Debbie es una niña que necesita atención porque sus padres siempre están peleando , su madre le grita constantemente , y su padre es demasiado perezoso para darle tiempo de calidad . Debbie le da a los padres la invitación que recibió que dice:Como portador de esta invitación especial , usted tiene derecho a la admisión de un niño al ZOOLÓGICO DE LOS NIÑOS. Se le ofrecerá todos los privilegios especiales descriptos por la otra chica que le pasó esto.
27.2.14
21.2.14
15.2.14
Superespacio
Paul Davies
En el terreno de los cuantos, el mundo en apariencia concreto de la
experiencia se disuelve en el barullo de las transmutaciones subatómicas. El
caos se sitúa en el corazón de la materia; cambios aleatorios, únicamente
condicionados por leyes probabilísticas, dotan al tejido del universo de
características parecidas a las de la ruleta. Pero, ¿qué puede decirse del
propio terreno de juego donde se desarrolla esta partida de azar, el telón de
fondo del espaciotiempo sobre el que las partículas insustanciales e
indisciplinadas de la materia llevan a cabo sus cabriolas? En el capítulo 2
vimos que el mismo espaciotiempo no es absoluto o inmodificable tal como
tradicionalmente se pensaba. También el espaciotiempo tiene características
dinámicas, que le hacen curvarse y distorsionarse, evolucionar y mutar. Estos
cambios del espacio y del tiempo ocurren tanto localmente, en las vecindades de
la Tierra, como globalmente conforme el universo se dilata al expansionarse. Los
científicos han reconocido hace mucho tiempo que las ideas de la teoría
cuántica deben aplicarse a la dinámica del espaciotiempo a la vez que a la
materia, hecho éste que da lugar a las más extraordinarias consecuencias.
Uno de los resultados más estimulantes de la teoría de la gravedad de
Einstein –la llamada teoría de la relatividad generales la posibilidad de que
haya ondas gravitatorias. La fuerza de la gravedad es, en algunos aspectos,
parecida a la fuerza eléctrica entre partículas cargadas o a la atracción entre
imanes, pero con las masas desempeñando el papel de las cargas. Cuando las
cargas eléctricas se alteran violentamente, como ocurre en los transmisores de
radio, se generan ondas electromagnéticas. La razón de que ocurra esto es fácil
de visualizar.
Si concebimos que la carga eléctrica está rodeada por un campo eléctrico,
entonces cuando la carga se mueve también el campo debe adaptarse a la nueva
posición. No obstante, no puede hacerlo instantáneamente: la teoría de la
relatividad prohíbe que ninguna información se desplace a mayor velocidad que
la de la luz, de tal modo que las regiones exteriores del campo no saben que la
carga se ha movido hasta al menos transcurrido el tiempo que tarda la luz en
desplazarse hasta ellas desde la carga. De ahí se sigue que el campo se riza o
distorsiona, puesto que cuando la carga comienza a moverse las regiones lejanas
del campo no cambian mientras que el campo situado en las proximidades de la
carga responde rápidamente. El efecto es el envío de una pulsación de fuerza
eléctrica y magnética que se desplaza hacia el exterior atravesando el campo a
la velocidad de la luz. Esta radiación electromagnética transporta energía
desde la carga hacia el espacio que la rodea. Si la carga oscila adelante y
atrás de modo sistemático, la distorsión del campo oscila de la misma manera, y
la pulsación que lo recorre adopta la forma de una onda. Las ondas
electromagnéticas de este tipo las conocemos experimentalmente en forma de luz
visible, ondas de radio, radiación de calor, rayos X, etcétera, según cuál sea
la longitud de onda.
De modo análogo a como se producen las ondas electromagnéticas, cabría
esperar que las perturbaciones de los cuerpos masivos dieran lugar a
pulsaciones en los campos gravitatorios que los rodean. En este caso, sin
embargo, los rizos son pulsaciones del espacio mismo, puesto que según la
teoría de Einstein la gravedad es una manifestación de la distorsión del
espaciotiempo. Las ondas gravitatorias pueden, pues, visualizarse como
ondulaciones del espacio que se irradian desde la fuente de la perturbación.
Cuando el físico británico del siglo pasado James Clerk Maxwell propuso
por primera vez, basándose en el análisis matemático de la electricidad y el
magnetismo, que las ondas electromagnéticas podían producirse mediante la
aceleración de cargas eléctricas, se puso gran interés en producir y detectar
ondas de radio en el laboratorio. El resultado de los estudios matemáticos de
Maxwell han sido la radio, la televisión y las telecomunicaciones en general. En
apariencia, las ondas gravitatorias deberían resultar igualmente importantes.
Por desgracia, la gravedad es tan débil que sólo las ondas que transportan una
enorme cantidad de energía tienen algún efecto detectable por nuestra actual
tecnología. Es necesario que ocurran cataclismos de dimensiones astronómicas
para que se detecten las ondas gravitatorias. Por ejemplo, si el Sol explotara
o cayese en un agujero negro, los instrumentos actuales registrarían fácilmente
las perturbaciones gravitatorias, pero incluso acontecimientos tan violentos
como la explosión de una supernova en otra parte de nuestra galaxia se
mantienen más o menos en los límites de lo detectable.
