La idea de que la Tierra pudiera haber sido
visitada por seres inteligentes de algún otro lugar postula la existencia de
otro cuerpo celeste sobre el cual estos seres inteligentes hubieran establecido
una civilización más avanzada que la nuestra.
Las especulaciones con respecto a la
posibilidad de que la Tierra
fuera visitada por seres inteligentes de otro planeta se ha centrado hasta
ahora en nuestros vecinos Marte o Venus como lugar de origen de estos seres.
Sin embargo, ahora que ya se está
dando por cierto que ninguno de estos planetas ha tenido vida inteligente, ni
mucho menos una civilización avanzada, aquellos que creen en tales visitas a la Tierra están contemplando
la posibilidad de otras galaxias u otras estrellas distantes como hogar de estos
astronautas extraterrestres.
La ventaja de estas propuestas es
que, aunque no se pueden demostrar, tampoco se pueden refutar. La desventaja
estriba en que los «hogares» que sugieren están fantásticamente distantes de la Tierra , y requerirían un
viaje de muchísimos años a la velocidad de la luz. Los autores de tales
propuestas postulan, por tanto, la posibilidad de que hubieran hecho un viaje
sólo de ida a la Tierra :
un equipo de astronautas en una misión sin retorno, o, quizás, en una nave
espacial perdida y sin control con la que hicieran un aterrizaje forzoso en la Tierra.
Pero ésta no es,
precisamente, la noción sumeria de la Morada Celeste de los Dioses.
Los sumerios aceptaban la existencia
de tal «Morada Celeste», de un «lugar puro», de una «morada primigenia».
Mientras que Enlil, Enki y Ninhursag iban a la Tierra y hacían su hogar en
ella, su padre Anu permanecía en Ia Morada Celeste como su soberano. No sólo
hay referencias esporádicas en diversos textos, sino que también existen
«listas de dioses» detalladas donde se nombra a veintiuna parejas divinas de la
dinastía, que precedieron a Anu en el trono del «lugar puro».
El mismo Anu reinaba en una corte
extensa y de gran esplendor. Tal como contó Gilgamesh (y el Libro de Ezequiel
lo confirma), era un lugar con un jardín artificial tachonado por completo de
piedras semipreciosas. Allí residía Anu con su consorte oficial Antu y seis
concubinas, ochenta descendientes (de los cuales catorce eran de Antu), un
Primer Ministro, tres Comandantes a cargo de los mu (naves espaciales),
dos Comandantes de Armas, dos Grandes Maestres del Conocimiento Escrito, un
Ministro de la Bolsa ,
dos Justicias Jefes, dos «que impresionan con sonido», y dos Escribas Jefes con
cinco Escribas Asistentes.
Los textos mesopotámicos se refieren
con frecuencia a la magnificencia de la morada de Anu y a los dioses y armas
que guardaban su puerta. El relato de Adapa nos cuenta que el dios Enki,
después de proporcionarle a éste un shem,
Le hizo tomar el camino hacia el
Cielo,
y al Cielo subió.
Cuando llegó al Cielo,
se acercó a la Puerta de Anu.
Tamuz y Gizzida estaban allí de
guardia
en la Puerta de Anu.
Custodiado por las armas divinas
SHAR.UR («cazador real») y SHAR.GAZ («asesino real»), el salón del trono de Anu
era el lugar de la Asamblea
de los Dioses. En tales ocasiones, regía un estricto protocolo en el orden de
entrada y en los asientos:
Enlil entra en el salón del trono de
Anu,
se sienta en el lugar de la tiara
derecha,
a la derecha de Anu.
Ea entra [en el salón del trono de
Anu],
se sienta en el lugar de la tiara
sagrada,
a la izquierda de Anu.
Los Dioses del Cielo y de la Tierra del antiguo Oriente
Próximo no sólo tenían su origen en los cielos, sino que también podían vol-ver
a la Morada Celeste.
Anu bajaba a la Tierra
esporádicamente en visitas de estado; Ishtar subió a ver a Anu, al menos, en
dos ocasiones. El centro de Enlil en Nippur estaba equipado con un «enlace
cielo-tierra». Shamash era el encargado de las Águilas y el lugar de
lanzamiento de las naves espaciales. Gilgamesh fue al Lugar de la Eternidad y volvió a
Uruk; Adapa también hizo el viaje y volvió para contarlo; y lo mismo se puede
decir del rey bíblico de Tiro.
Varios textos mesopotámicos tratan
del Apkallu, un término aca-dio que proviene del sumerio AB.GAL («grande
que dirige», o «maestro que indica el camino»). Gustav Guterbock determinó en
un estudio {Die Historische Tradition und Ihre Literarische Gestaltung bei
Babylonier und Hethiten) que éstos eran los «hombres-pájaro» representados
como las «Águilas» de las que ya hemos hablado. Los textos que hablaban de sus
hazañas decían de uno de ellos que «derribó a Inanna del Cielo, para al templo
E-Anna hacerla descender». Ésta y otras referencias indican que estos Apkallu
eran los pilotos de las naves espaciales de los
nefilim.
El viaje de ida y vuelta no sólo era
posible sino que, además, es algo que se da por supuesto desde un principio,
pues se nos dice que, tras decidir el establecimiento en Sumer de la Puerta de los Dioses
(Babili), el líder de los dioses explicó:
Cuando a la Fuente Originaria
a la asamblea ascendáis,
habrá un sitio de descanso para la
noche
para recibiros a todos.
Cuando desde los Cielos
a la asamblea descendáis,
habrá un sitio de descanso por la
noche
para recibiros a todos.
Al darse cuenta de que el viaje de
ida y vuelta entre la Tierra
y la Morada Celeste
no sólo se daba por hecho sino que se practicaba, la gente de Sumer no exilió a
sus dioses a galaxias lejanas. La
Morada de los Dioses, según revela su legado, estaba dentro
de nuestro propio sistema solar.
Ya hemos
visto a Shamash con su uniforme oficial como Comandante de las Águilas. En las
muñecas, lleva algo parecido a sendos relojes de pulsera sujetos con cierres
metálicos. En otras representaciones de las Águilas se puede observar que todos
los importantes 'levaban estos objetos. No sabemos si eran meramente
decorativos o si tenían algún propósito útil. Pero todos los estudiosos están
de acuerdo en que estos objetos representaban una roseta -un racimo circular de
«pétalos» irradiando desde un punto central.
Fig. 86
La roseta era el símbolo decorativo
más común de los templos en todos los países de la antigüedad, predominante en
Mesopotamia, Asia occidental, Anatolia, Chipre, Creta y Grecia. Se acepta en
general la idea de que la roseta, como símbolo del templo, era la
materialización o la estilización de un fenómeno celeste –un sol circundado por
sus satélites. El hecho de que los antiguos astronautas llevaran este símbolo
en las muñecas da credibilidad a esta idea.
Existe
una representación de
Fig. 87
que viene a confirmar el
conocimiento en la antigüedad de un sistema celeste como el de nuestro Sol y
sus planetas. La puerta está flanqueada por dos Águilas -indicando con ello que
sus servicios son necesarios para llegar a la Morada Celeste. El
Globo Alado -el emblema de la suprema divinidad- corona la puerta. Está
flanqueado por los símbolos celestes del número siete y el creciente,
representando -creemos- a Anu flanqueado por Enlil y Enki.
