broglie tenía
razón debían producirse interferencias cuando se superponen haces de
electrones, pues los movimientos ondulatorios de cada haz se superpondrían con
los de los otros. De pronto, los experimentos de Davisson, de que hemos hablado
en el capítulo 1, adquirieron un nuevo significado.
Davisson descubrió que los electrones, cuando son dispersados por la
superficie de un cristal de níquel, rebotan según una sucesión de haces que
posteriormente se superponen. En 1927 demostró, más allá de toda duda, que los
haces superpuestos se refuerzan o contrarrestan según el modelo clásico de la
interferencia de las ondas. La conclusión fue sorprendente: los electrones se
comportaban como ondas al mismo tiempo que como partículas.
¿Qué significa esto? Hemos visto antes que las ondas luminosas se
comportan en algunos aspectos, aunque no en todos, como partículas, a las que
llamábamos fotones.
Ahora parece ser que encontramos una dualidad comparable en la identidad
de los electrones. No obstante, es fundamental comprender que la naturaleza
ondulatoria de los electrones no implica que el electrón «sea» una onda, sino
sólo que se mueve como una onda. Además, la onda en cuestión no es una onda de
ninguna clase de sustancia o materia, sino una onda probabilística. Donde el
efecto de la onda es mayor, allí es más probable que se encuentre el electrón.
En este sentido recuerda una oleada de delincuencia que, cuando se extiende por
un barrio, aumenta la probabilidad de que se cometa un delito. No es una
ondulación de ninguna sustancia, sino sólo de probabilidad.
Estas ideas son estimulantes y provocativas, pero también son sutiles y
desconcertantes. Se comprenden mejor estudiando una situación donde tanto la
naturaleza de onda como la de partícula, de los electrones o de los fotones, se
manifiesten al unísono. Un ejemplo es el experimento llamado de las dos
ranuras. El esquema consiste en una pantalla opaca con dos ranuras paralelas
muy próximas. Las ranuras se iluminan mediante un rayo de luz de manera que sus
imágenes caigan sobre otra pantalla situada en la cara contraria. Si
momentáneamente obturamos una de las ranuras, la imagen de la otra aparecerá
como una franja de luz situada enfrente de la ranura abierta. Dado que la
ranura abierta es estrecha, las ondas luminosas sufrirán una distorsión al
atravesarla, de modo que parte de la luz se desperdigará por los lados de la
franja, por lo que los bordes aparecen borrosos. Si la ranura es muy estrecha,
es posible que la luz se extienda por un área bastante amplia. Cuando esté
obturada la otra ranura y abierta la primera, se verá una imagen similar, pero
ligeramente desplazada enfrente de esta ranura.
La sorpresa surge cuando se abren al mismo tiempo las dos ranuras. Lo que
podría preverse es que la imagen de la doble ranura consistiera en la
superposición de dos imágenes de una ranura, lo que tendría el aspecto de dos
franjas de luz más o menos superpuestas debido a lo borroso de sus bordes.
En realidad, lo que se ve es una serie de líneas regulares, compuesta de
franjas oscuras y luminosas, que el primero en descubrirlas fue el físico
inglés Thomas Young en 1803. Este curioso diagrama es precisamente el fenómeno
de interferencia de ondas antes mencionado.
Cuando la luz que emanan las dos ranuras llega en oposición de fase, es
decir, las crestas de las ondas procedentes de una ranura coinciden con los
vientres de las otras, la iluminación desaparece.
El experimento puede repetirse con electrones en lugar de luz, utilizando
una pantalla de televisión como detector. Debemos recordar aquí que cada
electrón individual es taxativamente una partícula. Los electrones pueden
contarse uno por uno y puede explorarse su estructura utilizando máquinas de
elevada energía. Por lo que a nosotros se nos alcanza, no tienen partes
internas ni extensión discernible. Se rocían las ranuras a través de un pequeño
agujero con electrones procedentes de una especie de pistola. Los electrones
que pasan por una u otra ranura alcanzarán la pantalla detectora y chocarán
contra ella, liberando su energía en forma de pequeños destellos de luz. (Este
es el fundamento de la imagen televisiva).
Mediante el control de los destellos, se toma exacta nota del lugar
adonde llegan los electrones y se determina la manera en que se distribuyen por
la pantalla detectora.
