El poder reside en el tipo de
conocimiento que uno posee. ¿Qué sentido tiene conocer cosas inútiles? Eso no
nos prepara para nuestro inevitable encuentro con lo desconocido.
Nada en este mundo es un regalo.
Lo que ha de aprenderse debe aprenderse arduamente.
Un hombre va al conocimiento
como va a la guerra: bien despierto, con miedo, con respeto y con absoluta
confianza. Ir de cualquier otra forma al conocimiento o a la guerra es un
error, y quien lo cometa puede correr el riesgo de no sobrevivir para
lamentarlo.
Cuando un hombre ha cumplido
estos cuatro requisitos ‑estar bien despierto, y tener miedo, respeto y
absoluta confianza‑ no hay errores por los que deba rendir cuentas; en tales
condiciones, sus acciones pierden la torpeza de las acciones de un necio. Si un
hombre así fracasa o sufre una derrota, no habrá perdido más que una batalla, y
eso no le provocará lamentaciones lastimosas.
Ocuparse demasiado de uno mismo
produce una terrible fatiga. Un hombre en esa posición está ciego y sordo a
todo lo demás. La fatiga misma le impide ver las maravillas que lo rodean.
Cada vez que un hombre se
propone aprender tiene que esforzarse como el que más, y los limites de su
aprendizaje están determinados por su propia naturaleza. Por tanto, no tiene
sentido hablar del conocimiento. El miedo al conocimiento es natural; todos lo
experimentamos, y no podemos hacer nada al respecto. Pero por temible que sea
el aprendizaje, es más terrible la idea de un hombre sin conocimiento.
Enfadarse con la gente significa
que uno considera que los actos de los demás son importantes. Es imperativo
dejar de sentir de esa manera. Los actos de los hombres no pueden ser lo
suficientemente importantes como para contrarrestar nuestra única alternativa
viable: nuestro encuentro inmutable con el infinito.
Cualquier cosa es un camino
entre un millón de caminos. Por tanto, un guerrero siempre debe tener presente
que un camino es sólo un camino; si siente que no debería seguirlo, no debe
permanecer en él bajo ninguna circunstancia. Su decisión de mantenerse en ese
camino o de abandonarlo debe estar libre de miedo o ambición. Debe observar
cada camino de cerca y de manera deliberada. Y hay una pregunta que un guerrero
tiene que hacerse, obligatoriamente: ¿Tiene corazón este camino?
Todos los caminos son lo mismo:
no llevan a ninguna parte. Sin embargo, un camino sin corazón nunca es
agradable. En cambio, un camino con corazón resulta sencillo: a un guerrero no
le cuesta tomarle gusto; el viaje se hace gozoso; mientras un hombre lo sigue,
es uno con él.
Existe un mundo de felicidad
donde no hay diferencia entre las cosas porque en él no hay nadie que pregunte
por las diferencias. Pero ése no es el mundo de los hombres. Algunos hombres
tienen la arrogancia de creer que viven en dos mundos, pero eso es pura
arrogancia. Hay un único mundo para nosotros. Somos hombres, y debemos
transitar con alegría el mundo de los hombres.
El hombre tiene cuatro enemigos
naturales: el miedo, la claridad, el poder y la vejez. El miedo, la claridad y
el poder pueden superarse, pero no la vejez. Su efecto puede ser pospuesto,
pero nunca vencido.
La esencia de todo cuanto me
dijo don Juan al principio de mi aprendizaje se halla encapsulada en la
naturaleza abstracta de estas citas, seleccionadas del primer libro, Las enseñanzas de don Juan. En la época
en que se produjeron los hechos que se describen en el libro, don Juan hablaba
mucho de aliados, de plantas de poder, de Mescalito, del humito, del viento,
de los espíritus de los ríos y los montes, del espíritu del chaparral,
etcétera. Cuando más adelante le recordé la importancia que había dado a
aquellos elementos y le pregunté que por qué no hablaba ya de ellos, admitió
sin rubor que me había soltado toda aquella palabrería pseudoindia al principio
de mi aprendizaje por mi bien.