¿Dónde están los cuerpos celestes
que son representados por estos símbolos? ¿Dónde está la Morada Celeste ? El
antiguo artista responde aun con otra representación, la de una gran deidad que
extiende sus rayos a once cuerpos celestes más pequeños que le circundan. Es la
representación de un Sol, orbitado por once planetas.
No es
ésta una representación aislada, tal como sé puede ver en otros sellos
cilindricos, como éste del Museo de Oriente Próximo de
Fig. 88
Fig. 89
, veremos que retrata a una gran
estrella que ernite rayos rodeada por once cuerpos celestes -planetas. Estos, a
su vez, descansan sobre una cadena de veinticuatro globos más pequeños. ¿Es
sólo una casualidad que el número total de «lunas» o satélites de los planetas
de nuestro sistema solar (los astrónomos excluyen los que tienen menos de 16
kilómetros de diámetro) sea, exactamente, de veinticuatro?
Así pues, tenemos un agarradero para
afirmar que estas representaciones -del Sol y once planetas- reflejan nuestro
sistema solar, pues los estudiosos nos dicen que el sistema planetario del
cual la Tierra
forma parte está compuesto por el Sol, la Tierra y la Luna , Mercurio, Venus, Marte, Júpiter, Saturno,
Urano, Neptuno y Plutón. En total, tendríamos el Sol y sólo diez planetas (si
se cuenta a la Luna
como un planeta).
Pero esto no es lo que los sumerios
decían. Los sumerios afirmaban que nuestro sistema estaba compuesto por el Sol
y once planetas (contando la Luna ),
y tenían firmemente la opinión deque, además de los planetas que conocemos hoy
en día, había un duodécimo miembro del sistema solar: el planeta madre
de los nefilim. Le llamaremos el Duodécimo Planeta.
Antes de comprobar la precisión de
la información sumeria, vamos a hacer una revisión de la historia de nuestro
conocimiento de la Tierra
y de los cielos que la circundan.
Hoy sabemos que más allá de los
planetas gigantes Júpiter y Saturno, a distancias insignificantes en términos
del universo, pero inmensas en términos humanos, existen dos planetas
importantes más (Urano y Neptuno) y un tercero más pequeño (Plutón), que
pertenecen a nuestro sistema solar. Pero este conocimiento es bastante
reciente. Urano fue descubierto, gracias a la utilización de telescopios
perfeccionados, en 1781.
Tras observarlo durante cincuenta
años, algunos astrónomos llegaron a la conclusión de que su órbita revelaba la
influencia de otro planeta más. Guiados por estos cálculos matemáticos, el
planeta desaparecido –llamado Neptuno- fue localizado por los astrónomos en
1846. Después, a finales del siglo xix, se hizo evidente que Neptuno también se
veía influenciado por otra atracción gravitatoria desconocida. ¿Acaso había
otro planeta en nuestro sistema solar? El desconcierto se resolvió en 1930, con
la observación y localización de Plutón.
Así pues, hasta 1780, durante muchos
siglos antes, la gente creía que había siete miembros en nuestro sistema
solar: Sol, Luna, Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno. La Tierra no contaba como
planeta, porque se pensaba que todos estos cuerpos celestes le daban vueltas a la Tierra -el cuerpo celeste
más importante creado por Dios, con la creación más importante de Dios, el
Hombre, sobre ella.
En los libros de texto se dice que
fue Nicolás Copérnico el que descubrió que la Tierra es sólo uno entre varios planetas de un
sistema heliocéntrico (centrado en el Sol). Temiendo la ira de la Iglesia Católica
por desafiar la postura de la posición central de la Tierra , Copérnico publicó
su estudio (De revolutionibus orbium coelestium) estando ya en el lecho
de muerte, en 1543.
Espoleado a reexaminar siglos de
viejos conceptos astronómicos, debido, principalmente, a las necesidades de la
navegación de la Era
de los Descubrimientos, y por los descubrimientos de Colón (1492), Magallanes
(1520) y otros de que la Tierra
no era plana sino esférica, Copérnico se tuvo que basar en cálculos matemáticos
y en la búsqueda de respuestas en escritos antiguos. Uno de los pocos
eclesiásticos que apoyó a Copérnico, el cardenal Schonberg, le escribió en
1536: «Me he enterado de que usted no sólo conoce los fundamentos de las
antiguas doctrinas matemáticas, sino que, además, ha creado una nueva teoría...
según la
cual la Tierra está en movimiento y
es el Sol el que ocupa la posición fundamental y, por tanto, cardinal».
Los conceptos que se sostenían por
aquel entonces se basaban en las tradiciones griega y romana de que la Tierra , que era plana, estaba
«abovedada» por los distantes cielos, en los cuales las estrellas estaban
fijadas.
Contra aquel cielo tachonado de
estrellas se movían los planetas (de la palabra griega planetas, «errante»)
alrededor
de
Fig. 90
Estas nociones astronómicas
provenían de las obras y codificaciones de Ptolomeo, un astrónomo de
Alejandría, Egipto, del siglo II d.C. Sus tajantes conclusiones eran que él
Sol, la Luna y
tos cinco planetas se movían en círculos alrededor de la Tierra. La astronomía
ptolemaica imperó durante más de 1300 años, hasta que Copérnico puso al Sol en
el centro.
Mientras que algunos hablan de
Copérnico como del «Padre de la Astronomía Moderna », otros lo ven más como a un
investigador y reconstructor de antiguas ideas. Lo cierto es que estudió
concienzudamente los escritos de los astrónomos griegos que precedieron a
Ptolomeo, como Hiparco y Aristarco de Samos. Éste último sugería, ya en el
siglo III a.C, que los movimientos de los cuerpos celestes se podían explicar
mejor si el Sol, y no la Tierra ,
ocupaba el centro del sistema. De hecho, 2000 años antes de Copérnico, los
astrónomos griegos hicieron una lista de los planetas en su orden correcto
desde el Sol, reconociendo así que el Sol, y no la Tierra , era el punto focal
del sistema solar.
El concepto heliocéntrico sólo fue
redescubierto por Copérnico, y lo interesante del caso es que los astrónomos
sabían más en el 500 a.C. que en el 500 o 1500 d.C.
Lo cierto es que, en la actualidad,
los expertos tienen un hueso duro de roer a la hora de explicar por qué, primero
los griegos y luego los romanos, daban por hecho que la Tierra era plana, y que se
elevaba por encima de una capa de aguas turbias bajo las cuales estaba el Hades
o «Infierno», cuando algunas de las evidencias dejadas por los astrónomos
griegos de los primeros tiempos indican que ya sabían que no era así.
Hiparco, que vivió en Asia Menor en
el siglo II a.C, trató del «desplazamiento del signo en el solsticio y el
equinoccio», un fenómeno llamado ahora precesión de los equinoccios. Pero este
fenómeno sólo se puede explicar en términos de una «astronomía esférica», donde
la Tierra está
rodeada por otros cuerpos celestes como una esfera dentro de un universo
esférico.
Entonces, ¿sabía Hiparco que la Tierra era un globo, e hizo
sus cálculos en términos de una astronomía esférica? Pero aún hay otra pregunta
igualmente importante. El fenómeno de la precesión se podía observar al
relacionar la llegada de la primavera con la posición del Sol (visto desde la Tierra ) en una constelación
zodiacal dada. Pero el cambio de una casa zodiacal a otra requiere 2.160 años
Ciertamente, Hiparco no podía haber vivido lo suficiente como para hacer esa
observación astronómica. Así pues, ¿de dónde obtuvo esa información?
Eudoxo de
Cnido, otro matemático y astrónomo griego que vivió en Asia Menor dos siglos
antes que Hiparco, diseñó una esfera celeste, una copia de la cual fue erigida
en Roma junto con la estatua de Atlas aguantando el mundo. Los dibujos de la
esfera representaban las constelaciones zodiacales. Pero, si Eudoxo concibió
los cielos como una esfera, ¿dónde estaba
Fig. 91
Los trabajos de Eudoxo, cuyos
originales se perdieron, nos han llegado gracias a los poemas de Arato, que, en
el siglo III a.C, «tradujo» al lenguaje poético los hechos expuestos por el
astrónomo. En este poema (que debió resultarle familiar a San Pablo, puesto que
lo citó), se describen las constelaciones detalladamente, «trazadas por todo
alrededor»; y remite su agrupación y denominación a una época muy remota. «Unos
hombres de antiguo una nomenclatura pensaron y diseñaron, y formas apropiadas
encontraron».
¿Quiénes fueron los «nombres de
antiguo» a los cuales atribuía Eudoxo la denominación de las constelaciones?
Basándose en ciertas pistas del poema, los astrónomos modernos creen que los
versos griegos describen los cielos tal como se veían en Mesopotamia alrededor
del 2200 a.C.
El hecho
de que tanto Hiparco como Eudoxo vivieran en Asia Menor aumenta las
probabilidades de que obtuvieran sus conocimientos de fuentes hititas. Quizás,
incluso visitaron la capital hitita y vieron allí la divina procesión tallada
en las rocas; pues entre los dioses que desfilan hay dos hombres-toro que
sostienen un globo -una imagen que bien pudiera haber inspirado a Eudoxo para
esculpir el Atlas y la esfera celeste.
Fig. 92
¿Estaban los primeros astrónomos
griegos que vivían en Asia Menor mejor informados que sus sucesores debido a
que pudieron beber de fuentes mesopotámicas?
Hiparco, de hecho, confirmó en sus
escritos que sus estudios se basaron en un conocimiento acumulado y verificado durante
milenios. Y nombró a sus mentores, «los astrónomos babilonios de Erek, Borsippa
y Babilonia». Gemino de Rodas indicó a los «caldeos» (los antiguos babilonios)
como los descubridores de los movimientos exactos de la Luna. El historiador
Diodoro Sículo, en el siglo i a.C, confirmó la exactitud de la astronomía
mesopotámica, y afirmó que «los caldeos dieron nombre a los planetas... en el
centro de su sistema estaba el Sol, la luz más grande, del cual los planetas
eran 'descendientes', reflejando la posición y el brillo del Sol».
La fuente reconocida del
conocimiento astronómico griego era, entonces, Caldea; invariablemente,
aquellos primitivos caldeos poseían un conocimiento mayor y más preciso que el
de los pueblos que les siguieron.
Durante generaciones, por todo el
mundo antiguo, el nombre «caldeo» fue sinónimo de «observadores de estrellas»,
de astrónomos.
Dios le decía a Abraham, que salió
de «Ur de los Caldeos», que mirara a las estrellas, cada vez que hablaba de las
futuras generaciones hebreas. De hecho, el Antiguo Testamento está repleto de
información astronómica. José se comparaba a sí mismo y a sus hermanos con doce
cuerpos celestes, y el patriarca Jacob bendijo a sus doce hijos relacionándolos
con las doce constelaciones del zodiaco. En los Salmos y en el Libro de Job se
refieren una y otra vez a fenómenos celestes, a las constelaciones del zodiaco
y a otros grupos de estrellas (como las Pléyades). Así pues, el conocimiento
del zodiaco, la división científica de los cielos y otros
datos astronómicos eran bien
conocidos en el antiguo Oriente Próximo bastante antes de la época de la Grecia clásica.
El alcance de la astronomía
mesopotámica, en la que se basaron los primitivos astrónomos griegos, debe
haber sido enorme, pues, sólo con lo que los arqueólogos han encontrado, nos
veríamos ante una avalancha de textos, inscripciones, impresiones de sellos,
relieves, dibujos, listas de cuerpos celestes, presagios, calendarios, tablas
horarias de amaneceres y puestas del Sol y los planetas, predicciones de
eclipses...
Muchos de estos textos tardíos eran,
ciertamente, más astrológicos que astronómicos por naturaleza. Los cielos y los
movimientos de los cuerpos celestes parecían ser la principal preocupación de
los poderosos reyes, de los sacerdotes de los templos y de la gente de la
tierra en general; el objetivo de los observadores de estrellas parecía ser el
de encontrar en los cielos la respuesta al curso de los asuntos en la Tierra : guerra, paz,
abundancia, hambruna.
Compilando y analizando centenares de
textos del primer milenio a.C, R. C. Thompson (The Reports ofthe Magicians
and Astro-logers of Nineveh and Babylon) pudo demostrar que estos
observadores de estrellas estaban interesados en el destino de la tierra, de su
gente y de su soberano desde un punto de vista nacional, y no se preocupaban
del destino individual (como ocurre en la actualidad con la astrología
«horoscópica»):
Si la Luna en el momento calculado
no se ve,
habrá una invasión de una poderosa
ciudad.
Si un cometa se cruza con el sendero
del Sol,
el flujo del campo descenderá; un
tumulto sucederá dos veces.
Si Júpiter va con Venus,
las oraciones de la tierra
alcanzarán el corazón de los dioses.
Si el Sol se coloca en la posición
de la Luna ,
el rey de la tierra estará seguro en
el trono.
Incluso esta astrología precisaba de
un conocimiento astronómico amplio y preciso, conocimiento sin el cual no se
hubieran podido hacer los presagios. Los mesopotámicos, en posesión de tales
conocimientos, distinguían entre las estrellas «fijas» y los planetas
«errantes», y sabían que el Sol y la
Luna ni eran estrellas fijas ni planetas ordinarios. Estaban
familiarizados con los cometas, los meteoritos y otros fenómenos celestes, y
podían calcular las relaciones entre los movimientos del Sol, la Luna y la Tierra , y predecir
eclipses. Seguían los movimientos de los cuerpos celestes y los relacionaban
con la órbita de la Tierra
y con la rotación a través del sistema helíaco -sistema que aún se utiliza hoy
y que mide la salida y la puesta de las estrellas y los planetas en los cielos
de la Tierra
con relación al Sol.
Para seguir el rastro de los
movimientos de los cuerpos celestes y sus posiciones en los cielos con relación
a la Tierra y
entre sí, los babilonios y los asirios disponían de unas precisas tablas de efemérides.
En ellas se listaban y se predecían las posiciones futuras de los cuerpos
celestes. El profesor George Sarton (Caldean Astronomy of the Last Three
Centuries B.c.) descubrió que las habían calculado según dos métodos: uno
tardío, utilizado en Babilonia, y otro más antiguo, de Uruk. Pero el
descubrimiento inesperado es que el más antiguo, el método de Uruk, era más
sofisticado y preciso que el sistema tardío, y justificó esta sorprendente
situación concluyendo que las erróneas nociones astronómicas de griegos y
romanos vinieron como resultado del cambio a una filosofía que explicaba el
mundo en términos geométricos, mientras que los sacerdotesastrónomos de Caldea
seguían las fórmulas y las tradiciones prescritas de Sumer.
El descubrimiento de las civilizaciones
mesopotámicas, realizado con las excavaciones efectuadas en los últimos cien
años, no deja lugar a dudas de que, tanto en el campo de la astronomía como en
otros muchos campos, las raíces de nuestro conocimiento están profundamente
arraigadas en Mesopotamia. También en este campo hemos recurrido a y
continuamos el patrimonio de Sumer.
Las conclusiones de Sarton se han
visto refrendadas por los extensos estudios del profesor O. Neugebauer (Astronomical
Cuneiform Texts), que se quedó asombrado al descubrir que las efemérides,
con lo precisas que eran, no se basaban en las observaciones de los astrónomos
babilonios que las prepararon, puesto que éstos las habían calculado «a partir
de unos esquemas aritméticos fijos... que venían dados y que no debían
trastocar» los astrónomos que los utilizaban.
Esta observancia automática de los
«esquemas aritméticos» se realizaba con la ayuda de unos «textos de
procedimiento» que acompañaban a las efemérides y que «daban las normas, paso a
paso, para el cálculo de las efemérides», según una «estricta teoría
matemática». Neugebauer llegó a la conclusión de que los astrónomos babilonios
ignoraban las teorías sobre las que se basaban las efemérides y sus cálculos
matemáticos, y admitió también que «el fundamento empírico y teórico» de estas
precisas tablas se les escapa también, en gran medida, a los expertos modernos.
Sin embargo, está convencido de que las antiguas teorías astronómicas «deben
haber existido, porque es imposible diseñar unos esquemas de cálculo tan complicados
sin un plan sumamente elaborado».
El profesor Alfred Jeremias (Handbuch
der Altorientalischen Geistkultur) llegó a la conclusión de que los
astrónomos mesopo-támicos estaban familiarizados con el fenómeno de la
retrogradación, el aparente curso errático y serpentino de los planetas tal
como se ven desde la Tierra ,
causado por el hecho de que la
Tierra órbita al Sol con mayor rapidez o lentitud en relación
con los otros planetas. La trascendencia de este conocimiento radica no sólo en
el hecho de que la retrogradación es un fenómeno relacionado con las órbitas
alrededor del Sol, sino también en el hecho de que se debió requerir de largos
períodos de observación para dominarla y trazarla.
¿Dónde se desarrollaron estas
complicadas teorías, y quién hizo esas observaciones sin las cuales jamás se
habrían podido desarrollar? Neugebauer indica que «en los textos de
procedimiento, nos encontramos con un gran número de términos técnicos de
lectura totalmente desconocida, si no de significado desconocido».
Alguien, mucho antes de los
babilonios, poseía un conocimiento astronómico y matemático muy superior al de
las posteriores culturas de Babilonia, Asiría, Egipto, Grecia y Roma.
Los babilonios y los asirios
consagraron una parte sustancial de sus esfuerzos astronómicos a mantener un
calendario preciso. Al igual que el calendario judío actual, el suyo era un
calendario solar-lunar en el que se vinculaba (se «intercalaba») el año solar
de poco más de 365 días con un mes lunar de poco menos de 30 días. Aunque el
calendario era importante para los negocios y otras necesidades mundanas, se
requería que fuera preciso, principalmente, para determinar el día y el momento
exactos del Año Nuevo y de otras celebraciones y cultos a los dioses.
Para medir y vincular los intrincados
movimientos del Sol, la Tierra ,
la Luna y demás
planetas, los sacerdotes-astrónomos meso-Potámicos se basaban en una compleja
astronomía esférica. La Tierra
se tenía por una esfera con un ecuador y unos polos; también los cielos se
dividían con unas imaginarias líneas ecuatoriales y polares. El paso de los
cuerpos celestes se relacionaba con la eclíptica, la proyección del plano de la
órbita de la Tierra
alrededor del Sol sobre la esfera celeste; los equinoccios (los puntos y los
momentos en los cuales el Sol, en su movimiento anual aparente, cruza al norte
y al sur el ecuador celeste); y los solsticios (el momento en que el Sol,
durante su movimiento anual aparente a lo largo de la eclíptica, se encuentra
en su mayor declinación norte o sur). Todos estos conceptos astronómicos se
vienen utilizando hasta el día de hoy.
Pero los babilonios y los asirios no
inventaron el calendario ni los ingeniosos métodos para calcularlo. Sus
calendarios -así como los nuestros- tuvieron su origen en Sumer. Los expertos
han encontrado allí un calendario, en uso desde los tiempos más primitivos, que
es la base de todos los calendarios posteriores. El principal calendario
y modelo era el calendario de Nippur, sede y centro de Enlil. El calendario que
usamos en la actualidad tiene como modelo el calendario nippuriano.
Los sumerios consideraban que el Año
Nuevo comenzaba en el momento exacto en que el Sol cruzaba el equinoccio de
primavera. El profesor Stephen Langdon (Tablets from the Archives of Drehem)
descubrió que en los archivos dejados por Dungi, un soberano de Ur de
alrededor del 2400 a.C, se observa que para el calendario de Nippur se
seleccionaba determinado cuerpo celeste que, al oponerlo con el ocaso, permitía
determinar el momento exacto de la llegada del Año Nuevo. Y esto, concluyó
Langdon, se hizo «quizás 2000 años antes de la época de Dungi», es decir,
¡alrededor del 4400 a.C!
¿Acaso es posible que los sumerios,
casi sin instrumental, tuvieran, no obstante, el sofisticado saber-hacer
astronómico y matemático que requieren una geometría y una astronomía
esféricas? Pues sí, lo tenían, y su lenguaje lo demuestra.
Tenían un término -DUB- que
significaba (en astronomía) la «circunferencia del mundo» de 360 grados, en
relación con la cual hablaban ellos de la curvatura o arco de los cielos. Para
sus cálculos astronómicos y matemáticos, crearon el AN.UR, un «horizonte
celeste» imaginario contra el cual podían calcular el orto y el ocaso de los
cuerpos celestes. En perpendicular a este horizonte, extendieron una línea
vertical imaginaria, el NU.BU.SAR.DA; con su ayuda obtenían el cénit, al que
llamaban AN.PA. Trazaron las líneas a las que llamamos meridianos y las
llamaban «los yugos graduados»; y a las líneas de latitud les llamaban «líneas
medias del cielo». A la línea de latitud que marca el solsticio de verano, por
ejemplo, la llamaban AN.BIL
(«punto ígneo de los cielos»).
Las obras maestras literarias
acadias, hurritas, hititas y de otras culturas del antiguo Oriente Próximo, por
ser traducciones o versiones de originales sumerios, estaban repletas de
palabras prestadas del sumerio, muchas de las cuales tenían relación con
fenómenos y cuerpos celestes. Los eruditos babilonios y asirios que hacían
listas de estrellas o calculaban los movimientos planetarios solían anotar los
originales sumerios en las tablillas que estaban copiando o traduciendo. Los
25.000 textos dedicados a la astronomía y a la astrología que se dice que había
en la biblioteca de Assurbanipal en Nínive llevaban con frecuencia el
reconocimiento de sus orígenes sumerios.