Observemos lo que ocurre cuando sólo está abierta una de las ranuras y,
de momento, cerrada la otra.
El chorro de electrones atravesará la ranura, se esparcirá hacia el
exterior y se proyectará sobre la pantalla detectora. La mayoría de ellos llega
muy cerca de la zona situada enfrente de la ranura abierta, aunque algunos se
esparcirán por los alrededores. La distribución de los electrones recuerda el
diagrama luminoso que se obtiene empleando luz. Una distribución similar,
ligeramente desplazada, resultaría en el caso de abrir la segunda ranura y
mantener bloqueada la primera. Lo fundamental del experimento es que, de nuevo,
cuando se operan ambas ranuras, la distribución de los electrones muestra una
estructura regular de franjas de interferencia, lo que indica la naturaleza
ondulatoria de estas partículas subatómicas.
En este caso, el resultado tiene un carácter casi paradójico.
Supongamos que la intensidad del haz de electrones disminuye gradualmente
hasta que los electrones pasan de uno en uno por el aparato.
Se puede recoger el impacto de cada electrón contra la pantalla
utilizando una placa fotográfica.
Al cabo de cierto tiempo dispondremos de un montón de placas
fotográficas, cada una de las cuales contiene un único punto de luz
correspondiente al lugar donde cada electrón concreto ha encendido un destello
con su presencia. ¿Qué podemos decir ahora sobre cómo se distribuyen los
electrones por la pantalla? Podemos determinarlo mirando a través de la pila de
placas superpuestas, con lo que veremos todos los puntos formando un dibujo. Lo
asombroso es que ese dibujo es exactamente el mismo que se produce cuando se
dispara un gran número de electrones, y también exactamente el mismo que forman
las ondas luminosas (aunque quizás un poco menos denso si somos parcos con los
electrones). Es evidente que el conjunto de acontecimientos distintos y
separados, a base de un electrón cada vez, sigue presentando un fenómeno de interferencia.
Además, si en lugar de repetir el experimento electrón por electrón, toda una
serie de laboratorios realizan el experimento de manera independiente, y
tomamos al azar una fotografía de cada prueba, entonces, el conjunto de todas
estas fotografías independientes y hechas por separado ¡también presenta un
diagrama de interferencias!
Estos resultados son tan asombrosos que cuesta digerir su significación.
Es como si alguna mágica influencia fuera dictando los acontecimientos en los
distintos laboratorios, o en momentos distintos del mismo equipo, de acuerdo
con algún principio de organización universal. ¿Cómo sabe cada electrón lo que
los demás electrones van a hacer, quizás en otras partes distintas del globo?
¿Qué extraña influencia impide a los electrones personarse en las zonas
oscuras de las franjas de interferencia y les hace dirigirse hacia las zonas
más populosas?
¿Cómo se controla su preferencia en el plano individual? ¿Es magia?
La situación resulta aún más extravagante si recordamos que la
interferencia característica surge, en primer lugar, como consecuencia de que
las ondas de una ranura se superponen a las de la otra. Es decir, la
interferencia es taxativamente una propiedad de las «dos» ranuras. Si se
bloquea una, la interferencia desaparece. Pero sabemos que cada electrón
concreto (por ser una pequeña partícula) sólo puede pasar por una de las
ranuras, de manera que ¿cómo se entera de la existencia de la otra?
Sobre todo, ¿cómo sabe si la otra está abierta o cerrada? Parece que la
ranura por donde no pasa el electrón (y que a escala subatómica está a una
inmensa distancia) tiene tanta influencia sobre el posterior comportamiento del
electrón como la ranura por la que en realidad pasa.
Comenzamos a vislumbrar ya algo de la naturaleza profundamente peculiar
del mundo subatómico. En el capítulo 1 se mencionó que el electrón no está
constreñido por leyes deterministas a seguir una única trayectoria, y más
adelante se ha mostrado que el principio de incertidumbre de Heisenberg impide
al electrón poseer una trayectoria bien definida. Con el experimento de las dos
ranuras vemos el funcionamiento de esta indeterminación inherente, pues debemos
sacar la conclusión de que los trayectos «potenciales» del electrón pasan por
ambas ranuras de la pantalla y que las trayectorias que no sigue continúan
influyendo en el comportamiento de la trayectoria real.
Dicho en otras palabras, los mundos alternativos, que podrían haber
existido, pero que no han llegado a existir, siguen influyendo en el mundo que
existe, como la desvanecida sonrisa del gato de Cheshire en el cuento de
Alicia.
Ahora es posible comprender por qué las ondas asociadas con los
electrones no son ondas de electrones, sino ondas probabilísticas.
La interferencia que aparece en el sistema de dos ranuras no puede ser
una interferencia entre muchos electrones distintos, sino desaparecería al
utilizarse los electrones de uno en uno. Es una interferencia probabilística.
La localización probabilística de un único electrón puede explorar ambas ranuras
e interferir consigo misma.
Con lo que se interfiere es con la propensión del electrón a ocupar una
determinada zona del espacio.
De tal modo que un electrón concreto tiene más probabilidades de
dirigirse hacia las franjas claras que hacia las franjas oscuras.
Dada la incertidumbre inherente a la posición y al movimiento que da
lugar al comportamiento ondulatorio, no puede predecirse dónde terminará un
determinado electrón, pero algo puede decirse sobre todo el conjunto de ellos
por medio de una estadística muy simple. Precisamente esta distribución
estadística a que están sometidos el movimiento ondulatorio y los efectos de
interferencias es la que debe tenerse en cuenta en cualquier cálculo.
Esto muestra con absoluta claridad cómo los electrones evitan desplomarse
sobre los núcleos de los átomos. Sus ondas probabilísticas se mantienen
vibrando alrededor del átomo de manera uniforme.
Sólo pueden presentarse determinadas órbitas fijas, pues si la
perturbación ondulatoria no encaja adecuadamente, con crestas y vientres en la
debida relación, comenzará a tener superposiciones e interferencias consigo
misma y acabará anulándose en la nada. De ocurrir esto, habría una probabilidad
cero (ninguna posibilidad en absoluto) de encontrar un electrón.
El fenómeno es similar a la estructura ondulatoria del aire en los tubos
de un órgano: sólo pueden darse determinadas notas bien definidas, puesto que
los tipos de ondas de aire tienen que encajar con la geometría de los tubos.
Asimismo, pues, sólo determinadas notas, es decir, determinadas
frecuencias o energías, pueden darse alrededor del átomo. Los colores
característicos que se emiten en las transiciones entre estos niveles
energéticos permitidos son el testimonio visual de esta música subatómica. Y
exactamente igual como el tubo de un órgano tiene su nota más baja, así hay un
nivel mínimo de energía en el átomo.
Indudablemente todo esto significa un gran logro para nuestra comprensión
del mundo subatómico, porque la estabilidad de los átomos frente a su
desmoronamiento fue uno de los grandes misterios que dio lugar al rechazo de la
física newtoniana aplicada a los átomos. El hecho de que las ondas de un
instrumento musical produzcan una diversidad de notas discretas y que los
átomos emitan frecuencias luminosas características no parece guardar, a
primera vista, ninguna relación, pero la naturaleza ondulatoria de la materia
cuántica pone de manifiesto la hermosa unidad del mundo físico y demuestra que
estos fenómenos son esencialmente idénticos. Por tanto, podemos considerar que
el espectro luminoso de un átomo es similar a la estructura sonora de un
instrumento musical.
Cada instrumento produce un sonido característico, y lo mismo que el
timbre del violín difiere marcadamente del timbre del tambor o del clarinete,
así la mezcla de colores de la luz de un átomo de hidrógeno se diferencia de
modo característico del espectro del átomo de carbono o de uranio. En ambos
casos existe una profunda asociación entre las vibraciones internas (membranas
oscilantes, electrones ondulantes) y las ondas externas (sonido y luz).
Antes de abandonar el experimento de las dos ranuras, debemos describir
un rasgo divertido.
¿Sabe «realmente» el electrón si la otra ranura está abierta o cerrada?
Para descubrirlo podemos recurrir a la siguiente maniobra.
Colóquese un detector delante de las ranuras y señálese aquella a que se
dirige el electrón; luego, actúese rápidamente y bloquéese la otra. Si el
electrón se percata de esta manipulación, no aparecerá la interferencia cuando
combinemos todos los resultados de muchos experimentos similares. Por una
parte, es casi imposible de creer que el electrón pueda realmente saber
nuestras intenciones y modificar su movimiento de acuerdo con éstas; por otra
parte, sabemos que si una ranura está permanentemente bloqueada no hay
interferencia.
Evidentemente, desbloquear el agujero cuando no hay electrones cerca no
puede afectar el resultado, ¿no es verdad? En ambos casos la naturaleza parece
estar jugando con nosotros.
Una forma sencilla de llevar a cabo este experimento consiste en
proyectar un rayo de luz desde el agujero de entrada hacia las ranuras y estar
al tanto del pequeño destello en el momento en que pasa el electrón.
Naturalmente, debemos tener en cuenta el retroceso del electrón cuando choca
con la luz y acordarnos de los problemas que planteaban los microscopios, tal
como lo hemos tratado. Para determinar a qué ranura se acerca el electrón
debemos utilizar una luz cuya longitud de onda sea corta en comparación con la
distancia entre las ranuras o bien no conseguiremos una imagen lo bastante
clara para decir cuál es la ranura más próxima. Sin embargo, una luz de
longitud de onda corta producirá una perturbación relativamente grande en el
movimiento del electrón que nos interesa, y el resultado será que el retroceso
causado por una luz cuya longitud de onda sea lo bastante corta es tan grande
que destruye por completo la interferencia. El impredecible retroceso destruye
por completo la forma regular de las franjas. Parece que la naturaleza nos
impide automáticamente responder a la pregunta crucial: ¿sabe el electrón si la
otra ranura está abierta o cerrada? La interferencia de los electrones es un
fenómeno que precisa que ambas ranuras estén abiertas, pero cada electrón
concreto sólo puede pasar por una de las ranuras. Vemos pues que la
interferencia sólo se producirá si no investigamos demasiado a fondo qué ranura
elige el electrón. Ambas deben estar abiertas; cada una de ellas ofrece una
trayectoria potencial, aunque sólo una puede ser la trayectoria real. Cuál sea
nunca podemos saberlo.
La teoría moderna de la mecánica cuántica supone mucho más que unos vagos
razonamientos sobre la exactitud de las mediciones y sobre el movimiento
ondulatorio. Es una teoría matemática exacta, capaz de detalladas predicciones
sobre el comportamiento de los sistemas subatómicos. Importantes propiedades
físicas, tales como el principio de incertidumbre de Heisenberg, están
incrustadas en el nivel básico de la teoría y surgen, con toda naturalidad, de
las matemáticas. Concretamente, el físico austríaco Erwin Schrödinger descubrió
en 1924 la ecuación matemática que rige el movimiento de las enigmáticas ondas
probabilísticas, y en la actualidad los físicos profesionales llevan a cabo
cálculos prácticos que revelan la estructura interna y el movimiento de los
átomos y las moléculas aplicando esta ecuación. Por ejemplo, se calculan los
niveles energéticos de los átomos y, en consecuencia, las frecuencias de la luz
que emiten y absorben, al mismo tiempo que la intensidad relativa de los
distintos colores. Estos cálculos permiten que espectros hasta ahora
misteriosos, como los de los objetos astronómicos lejanos, se identifiquen con
productos químicos conocidos. Lo cual tiene una especial importancia en el caso
de objetos muy lejanos, como los quásares, porque la luz que llega hasta
nosotros ha sufrido un enorme corrimiento hacia el rojo debido a la expansión
del universo, y podría consistir en radiaciones invisibles para nosotros, por
pertenecer a la región ultravioleta, de no haberse producido el corrimiento.
Los cálculos permiten predecir espectros de todas las frecuencias.
Otros cálculos revelan la naturaleza de las fuerzas interatómicas que
ayudan a mantener los átomos unidos formando moléculas.
Cuando dos átomos se acercan, sus ondas materiales comienzan a
superponerse y se producen importantes efectos de interferencia que dan lugar a
que los átomos se adhieran mediante un enlace químico. Cuando son muchos los
átomos que se juntan en un orden regular, como ocurre en los cristales, las
ondas de todos los electrones son constreñidas a seguir un movimiento periódico
coordinado que les permite atravesar grandes espesores de materia con poca
resistencia. El estudio de estas ondas electrónicas aporta información sobre
cómo conducen la electricidad y el calor los metales. Detallados cálculos,
realizados con ayuda de la teoría cuántica, nos han dado una idea de la
estructura de los cristales y de otros materiales sólidos, como los
semiconductores, a la vez que han sentado las bases para la comprensión de los
líquidos, los gases, los plasmas y los superfluidos.
También en el terreno nuclear, la aplicación de los cálculos matemáticos
derivados de la mecánica cuántica aporta mucha información sobre la estructura
nuclear interna, las reacciones nucleares como la fisión y la fusión, y la
interacción de los núcleos con otras partículas subatómicas.
Las matemáticas en cuestión no son del tipo habitual basado en la
aritmética; operan con objetos matemáticos abstractos que obedecen a reglas de
combinación muy peculiares y que tienen propiedades absolutamente distintas de
las de los números ordinarios. Aunque el conocimiento pormenorizado de estas
matemáticas requiere muchos años de estudio, algo de su sabor puede
transmitirse utilizando ideas elementales. Como siempre ocurre en la ciencia,
las matemáticas son un modelo que debe imitar el comportamiento del mundo real.
En la época precuántica, el estado de un sistema físico se representaba
mediante un conjunto de números. Por ejemplo, el estado de un cuerpo se define
por su posición, su velocidad, su velocidad de rotación, etc., en cada
instante. Midiendo estas cantidades, se obtienen números concretos. El modo en
que los números de un instante se relacionan con los de otros instantes lo
proporcionan las llamadas ecuaciones diferenciales.
En contraposición, la teoría cuántica nos prohíbe asignar números
determinados a todos los atributos de un cuerpo simultáneamente: no podemos
especificar al mismo tiempo, por ejemplo, la posición y el impulso. Además, no hay
una trayectoria única y bien definida, sino muchos trayectos posibles. El
estado del sistema debe reflejar estas incertidumbres y ambigüedades, y el acto
de medir, que perturba el sistema cuántico de manera fundamental, no equivale
al mero desvelamiento de los valores numéricos de las diversas magnitudes.
Una forma de representar el hecho de que una partícula puede existir en
un estado cuántico susceptible de muchos comportamientos posibles –muchos
mundos distintos– es recurrir al concepto de vector. Los vectores se conocen
normalmente como magnitudes orientadas: la velocidad, la fuerza y la rotación
son ejemplos de cantidades que tienen al mismo tiempo una magnitud (grande,
pequeña, etc.) y una dirección (hacia el norte, en sentido vertical, etc.). Por
el contrario, cantidades como la masa, la temperatura, la aceleración y la
energía tienen todas ellas magnitud, pero no dirección.
Una importante propiedad de los vectores es la manera en que deben
sumarse. A diferencia de los números, no se pueden sumar dos vectores sumando
sus magnitudes, pues también deben tenerse en cuenta las direcciones. Por
ejemplo, si dos fuerzas se oponen, pueden anularse, aun cuando sus magnitudes
valoradas por separado sean importantes.
Estas consideraciones hacen que las reglas para combinar vectores sean
más complicadas que la aritmética, pero también las dota de una estructura más
rica.
Así como la suma de vectores puede efectuarse de muchas maneras, según
cuáles sean sus direcciones, un vector puede dividirse de muchos modos en otros
vectores. Por ejemplo, se empuja un coche con mayor eficacia colocándose detrás
del vehículo, pero también es posible moverlo, aunque con menos facilidad,
mediante una presión oblicua. En realidad, sea cual sea el ángulo del empuje,
alguna fuerza actuará en el sentido del movimiento, con tal de que el ángulo no
sea exactamente perpendicular al automóvil. Los matemáticos dicen que el vector
tiene un componente a lo largo del vehículo y otro perpendicular. Según el
ángulo con que se empuje, la componente paralela dispone de mayor o menor
cantidad de la fuerza total que la componente perpendicular. Así pues, el
vector (el empuje) puede descomponerse en dos vectores: uno paralelo al coche y
otro perpendicular, de distintas proporciones que dependen del ángulo. Si el
ángulo es casi paralelo al vehículo, la componente paralela retiene la mayor
parte de la fuerza y es mucho mayor que la fuerza lateral, de tal modo que ésta
es la posición en que el empuje resulta más eficaz.
La idea de que el vector se descompone en dos vectores perpendiculares
entre sí se utiliza de una forma curiosa en la teoría cuántica. Cada uno de los
mundos posibles, es decir, cada uno de los comportamientos o trayectorias
potenciales de una partícula, se considera un vector; no un vector en el
espacio ordinario, sino una magnitud abstracta en un espacio abstracto. Cada
vector es perpendicular a todos los demás vectores, de manera que todos los
mundos son distintos y ninguno tiene componente alguna en otro mundo. El número
de vectores necesario, y de ahí el número de dimensiones del espacio, depende
del número de trayectorias posibles. Recordando la analogía de las trayectorias
en el parque descritas, sería necesario utilizar una infinidad de mundos
posibles, lo mismo que hay un número ilimitado de posibles trayectos por el
parque. Esto exige un espacio vectorial de infinitas dimensiones: tal cosa no
se puede visualizar, pero matemáticamente tiene sentido. Equipados con este
espacio vectorial, los físicos describen el estado del sistema cuántico como un
vector en el espacio que en general puede apuntar hacia cualquier ángulo. Si se
sitúa a lo largo de uno de los vectores correspondiente a un determinado mundo,
cualquier observación mostrará que el sistema tiene exactamente el estado
concreto correspondiente a ese mundo, pero si tiene una posición intermedia
entre los vectores de dos mundos, entonces, al igual que la fuerza que se
ejerce sobre el coche, tendrá componentes en ambos. El que cuente con la
componente mayor será el mundo más probable y el otro, un mundo alternativo,
pero menos probable. Por supuesto, de existir varias alternativas, el vector
puede tener componentes en todas ellas, y esto sigue siendo cierto aun cuando
su número sea infinito.
El ángulo del vector determina cuáles son los favorecidos, es decir, las
alternativas más probables.
Cuando se hace una observación, el sistema objeto de estudio, por
ejemplo, un átomo, se encontrará evidentemente en un estado concreto, por
ejemplo, en el nivel energético mínimo. Esto significa que el estado original,
que puede ser una superposición de distintos mundos alternativos, de repente se
lanza o proyecta hacia una alternativa concreta, un misterioso salto que
examinaremos detalladamente en el capítulo 7. En lenguaje vectorial, esto significa
que el acto de la observación hace que el vector gire de repente desde alguna
posición intermedia en el espacio abstracto a una nueva posición donde se sitúa
exactamente en paralelo al vector que representa el mundo que efectivamente
observamos. Este súbito salto de estado, o rotación del vector, refleja el
hecho de que la observación perturba inevitablemente el estado del sistema,
como se ha explicado antes en este mismo capítulo. Por tanto, desde el punto de
vista matemático, medir una magnitud equivale a rotar súbitamente el vector en
el espacio abstracto.
La rotación proporciona otro ejemplo de magnitud que no obedece las
reglas de la aritmética. También las rotaciones tienen magnitud (2º, 55º, un
ángulo recto, etc.) y dirección (en el sentido de las agujas del reloj, de
norte a sur, etc.), pero sumar rotaciones es algo aún más complejo que sumar
vectores como fuerzas, si las direcciones son distintas. En tal caso, no sólo
debemos tener en cuenta el ángulo entre las rotaciones, sino también el orden en
que se agregan.
Cuando se suman números, no es necesario tener en cuenta el orden de
adición (por ejemplo, 1+2 = 2+1), pero las rotaciones no gozan de esta
simetría. Un único ejemplo, que el lector fácilmente puede comprobar, consiste
en rotar este mismo libro. Colóquelo abierto sobre una mesa en la posición
normal de leer y voltéelo en ángulo recto y alejándolo de usted, de modo que
quede invertido y vertical. Ahora gírelo 90º en el sentido de las agujas del
reloj. Si las dos operaciones anteriores se realizan en orden inverso –la
rotación en el sentido de las agujas del reloj primero y luego la elevación– el
libro no quedará en la misma posición. En realidad, quedará apoyado en el
lateral en lugar de hacerlo en la parte superior. El ejemplo sirve para ilustrar
el principio general de que las rotaciones no se ajustan a las habituales
reglas de la aritmética, de modo que no pueden describirse mediante números
cuyo orden de adición no importe.
Estas ideas encajan de manera natural con el esquema cuántico porque la
rotación del vector de estado corresponde, como antes hemos dicho, a una
medición, y el orden en que se hacen dos mediciones afectará al resultado. Por
ejemplo, si medimos la posición de una partícula, destruimos todo conocimiento
sobre su movimiento. Si a continuación medimos el movimiento, la posición
resulta absolutamente incierta. Cuando las mediciones se realizan en orden
inverso –primero el movimiento y después la posición– desembocamos en una
partícula en un estado con movimiento absolutamente incierto, que no es el
mismo estado final que resulta haciéndolo en el otro orden. Así pues, el orden
de las observaciones, que se refleja en el orden de rotación del espacio
vectorial abstracto, es de vital importancia para el resultado. Este rasgo es fundamental
para la teoría cuántica, que debe utilizar los adecuados objetos matemáticos,
que no obedecen a la regla 1+2 = 2+1 de la aritmética elemental.
Estas potentes herramientas matemáticas revelan una nueva física.
Exactamente igual que al rotar horizontalmente un vector se afectan sus
componentes horizontales, pero permanece inalterada su proyección vertical, así
también resulta que ciertas cantidades son «perpendiculares» a otras y pueden
realizarse mediciones de unas sin afectar a las demás; por ejemplo, es posible
medir simultáneamente el «spin» (momento angular intrínseco) y la energía de
una partícula. El análisis matemático descubre qué cantidades están ligadas a
otras por la propiedad de incompatibilidad de rotación. Éstas, por tanto,
cumplen las relaciones de incertidumbre del modelo de Heisenberg.
Además de la posición y el impulso, otros ejemplos importantes son la
energía y el tiempo. No es posible medir con absoluta precisión una cantidad de
energía a menos que se disponga de una cantidad infinita de tiempo,
característica ésta que resultará ser de fundamental importancia.
La mayor parte de este capítulo lo hemos dedicado a la curiosa dualidad
onda–partícula de los electrones, pero tales consideraciones valen igualmente
para toda la materia microscópica. Desde la Segunda Guerra
Mundial se han descubierto cientos de distintos tipos de partículas
subatómicas, todas las cuales se rigen por las reglas de la mecánica cuántica.
En realidad, incluso los átomos enteros presentan los mismos rasgos de las
interferencias de ondas. No hay ninguna escala de tamaño por encima de la cual
la materia cuántica se convierta en materia «ordinaria» en el sentido
newtoniano.
Las bolas de billar, las personas, los planetas, las estrellas, el
universo entero... son en último término una masa de sistemas mecánicos
cuánticos, lo que implica que la vieja imagen newtoniana del universo mecánico
que se mueve según un absoluto determinismo es falsa. En el mundo cotidiano,
los fenómenos cuánticos son demasiado pequeños para que los percibamos; no
vemos las propiedades ondulatorias de los balones de fútbol, por ejemplo,
porque su longitud de onda es más de diez mil billones de veces menor que un
núcleo. Sin embargo, el mundo real es un mundo cuántico, con todas las inmensas
consecuencias que esto supone.
Para que no tengamos la sensación de que las misteriosas ondas de la
materia están demasiado alejadas de la experiencia diaria para tener ninguna
significación concreta, o bien que son tan sólo una invención disparatada del
pensamiento científico, debemos darnos cuenta de que en la actualidad se han
convertido en parte de la ingeniería aplicada. El microscopio de electrones, un
instrumento capaz de conseguir enormes ampliaciones, basa su funcionamiento en
ondas de electrones que sustituyen a las luminosas. Controlando la velocidad
del haz de electrones se puede manipular la longitud de onda, obteniéndose con
facilidad longitudes de onda mucho menores que los de la luz visible, lo que
permite observar detalles a una escala mucho menor. De modo que las curiosas
formas de Davisson, de tan fructíferas consecuencias para la naturaleza del
universo, tienen un impacto más prosaico, pero también más tangible, en
nuestras vidas.
Capítulo III de Otros mundos
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