Me quedé estupefacto. Me
pregunté cómo podía afirmar tal cosa que, obviamente, era falsa. Resultaba
evidente que lo decía con sinceridad, y si había alguien capacitado para juzgar
la veracidad de sus palabras y de sus estados de ánimo, ése era yo.
‑No te lo tomes tan en serio ‑dijo,
riendo‑. Disfruté mucho contándote todas esas bobadas, y aún disfruté más
porque sabía que lo hacía por tu bien.
‑¿Por mi bien, don Juan? ¿Qué
aberración es ésta?
‑Sí, por tu bien. Te engañé
dirigiendo tu atención sobre elementos de tu mundo que te provocaban una
profunda fascinación, y tú te tragaste el anzuelo, el sedal y la plomada.
»Lo único que me hacía falta era
captar toda tu atención. Pero ¿cómo podría haberlo hecho cuando tenías un
espíritu tan poco disciplinado? Tú mismo me repetías una y otra vez que
permanecías conmigo porque encontrabas fascinante lo que yo decía sobre el
mundo. Lo que no sabías expresar era que la fascinación que sentías se debía a
que apenas reconocías vagamente cada elemento del que te hablaba. Por supuesto,
pensabas que aquella vaguedad era chamanismo, y te atrajo, lo que quiere decir
que te quedaste.
‑¿Le hace eso a todos, don Juan?
‑No a todos, porque no todos
vienen a mí y, sobre todo, porque no me intereso por cualquiera. Estuve y
estoy interesado en ti, sólo en ti. Mi maestro, el nagual Julián, me engañó de
un modo similar. Me engañó a causa de mi sensualidad y mi avaricia. Me
prometió conseguirme todas las mujeres bonitas que lo rodeaban y me prometió
cubrirme de oro. Me prometió una fortuna, y caí en la trampa. Todos los
chamanes de mi linaje han sido engañados de ese modo desde tiempo inmemorial.
Los chamanes de mi linaje no son maestros o gurús. Les importa un comino
enseñar su conocimiento. Quieren herederos para su conocimiento, no gente
vagamente interesada en su conocimiento por razones intelectuales.
Don Juan tenía razón cuando dijo
que me había atrapado con su artimaña. Yo creía que había encontrado al chamán
informante ideal al que todo antropólogo aspira. Fue en esta época cuando,
bajo los auspicios de don Juan y debido a su influencia, escribí diarios y
recolecté viejos mapas que mostraban los sitios de los pueblos de los indios
yaqui a lo largo de los siglos, comenzando por las crónicas de los jesuitas de
finales del siglo XVIII. Registraba todos esos sitios e identificaba los
cambios más sutiles, y me preguntaba y sopesaba por qué se trasladaban los
pueblos a otros lugares y por qué se disponían de forma ligeramente distinta
cada vez que se reubicaban.
Las pseudoespeculaciones sobre
la razón, y las dudas razonables, me abrumaban. Recopilé miles de páginas llenas
de posibilidades y notas abreviadas, extraídas de libros y de crónicas. Era un
perfecto estudiante de antropología. Don Juan me animaba en mi fantasía tanto
como podía.
‑No hay voluntarios en el camino
del guerrero ‑me dijo don Juan a guisa de explicación‑. Un hombre ha de ser
forzado a seguir el camino del guerrero en contra de su voluntad.
‑¿Y qué hago con las miles de
notas que recopilé a causa de sus engaños, don Juan? ‑le pregunté entonces.
Su respuesta me conmocionó.
‑¡Escribe un libro sobre ellas! ‑respondió‑.
De todos modos, seguro que si empiezas a escribirlo nunca las utilizarás. Son
inútiles; pero ¿quién soy yo para decírtelo? Averígualo por ti mismo. Sin
embargo, no te propongas escribir un libro como lo haría un escritor. Propónte
hacerlo como un guerrero, como un chamán guerrero.
‑¿Qué quiere decir con eso, don
Juan?
‑No lo sé. Averígualo por ti
mismo.
Tenía toda la razón. Nunca utilicé aquellas notas.
En cambio, y sin que yo lo pretendiera, me encontré escribiendo acerca de la
existencia de un sistema de cognición diferente y de sus inconcebibles
posibilidades.
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