Los escribas de la principal serie
astronómica, que los babilonios llamaban «El Día del Señor», declaraban haberla
copiado de una tablilla sumeria escrita en la época de Sargón de Acad, en el
tercer milenio a.C. Una tablilla fechada en la tercera dinastía de Ur, también
en el tercer milenio a.C, describe y hace una relación tan clara de los cuerpos
celestes, que los expertos modernos tienen pocas dificultades en reconocer el
texto como una clasificación de constelaciones, entre las que están la Osa Mayor , el Dragón,
Lira, Cisne y Cefeo, y el
Triángulo, en los cielos
septentrionales; Orion, Can Mayor, Hidra, el Cuervo y el Centauro en los cielos
meridionales; y las familiares constelaciones zodiacales en la banda celeste
central.
En la antigua Mesopotamia, los
secretos del conocimiento celeste se guardaban, se estudiaban y transmitían a
través de una casta de sacerdotes-astrónomos. Fue así, quizás por aptitud, que
los tres eruditos a los que se reconoce el mérito de habernos devuelto esta
perdida ciencia «caldea» tuvieran que ser, también, sacerdotes, pero, en este
caso, jesuítas: Joseph Epping, Johann Strassman y Franz X. Kugler. Kugler, en
su obra maestra Sternkunde und Sterndienst in Babel, analizó, descifró,
clasificó y explicó gran cantidad de textos y listas. En cierto caso,
«volviendo hacia abajo los cielos» matemáticamente, fue capaz de demostrar que
una lista de 33 cuerpos celestes de los cielos babilonios del 1800 a.C. ¡estaba
hábilmente dispuesta de acuerdo con las agrupaciones que se hacen hoy en día!
Tras un enorme trabajo de decisión
sobre cuáles eran los verdaderos grupos y cuáles eran, simplemente, subgrupos,
la comunidad astronómica mundial acordó (en 1925) dividir los cielos, tal como
se ven desde la Tierra ,
en tres regiones -septentrional, central y meridional- y agrupar las
estrellas en ellos en 88 constelaciones. Al final, resultó que no había nada
nuevo en esta disposición, ya que los sumerios habían sido los primeros en
dividir los cielos en tres bandas o «caminos» -el «camino» septentrional, al
que se le puso el nombre de Enlil; el meridional, al que se le puso el nombre
de Ea; y la banda central, que fue el «Camino de Anu»- y en asignarles diversas
constelaciones. La banda central de hoy en día, la banda de las doce constelaciones
del zodiaco, se corresponde exactamente con el Camino de Anu, en el cual
los súmenos agruparon las estrellas en doce casas.
En la antigüedad, al igual que hoy,
el fenómeno estaba relacionado con el concepto del zodiaco. El gran círculo de la Tierra alrededor del Sol se
dividió en doce partes iguales, de treinta grados cada una. Las estrellas que
se veían en cada uno de estos segmentos o «casas» se agruparon en una
constelación, cada una de las cuales recibió un nombre en función de la forma
que las estrellas del grupo parecían crear.
Debido a que las constelaciones y
sus subdivisiones, e, incluso, las estrellas individuales dentro de las
constelaciones, llegaron a la civilización occidental con nombres y
representaciones completamente prestados de la mitología griega, el mundo
occidental creyó durante casi dos milenios que habían sido los griegos los que
habían conseguido este logro. Pero, en la actualidad, vemos claramente que los
primitivos astrónomos griegos adaptaron a su lengua y a su mitología una
astronomía ya construida por los sumerios. Ya hemos indicado de qué forma
obtuvieron sus conocimientos Hiparco, Eudoxo y otros. Incluso Tales, el
astrónomo griego de importancia más antiguo, del cual se dice que predijo el
eclipse total de sol del 28 de Mayo de 585 a.C. que detuvo la guerra entre
lidios y medas, admitió que las fuentes de su conocimiento eran de origen
mesopotámico pre-semi-ta, es decir, sumerio.
La palabra «zodiaco» proviene del
griego zodiakos kyklos («círculo animal»), debido a que el diseño de los
grupos de estrellas se asemejaban por su forma a un león, unos peces, etc. Pero
esos nombres y formas imaginarias se originaron, realmente, en Sumer, donde a
las doce constelaciones del zodiaco se les llamó
UL.UE («rebaño brillante»):
1. GU.AN.NA («toro celeste»), Tauro.
2. MASH.TAB.BA («gemelos»), nuestro Géminis.
3. DUB («pinzas», «tenazas»), el
Cangrejo o Cáncer.
4. UR.GULA («león»), al que llamamos
Leo.
5. AB.SIN («el padre de ella era
Sin»), la Doncella ,
Virgo.
6. ZI.BA.AN.NA («destino celeste»),
la balanza o Libra.
7. GIR.TAB («lo que pinza y corta»),
Escorpio.
8. PA.BIL («defensor»), el Arquero, Sagitario.
9. SUHUR.MASH («pez-cabra»), Capricornio.
10. GU («señor de las aguas»), el
Aguador, Acuario.
11. SIM.MAH («peces»), Piscis.
12. KU.MAL («morador del campo»), el
Carnero, Aries.
Las
representaciones gráficas o signos del zodiaco, al igual que sus nombres, se
han conservado virtualmente intactas desde su introducción en Sumer.
Fig. 93
Hasta la aparición del telescopio, los
astrónomos europeos aceptaban sólo las 19 constelaciones reconocidas por
Ptolomeo en el hemisferio norte. Hacia 1925, cuando se acordó la clasificación
actual, se habían reconocido 28 constelaciones en lo que los sumerios llamaban
el Camino de Enlil. No debería de sorprendernos que, a diferencia de Ptolomeo,
los primitivos sumerios reconocían, identificaban, nombraban y listaban ¡todas
las constelaciones del hemisferio norte!
El Camino de Ea planteó serios
problemas a los asiriólogos que asumieron la inmensa tarea de desentrañar el
conocimiento astronómico antiguo no sólo en los términos del conocimiento
moderno, sino también basándose en el aspecto que debían tener los cielos hace
siglos o milenios. Observando los cielos meridionales desde Ur o Babilonia, los
astrónomos mesopotámicos sólo podían ver poco más de la mitad de los cielos del
hemisferio sur; el resto se encontraba por debajo del horizonte. Sin embargo,
aunque correctamente identificadas, algunas de las constelaciones del Camino de
Ea estaban por debajo del horizonte.
Pero, para los expertos, aún se
planteaba un problema mayor. Si, como suponían, los mesopotámicos creían (como
los griegos más tarde) que la tierra era una masa de tierra firme sobre la
caótica oscuridad de un mundo inferior (el griego Hades) -un disco plano sobre
el cual se arqueaban los cielos en semicírculo-, ¡no debería de haber
absolutamente ningún cielo en el sur!
Limitados por la suposición de que
los mesopotámicos sostenían la idea de una Tierra plana, los estudiosos modernos
no podían permitir que sus conclusiones les llevaran muy por debajo de la línea
ecuatorial que divide el norte del sur. Sin embargo, las evidencias demuestran
que los tres «caminos» sumerios abarcaban todos los cielos del globo, no del
plano, terrestre.
En 1900,
T. G. Pinches informó en
Fig. 94
Cada una de las 36 secciones tenía
también un nombre con un circulito debajo, dando a entender que era la
denominación de un cuerpo celeste. Desde entonces, estos nombres se han
encontrado en muchos textos y «listas de estrellas», e, indudablemente, son los
nombres de constelaciones, estrellas o planetas.
Cada una de las 36 secciones tenía
escrito también un número debajo del nombre del cuerpo celeste. En el anillo
interior, los números iban del 30 al 60; en el anillo central, del 60 (escrito
como «1») al 120 («2» en el sistema sexagesimal, que significa 2 x 60 = 120); y
en el anillo exterior, del 120 al 240. ¿Qué representaban estos números?
Casi cincuenta años después de la
presentación de Pinches, el astrónomo y asiriólogo O. Neugebauer (A History
ofAncient Astronomy: Problems and Methods) sólo pudo decir que «la
totalidad del texto conforma una especie de mapa celeste esquemático... en cada
uno de los 36 campos encontramos el nombre de una constelación y unos números
sencillos cuyo significado aún no está claro». Un destacado experto en el tema,
B. L. Van der Waerden {Babylonian Astronomy: The Thirty-Six Stars), reflexionando
sobre el aparente ascenso y descenso de los números según un ritmo, sólo pudo
sugerir que «los números tienen algo que ver con la duración de la luz diurna».
Creemos que el rompecabezas se puede
resolver sólo con que descartemos la idea de que los mesopotámicos creían en una
Tierra plana, y con que reconozcamos que sus conocimientos astronómicos eran
tan buenos como los nuestros, no porque tuvieran mejores instrumentos de los
que tenemos nosotros, sino porque sus fuentes de información provenían de los
nefilim.
Sugerimos que los enigmáticos
números representan grados del arco celeste, con el Polo Norte como punto de
inicio, y que el astrola-bio era un planisferio, la representación de una
esfera sobre una superficie plana.
Mientras los números aumentan o
decrecen, los de las secciones opuestas en el Camino de Enlil (como Nisannu-50,
Tashritu-40) suman 90, en el Camino de Anu suman 180, y en el Camino de Ea
suman 360 (como Nisannu 200, Tashritu 160). Estas cifras son demasiado
familiares como para ser mal interpretadas; representan los segmentos de una
circunferencia esférica completa: un cuarto del camino (90 grados), medio
camino (180 grados) y el círculo total (360 grados).
Los
números dados para el Camino de Enlil están emparejados así para mostrar que
este segmento sumerio de los cielos septentrionales se extendía unos 60 grados
desde el Polo Norte, bordeando el Camino de Anu en los 30 grados por encima del
ecuador. El Camino de Anu era equidistante a ambos lados del ecuador, llegando
a los 30 grados sur por debajo de éste. Después, más al sur y en lo más alejado
del Polo Norte, estaba el Camino de Ea, esa parte de
Fig. 95
Los números de las secciones del
Camino de Ea suman 180 grados en Addaru (Febrero-Marzo) y Ululu
(Agosto-Septiembre). El único punto que está a 180 grados del Polo Norte, tanto
si vas al sur por el este como si vas por el oeste, es el Polo Sur. Y esto sólo
se puede sostener como cierto si uno está tratando con una esfera.
La precesión es un fenómeno que
viene provocado por el bamboleo del eje norte-sur de la Tierra , y que lleva a que
el Polo Norte (el que apunta a la Estrella Polar ) y el Polo Sur tracen un gran
círculo en los cielos. El aparente retardo de la Tierra contra las
constelaciones de estrellas suma alrededor de 55 segundos de arco por año, o un
grado cada 72 años. El gran círculo -el tiempo que le lleva al Polo Norte
terrestre volver a apuntar a la Estrella Polar- emplea, por tanto, 25.920 años
(72 por 360), y esto es lo que los astrónomos llaman el Gran Año o el Año
Platónico (pues, según parece, Platón también sabía de este fenómeno).
El orto y el ocaso de diversas
estrellas se tenía por importante en la antigüedad, y el cálculo preciso del equinoccio
de primavera, que daba entrada al Año Nuevo, se relacionaba con la casa
zodiacal en la cual tenía lugar. Debido a la precesión, el equinoccio de
primavera y los demás fenómenos celestes, al retardarse de año en año,
terminaba por retrasarse todo un signo zodiacal cada 2.160 años. Nuestros
astrónomos continúan empleando el «punto cero» («el primer punto de Aries»),
que marcó el equinoccio de primavera alrededor del año 900 a.C, pero este punto
se encuentra ahora bien entrado en la casa de Piscis. En los alrededores del
2100 d.C,
el equinoccio de primavera comenzará a ocupar la casa precedente, la de
Acuario. Esto es lo que están queriendo decir los que afirman que estamos a
punto de entrar en
Fig. 96
Debido a que el cambio de una casa
zodiacal a otra lleva más de dos milenios, los expertos se preguntan cómo y
dónde pudo enterarse Hiparco del tema de la precesión en el siglo II a.C. Ahora
sabemos que su fuente fue sumeria. Los descubrimientos del profesor Langdon
revelan que el calendario nippuriano, establecido alrededor del 4400 a.C, en la Era de Tauro, refleja el
conocimiento de la precesión y el cambio de casas zodiacales que tuvo lugar
2.160 años antes de ése.
El profesor Jeremias, que vinculó
los textos astronómicos mesopotámicos con los textos astronómicos hititas,
también era de la opinión de que las tablillas astronómicas más antiguas
registraban el cambio de Tauro a Aries, y llegó a la conclusión de que los
astrónomos mesopotámicos predijeron y anticiparon el cambio de Aries a Piscis.
Suscribiéndose
a estas conclusiones, el profesor Willy Hartner (The Earliest History of the
Constellations in the Near East) sugería que los sumerios dejaron
abundantes evidencias gráficas a tal efecto. Cuando el equinoccio de primavera
estaba en el signo de Tauro, el solsticio de verano tenía lugar en Leo. Hartner
llamó la atención sobre el recurrente motivo del «combate» entre un toro y un
león que aparece en las representaciones sumerias de las épocas más primitivas,
y sugirió que estos motivos reflejaban las posiciones claves de las
constelaciones de Tauro (Toro) y Leo (León) para un observador en los 30 grados
norte (la posición de Ur) alrededor del 4000 a.C.
Fig. 97
La mayoría de los expertos
consideran que la insistencia de los sumerios en Tauro como su primera
constelación no sólo es una evidencia de la antigüedad del zodiaco -fechado en
los alrededores del 4000 a.C-, sino también una prueba del momento en que la
civilización sumeria tuvo sus repentinos comienzos. El profesor Jeremias (The
Oíd Testament in the Light of the Ancient East) encontró evidencias que
demostraban que el «punto cero» cronológico-zodiacal sumerio se puso
precisamente entre el Toro y los Gemelos; por éste y por otros datos, llegó a
la conclusión de que el zodiaco se trazó en la Era de Géminis (los Gemelos), es decir, aún antes
de que comenzara la civilización sumeria. Una tablilla sumeria que hay en
el Museo de Berlín (VAT.7847) comienza la lista de constelaciones zodiacales
con la de Leo, con lo que nos remonta a los alrededores del 11.000 a.C,
cuando el Hombre recién comenzaba a labrar la tierra.
Pero el profesor H. V. Hilprecht (The
Babylonian Expedition of the University of Pennsylvaniá) fue aún más lejos.
Estudiando miles de tablillas que llevaban tabulaciones matemáticas, llegó a la
conclusión de que «todas las tablas de multiplicación y de división de las
bibliotecas de los templos de Nippur y Sippar, y de la biblioteca de
Assurbanipal [en Nínive] se basan en [el número] 12960000». Al analizar este
número y su significado, Hilprecht concluyó que sólo podía estar relacionado
con el fenómeno de la precesión, y que los sumerios conocían el Gran Año de
25.920 años.
Claro está que ésta es una
sofisticación astronómica fantástica en una época imposible.
Del mismo modo que es evidente que
los astrónomos sumerios poseían un conocimiento que, posiblemente, no podían
haber adquirido por sí mismos, también existen evidencias que demuestran que
gran parte de su conocimiento no eran de uso práctico para ellos.
Esto no sólo tiene que ver con los
sofisticadísimos métodos astronómicos que se utilizaban -¿quién en la antigua
Sumer necesitaba realmente establecer un ecuador celeste, por ejemplo?-, sino
también con la gran diversidad de textos elaborados que tratan de la medida de
distancias entre las estrellas.
Uno de estos textos, conocido como
AO.6478, hace una lista de 26 estrellas visibles importantes a lo largo de una
línea que, en la actualidad, llamamos el Trópico de Cáncer, y da las distancias
entre ellas, medidas de tres formas diferentes. El texto nos da primero las
distancias entre estas estrellas en una unidad llamada mana shukultu («medido
y pesado»). Se cree que éste era un ingenioso dispositivo que establecía una
relación entre el peso del agua que escapaba por paso de tiempo. Hacía posible
la determinación de distancias entre dos estrellas en términos de tiempo.
La segunda columna de distancias
estaba en términos de grados del arco de los cielos. El día total (día y
noche) se dividía en doce horas. El arco de los cielos comprendía un círculo
total de 360 grados. Así pues, un beru u «hora doble» representaba 30
grados del arco de los cielos. Con este método, el paso del tiempo en la Tierra proporcionaba una
medida de las distancias en grados entre los cuerpos celestes nombrados.
El tercer método de medida era el beru
ina shame («longitud en los cielos»). F. Thureau-Dangin (Distances entre
Etoiles Fixes) señaló que, mientras los dos primeros métodos estaban
relacionados con otro fenómeno, el tercer método proporcionaba medidas
absolutas. Un «beru celeste», según Thureau-Dangin y otros, era el
equivalente a 10.692 metros de nuestros días. La «distancia en los cielos»
entre las 26 estrellas se calculó en el texto sumando 655.200 «beru trazados
en los cielos».
Disponer de tres métodos diferentes
de medida de distancias entre estrellas indica la gran importancia que se le
daba al tema. Sin embargo, ¿quién entre los hombres y las mujeres de Sumer
necesitaba este conocimiento, y quién de ellos pudo diseñar estos métodos y
utilizarlos de forma tan precisa? La única respuesta posible es que los nefilim
disponían de ese conocimiento y precisaban de tan exactas medidas.
Capaces de hacer viajes espaciales,
después de llegar a la Tierra
desde otro planeta, y de recorrer los cielos de la Tierra , los nefilim eran
los únicos que podían poseer y, de hecho, poseían, en los albores de la
civilización humana, los sofisticados métodos, las matemáticas y los conceptos
de una astronomía avanzada, así como la necesidad de enseñar a los escribas
humanos a copiar y registrar meticulosamente tablas y más tablas de distancias
en los cielos, órdenes de estrellas y grupos de estrellas, ortos y ocasos
helíacos, un complejo calendario solar-lunar-terrestre y el resto de conocimientos
notables tanto del Cielo como de la
Tierra.
Ante este panorama, ¿se puede creer
aún que los astrónomos mesopotámicos, dirigidos por los nefilim, no supieran de
la existencia de planetas más allá Saturno, que no conocieran Urano, Neptuno y
Plutón? ¿Acaso sus conocimientos sobre la misma familia de la Tierra , el sistema solar,
eran menos completos que los de las distantes estrellas, su orden y sus
distancias?
La información astronómica de los
tiempos antiguos se conservaba en centenares de textos detallados, de listas de
cuerpos celestes, pulcramente dispuestas según el orden celeste, o según los
dioses, los meses, las tierras o las constelaciones con las que estaban
relacionados. A uno de estos textos, analizado por Ernst F. Weidner (Hand-buch
der Babylonischen Astronomie), se le ha llegado a llamar «La Gran Lista de
Estrellas». En él, se hace una relación en cinco columnas de decenas de cuerpos
celestes en función de sus relaciones mutuas, de los meses, de los países y
deidades. Otro texto lista correctamente las principales estrellas de las
constelaciones zodiacales. Un texto indexado como B.M.86378 ordenaba (en su
parte no deteriorada) 71 cuerpos celestes por su situación en los cielos; y
acerca de textos así podríamos estar hablando una y otra y otra y otra vez.
Gran cantidad de expertos se
esforzaron por dar sentido a esta legión de textos, y en particular por
identificar correctamente los planetas de nuestro sistema solar, aunque sus
resultados parecen ser confusos. Como ya sabemos, sus esfuerzos estaban
condenados al fracaso debido a la incorrecta suposición de que los sumerios y
sus sucesores no sabían que el sistema solar era heliocéntrico, que la Tierra no era más que otro
planeta y que había más planetas más allá de Saturno.
Al pasar por alto la posibilidad de
que algunos de los nombres de las listas de estrellas se le pudieran aplicar a
la misma Tierra, y al intentar aplicar los otros muchos nombres y epítetos sólo
a los cinco planetas que, según creían, conocían los súmenos, los expertos
terminaron llegando a conclusiones conflictivas. Algunos de ellos llegaron a
sugerir que la confusión no era suya, sino de los caldeos -por algún motivo
desconocido, dicen, los caldeos intercambiaron los nombres de los cinco
planetas «conocidos».
Los sumerios se referían a todos los
cuerpos celestes (planetas, estrellas o constelaciones) como MUL («lo que
brilla en las alturas»). "El término acadio kakkab fue aplicado
también por babilonios y asirios para designar a cualquier cuerpo celeste. Esta
práctica acabó frustrando a los expertos que intentaban desentrañar los
antiguos textos astronómicos. Pero algunos mul a los que se calificaba
de LU.BAD designaban, claramente, a los planetas de nuestro sistema solar.
Sabiendo que el nombre griego para
los planetas era «errantes», los expertos leyeron LU.BAD como «oveja errante»,
a partir de LU («aquello que se pastorea») y BAD («alto y muy lejos»). Pero,
ahora que hemos mostrado que los sumerios eran plenamente conscientes de la
verdadera naturaleza de nuestro sistema solar, los otros significados del
término bad («lo antiguo», «la fundación», «aquel donde está la muerte»)
asumen una importancia directa. Éstos últimos son epítetos adecuados para el
Sol, de donde se sigue que, por lubad , los sumerios no entendían
simplemente «oveja errante», sino «oveja» pastoreada por el Sol -los planetas
de nuestro Sol.
La situación y las relaciones de los
lubad entre ellos y con el Sol se describían en muchos textos
astronómicos mesopotámicos. Había referencias a aquellos planetas que están
«arriba» y a aquellos que están «debajo», y Kugler conjeturó acertadamente que
el punto de referencia era la misma Tierra.
Pero, en su mayor parte, los
planetas de los que se hablaba en el entramado de los textos astronómicos
trataban de MUL.MUL -un término que tenía a los expertos en la incertidumbre.
En ausencia de una solución mejor, la mayoría de los expertos acabaron
coincidiendo en que el término mulmul identificaba a las Pléyades, un
grupo de estrellas de la constelación de Tauro, y el único por el que pasaba el
eje del equinoccio de primavera (tal como se veía desde Babilonia) en los
alrededores del 2200 a.C. Los textos mesopotámicos solían indicar que el mulmul
estaba compuesto por siete LU.MASH (siete «errantes que son familiares»), y
los expertos asumieron que se trataba de los miembros más brillantes de las
Pléyades, que se pueden ver con el ojo desnudo. El hecho de que, en función de
la clasificación, el grupo tenga bien seis bien nueve de tales estrellas, y no
siete, planteaba un problema; pero se dejó de lado por falta de una idea mejor
sobre el significado de mulmul.
Franz Kugler (Sternkunde und
Sterndienst in Babel) aceptó a regañadientes las Pléyades como solución,
pero expresó su asombro cuando descubrió que en los textos mesopotámicos se
afirmaba, sin ningún tipo de ambigüedad, que mulmul incluía no sólo a
los «errantes» (planetas) sino también al Sol y a la Luna , con lo que la idea de
las Pléyades se hacía insostenible. Kugler también se encontró con textos que
afirmaban claramente que «mulmul ul-shu 12» {«mulmul es un grupo
de doce»), de los cuales diez formaban un grupo diferenciado.
Sugerimos que el término mulmul se
refería al sistema solar, utilizando la repetición (MUL.MUL) para indicar el
grupo como una totalidad, como «el cuerpo celeste que comprende todos los
cuerpos celestes».
Charles Virolleaud (L'Astrologie
Chaldéenne), transliteró un texto mesopotámico (K.3558) que describe a los
miembros del grupo mulmul o kakkabu/kakkabu . La última línea del
texto es explícita:
Kakkabu / kakkabu.
El número de sus cuerpos celestes es
doce.
Las estaciones de sus cuerpos
celestes doce.
Los meses completos de la Luna es doce.
Los textos no dejan lugar a dudas:
el mulmul -nuestro sistema solar- estaba compuesto por doce miembros.
Quizás no debería de sorprendernos,
pues el erudito griego Diodoro, al explicar los tres «caminos» de los caldeos y
el consiguiente listado de 36 cuerpos celestes, afirmaba que «de aquellos
dioses celestes, doce poseen autoridad principal; a cada uno de éstos, los
caldeos les asignan un mes y un signo del zodiaco».
Ernst Weidner (Der Tierkreis und
die Wege am Himmel) informó que, junto con el Camino de Anu y sus doce
constelaciones zodiacales, algunos textos se referían también al «camino del
Sol», que estaba compuesto también por doce cuerpos celestes: el Sol, la Luna , y diez más. La línea 20
de la llamada tablilla TE dice:
«naphar 12 shere-mesh ha.la sha
kakkab.lu sha Sin u Shamash ina libbi ittiqu», que significa, «todo en todo, 12
miembros adonde la Luna
y el Sol pertenecen, donde orbitan los planetas».
Ahora podemos comprender la
importancia del número doce en el mundo antiguo. El Gran Círculo de
dioses sumerios, y, por tanto, de los dioses olímpicos, estaba compuesto exactamente
por doce miembros; los dioses más jóvenes sólo podían entrar en este círculo si
se retiraban los dioses más viejos. Del mismo modo, cualquier puesto libre se
tenía que ocupar para mantener el número divino de doce. El principal círculo
celeste, el camino del Sol con sus doce miembros, establecía el modelo según el
cual cualquier otra franja celeste se dividía en doce segmentos o se le
asignaban doce cuerpos celestes de importancia. Por consiguiente, el año tenía
doce meses y el día tenía doce horas dobles. A cada división de Sumer se le
asignaban doce cuerpos celestes como medida de buena suerte.
Muchos estudios, como el de S.
Langdon (Babylonian Menolo-gies and the Semitic Calendar), muestran que
la división del año en doce meses estaba relacionada, desde sus comienzos, con
los doce Grandes Dioses.
Fritz Hommel (Die Astronomie der
alten Chaldaer) y otros después de él demostraron que los doce meses
estaban estrechamente conectados con los doce signos zodiacales, y que ambos se
derivaban de los doce cuerpos celestes principales. Charles F. Jean (Lexicologie
sumerienne) reprodujo una lista sumeria de 24 cuerpos celestes que
emparejaban a las doce constelaciones zodiacales con los doce miembros del
sistema solar.
En un largo texto, identificado por
F. Thureau-Dangin (Rituels accadiens) como el programa del templo para la Festividad de Año Nuevo
en Babilonia, las evidencias para la consagración del doce como fenómeno
celeste central son persuasivas. El gran templo, el Esagila, tenía doce
puertas. Marduk se revestía de los poderes de todos los dioses celestes al
recitarse doce veces la declaración «Mi Señor, no es Él mi Señor». Después, se
invocaba la misericordia del dios doce veces, y la de su esposa doce veces. El
total de 24 se emparejaba entonces con las doce constelaciones del zodiaco y
los doce miembros del sistema solar.
En un
mojón de piedra, tallado por un rey de Susa con los símbolos de los cuerpos
celestes, se representan estos 24 signos: los doce signos familiares del
zodiaco, y los símbolos que representan a los doce miembros del sistema solar.
Estos eran los doce dioses astrales de Mesopotamia, así como de los hurritas,
los hititas, los griegos y todos los demás panteones de la antigüedad.
Fig. 98
Aunque nuestra base de cálculo
natural es el número diez, el número doce se impregnó en todos los temas
celestes y divinos mucho antes de que los sumerios desaparecieran. Hubo doce
Titanes griegos, doce Tribus de Israel, doce partes en el mágico pectoral del
Sumo Sacerdote de Israel. El poder de este doce celeste se transmitió a los
doce Apóstoles de Jesús, e incluso en nuestro sistema decimal contamos del uno
al doce, y sólo tras el doce volvemos al «diez y tres» (thirteen), «diez y
cuatro», etc.
¿De dónde surgió, pues, este
poderoso y decisivo número doce? De los cielos.
Pues el sistema solar -el mulmul-
incluía también, además de todos los planetas que conocemos, el planeta de Anu,
aquel cuyo símbolo -un cuerpo celeste radiante- representaba en la escritura
sumeria al dios Anu y a lo «divino». «El kakkab del Cetro Supremo es una de las
ovejas en mulmul», explicaba un texto astronómico. Y, cuando Marduk usurpó la
supremacía y sustituyó a Anu como el dios asociado a este planeta, los
babilonios dijeron: «El planeta de Marduk dentro de mulmul aparece».
Al
enseñarle a la humanidad la verdadera naturaleza de la Tierra y los cielos, los
nefilim no sólo informaron a los antiguos sacerdotes-astrónomos de la
existencia de los planetas más allá de Saturno, sino también de la existencia
del planeta más importante, aquel del cual vinieron: EL DUODÉCIMO PLANETA.
capitulo VI de 12 Planeta
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