A través de la ventana norte de mi
estancia, la estrella Polar refulge con luz extraordinaria. En las espantosas
horas de negrura brilla en ese lugar. Y durante el otoño, cuando los vientos
del norte maldicen y gimotean, y los árboles tornados en rojo del pantano se
susurran cosas entre sí, en las tempranas horas de madrugada bajo la luna
menguante y cornuda, me siento en el alféizar y observo a esa estrella. Justo
debajo titila la brillante Casiopea con el pasar de las horas, mientras el
Carro se alza con pesadez entre los árboles envueltos en brumas del pantano,
que el viento nocturno hace balancear. Justo antes del alba, Arturo parpadea
rubicunda sobre el cementerio del altozano y la Cabellera de Berenice
reluce furiosa a lo lejos, sobre el misterioso oriente; pero aún la estrella
Polar continúa en el mismo sitio de la negra bóveda, parpadeando odiosa como un
malsano ojo vigilante que pugnara por transmitir algún extraño mensaje, aunque
sin recordar nada excepto que tenía un mensaje que transmitir. A veces, cuando
está nublado, puedo dormir.
Recuerdo a la perfección la noche de
la gran Aurora, cuando sobre el pantano bailaban los alucinantes reflejos de
luz demoníaca. Tras los destellos llegaron las nubes, y entonces pude conciliar
el sueño.
Y fue bajo una luna cornuda y
menguante cuando divisé por primera vez la ciudad. Se hallaba silenciosa y
somnolienta, en una extraña meseta de un collado entre dos extraños picos. De
espantable mármol eran sus muros y torres, sus columnas, cúpulas y pavimentos.
En las calles marmóreas se alzaban columnas de mármol con los remates tallados
en imágenes de solemnes hombres barbados. La atmósfera resultaba cálida y
calmosa. Y arriba, apenas a diez grados del cenit, resplandecía la vigilante
estrella Polar. Contemplé durante largo rato la ciudad, pero el día no
llegaba. Cuando el rojizo Aldebarán, que fulguraba a baja altura sin llegar a
ponerse jamás, se había arrastrado una cuarta parte del camino en torno al
horizonte, atisbé luz y movimiento en las calles y las casas. Gentes de
vestiduras extrañas, nobles y familiares a un tiempo, salían a las calles y
bajo la luna cornuda y menguante los hombres hablaban con sensatez en una
lengua que me resultaba familiar, aun cuando era diferente a cualquier idioma
que hubiera conocido antes. Y cuando el rojo Aldebarán se hubo deslizado más de
la mitad del camino alrededor del horizonte, retornaron la oscuridad y el
silencio.
Al despertar, ya no fui el mismo. En
mi memoria se había grabado la visión de la ciudad y en mi espíritu se alzaba
otra reminiscencia, aún más vaga, de cuya naturaleza entonces no me hallaba muy
seguro. En adelante, durante las noches nubladas en las que podía dormir,
atisbé con frecuencia la ciudad; a veces bajo esa luna cornuda y menguante, y
en ocasiones bajo los rayos amarillos de un sol que no se ponía pero que rotaba
lentamente alrededor del horizonte. Y en las noches despejadas la estrella
Polar acechaba como no lo hiciera nunca antes.
De forma gradual, comencé a
preguntarme cuál sería mi sitio en esa ciudad de la extraña meseta entre
extraños picos. Alegre al principio de contemplar la escena como observador
incorpóreo y omnipresente, comencé luego a ansiar el definir mi relación con
ella, y medir mis talentos entre los graves personajes que platicaban a diario
en la plaza pública. Me decía: «Esto no es un sueño, ¿por qué medio podré
probar su superior realidad sobre esta otra de la casa de piedra y ladrillo al
sur del siniestro pantano y el cementerio del altozano, donde la estrella Polar
escudriña a través de mi ventana norte cada noche?
Una noche, mientras escuchaba la
discusión en la gran plaza de múltiples estatuas, percibí un cambio y noté que
tenía al fin forma corpórea. Pero yo no era forastero en las calles de Olathoé,
que se alza en la meseta de Sarkis, entre los picos Noton y Kadiphonek. Era mi
amigo Alos quien hablaba, y su alocución era agradable a mi espíritu, pues se
trataba del discurso de un hombre cabal y un patriota. Esa noche habían llegado
nuevas sobre la caída de Daiko y sobre el avance de los Inutos; demonios
amarillos, achaparrados, infernales, que cinco años atrás llegaran del oeste
ignoto para devastar los confines de nuestro reino, y que acabaron sitiando
nuestras ciudades. Habiéndose apoderado de las fortalezas al pie de las
montañas, ahora gozaban de paso franco a la meseta, a no ser que cada
ciudadano pudiera hacerles frente con la fuerza de diez hombres. Ya que las
rechonchas criaturas eran duchas en las artes guerreras y carecían del escrupuloso
honor que disuadía a nuestros hombres altos y de ojos grises de Lomar de
lanzarse a una conquista despiadada.
Mi amigo Alos era el jefe de todas
las fuerzas de la meseta, y en sus manos estaba la última esperanza de nuestra
patria. En esta ocasión hablaba de los peligros que habría que afrontar, y
exhortaba
a los hombres de Olathoé, los más bravos de entre los lomarios, a mantener las
tradiciones de sus antepasados, quienes al verse obligados a emigrar al sur de
Zobna ante el avance de los hielos (tal como nuestros descendientes habrán
algún día de huir de la tierra de Lomar) arrojaron valerosa y victoriosamente
ante sí a los peludos y brazilargos caníbales Gnophekehs que se interponían en
su camino. A mí, Alos me había denegado el alistamiento, ya que era enfermizo y
propenso a una extraña debilidad ante cualquier tensión y esfuerzo. Pero mis
ojos eran los más agudos de la ciudad a pesar de las horas que cada día
empleaba en el estudio de los manuscritos Pnakoticos y la sabiduría de los
Padres Zobnarianos; por lo que mi amigo, no queriendo condenarme a la
inacción, me otorgó el empeño que resultaba el penúltimo en importancia. Me
envió a la torre de vigilancia de Thapnen, donde serviría con los ojos a
nuestro ejército. De intentar los inutos conquistar la ciudadela a través del
pico Noton, sorprendiendo así a la guarnición, debía encender el fuego que
pondría sobre aviso a los soldados de guardia, salvando así a la ciudad de un
inmediato desastre.
A solas ascendí la torre, ya que
hasta el último hombre era necesario en los desfiladeros de abajo. Mi cerebro
se veía dolorosamente ofuscado por la excitación y la fatiga, ya que no había
dormido en muchos días; aunque mi propósito se mantenía firme, porque amaba a
mi tierra natal de Lomar, así como a la ciudad de mármol de Olathoé, ubicada
entre los picos Noton y Kadiphonek.
Pero
mientras estaba en la estancia superior de la torre, observé a la cornuda luna
menguante, roja y siniestra, estremeciéndose entre los vapores que pendían
sobre el lejano valle de Banof. Y, a través de una abertura en el techo,
resplandecía la pálida estrella Polar, agitándose como si estuviera viva,
espiándome como un demonio tentador. Creo que su espíritu me susurraba
malvados consejos, arrastrándome a una traidora somnolencia con una promesa
condenadamente rítmica que se repetía una y otra vez.
«Duerme, vigía, hasta que las esferas
Veintiséis mil años
Hayan girado, y yo tornado
Al sitio donde ahora fulguro.
Otras estrellas en su momento se alzarán
En el eje de los cielos;
Astros que alivien y astros que bendigan
Con dulce olvido:
Tan sólo al final de mi giro
El pasado vendrá a tocara tu puerta. »
Me debatí en vano contra el sopor,
tratando de interconectar esas extrañas palabras con alguna de las tradiciones
celestes conocidas en los manuscritos Pnakóticos. La cabeza, pesada y
vacilante, se me venció sobre el pecho y, al mirar de nuevo, lo hice entre
sueños; con la estrella Polar burlándose de mí a través de una ventana, sobre
los árboles horriblemente oscilantes de un onírico pantano. Y aún sueño.
En mi vergüenza y desesperación a
veces grito frenéticamente, implorando a las criaturas de ensueño que me
rodean que me despierten, no sea que los inutos se escabullan por el
desfiladero al pie del pico Noton y se apoderen por sorpresa de la ciudadela;
pero tales criaturas son demonios, ya que se ríen de mí y me dicen que estoy
soñando. Se mofan mientras duermo, y los achaparrados enemigos amarillos pueden
estar mientras deslizándose en silencio hacia nosotros. He fallado en mi deber
y traicionado a la marmórea ciudad de Olathoé; he fallado a Alos, mi amigo y
comandante. Pero todavía esas sombras del sueño me escarnecen. Dicen que no
existe tierra de Lomar, salvo en mi imaginación, que en aquellas tierras donde
la estrella Polar brilla alta y el rojo Aldebarán repta a ras de horizonte no
existe sino hielo y nieve desde hace milenios, y que ningún hombre mora allí
excepto achaparradas criaturas amarillas consumidas por el frío que se hacen
llamar «esquimales».
Y mientras escribo en mi culpable
agonía, frenético por salvar la ciudad cuyo peligro crece a cada momento,
tratando de espantar en vano ese antinatural sueño de una casa de piedra y
ladrillo al sur de un siniestro pantano y un cementerio en un bajo altozano, la
estrella Polar, maligna y monstruosa, me acecha desde la negra bóveda;
parpadeando odiosa como un malsano ojo vigilante que pugnara por transmitirme
algún extraño mensaje, aunque sin recordar nada excepto que tenía un mensaje
que transmitir.
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