Los detectores de ondas gravitatorias, como los receptores de radio,
operan según un principio muy simple: los rizos espaciales, al recorrer el
laboratorio, dan lugar a vibraciones en todos los objetos. Los rizos actúan
ensanchando y encogiendo alternativamente el espacio en una determinada
dirección, de manera que todos los objetos que encuentran en su camino se
ensanchan y estrujan en una medida diminuta, con la consecuencia de que pueden
inducirse oscilaciones por simpatía en barras metálicas y en cristales
inverosímilmente puros del adecuado tamaño y forma. Estos objetos se sostienen
con suma delicadeza y se aíslan de otras fuentes más habituales de
perturbación, como son las ondas sísmicas a los vehículos a motor. Persiguiendo
vibraciones diminutas, los físicos han intentado detectar el paso de la
radiación gravitatoria. La tecnología utilizada es muy avanzada: consiste en
barras de puro cristal de zafiro tan grandes como el brazo y detectores de
oscilaciones tan sensibles que son capaces de registrar un movimiento de la
barra inferior al tamaño de un núcleo atómico.
A pesar de esta impresionante instrumentación, las ondas gravitatorias
todavía no han sido detectadas sobre la Tierra a satisfacción de todo el mundo.
No obstante, en 1974, se descubrió un tipo peculiar de objeto astronómico que
proporcionó la oportunidad única de observar ondas gravitatorias en acción.
Este objeto es el llamado púlsar binario, ya mencionado en el capítulo 2 a
propósito de la velocidad de la luz. Es tal la exactitud con que los astrónomos
pueden controlar las pulsaciones de radio que la menor perturbación de la órbita
de los púlsares resulta detectable. Entre tales perturbaciones se cuenta un
pequeño efecto debido a la emisión de ondas gravitatorias. Dado que las dos
inmensas estrellas colapsadas giran la una alrededor de la otra, crean una
intensa perturbación gravitatoria, con la consecuencia de que expulsan gran
cantidad de radiación gravitatoria. Las ondas gravitatorias siguen siendo
demasiado débiles para ser detectadas, pero su efecto sobre el sistema binario
resulta medible. Dado que las ondas transportan energía fuera del sistema, la
pérdida debe pagarla la energía orbital de las dos estrellas, dando lugar a que
su órbita vaya lentamente frenándose, y esto es lo que han observado los
astrónomos. La situación se parece bastante a la de observar el contador de la
electricidad cuando la radio está enchufada: no se trata de la detección
directa de las ondas de radio, sino de un efecto secundario atribuible a esas
ondas.
El motivo de esta digresión sobre el tema de las ondas gravitatorias es
que sus primas –las ondas electromagnéticas– fueron el punto de partida de la
teoría cuántica. Como se explicó en el capítulo 1, Max Planck descubrió que la
radiación electromagnética sólo puede emitirse o absorberse en paquetes
discretos o cuantos, llamados fotones. Por tanto, es de esperar que las ondas
gravitatorias se comporten de manera similar y que existan «gravitones»
discretos con propiedades similares a las de los fotones. Los físicos defienden
los gravitones con razones de mayor peso que la simple analogía con los fotones:
todos los demás campos conocidos poseen cuantos y, si la gravedad fuera una
excepción, sería posible transgredir las reglas de la teoría cuántica haciendo
que esos otros sistemas interaccionaran con la gravedad.
Suponiendo que los gravitones existieran, estarían sometidos a las
habituales incertidumbres e indeterminaciones que caracterizan a todos los
sistemas cuánticos. Por ejemplo, únicamente sería posible afirmar que el
gravitón ha sido emitido o absorbido según una determinada probabilidad. Lo
cual significa que la presencia de un gravitón representaría, hablando sin
rigor, un pequeño rizo del espaciotiempo, de manera que la incertidumbre sobre
la presencia o ausencia de un gravitón supondría una incertidumbre sobre la
forma del espacio y la duración del tiempo. De ahí se deduce que no sólo la
materia está sometida a impredecibles fluctuaciones, sino que también lo está
el mismo terreno de juego que es el espaciotiempo. Así pues, el espaciotiempo
no es meramente el foro del juego aleatorio de la naturaleza, sino que es de
por sí uno de los jugadores.
Puede parecer sorprendente que el espacio en que habitamos adopte los
rasgos de una gelatina temblequeante, pero tampoco percibimos nada de los
alborotos cuánticos en nuestra vida cotidiana. Aunque ni siquiera los
sofisticados experimentos subatómicos ponen de manifiesto sacudidas aleatorias
e indeterminadas del espaciotiempo dentro del átomo; no se han detectado
ninguna clase de fuerzas gravitatorias súbitas e impredecibles.
El análisis matemático demuestra que tampoco son de esperar: la gravedad
es una fuerza tan débil que sólo cuando se concentran inmensas energías
gravitatorias se distorsiona el espacio–tiempo hasta el punto de que podamos
constatarlo. Recuérdese que toda la masa del Sol sólo distorsiona las imágenes
de las estrellas lejanas en un grado casi imperceptible. A escala subatómica,
las concentraciones temporales de masa–energía pueden «tomarse prestadas»
gracias al mecanismo de incertidumbre de Heisenberg, de modo que resulta sencillo
calcular la duración de un préstamo de masa–energía suficiente para abollar el
espacio. El principio de Heisenberg exige que cuanto mayor sea la energía más
corto resulte el préstamo, con lo cual, dada la relativa debilidad de la
gravedad y la correspondiente intensidad del paquete de energía necesario, de
hecho sólo cabe la posibilidad de un préstamo muy breve. La respuesta resulta
ser el intervalo de tiempo más corto que jamás se haya considerado físicamente
significativo: conocido a veces como «jiffy» (periquete), un segundo contiene
un uno seguido de cuarenta y tres ceros (escrito 1043) de «jiffies»,
duración tan corta que la misma luz sólo puede recorrer una milmillonésima de
billonésima de billonésima de centímetro en un «jiffy», que es diez elevado a
veinte veces menor que el núcleo atómico. Poco puede sorprender que no
encontremos fluctuaciones cuánticas del espaciotiempo en la vida cotidiana ni
en los experimentos de laboratorio.
Pese al hecho de que el espaciotiempo cuántico habita en un mundo dentro
de nosotros cuya pequeñez es más lejana aún que los límites del universo con
toda su inmensidad, sus efectos dan pie a las consecuencias más espectaculares.
La imagen de sentido común del espacio y del tiempo viene a ser la de una
especie de marco dentro del cual está pintada la actividad del mundo. Einstein
demostró que el propio marco puede moverse y sufrir distorsiones: el
espaciotiempo adquirió vida. La teoría cuántica predice que si pudiéramos
examinar la superficie del marco con un supermicroscopio observaríamos que no
es liso, sino que tiene una textura granulosa producto de las distorsiones
cuánticas aleatorias e imperceptibles del tejido del espaciotiempo a escala
ultramicroscópica.
Descendiendo al tamaño del «jiffy» aparecería una estructura aún más
espectacular. Las distorsiones y las abolladuras son tan pronunciadas que se
retuercen y ligan entre sí formando una red de «puentes» y «galerías». John
Wheeler, el principal arquitecto de este extravagante mundo de Jiffylandia
describe la situación como similar a la de un aviador que vuela a gran altura
sobre el océano. A gran altitud sólo le llegan los rasgos más sobresalientes y
ve la superficie del mar plana y homogénea, pero si observa desde más cerca
verá ondulaciones que indican alguna clase de perturbación local: ésta es la
escala de la curvatura gravitatoria del espaciotiempo. Descendiendo más, notará
las perturbaciones irregulares a pequeña escala: los rizos y las olas
superpuestas a la ondulación general: éstos son los campos gravitatorios
locales. Por último, con ayuda de un telescopio percibiría que, en realidad, a
muy pequeña escala, estos rizos están tan distorsionados que se deshacen en
espuma. La superficie pulida y en apariencia sin quiebras es en realidad una
masa hirviente de espuma y burbujas: que son las galerías y los puentes de
Jiffylandia.
Según esta descripción, el espacio no es ni uniforme ni informe sino,
descendiendo a esos increíbles tamaños y duraciones, un complicado laberinto de
agujeros y túneles, de burbujas y telas de araña, que se crean y destruyen en
una incesante actividad. Antes de que estas ideas se pusieran en circulación,
muchos científicos suponían tácitamente que el espacio y el tiempo eran
continuos hasta una escala arbitrariamente pequeña. La gravedad cuántica
sugiere que el marco de nuestro mundo no sólo tiene una textura, sino una
estructura espumosa o de esponja, lo que indica que los intervalos o duraciones
no pueden dividirse infinitamente.
Una gran mistificación suele envolver el problema de qué constituye los
«agujeros» del tejido.
Después de todo, el espacio se supone vacío; luego, ¿cómo puede haber
agujeros en algo que ya está vacío? Para responder a esta cuestión lo mejor es
imaginar, en lugar de los agujeros de Wheeler, agujeros del espaciotiempo lo
bastante grandes para afectar a la experiencia cotidiana. Supóngase que hubiera
un agujero espacial en medio de Piccadilly Circus, en el centro de Londres.
Cualquier turista despistado podría desaparecer súbitamente al encontrarse con
este fenómeno, probablemente para nunca más volver. Nosotros no podríamos decir
lo que ha sido de él, porque nuestras leyes de la naturaleza se limitan al
universo, es decir, al espacio y al tiempo, y nada dicen de las regiones más
allá de sus fronteras. De modo similar, no podemos predecir qué puede salir de
un agujero del tiempo, ni siquiera qué clase de luz. Si del agujero no puede
surgir absolutamente nada, aparecerá simplemente como una mancha negra.
No hay ninguna razón especial para que nuestro universo esté o no esté
infestado de agujeros e incluso de auténticos bordes. Ha–
blando metafóricamente, Dios podría aplicar unas tijeras al espaciotiempo
y despedazarlo. Si bien no tenemos pruebas de que esto haya sucedido a escala
de Piccadilly, algo por el estilo puede haber ocurrido en Jiffylandia.
Un adecuado estudio de la rama de las matemáticas conocida como topología
(los grandes rasgos y estructuras del espacio) revela que los agujeros
espaciales no conducen necesariamente a la brusca desaparición de los objetos
del espacio.
Esto resulta fácil de ver comparando el espacio con una superficie
bidimensional, o una hoja de papel, como hemos hecho en el caso de las
metáforas del cuadro y del océano.
En una, el agujero está cortado en el centro de una hoja aproximadamente
plana: la hoja también tiene bordes. La línea quebrada dibujada sobre la hoja
representa la trayectoria de los exploradores que, al igual que los desdichados
navegantes de los siglos pasados, se desvanecen en el borde del mundo (o sea en
el agujero). En el segundo ejemplo, la hoja está curvada y se cierra sobre sí
misma en forma de donut, forma que los matemáticos denominan toro. El toro
también tiene un agujero en el centro, pero su relación con la hoja es bastante
distinta. Concretamente, no hay un borde abrupto alrededor del agujero ni en
los extremos, de modo que los exploradores pueden arrastrarse por toda la
superficie sin riesgo de caerse de ella: es un espacio cerrado y finito pero
sin bordes y, desde el punto de vista matemático, se aproxima más a la espuma
de Jiffylandia.
Es absolutamente posible que el universo a «gran» escala no se extendería
interminablemente, sino que se curvaría sobre sí mismo. Por supuesto, puede no
tener un gran agujero en el centro –puede ser más parecido a una esfera–, pero
en principio sería posible desplazarse a todo su alrededor y visitar todas las
regiones. En lengua coloquial, podríamos «ver» todo el universo en una especie
de viaje cósmico cerrado. Y al igual que los trotamundos terrícolas suelen
salir de Londres hacia Moscú y regresar por Nueva York, así nuestros intrépidos
cosmonautas podrían rodear el cosmos siguiendo lo que ellos considerarían un
trayecto fijo y en línea recta, regresando por la dirección opuesta a aquella
en que hubiesen partido.
La topología del universo podría ser mucho más complicada que la de un
simple «toro» o la de una «esfera», y contener toda una red de túneles y
puentes. Cabe imaginar que se parezca bastante a un queso de gruyere donde el
queso sería el espaciotiempo y los agujeros aportarían la complicada topología.
Además, debe recordarse que toda esta monstruosidad se expande al mismo tiempo.
El espacio y el tiempo se conectarían, pues, de un modo desconcertante. Sería
posible, por ejemplo, ir de un lugar a otro por una diversidad de rutas –en
apariencia todas ellas trayectos en línea recta– abriéndose paso por el
laberinto de puentes. La idea de que un puente espacial permitiera el paso casi
instantáneo a alguna galaxia lejana es muy del gusto de los autores de
ciencia–ficción. La posibilidad de eludir la larga ruta a través del espacio
intergaláctico resulta de lo más atractiva si en realidad hay gigantescos
agujeros que ensartan el universo. Tomando el ejemplo de una tela, tal agujero
se representaría curvando la tela en forma de U y uniendo los dos extremos en
un determinado punto mediante un túnel. Por desgracia, no hay la menor prueba
de la existencia real de ninguno de tales rasgos, pero tampoco se pueden
descartar. En principio, nuestros telescopios deberían revelar cuál es la forma
del universo, pero en la actualidad es demasiado difícil desenredar estos
efectos geométricos de otras distorsiones más comunes.
Cabe pensar en posibilidades aún más extravagantes. Al «conectarse»
nuestra superficie (es decir, el espacio) consigo misma, podría ocurrir una
torsión, como la famosa cinta de Moebius. En tal caso, no sería posible
distinguir la derecha de la izquierda. De hecho, el circumnavegante cósmico
regresaría en forma de imagen reflejada de sí mismo, ¡con la mano izquierda y
la derecha intercambiadas!
Es importante comprender que todos estos rasgos espectaculares y poco
habituales del espacio podrían deducirlos sus habitantes a partir
exclusivamente de observaciones hechas desde su interior. Así como no es
necesario salir de la Tierra para llegar a la conclusión de que es redonda y
finita, tampoco necesitamos la perspectiva de una dimensión superior desde
donde ver, pongamos, el «agujero» del centro del universo en forma de «donut»
para deducir que existe. Su existencia tiene consecuencias para el espacio sin
necesidad de preocuparse interminablemente de lo que hay «en» el agujero ni de
lo que hay «fuera» del universo finito. De manera que considerar que el espacio
está lleno de agujeros no exige especificar qué son físicamente tales agujeros:
están fuera de nuestro universo físico y su naturaleza es irrelevante para la
física que realmente podemos observar.
Lo mismo que puede haber agujeros en el espacio, puede haberlos en el
tiempo. Un corte brusco del tiempo es de presumir que se manifestaría en forma
de súbito cese del universo, pero una posibilidad más compleja consistiría en
el tiempo cerrado, análogo al espacio esférico o toroidal. Una buena forma de
visualizar el tiempo cerrado es representar el tiempo por una línea: cada punto
de la línea corresponde a un momento del tiempo. Según la concepción habitual,
la línea se prolonga en ambas direcciones ilimitadamente, pero más adelante
veremos que la línea tiene un extremo o bien dos: es decir, un comienzo o final
del tiempo. No obstante, la línea puede ser finita en longitud sin por eso
tener extremos, por ejemplo, cerrándose en forma de círculo. Si el tiempo
realmente fuera así, sería posible decir cuántas horas componen toda la
duración del tiempo. Muchas veces el tiempo cerrado se describe diciendo que el
universo es cíclico, repitiéndose todos los incidentes «ad infinitum», pero
esta imagen presupone la discutible noción de un flujo de tiempo que nos
arrastra una vez tras otra alrededor del círculo. Como no hay modo de
distinguir cada vuelta de la siguiente, en realidad no es correcto calificar
tal estructura de cíclica.
En el mundo del tiempo cerrado, el pasado sería también el futuro, lo que
abriría la perspectiva de una anarquía causal y de las paradojas temporales de
que tanto se han ocupado los autores de ciencia–ficción. Lo que es peor, si el
tiempo se uniera a sí mismo no sería posible distinguir de ninguna manera el
avance del retroceso temporal, por lo mismo que no se puede distinguir entre la
derecha y la izquierda en un espacio de tipo Moebius. No está claro sin embargo
que fuéramos capaces de apreciar unas características del tiempo tan
extravagantes. Quizá nuestro cerebro, con objeto de ordenar nuestras
experiencias de modo significativo, fuera incapaz de percibir esta gimnasia temporal.
Aunque los bordes y los agujeros del espacio y del tiempo puedan parecer
una enloquecida pesadilla matemática, son tomados muy en serio por los físicos,
quienes consideran que muy bien pueden existir tales estructuras. No hay prueba
alguna del «despedazamiento» del espaciotiempo, pero hay fuertes indicios de
que el espacio y el tiempo pueden ir desplegando bordes o límites, de tal modo
que más que saltar insospechadamente por el extremo de la creación, iríamos
siendo conscientes, dolorosamente y, en resumidas cuentas, suicidamente, de
nuestra próxima partida («agujeros con dientes»). Es evidente que el agujero,
que es un simple corte en el espacio, se abre abruptamente. No hay rasgos que
adviertan la proximidad del borde y anuncien la inminente discontinuidad. Igual
ocurre con los agujeros similares del tiempo: nada anunciaría el fallecimiento
del universo o de una porción del universo. En consecuencia, nuestra física no
puede predecir (ni rebatir) la existencia de tales agujeros. No obstante, es
posible predecir los agujeros y los bordes que se despliegan gradualmente en el
espaciotiempo «ordinario» y de hecho los predicen firmes principios físicos que
muchos científicos aceptan.
La superficie es una estructura similar a un cono que se afila lenta pero
incesantemente hacia un punto denominado cúspide: hablando sin rigor, la punta
es infinitamente aguda, de manera que nada puede «doblar» la punta y descender
por el otro lado. El objeto que se acerque a la punta comenzará a sentirse
incómodo presionado por la creciente curvatura y constreñido a un espacio cada
vez menor. Cuando esté cerca de la punta, el objeto será progresivamente
estrujado y no podrá alcanzar la punta propiamente dicha –quedándose comprimido
hasta reducirse a nada– puesto que la punta no tiene tamaño. El precio de
visitar la punta es la destrucción de toda extensión y toda estructura; el
objeto nunca volverá.
Estos extremos en forma de cúspide del espaciotiempo de los que ningún
viajero puede retornar fueron predichos por la teoría de la relatividad de
Einstein y se conocen con el nombre de singularidades. La creciente curvatura
de sus inmediaciones corresponde físicamente a fuerzas gravitatorias que
descuartizarían a cualquier cuerpo y lo aplastarían progresivamente hasta un
volumen nulo. Una de las circunstancias en que podría presentarse tal rasgo es
como consecuencia del colapso gravitatorio de una estrella apagada. Cuando se
agota el combustible de una estrella, ésta pierde calor y no puede mantener la
suficiente presión interior para soportar su propio peso, y por lo tanto se
encoge. En las estrellas suficientemente grandes, la contracción se produce con
tal rapidez que equivale a una súbita explosión hacia dentro y la estrella se
encoge, quizás ilimitadamente. Se forma una singularidad espaciotemporal y por
ahí puede desaparecer buena parte de la estrella e incluso toda. Aun cuando no
ocurra eso, los curiosos observadores que sigan su desenvolvimiento es posible
que sean arrastrados hacia la singularidad. Existe la extendida creencia de que
si se produce una singularidad, se localizará dentro de un agujero negro donde
no será posible verla sin caer en su interior y salir del universo.
Otro tipo de singularidad podría haber existido en el nacimiento del
universo. Muchos astrónomos creen que el Big Bang representa los residuos en
erupción de una singularidad que constituyó literalmente la creación del
universo.
La singularidad del Big Bang podría equivaler al extremo temporal pasado
del cosmos: un comienzo del tiempo, así como del espacio, además del origen de
toda la materia. De manera similar, puede haber un extremo del tiempo en el
futuro, en el que todo el universo desaparezca para siempre –y con él el
espacio y el tiempo– luego de las consabidas compresiones y subsiguiente
aniquilación. Otras imágenes del final del universo pueden verse en mi libro
«The Runaway Universe» (El universo huidizo).
Una vez descritos algunos de los rasgos más extraordinarios que la física
moderna atribuye al espacio y al tiempo, merece la pena que volvamos a Jiffylandia
y a las nociones de la teoría cuántica con objeto de entender qué es lo que en
realidad significa la subestructura espumosa. En los capítulos 1 y 3 hemos
explicado que los electrones y demás partículas subatómicas no se mueven
sencillamente de A a B.
Por el contrario, su movimiento está controlado por una onda que puede
extenderse, en ocasiones, por territorios muy alejados del camino recto. La
onda no es una sustancia, sino una onda probabilística donde la perturbación de
la onda es pequeña (por ejemplo, lejos de la línea recta) las probabilidades de
encontrar la partícula son escasas.
La mayor parte del movimiento de la onda se concentra siguiendo el camino
clásico de Newton, que por tanto constituye la trayectoria más probable. Este
efecto de agrupamiento resulta pronunciadísimo en los objetos macroscópicos,
como en las bolas de billar, cuya dispersión en forma de ondas nunca
percibimos.
Si disparamos un haz de electrones (o incluso un único electrón), podemos
escribir la formulación matemática de la onda, que avanza según la famosa
ecuación de Schrödinger. La onda muestra la importante propiedad,
característica de las ondas, de interferirse en el caso de que, por ejemplo, el
haz choque con dos ranuras de una pantalla: pasará por ambas y la perturbación
bifurcada se recombinará en forma de crestas y vientres. La onda no describe un
mundo sino una infinitud de mundos, cada uno de los cuales contiene una
trayectoria distinta. Estos mundos no son todos independientes; el fenómeno de
la interferencia demuestra que se superponen y «entrometen en sus caminos».
Sólo una medición directa puede mostrar cuál de estos infinitos mundos
potenciales es el real. Lo cual plantea delicadas y profundas cuestiones sobre
el significado de lo «real» y sobre qué constituye una medición, cuestiones de
las que nos ocuparemos ampliamente en los siguientes capítulos, pero de momento
nos limitaremos a señalar que cuando un físico desea describir el movimiento de
los electrones, o en general cómo cambia el mundo, se enfrenta a la onda y
estudia su movimiento. La onda contiene codificada toda la información
disponible sobre el comportamiento de los electrones.
Si imaginamos ahora todos los mundos posibles –cada uno de ellos con una
trayectoria distinta del electrón– como una especie de gigantesco supermundo
pluridimensional en el que las alternativas se sitúan paralelamente en igualdad
de condiciones, entonces podemos considerar que el mundo que resulta «real»
para la observación es una proyección tridimensional o una sección de este
supermundo. En qué medida puede considerarse que el supermundo existe en
realidad lo expondremos a su debido tiempo.
Básicamente, necesitamos un mundo distinto para cada trayectoria del
electrón, lo que habitualmente significa que necesitamos una infinidad de
mundos, y similares infinidades de mundos para cada átomo o partícula
subatómica, cada fotón y cada gravitón que exista. Es evidente que este
supermundo es un mundo muy grande, en realidad con las infinitas dimensiones
del infinito.
La idea de que el mundo que observamos pudiera ser una tajada
tridimensional o proyección de un supermundo de infinitas dimensiones tal vez
no sea fácil de entender.
Un humilde ejemplo de proyección puede servir de ayuda. Imagínese una
pantalla iluminada que se utiliza para proyectar la silueta de un objeto
simple, como una patata. La imagen de la pantalla presenta una proyección
bidimensional de lo que en realidad es una forma tridimensional, es decir, de
la patata. Cambiando la orientación de la patata se puede obtener una infinita
variedad de siluetas, cada una de las cuales representa una proyección distinta
del espacio mayor. Igualmente, el mundo que nosotros observamos está conformado
como una proyección del supermundo; cuál proyección es un problema de
matemáticas y estadística. A primera vista podría parecer que reducir el mundo
a una serie de proyecciones aleatorias fuera una receta en pro del caos, donde
cada momento sucesivo presentaría a nuestros sentidos un panorama completamente
nuevo, pero los dados están muy cargados a favor de los cambios bien ordenados
y acordes con las leyes de Newton, de modo que las fluctuaciones espasmódicas,
que existen sin ningún género de dudas, quedan enterradas a buen recaudo entre
los escondrijos microscópicos de la materia, manifestándose tan sólo a escala
subatómica.
Al igual que la partícula newtoniana se mueve de tal modo que minimiza su
acción y la onda cuántica se arracima alrededor de una trayectoria de mínima
acción, cuando se trata de la gravedad encontramos que el espacio también
minimiza su acción. La espuma cuántica de Jiffylandia perturba algo el
movimiento mínimo, pero sólo en la escala absurdamente pequeña de que hemos
hablado en la primera parte de este capítulo. Por tanto, el mismo espacio puede
describirse como una onda y esta onda espacial también poseerá las propiedades
de interferencia. Además, del mismo modo que podemos construir mundos distintos
para la trayectoria de cada electrón, también es posible construir mundos
distintos para cada forma del espacio. Combinados todos juntos nos encontramos
con un «superespacio» de infinitas dimensiones. El superespacio contiene todos
los espacios posibles –donuts, esferas, espacios con túneles y puentes–, cada
uno de ellos con una estructura diferente, con una espuma distinta; una
infinidad de formas geométricas y topológicas.
Cada uno de los espacios del superespacio contiene su propio supermundo
de todas las posibles organizaciones de las partículas. El mundo de nuestros
sentidos, al parecer, es un elemento tridimensional único proyectado desde este
superespacio infinito.
Nos hemos alejado tanto de la noción de sentido común del espacio y del
tiempo que merece la pena detenernos a hacer inventario. La ruta hacia el
superespacio es difícil de seguir, pues exige a cada paso renunciar a alguna
idea muy querida o bien a aceptar algún concepto desconocido. La mayor parte de
la gente considera el espacio y el tiempo como características tan básicas de
la existencia que no pone en duda sus propiedades. De hecho, el espacio suele
imaginarse como completamente carente de propiedades: un vacío desocupado y sin
forma. La idea más difícil de aceptar es que el espacio tenga forma. Los
cuerpos materiales tienen forma «en» el espacio, pero el espacio en sí parece
ser más bien un contenedor que un cuerpo.
A todo lo largo de la historia ha habido dos escuelas filosóficas que se
han ocupado de la naturaleza del espacio. Una escuela, de la que formó parte el
propio Newton, enseña que el espacio es una sustancia que no sólo tiene
geometría, sino que también puede presentar características mecánicas. Newton
creía que la fuerza de la inercia estaba causada por la reacción del espacio
frente a un cuerpo acelerado. Por ejemplo, cuando un niño da vueltas en un
tiovivo siente la fuerza centrífuga; el origen de esta fuerza lo adscribe
Newton al espacio envolvente. Ideas similares se han propuesto de vez en
cuando, en las que la analogía con el fluir del río implica una más estrecha
asociación con la materia.
En contraposición a estas imágenes, otra escuela niega que el espacio y
el tiempo sean cosas, sino meras relaciones entre los cuerpos materiales y los
acontecimientos. Filósofos como Leibniz y Ernst Mach negaron que el espacio
actuara sobre la materia y sostuvieron que todas las fuerzas se debían a otros
cuerpos materiales.
Mach opinaba que la fuerza centrífuga que opera sobre el niño montado en
el tiovivo se debe al movimiento relativo entre el niño y la materia lejana del
universo. El niño siente una fuerza porque las remotísimas galaxias presionan
contra él, resistiéndose al movimiento.
Según estas ideas, el tratamiento del espacio y el tiempo es una mera
conveniencia lingüística que nos permite describir las relaciones entre los
objetos materiales. Por ejemplo, decir que hay algo más de 300.000 km. de
espacio entre la Tierra y la Luna es simplemente una forma útil de decir que la
distancia de la Tierra a la Luna es de algo más de 300.000 km.
Si la Luna no estuviera allí, ni tuviéramos otros objetos o rayos luminosos
que manipular, resultaría imposible saber hasta dónde se extiende un
determinado trecho de espacio. La medición de distancias o de ángulos en el
espacio requiere varas de medir, teodolitos, señales de radar o algún otro
instrumento material. Por eso se considera que el espacio no es más material
que la nacionalidad. Ambas cosas son descripciones de relaciones que existen
entre las cosas, entre las cosas materiales y entre los ciudadanos,
respectivamente.
Ideas similares se han aplicado a la noción de tiempo. ¿Es necesario
considerar el tiempo como una cosa o como una conveniencia lingüística para
expresar las relaciones entre los acontecimientos?
Por ejemplo, decir que uno espera desde hace rato el autobús sólo
significa, en realidad, que el intervalo entre la llegada a la parada del
autobús y la comparecencia del autobús se ha prolongado más de lo habitual. La
duración del tiempo es una forma coloquial de describir la relación temporal
entre estos dos acontecimientos.
Cuando nos acercamos a la idea del espaciotiempo curvo, indudablemente
resulta más útil adoptar la primera perspectiva, en la que el espacio y el
tiempo se tratan como sustancias. Esto puede no ser estrictamente necesario
desde un punto de vista lógico, pero sirve para ayudar a la intuición.
Visualizar el espacio como un bloque de caucho aporta una vívida imagen de lo
que se entiende por un espacio que se dobla y estira. El rasgo fundamental de
la teoría de la relatividad general de Einstein es que el espaciotiempo, que
tiene esta curiosa cualidad, se mueve, es decir, cambia de forma, siendo la
causa de este movimiento la presencia de materia y energía. Una vez aprehendida
la noción de un espaciotiempo dinámico, los aspectos cuánticos resultan más
significativos.
Cuando los conceptos de la teoría cuántica se aplican al espacio–tiempo,
aumenta la extrañeza porque se complica la estructura, ya de por sí
desconcertante, de un espaciotiempo dinámico con los fantásticos rasgos de la
teoría cuántica. La mecánica cuántica implica que no basta con considerar un
espaciotiempo, sino una infinidad de ellos, con distintas formas y topologías.
Todos estos espaciotiempos encajan entre sí según el modelo ondulatorio,
interfiriéndose mutuamente. La fuerza de la onda es la medida de la
probabilidad de que un espacio con esa forma concreta aparezca como la
representación del universo real cuando se hace una observación. Los espacios
evolucionan, como ocurre al expandirse el universo, y el sobrecogedor número de
estos mundos alternativos aumentará de modo similar.
No obstante, hay algunos que fluctúan muy lejos de la trayectoria
principal, al igual que los niños en el parque de que hemos hablado. La fuerza
de la onda de estos mundos descarriados es muy pequeña, de modo que sólo hay
una infinitésima probabilidad de que realmente se puedan observar. Pero a la
escala de Jiffylandia, estas fluctuaciones se hacen mucho más pronunciadas y
ocurren con frecuencia desviaciones del espacio pulido y terso.
Al afrontar la existencia de un superespacio donde miríadas de mundos se
mantienen cosidos entre sí mediante una curiosa superposición de carácter
ondulatorio, el mundo concreto de la vida cotidiana parece situarse a años luz.
Con conceptos tan abstractos y sorprendentes como éstos, uno se ve obligado a
preguntarse hasta qué punto el superespacio es «real».
¿Existen en realidad estos mundos alternativos o
son meros términos de algunas fórmulas matemáticas que supuestamente
representan la realidad? ¿Cuál es el significado de las misteriosas ondas que
rigen el movimiento de la materia a la vez que del espaciotiempo y que
determinan las probabilidades de que exista un determinado mundo concreto? En
cualquier caso, ¿qué es la «existencia» en medio de semejante cenagal de
conceptos sin sustancia? ¿Dónde encajamos nosotros –los observadores– dentro de
este esquema? Estas son algunas de las preguntas sobre las que volveremos.
Veremos que el juego cósmico del azar es mucho más sutil y extravagante que la
simple ruleta.
Capítulo V de Otros mundos
10.2.14
4.2.14
LA GALAXIA GUTENBERG
por Marshall McLuhan
Cuando el rey Lear declara sus "más encubiertas intenciones", es decir, la subdivisión de su reino, expresa un propósito vanguardista y de gran osadía política para los comienzos del siglo XVII.
Conservaremos solo de rey el nombre con sus atributos. Mando, rentas y ejecución del resto, amados hijos, vuestros son; y, en prueba, reparto esta corona entre vosotros.
Lear está expresando la modernísima idea de la delegación de autoridad central. Los isabelinos hubiesen identificado en seguida sus "encubiertas intenciones" como maquiavelismo de izquierda. Entonces, en los comienzos del siglo XVII, los nuevos modelos de poder y organización, discutidos en el siglo precedente, se dejaban sentir en todos los niveles de la vida social y privada. El rey Lear es una exposición de la nueva estrategia de cultura y poder en cuanto afecta al estado, la familia y la psiquis individual:
Entre tanto expondremos
nuestras más encubiertas intenciones.
Dadnos el mapa aquel.
Sabed que dividimos
nuestro reino en tres partes.
Los mapas también eran una novedad en el siglo XVI, época de la proyección de Mercator, y constituían la clave de una nueva visión de las periferias de poder y riqueza. Colón fue cartógrafo antes de ser navegante; y el descubrimiento de que resultaba posible seguir un curso en línea recta, como si el espacio fuese uniforme y continuo, fue una de las mayores conmociones del conocimiento humano en el Renacimiento. Y, lo que es más importante, el mapa presenta inmediatamente un tema principal del Rey Lear, esto es, el aislamiento del
sentido visual como una especie de ceguera.
Ya en la primera escena de la obra expresa Lear sus "encubiertas intenciones", empleando un término de la jerga maquiavélica. Antes, en la misma escena, se alude a lo tenebroso de la naturaleza en la jactancia de Gloucester por la ilegitimidad de su bello hijo natural Edmundo: "Pero, Señor, yo tengo un hijo legítimo, como de un año más que este, y que sin embargo no me es más querido." Más adelante, Edgard alude a la jocosidad con que Gloucester habla del modo como lo engendró:
El lugar tenebroso y de pecado
donde te engendró él,
los ojos le ha costado.
(V, III)Edmundo, el hijo natural, abre la segunda escena de la obra con:
Mi deidad eres tú, Naturaleza.
A tu ley mis servicios supedito
¿Por qué he de soportar ese tormento
de la costumbre y permitir sumiso
que la gazmoñería de los pueblos
me desherede, por haber nacido
doce o catorce lunas a la zaga
de un hermano?
Edmundo tiene l'esprit de quantité, tan esencial en la mensura táctil y en la impersonalidad de la mente empírica. Se presenta a Edmundo como una fuerza de la naturaleza, excéntrico a la simple experiencia humana y a la "gazmoñería de los pueblos". Es un agente primordial de la fragmentación de las instituciones humanas, pero el gran fragmentador es el mismo Lear, con su inspirada idea de establecer una monarquía constitucional delegando su autoridad. Su propio plan es convertirse en especialista.
Conservaremos solo
de rey el nombre con sus atributos.
Siguiéndole el humor, Gonerila y Regana se lanzan al acto de devoción filial con una competitiva intensidad de especialista. Es Lear quien las fragmenta al imponer un divisivo concurso de elogios:
Hijas mías, decidme
(pues que renunciaremos al gobierno,
al interés por nuestros territorios,
a los cuidados todos del estado),
¿cuál podremos decir que más nos ama?
Que un legado mayor dejar podamos
allí donde Natura desafíe
a los merecimientos. Gonerila,
vos que sois la mayor, hablad primero.
El individualismo competitivo era motivo de escándalo en una sociedad largo tiempo investida de valores corporativos y colectivos. El papel representado por la imprenta en la institución de nuevos modos de cultura no es insólito. Pero una consecuencia natural de la acción especializante de las nuevas formas de conocimiento fue que todas las formas de poder adquirieron un carácter acusadamente centralizados En tanto que la función del monarca feudal había sido inclusiva, pues que en realidad el rey incluía en sí mismo a todos sus súbditos, el príncipe del Renacimiento tendió a constituirse en un centro exclusivo de poder, rodeado de sus súbditos individuales. Y el resultado de tal centralismo, resultante a su vez de muchos adelantos nuevos en las comunicaciones y el comercio, fue la costumbre de delegar poderes y la especialización de muchas funciones en áreas e individuos distintos. En El rey Lear, como en otras obras, