por Paul Davies
En el último capítulo hemos visto hasta qué punto es central en nuestra
visión del mundo la idea newtoniana de un tiempo matemáticamente exacto, que
fluye uniforme y universalmente del pasado hacia el futuro. No vemos el mundo
en forma estática, sino evolucionando, desarrollándose, cambiando de un momento
al siguiente. En una época se creyó que el futuro estado del mundo, al desenvolverse
de este modo, estaría predeterminado por su estado presente, pero la revolución
cuántica derrocó tal idea. En lugar de eso, el futuro es inherentemente
incierto. La teoría cuántica derribó el edificio de la mecánica de Newton, pero
¿qué fue de su modelo del tiempo y del espacio?
Éste también se hundió, en una revolución tan profunda como la cuántica
pero que la precedió en algunos años.
En 1905, Albert Einstein publicó una nueva teoría del espacio, del tiempo
y del movimiento llamada la relatividad especial.
Ponía en cuestión algunos de los supuestos más apreciados y habituales
sobre la naturaleza del espacio y del tiempo. Desde su primera publicación, la
teoría se ha comprobado repetidas veces en experimentos de laboratorio y en la
actualidad es aceptada casi unánimemente por los físicos. Entre las
predicciones más espectaculares de la teoría se cuenta la existencia de
antimateria y los viajes en el tiempo, la elasticidad del espacio y del tiempo,
la equivalencia de la masa y la energía y la aniquilación de la materia. Como
ampliación de su trabajo de 1905, Einstein publicó en 1915 la llamada teoría
general de la relatividad. Aunque no tan bien fundada experimentalmente, sus
predicciones son igual de fantásticas: espacio y tiempo curvos, agujeros negros,
la posibilidad de un universo finito pero ilimitado, e incluso la posibilidad
de que el tiempo y el espacio se disuelvan en la inexistencia.
La teoría de la relatividad se aventura en estas extraordinarias
posibilidades adoptando una perspectiva radicalmente nueva sobre qué es
exactamente el mundo. Según las ideas de Newton, que son la perspectiva de
sentido común que adopta la gente normal en la vida cotidiana, el mundo cambia
a cada momento. En cualquier momento dado, el mundo supone un estado determinado
(aunque no por completo conocido) de todo el universo.
Inevitablemente pensamos en todas las demás personas, en todos los demás
planetas y estrellas, en las otras galaxias, en todas las cosas que nos
interesan, y las imaginamos en determinadas condiciones concretas en este
momento, es decir, ahora. El mundo, pues, se ve como la totalidad de todos
estos objetos en un momento concreto. La mayor parte de la gente no duda de la
existencia de un «mismo momento» universal (ni tampoco lo dudaba Newton).
La defunción de esta habitual manera de concebir el tiempo la pone de
manifiesto un curioso fenómeno. Entre las constelaciones de Águila y de
Sagitario hay un prodigioso objeto astronómico denominado un púlsar binario. En
apariencia, consiste en dos estrellas derrumbadas o colapsadas que orbitan una
alrededor de la otra a muy corta distancia. Se cree que estas estrellas son tan
compactas que incluso sus átomos se han desplomado en forma de neutrones por
obra de su propio peso debido a la enorme gravedad. A resultas de la gran
densidad –las estrellas tienen unos pocos kilómetros de diámetro– giran a la
formidable velocidad de varias veces por segundo. Una de las estrellas está sin
duda rodeada por un campo magnético, pues cada vez que gira emite una pulsación
de ondas de radio (de donde el nombre de púlsar), y durante los últimos cinco
años los astrónomos han estado controlando estas vibraciones con el gigantesco
radiotelescopio de Arecibo, en Puerto Rico. La regularidad de la rotación de la
estrella de neutrones se refleja en la exacta regularidad de las emisiones, que
en consecuencia pueden utilizarse como un reloj estelar preciso, al mismo
tiempo que permite seguir el movimiento de la estrella.
La regularidad de las pulsaciones proporciona un ejemplo gráfico de la
imperfección del tiempo de sentido común. Al ser tan masivas y estar tan
juntas, las dos estrellas de neutrones bailan la una alrededor de la otra a una
velocidad fenomenal, tardando únicamente ocho horas en cada revolución orbital:
un «año» de ocho horas. Por tanto, el púlsar se mueve a una considerable
fracción de la velocidad de la luz, que es la misma que la velocidad de las
pulsaciones de radio. (La luz, las ondas de radio y otras radiaciones, como el
calor infrarrojo, los rayos ultravioleta, los rayos X y los gamma son ejemplos
del mismo fenómeno básico: las ondas electromagnéticas). Al girar el púlsar
alrededor de su compañero, a veces se acerca a la Tierra y a veces se aleja,
según la dirección momentánea del movimiento. El sentido común pensaría que
cuando el púlsar se acerca, las pulsaciones de radio se aceleran, puesto que
reciben el empuje adicional, en dirección a nosotros, del propio movimiento de
la estrella, como lanzada por una honda. Por la misma razón las pulsaciones
deberían desacelerarse al retroceder la estrella. De ser así, la primera serie
de pulsaciones debería llegar mucho antes que la segunda, puesto que
recorrerían la enorme distancia que las separa de la Tierra a mayor velocidad.
En realidad, la recepción de las pulsaciones de toda la órbita debería
extenderse por un intervalo de muchos años, entremezclándose pues las
pulsaciones de miles de órbitas en una complicada maraña. Sin embargo, la
observación muestra algo absolutamente distinto: desde todas las posiciones
orbitales llega una pauta regular de pulsaciones limpiamente dispuestas en
correcto orden.
La conclusión parece enigmática: no hay pulsaciones rápidas que adelanten
a las pulsaciones lentas.
Todas llegan a la misma velocidad, espaciadas entre sí de manera regular.
Esto parece estar en flagrante contradicción con el hecho de que el púlsar se
esté moviendo, y una vívida demostración de la contradicción la proporciona el
hecho de que las pulsaciones que llegan a velocidad inalterada también
transportan información directa de que el púlsar se mueve a gran velocidad. La
información en cuestión va codificada en las características de las mismas
ondas de radio, que tienen mayor frecuencia cuando el púlsar está retrocediendo
que cuando se está acercando. Esta variación de la frecuencia, similar al
cambio del ruido de un motor cuando un automóvil acelera, la utilizan los
radares de la policía para medir la velocidad de los coches. La misma técnica
demuestra que el púlsar va disparado por el espacio, y sin embargo sus
pulsaciones alcanzan la Tierra a una velocidad constante.
Hace un siglo, observaciones como ésta hubieran causado consternación,
pero hoy se cuenta con ellas. Ya en 1905, Einstein predijo tales efectos
basándose en su teoría de la relatividad. Una combinación de teoría matemática
y de experimentación condujo a Einstein a una notable –y en realidad
difícilmente creíble– conclusión:
la velocidad de la luz es la misma en todas partes y para todos los
cuerpos, y esto es así independientemente de la velocidad a la que se muevan.
En aquellos días, las razones que respaldaban su críptica afirmación se
referían a las propiedades de las partículas eléctricas en movimiento y a la
incapacidad de los físicos para medir la velocidad de la Tierra utilizando
señales luminosas. No nos detendremos aquí en los detalles técnicos, salvo para
decir que la velocidad de la Tierra resultó carecer por completo de sentido,
puesto que sólo los movimientos relativos (de donde el apelativo de
«relatividad») se pueden medir. En lugar de eso, concentrémonos en la
significación y las consecuencias de la fructífera afirmación de Einstein.
Si un objeto retrocede con respecto a nosotros y comenzamos a
perseguirlo, es de esperar que esta maniobra tenga como resultado disminuir la
rapidez con que retrocede. De hecho, si se pone el bastante empeño en la
persecución, incluso es posible llegar a coger el objeto. De manera que la
velocidad relativa entre uno y el objeto depende claramente del propio estado
de movimiento. No obstante, si el objeto es una pulsación luminosa, no ocurre
lo mismo. Aunque pueda parecer increíble, cualquiera que sea el empeño que se
ponga en perseguirla nunca se ganará ni un kilómetro por hora a la pulsación
luminosa. En verdad, la luz se mueve muy de prisa (300.000 kilómetros por
segundo), pero incluso si viajáramos en un cohete al 99,9 por ciento de la
velocidad de la luz, nunca se conseguiría disminuir la velocidad a la que se
aparta de nosotros, por potentes que fueran los motores del cohete.
Estas afirmaciones probablemente parezcan puro sinsentido. Si alguien que
permaneciera en la Tierra observara la persecución y viera la onda luminosa
alejándose a 300.000 kilómetros por segundo y al cohete persiguiéndola a una
velocidad casi igual, «debería» ver la distancia que los separa ensancharse a
tan sólo una fracción de la velocidad de la luz. Sin embargo, de aceptar la
propuesta de Einstein (y los experimentos confirman que es correcta), el
individuo situado en el cohete vería la misma onda luminosa alejarse de él
300.000 kilómetros por segundo.
La única manera de reconciliar estas observaciones aparentemente
contradictorias es suponer que, desde el cohete, el mundo se ve y se comporta
de muy distinto modo que visto desde la Tierra.
Una sorprendente demostración de esta diferencia aparece si el astronauta
hace un experimento con ondas luminosas dentro de la cabina espacial en el
momento en que pasa por encima de sus colegas situados en la Tierra. En este
momento se las arregla para lanzar dos impulsos de luz en direcciones
contrarias desde el centro exacto del cohete, una hacia adelante y otra hacia
atrás. Naturalmente, él ve cómo ambos impulsos alcanzan los extremos opuestos
del cohete simultáneamente. Recuérdese que la inmensa velocidad hacia adelante
del cohete, con respecto a la Tierra, no tiene ninguna clase de efectos sobre
la velocidad de los impulsos luminosos tal como se observan desde el cohete. No
obstante, estos hechos tal y como se presencian desde la Tierra no pueden ser
los mismos.
Durante el breve intervalo de tiempo que tardan las ondas en recorrer la
longitud del cohete, el propio cohete avanza hacia adelante ostensiblemente. El
observador situado en la Tierra también ve que los dos impulsos se mueven a la
misma velocidad respecto a «él», pero desde su marco de referencias el cohete
está en movimiento: el extremo frontal del cohete parece retroceder con
relación al impulso luminoso y el extremo trasero parece avanzar a su
encuentro. El resultado inevitable es que el impulso dirigido hacia atrás llega
antes. Ambos acontecimientos no son simultáneos según se observa desde la
Tierra, pero sí lo son cuando se ven desde el cohete.
¿Cuál de las dos versiones es la correcta?
La respuesta es que ambas son correctas. El concepto de simultaneidad –el
mismo momento en dos lugares distintos– no tiene significación universal. Lo
que un observador considera el «ahora» puede estar en el pasado o en el futuro
según la determinación de otro. A primera vista tal conclusión parece
alarmante. Si el presente de una persona es el pasado de otra persona y aún el
futuro de una tercera, ¿no podrían hacerse señales entre sí y permitir la
predicción del futuro? ¿Qué ocurriría entonces si el observador una vez
informado actuara para cambiar ese futuro ya observado? Por suerte para la
coherencia de la física, no parece que esta situación pueda presentarse. Por
ejemplo, en el caso del experimento del cohete, los observadores sólo pueden
saber que los impulsos luminosos han llegado cuando reciben alguna clase de
mensaje. Pero el mensaje necesita un determinado tiempo para desplazarse. Para
derrotar a la causalidad y convertir el futuro en pasado (o viceversa),
evidentemente este mensaje debería desplazarse a mayor velocidad que la luz
utilizada en el experimento. Pero, por lo que parece, no hay nada que pueda moverse
a mayor velocidad que la luz. Si lo hubiese, entonces la estructura causal del
mundo quedaría amenazada. Así pues, vemos que «pasado» y «futuro» no son en
realidad conceptos universales, sino que sólo sirven para acontecimientos que
puedan ponerse en conexión mediante señales luminosas.
Podríamos preguntarnos por qué no puede ocurrir, sencillamente, que un
cohete vaya progresivamente acelerando y, por tanto, pueda observarse desde la
Tierra que atrapa a la luz. Einstein demostró que eso es imposible. Conforme se
aproxima a la barrera de la luz, el cohete y sus ocupantes comienzan a hacerse
cada vez más pesados. Cada vez es necesaria una mayor cantidad de energía para
superar la inercia adicional y poder ir más rápido.
El aumento de velocidad disminuye regularmente y nunca se alcanza la
velocidad de la luz, por mucho que se insista. Naturalmente, el astronauta no
se ve a sí mismo ganando peso; en lugar de eso, el mundo que lo rodea aparece
extrañamente distorsionado. Hablando en términos simplistas, las distancias en
el sentido del avance parecen contraerse. En consecuencia, visto desde el
cohete, el astronauta sí que parece estar yendo cada vez más de prisa, puesto
que parece tener menos distancia que recorrer en un tiempo dado.
Un astronauta en un cohete que se moviera al 99,9 por ciento de la
velocidad de la luz, vería el Sol a sólo seis millones de kilómetros de la
Tierra y lo alcanzaría en únicamente 22 segundos.
Aunque parezca increíble, los observadores situados en la Tierra, que no
percibirían tal contracción, medirían la distancia al Sol en 150 millones de
kilómetros y la duración de este viaje muy largo sería de más de ocho minutos.
La conclusión parece ser que el tiempo, según se percibe desde el cohete,
avanzaría a una lentitud veintidós veces mayor que en la Tierra. La verdadera
sorpresa, empero, llega cuando el astronauta vuelve la mirada hacia la Tierra.
Si realmente los acontecimientos suceden en el cohete con veintidós veces
más lentitud que en la Tierra, entonces podría parecer que si el astronauta
mirase hacia la Tierra con un telescopio tendría que ver las cosas ocurriendo
veintidós veces más de prisa que lo normal. En realidad, en lugar de ver
acelerarse veintidós veces los acontecimientos, vería exactamente lo contrario:
una Tierra a cámara lenta. «Ambos» observadores verían el tiempo del otro como
transcurriendo con lentitud. Esta relación simétrica entre los observadores en
movimiento se halla en el corazón de la teoría de la relatividad, que sólo
asigna significado al movimiento en relación con otros observadores. Por tanto,
es imposible decir que el cohete se mueve y la Tierra permanece quieta, o
viceversa, de manera que todo efecto presenciado por uno de ellos debe
presenciarlo también el otro.
No existe ninguna incoherencia real en el hecho de que cada observador
vea lentificarse el tiempo del otro si recordamos que están muy en desacuerdo
sobre qué momento del marco de referencias del otro debe considerarse el
correspondiente al «presente». Sólo pueden comparar los tiempos mediante el dilatado
proceso de enviarse señales entre sí, lo que al menos lleva el tiempo que tarda
la luz en ir del uno al otro.
La realidad del efecto de dilatación del tiempo se pone de manifiesto si
el cohete regresa a la Tierra y se comparan directamente los relojes de la
Tierra con los del cohete. El asombroso descubrimiento es que los dos tiempos
de los observadores han estado en todo momento desacompasados. Lo que puede
haber sido un viaje de pocas horas para el astronauta, habrá supuesto días en
el tiempo terráqueo. Tampoco se trata de un extraño efecto fisiológico: el
cohete sólo habrá percibido unas pocas horas de duración en los varios días
transcurridos en la Tierra.
La idea del tiempo elástico dio lugar a un verdadero escándalo cuando
Einstein la dio a conocer en 1905, pero desde entonces muchos experimentos han
confirmado su realidad. El más preciso de estos experimentos utiliza partículas
subatómicas porque son muy fáciles de acelerar hasta cerca de la velocidad de
la luz y suelen llevar un reloj incorporado. Se pueden crear mesones mu o,
dicho en breve, muones en las colisiones subatómicas controladas, que tienen
una vida de unos dos microsegundos antes de desintegrarse en partículas
materiales más conocidas, como los electrones. Cuando se mueven a cerca de la
velocidad de la luz, la dilatación del tiempo aumenta su vida, según nuestras
mediciones, varias veces. Por supuesto, dentro de su propio marco de
referencias siguen durando dos microsegundos.
Una buena comprobación del efecto se realizó en el laboratorio acelerador
de partículas del CERN (Ginebra) a comienzos de 1977, cuando se creó un rayo de
muones a alta velocidad y se colocó dentro de un anillo magnético, de tal forma
que se pudiera medir su duración. El experimento confirmó la cifra de
dilatación temporal prevista por la teoría de la relatividad con una exactitud
del 0,2 por ciento.
Una posibilidad sugestiva que abre el efecto de dilatación del tiempo es
el viaje en el tiempo.
Conforme se acerca a la velocidad de la luz, la escala temporal del
astronauta se distorsiona cada vez más con respecto al universo. Por ejemplo,
lanzado a un centenar de kilómetros por hora menos que la velocidad de la luz,
podría realizar un viaje a la estrella más próxima (a más de cuatro años luz de
distancia) en menos de un día, aunque el mismo viaje, medido desde la Tierra,
supondría más de cuatro años. El ritmo de su reloj viene a ser unas 1800 veces
más lento cuando se observa desde la Tierra que cuando se observa desde el
interior del cohete. A una milla por hora por debajo de la velocidad de la luz,
la dilatación temporal es de 18.000 veces y el viaje, visto desde el cohete,
parece un trayecto de autobús, aunque sigue durando varios años desde el punto
de vista de la Tierra. A esta colosal velocidad, el astronauta podría rodear
toda la galaxia en pocos años (en tiempo del cohete) ¡y regresar a la Tierra
para encontrarse en el siglo cuatro mil! Aunque las hazañas de tales viajes
deben quedar definitivamente en el reino de la ciencia–ficción (consumirían una
cantidad de energía suficiente para alimentar toda nuestra tecnología actual
durante millones de años), la dilatación del tiempo constituye un hecho
científico comprobado.
El objeto de mencionar estos extraordinarios efectos es subrayar que las
nociones de espacio y de tiempo no son como las piensa la mayor parte de la
gente. El elemento esencial que ha inyectado en la física la teoría de la
relatividad es la subjetividad. Las cosas fundamentales, como la duración, la
longitud, el pasado, el presente y el futuro, ya no pueden considerarse un
marco sólido dentro del cual vivimos nuestra vida. Por el contrario, son
cualidades elásticas y flexibles, y sus valores dependen precisamente de quién
los mida. En este sentido, el observador comienza a desempeñar un papel
bastante central en la naturaleza del mundo. Ha perdido todo sentido preguntar
qué reloj es el que va «realmente» bien o cuál es la distancia «real» entre dos
lugares o qué es lo que ocurre en Marte «ahora». No existen duración, extensión
ni presente común «reales».
Al principio de este capítulo veíamos que la relatividad adopta una
perspectiva absolutamente nueva con respecto a lo que «en realidad» es el
mundo. En la vieja imagen newtoniana, el universo consiste en una colección de
«cosas», localizadas aquí y en otros lugares en este momento. La relatividad,
por su parte, revela que las «cosas» no siempre son lo que parecen, mientras
que los lugares y los momentos están sometidos a reinterpretación.
La imagen relativista de la realidad es un mundo compuesto de
«acontecimientos» y no de cosas.
Los acontecimientos son puntos en el espacio y el tiempo, sin extensión
ni duración: las cinco en punto en el centro exacto de Piccadilly Circus es un
acontecimiento (aunque probablemente muy poco interesante). Los acontecimientos
cuentan con la universal aquiescencia de todos los observadores, aunque por lo
general habrá desacuerdo sobre cómo o cuándo ocurren los acontecimientos.
A pesar de la relatividad de lo que se consideraban formalmente cualidades
absolutas y concretas, queda todavía alguna clase de organización
espacio–temporal acorde con el sentido común. Por ejemplo, las discrepancias
entre el «momento presente» interpretado por diversos observadores y el
alargamiento elástico del tiempo no pueden ser tan violentas que en realidad
lancen el pasado en el futuro de tal forma que pueda verlo un mismo observador.
Es decir que, aunque algunos acontecimientos pueden ser considerados pasados
para un observador, futuros para otro y presentes para un tercero, la secuencia
de dos acontecimientos causalmente conectados siempre será presenciada en el
mismo orden. Si el disparo de la pistola destruye el blanco, entonces ningún
observador, cualquiera que sea su estado de movilidad, verá destrozarse el
blanco antes de que dispare la pistola.
Empero, la correcta relación causal sólo se mantiene debido a la norma de
que los observadores no pueden superar la barrera de la luz y desplazarse a
mayor velocidad.
Si esto fuera posible, causa y efecto podrían intercambiarse y el
astronauta retrocedería en el tiempo lo mismo que penetraría en el futuro.
Entonces nos encontraríamos con un sino similar al de la señorita Brillo, que
viajaba mucho más de prisa que la luz.
Un día se marchó, de manera relativa, y regresó la noche anterior.
El caos causal que surgiría de visitar el propio pasado parece ser
únicamente una posibilidad novelesca.
En un mundo de cambiantes perspectivas espaciotemporales, se precisa un
nuevo lenguaje y una nueva geometría que tenga en cuenta al observador de
manera fundamental. Los conceptos newtonianos del tiempo y el espacio eran
extensiones naturales de nuestras experiencias cotidianas. La teoría de la
relatividad, por su parte, exige algo más abstracto, pero también, creen
muchos, más elegante y revelador. En 1908, Hermann Minkowski señaló que efectos
peculiares como la contracción del tamaño y la dilatación del tiempo no
parecerían tan antinaturales si dejáramos de pensar en el espacio y en el
tiempo y, en su lugar, pensáramos en el «espaciotiempo». No se trata de una
mera monstruosidad cuatridimensional inventada por los matemáticos para
confundir a la gente, sino de un modelo del mundo mucho más exacto y de hecho
más simple que el de Newton. Su sentido resulta visible en ejemplos sencillos
como la extensión espaciotemporal del cuerpo humano. Es obvio que éste tiene
una extensión en el espacio (de alrededor de 1,80 cm) y una duración en el
tiempo (de unos setenta años), de manera que tiene extensión en el
espaciotiempo. Lo que hace que esta afirmación sea algo más que una
perogrullada es que las dos extensiones, la espacial y la temporal, no son
independientes. Lo cual no quiere decir que las personas altas vivan más tiempo
ni nada por el estilo, sino que, visto desde un cohete situado sobre la Tierra,
el hombre podría parecer que mide un metro y que vive ciento cuarenta años. Una
manera elegante de considerar lo anterior es pensar que el tamaño físico y la
duración de la vida son meras «proyecciones» en el espacio y en el tiempo,
respectivamente, de la más fundamental extensión espaciotemporal. Como siempre
ocurre con las proyecciones, la extensión de la imagen depende del ángulo con
respecto al objeto, lo cual sigue siendo cierto en el espaciotiempo lo mismo
que en el espacio. De donde resulta que los cambios de velocidad actúan de
manera muy parecida a las rotaciones en el espaciotiempo; concretamente, al
alterar la propia velocidad, estamos girando nuestro cuerpo cuatridimensional
alejándolo del espacio y acercándolo al tiempo, o viceversa. Así pues, la
extensión espaciotemporal del terrícola se mantiene inalterada cuando se ve
desde un cohete:
¡tiene sencillamente noventa centímetros de la longitud de su cuerpo
convertidos en setenta años de vida!
Haciendo algunos números se descubre que una pequeña longitud temporal
vale por una enorme cantidad de distancia. No será tampoco sorprendente,
teniendo en cuenta su papel fundamental en la teoría, que la velocidad de la
luz actúe como factor de conversión.
Por tanto, un año de tiempo corresponde a un año luz (unos diez billones
de kilómetros) de espacio; un pie (30 centímetros) resulta aproximadamente en
un nanosegundo (una mil millonésima de segundo).
El espaciotiempo es algo más que una forma cómoda de visualizar la
dilatación del tiempo y la contracción de la longitud. Para el relativista, el
mundo es espaciotiempo, y ya no piensa en objetos que se mueven en el tiempo,
sino que se extienden por el espaciotiempo. Dado que no pueden dibujarse las
cuatro dimensiones sobre una hoja de papel, sólo se muestran dos dimensiones
del espacio; el tiempo discurre verticalmente hacia arriba y el espacio
horizontalmente. La línea serpenteante muestra la trayectoria de un cuerpo en
movimiento. Para no recargar el diagrama, se ha reducido la extensión espacial
del cuerpo de modo que se representa con una línea en lugar de con un tubo.
Si el cuerpo permanece en reposo, la línea será recta y vertical. Cuando
se acelera, la línea se curva. La partícula primero se mueve brevemente hacia
la derecha para volver hacia atrás, luego más hacia la derecha, para disminuir
la velocidad y regresar al estado anterior. Estos trayectos en el espaciotiempo
se llaman líneas de universo y representan la historia completa del sistema de
objetos.
Si el diagrama se ampliara hasta abarcar todo el espaciotiempo (todo el
universo durante toda la eternidad), sería una imagen de la totalidad de los
acontecimientos y contendría todo lo que la física puede decir del mundo.
Volviendo a la espinosa cuestión de qué es realmente el mundo, vemos que para
un relativista es espacio–tiempo y líneas de universo. Según esta imagen del
universo, el pasado y el futuro son tan absolutamente reales como el presente;
de hecho, no es posible hacer ninguna distinción universal entre pasado,
presente y futuro. De donde se deduce que las cosas no «ocurren» en el
espaciotiempo, sino que simplemente «son».
¿Cómo hemos de reconciliar el carácter estático, de una vez por todas,
del universo relativista con el mundo de nuestra experiencia donde ocurren
acontecimientos, las cosas cambian y nuestro medio ambiente evoluciona?
Nosotros no percibimos el mundo como una plancha de espaciotiempo surcada de
líneas, de manera que ¿qué es lo que falla?
Nuestra percepción real del tiempo parece diferenciarse en dos aspectos
esenciales del modelo del tiempo tal como lo concibe esta teoría. El primero es
la aparente existencia de un «ahora» o instante presente. El segundo es el
flujo o movimiento del tiempo desde el pasado hacia el futuro. Comencemos por
examinar qué es lo que se entiende por «ahora». El presente desempeña dos
papeles; separa el pasado del futuro y proporciona el filo con que nuestra
conciencia se abre paso por el tiempo desde el pasado hacia el futuro. Como la
proa de un barco, el presente arrastra tras de sí una estela de sucesos y
experiencias recordados, mientras delante están las aguas desconocidas. Estas
observaciones parecen tan naturales como para estar por encima de toda
sospecha, pero un atento examen pone de manifiesto varios fallos. Desde luego,
no puede existir «el» presente porque cada momento del tiempo es el momento
presente «cuando ocurre». Lo que quiere decir que hay ahoras pasados, ahoras
futuros y ahora. Pero al no haber ninguna cualidad externa con la que
calibrarlo, muy poco puede decirse sobre el «presente» que no sea tautológico.
Una analogía popular es considerar al observador como una línea de
universo en el espaciotiempo, dotada de una lucecita. La luz se mueve
ascendiendo lenta y regularmente por la línea conforme el observador toma
conciencia de los sucesivos momentos posteriores. No obstante, este artilugio
es un verdadero fraude, puesto que utiliza la idea de movimiento en el tiempo
y, en cuanto tal, intuitivamente, implica otro tiempo, externo al
espaciotiempo, en relación con el cual se miden sus progresos. Todo esto parece
conllevar que «ahora» no es más que otra manera de etiquetar los instantes y
que hay tantos ahoras como instantes. Ya hemos visto que «ahora» no es, de
ninguna manera, una caracterización universal y que distintos observadores
discreparían sobre cuáles acontecimientos son o no son simultáneos, pero parece
ser que, incluso para un único observador, la noción del presente no tiene
demasiado sentido.
Idéntico cenagal de contradicciones y tautologías se presenta al examinar
la idea del flujo del tiempo. Tenemos la profunda sensación psicológica de que
el tiempo avanza del pasado hacia el futuro, según un progreso que borra el
pasado de nuestra existencia y da lugar al futuro. En la literatura pueden
encontrarse muchos ejemplos que describen esta sensación: el río del tiempo, el
tiempo que corre, el tiempo que vuela, el tiempo por venir, el tiempo ido, el
tiempo que no espera a nadie... San Agustín lo veía de este modo:
El tiempo es como un río compuesto de los acontecimientos que ocurren y
su corriente es fuerte; tan pronto algo aparece, ya ha sido arrastrado.
Tan fuerte es esta sensación cinética que si hay un candidato a ser
nuestra vivencia más fundamental éste es el tiempo «como» actividad. Pero,
¿dónde está el río en nuestro diagrama espaciotemporal?
Si el tiempo fluye, ¿a qué velocidad avanza? Un segundo por segundo, un
día por día: la pregunta carece de sentido. Cuando observamos un objeto que se
mueve por el espacio utilizamos el tiempo para medir la velocidad a la que
pasa, pero ¿qué se puede utilizar para medir la velocidad con que pasa el
propio tiempo? Sería asombrosa la pregunta: ¿pasa el tiempo? Sin embargo, nada
que objetivamente pueda medirlo en el mundo que nos rodea demuestra que pase.
No hay ningún instrumento que pueda recoger el flujo del tiempo ni medir la
velocidad a que avanza. Es un error general creer que ésa es precisamente la
función del reloj. Pues el reloj mide los intervalos del tiempo, no la
velocidad del tiempo, una diferencia que es análoga a la diferencia que hay
entre una regla y un velocímetro. El mundo objetivo es el espaciotiempo, que
incluye todos los acontecimientos de todos los tiempos. No hay presente, pasado
ni futuro.
Una de las fascinaciones del tiempo es la gran disparidad entre nuestra
percepción como observadores conscientes y sus propiedades físicas objetivas.
No podemos eludir la conclusión de que las cualidades del tiempo que nosotros
consideramos más vitales –la división en pasado, presente y futuro, y el
movimiento hacia adelante de cada una de estas divisiones– son puramente
subjetivas. Es nuestra propia existencia la que otorga al tiempo vida y
movimiento.
En un mundo sin observadores conscientes, el río del tiempo dejaría de
fluir. A veces el flujo del tiempo se atribuye a una ilusión fruto de una
confusión profundamente enraizada en la estructura temporal de nuestro
lenguaje. Posiblemente, una inteligencia extraterrestre sería absolutamente
incapaz de comprender la idea misma.
Por otra parte, la confusión de nuestro lenguaje (que indudablemente
existe) bien puede ser el resultado de la antes mencionada incompatibilidad
entre el tiempo objetivo y el subjetivo. Es decir, puede ser que nuestra
sensación de un tiempo que fluye no sea el resultado del barullo del lenguaje y
del pensamiento, sino viceversa: un intento de utilizar el vocabulario
enraizado en nuestra fundamental vivencia psicológica del tiempo para describir
el mundo físico objetivo. Quizás existan «realmente» dos tipos de tiempo –el
psicológico y el objetivo– y debamos desarrollar dos modos de descripción para
hablar de ellos.
He escrito «realmente» entre comillas porque la cuestión de qué se
entiende aquí por «real» es importante. Muchas personas defenderían que la
verdadera realidad debe ser independiente de la conciencia del observador, de
manera que al tiempo subjetivo o psicológico, por su misma naturaleza
individual, no puede atribuírsele la dignidad de «real». Sin embargo, esta
experiencia individual parece ser que la comparten todos los observadores conscientes
que pueden comunicarse entre sí, de modo que quizá sea tan real como el hambre,
la lujuria y los celos.
No debemos suponer que en el espaciotiempo objetivo desaparece todo
vestigio de pasado–futuro.
Sin duda se puede determinar qué hechos concretos se sitúan en el pasado
o en el futuro de otros, y comprobar esta relación con los instrumentos de
laboratorio.
Nuestro diagrama del espaciotiempo tiene un arriba (futuro) y un abajo
(pasado) bien definidos y asimétricamente relacionados entre sí, como demostrará
un sencillo ejemplo. Es un típico ejemplo de un cambio de tiempo asimétrico,
porque es irreversible: la película cinematográfica de la explosión pasada al
revés inmediatamente delataría la trampa porque mostraría la milagrosa
autoorganización de los fragmentos en un sistema bien ordenado. Del mismo modo,
al invertir el diagrama (i) se produce la misma secuencia imposible. El mundo
está repleto de influencias perturbadoras como ésta que proporcionan una
diferenciación material y objetiva entre el pasado y el futuro. No obstante, no
definen el pasado ni el futuro. La distinción es la misma que la asimetría
entre la mano izquierda y la derecha: la Tierra rota en sentido contrario a las
agujas del reloj en el Polo Norte, de manera que siempre va hacia la izquierda,
por así decirlo, lo que aporta una auténtica distinción entre izquierda y
derecha. Sin embargo, sabemos que es absurdo preguntar qué parte de la Tierra
está más a la izquierda y qué país se sitúa a mitad de camino entre la derecha
y la izquierda.
Derecha e izquierda definen direcciones, no lugares. Del mismo modo,
pasado y futuro definen direcciones temporales y no momentos.
Las direcciones en o a través del tiempo tienen objetivamente
significado, pero no el calificar los acontecimientos de pasados o futuros. En
el capítulo 10 se examinará con mayor atención la naturaleza del tiempo y
nuestras percepciones del mismo.
La contraposición entre el tiempo físico y nuestra vivencia del tiempo
subraya el fundamental papel que juega la conciencia del observador en la
organización de nuestras percepciones del mundo.
En la antigua visión newtoniana, el observador no parecía desempeñar
ningún papel importante: el mecanismo de relojería iba dando vueltas adelante,
por completo indiferente a si alguien o a quién lo observaba. La visión del
relativista es diferente. Las relaciones entre acontecimientos tales como el
pasado y el futuro, la simultaneidad, la longitud y el intervalo resultan estar
en función de la persona que los percibe, y sensaciones tan entrañables como el
presente y el paso del tiempo se desvanecen por completo del mundo «exterior»
para alojarse exclusivamente en nuestra conciencia. La división entre lo real y
lo subjetivo ya no aparece tan claramente trazada y uno comienza a albergar
sospechas de que la entera idea de un «mundo real exterior» puede desmoronarse
por completo. Los capítulos posteriores mostrarán cómo la teoría cuántica exige
la incorporación del observador al mundo físico de una forma aún más esencial.
La teoría de la relatividad que expuso Einstein en 1905 trastocó muchas
concepciones sobre el espacio, el tiempo y el movimiento, pero sólo fue el
principio. En 1915 publicó una teoría ampliada –la llamada teoría de la
relatividad general– en la que proponía posibilidades aún más extraordinarias.
Hemos visto que el espacio y el tiempo no son fijos, sino en cierto sentido
elásticos; pueden ensancharse y encogerse según quién los observe. A pesar de
esto, el espaciotiempo, la síntesis cuatridimensional del espacio y del tiempo,
se suponía rígido. En 1915, Einstein planteó que el propio espaciotiempo era
elástico, de modo que podía estirarse, doblarse, retorcerse y cerrarse. Así
pues, en lugar de limitarse a proporcionar el escenario donde los cuerpos
materiales representan sus papeles, el espaciotiempo es en realidad uno de los
actores. Naturalmente, no nos resulta fácil visualizar cómo es una curvatura en
cuatro dimensiones, pero matemáticamente una curvatura en cuatro dimensiones no
es más especial que una línea curva (una dimensión) o una superficie curva (dos
dimensiones).
Como todas las verdaderas teorías físicas, la relatividad general no se
limita a predecir que el espaciotiempo puede distorsionarse, sino que aporta un
conjunto explícito de ecuaciones que nos dicen cuándo, cómo y cuánto.
El origen de la curvatura del espaciotiempo es la materia y la energía, y
las llamadas ecuaciones de campo de Einstein permiten calcular cuánta curvatura
hay en un punto del espacio dentro y alrededor de una distribución dada de
materia y energía. Como cabía esperar, la curvatura del espaciotiempo tiene
profundas consecuencias sobre las líneas universales de materia que lo
atraviesan.
Al curvarse el espaciotiempo, las líneas de universo se curvan con él, y
surge el problema de qué efectos físicos experimentaría un cuerpo a resultas de
esta reordenación de su línea de universo. Se ha explicado, que la curvatura de
la línea de universo corresponde a la aceleración del cuerpo representado por
la línea, de modo que el efecto de la curvatura del espaciotiempo consiste en
alterar los movimientos de los cuerpos en él situados. Por regla general
consideramos que toda alteración del movimiento está causada por alguna fuerza,
de tal modo que la curvatura manifiesta de por sí la presencia de alguna clase
de fuerza. Puesto que todos los cuerpos, sea cual sea su masa o estructura
interna, sufrirán igual distorsión, esta fuerza debe tener la propiedad
distintiva de afectar indiscriminadamente a toda la materia sin tener en cuenta
su naturaleza. La fuerza física que tiene exactamente estas características la
conocemos todos: la gravedad.
Tal como descubrió Galileo y desde entonces se ha confirmado con
extraordinaria exactitud, todos los objetos son acelerados a la misma velocidad
por la gravedad, cualquiera que sea su masa o constitución, lo que implica que
la gravedad es más bien una propiedad del espacio envolvente que de los cuerpos
que lo recorren. En palabras de John Wheeler, el físico norteamericano que ha
hecho progresar enormemente la teoría de la relatividad, la materia recibe sus
«órdenes de movimiento» directamente del mismo espacio, de tal modo que, más
que considerar la gravedad como una fuerza, debería verse como una geometría.
Así pues, «el espacio dice a la materia cómo debe moverse y la materia dice al
espacio cómo debe curvarse». La relatividad general es, por tanto, una
explicación de la gravedad como distorsión de la geometría del espaciotiempo.
Cierto número de famosos experimentos han medido la distorsión del
espaciotiempo en el sistema solar. Se sabía desde hace mucho que el planeta
Mercurio sufría misteriosas perturbaciones en su movimiento: dicho
sencillamente, su órbita se desplaza cuarenta y tres segundos del arco cada
siglo.
Aunque mínimo, un desplazamiento de esta magnitud era fácil de medir y la
aplicación directa de la teoría de la gravedad de Newton no lo explicaba.
Cuando se publicó, el artículo de Einstein predijo pequeñas correcciones en la
teoría de Newton como consecuencia de la curvatura del espaciotiempo, y éstas
resultaron ser precisamente de cuarenta y tres segundos de arco por siglo en el
caso de Mercurio.
Fue un gran triunfo, pero aún los habría mayores. En 1919, el astrónomo
Sir Arthur Eddington comprobó la teoría del espaciotiempo curvo apuntando a las
estrellas en la dirección del Sol durante un eclipse total (el eclipse permitió
que las estrellas fueran visibles durante el día aun cuando se situaran en el
cielo cerca del Sol).
Encontró, tal como estaba previsto, una pequeña pero constatable
distorsión en sus posiciones cuando se contemplaban en las proximidades del Sol
en comparación con sus posiciones cuando el Sol está en otra parte del
firmamento. Por tanto, conforme el Sol se desplaza por el zodíaco curva la
imagen que tenemos del telón de fondo estelar.
Una última y crucial comprobación de la teoría se realizó de la manera
más elegante utilizando la gravedad de la Tierra. De acuerdo con la relatividad
general, el tiempo se alarga o contrae por efecto de la gravedad del mismo modo
que por un movimiento rápido.
Por tanto, los relojes situados en la superficie de la Tierra deben
retrasarse con respecto a los relojes situados a mayor altitud, donde la
gravedad es ligeramente inferior. El efecto es en realidad mínimo –una cien mil
millonésima por ciento de reducción de la velocidad del reloj para cada
kilómetro vertical–, pero es tal la precisión de la tecnología moderna que
incluso esta diferencia puede detectarse. En 1959, los científicos de la
Universidad de Harvard utilizaron las vibraciones internas naturales de un
núcleo de hierro radiactivo. Un determinado isótopo del hierro se desintegra
mediante la emisión de rayos gamma, que son fotones de luz con una frecuencia
interna de unos tres mil millones de megaciclos. Los rayos gamma eran
disparados a lo largo de una torre vertical de 22,5 metros de altura, donde
chocaban con nuevos núcleos de hierro. Normalmente, estos núcleos reabsorbían
los rayos gamma, pero, dado que el tiempo «corría más de prisa» en lo alto de
la torre, los rayos gamma se encontraban con que las vibraciones de los núcleos
de hierro ya no se ajustaban a sus propias frecuencias, tal como ocurría en la
base de la torre. Se inhibía, pues, la absorción. De este modo pudo medirse el
alargamiento del tiempo debido a la gravedad de la Tierra.
Más recientemente, la distorsión del tiempo por la gravedad de la Tierra
ha sido comprobada haciendo volar un máser de hidrógeno en un cohete espacial.
Máser es la sigla en inglés de «amplificación de microondas mediante emisiones
estimuladas de radiación», y es una versión del láser que hace oscilar
frecuencias de radio de onda corta de una forma enormemente estable.
Utilizando los ciclos del máser como marcapasos de reloj, los científicos
controlaron el tiempo de la nave espacial en relación a la Tierra, comparándolo
con máseres situados en el suelo. A diez mil kilómetros de altura, el tiempo
debe aumentar en alrededor de la mitad de una mil millonésima parte en
comparación con su velocidad en la superficie terrestre. Aunque mínimo, este
significativo efecto fue constatado por los máseres y la teoría se confirmó. El
tiempo corre realmente más de prisa en el espacio.
El efecto de alargamiento del tiempo resulta más llamativo a medida que
aumenta la gravedad. En la superficie de una estrella de neutrones, la
disparidad entre la velocidad de un reloj situado en la superficie y otro
situado a gran distancia llega a ser del uno por ciento. Las estrellas con masa
algo superior a la de las estrellas de neutrones se habrán contraído aún más y
su gravedad será todavía mayor. Si una estrella con una masa equivalente a la
del Sol se contrajera hasta unos pocos kilómetros de diámetro, la distorsión
del tiempo a su alrededor sería enorme. Además la estrella sería incapaz de
resistir su propio peso y se desmoronaría violentamente, contrayéndose hasta
convertirse en nada en un microsegundo. Su gravedad se volvería tan intensa
que, en el espacio situado en las inmediaciones del objeto colapsado, el tiempo
se lentificaría hasta literalmente detenerse en comparación con puntos
alejados.
Un observador remoto deduciría que los relojes en esta superficie están
completamente parados. En realidad le sería imposible ver los relojes, puesto
que también estaría parada la salida de luz de la superficie. El agujero
espacial dejado por el retraimiento de la estrella es pues negro: un agujero
negro. Muchos astrónomos creen que los agujeros negros son el sino rutinario de
las estrellas con una masa algo mayor que la de nuestro Sol.
Por supuesto, el observador que cayera en el agujero negro atravesando
esta «superficie congelada» no vería el tiempo comportándose de manera anormal.
En su marco de referencias, los acontecimientos ocurrirían con su habitual
regularidad, de tal modo que su escala temporal se haría cada vez más
discordante con la del universo lejano. En el momento de alcanzar la
superficie, lo que a él sólo le parecería la duración de unos microsegundos
podría ser el paso de toda la eternidad y la desaparición del cosmos en otros
lugares. La dislocación temporal crece sin límites, de tal modo que cuando por fin
entrara en la región del agujero negro, estaría más allá del tiempo en lo que
respecta al mundo exterior, una de cuyas consecuencias sería que nunca podría
regresar del agujero negro a nuestro universo. Volver significaría retroceder
en el tiempo, reapareciendo del agujero antes de haber caído en su interior.
Aunque está más allá de la eternidad, el interior del agujero negro es
una región del espaciotiempo muy parecida a cualquier otra por lo que se
refiere a sus propiedades locales. Naturalmente, la intensidad de la gravedad
hace que la caída del observador resulte un poco molesta, dado que los pies
tratarán de caer a distinta velocidad que la cabeza, pero el paso del tiempo es
absolutamente normal.
El problema del destino del observador es muy curioso. Cabe pensar que
atraviese el agujero y emerja a otro universo completamente distinto, aunque
los escasos datos de que disponemos indican que no ocurriría así. Si no puede
regresar a nuestro universo, ni puede llegar a otro, ni puede evitar seguir
cayendo dentro, ¿a dónde va? En el capítulo 5 veremos que está obligado a
abandonar por completo el espaciotiempo y dejar de existir en lo que se refiere
al mundo físico conocido. Los agujeros negros también desempeñan un importante
papel en los capítulos posteriores en relación con la cuestión de si el
universo es muy especial.
La introducción de la gravedad en la teoría de la relatividad socava,
además, la concreción del mundo. El espaciotiempo, en lugar de ser un mero
terreno de juego, se vuelve ahora dinámico, con movilidad, cambio, curvatura y
giro.
No podemos seguir adoptando la perspectiva newtoniana de tratar de
comprender la evolución del mundo en el tiempo, sino que debemos tener en
cuenta también los cambios del propio tejido del espaciotiempo. El precio a
pagar por disponer de un espaciotiempo mutable es que éste, en realidad, puede
ingeniárselas para disolverse en la inexistencia. Siguiendo un complicado
movimiento que está íntimamente entretejido con las condiciones de la materia y
la energía, las ecuaciones de Einstein predicen que son posibles situaciones
(como las del centro de un agujero negro) donde el espacio–tiempo concentre su
curvatura ilimitadamente. Con el aumento de la gravedad, la violenta distorsión
del espaciotiempo se hace cada vez mayor hasta que inevitablemente se desgarra
por las costuras. Algunos astrónomos creen que esto es lo que le ocurrirá en
último término a todo el universo: una catastrófica y suicida zambullida en la
extinción.
La gravedad es una fuerza acumulativa, de modo que no es sorprendente que
sus efectos sean más pronunciados en cuestiones cosmológicas: las estructuras a
gran escala del universo. En dos sentidos puede ser importante la elasticidad
del espaciotiempo. El primero, señalado originalmente por el propio Einstein,
es que el espacio podría no ser infinito en extensión, sino, como la superficie
de la Tierra, curvado «alrededor de la otra cara» del universo de tal forma que
constituyera una hiperesfera: una versión en más dimensiones de la superficie
esférica.
No nos es posible visualizar mentalmente una hiperesfera, pero podemos
calcular sus propiedades, una de las cuales sería la posibilidad de dar la
vuelta al cosmos avanzando siempre en la misma dirección hasta regresar al
punto de partida desde la dirección contraria. Otra es que, si bien el volumen
del espacio es limitado, en ninguna parte existe una barrera o límite, como
tampoco hay ningún centro ni borde.
(Todas estas propiedades las comparte la superficie esférica).
Pero de momento no sabemos si hay en el universo suficiente materia para
producir este cierre topológico completo.
La segunda posibilidad del espaciotiempo elástico es que, a escala
cosmológica (es decir, en distancias mucho mayores que las galaxias) el espacio
no sea estático, sino que se ensanche o encoja. A finales de la década de 1920
el astrónomo norteamericano Edwin Hubble descubrió que el universo, en
realidad, se está expandiendo; es decir, que el espacio se ensancha por todas
partes, al parecer, de manera muy uniforme, un hecho de cierta significación
sobre el que volveremos más adelante. Hubble se dio cuenta de que las galaxias
lejanas parecen retroceder con respecto a nosotros y a todas las demás galaxias,
conforme las va estirando la expansión del espacio.
La prueba de este fenómeno se encuentra en la modificación de la longitud
de onda de la luz, de la que ya nos hemos ocupado al hablar del púlsar binario.
En el caso de la luz visible, el alargamiento de las ondas luminosas emanadas
de una galaxia lejana hace que parezcan de color más rojo del que tendrían de
estar la galaxia inmóvil con respecto a nosotros. El enrojecimiento cosmológico
aumenta de forma directamente proporcional a la distancia que nos separa de las
galaxias, que es exactamente el tipo de cambio que resultaría si el movimiento
de expansión fuese uniforme y estuviera ocurriendo en todo el universo. El
hecho de que todas las galaxias parezcan estar alejándose de nosotros no
significa que estemos situados en el centro del cosmos, pues el mismo tipo de
retroceso se vería desde cualquier otra galaxia. Las galaxias no se expanden
alejándose de ningún punto especial; el universo no tiene centro ni borde
discernibles, ni siquiera con ayuda de nuestros mayores telescopios.
Si las galaxias se mueven alejándose cada vez más, de ahí se deduce que
deben haber estado más juntas en el pasado. Mirando hacia regiones lejanas del
universo, los astrónomos pueden ver el tiempo pasado, puesto que la luz procedente
de los objetos más lejanos, visibles normalmente por los telescopios, puede
haber tardado varios miles de millones de años en llegar hasta nosotros, dada
su lejanía.
Por tanto, los telescopios nos proporcionan una
imagen del aspecto que tenía el universo hace miles de millones de años. Con
ayuda de los radiotelescopios, el retroceso visual en el tiempo puede alcanzar
alrededor de quince mil millones de años, momento en que ocurre un hecho
notable. Las galaxias dejan de existir y, en realidad, todas las estructuras
que ahora observamos –estrellas, planetas e incluso átomos normales– no podían
haber estado presentes. Esta temprana época desempeñará un papel central en el
tema de este libro y se estudiará detalladamente en el capítulo 9. De momento
sólo es preciso mencionar que la expansión del universo fue entonces mucho más
rápida que hoy, y que el contenido del universo estaba enormemente comprimido y
caliente. Esta fase caliente, densa y en explosión ha sido denominada el Big
Bang y hay astrónomos que creen que no sólo señala el comienzo del universo tal
como ahora lo conocemos, sino quizás el comienzo del propio tiempo. El Big Bang
no fue, por lo que nosotros podemos saber, la explosión de una gran masa de
materia dentro de un vacío preexistente, pues esto implicaría un núcleo central
y un límite en la distribución de la materia. Lo que en realidad representa el
Big Bang, al parecer, es el límite de la existencia, un concepto que se
aclarará en las páginas siguientes.
Capítulo II de Otros mundos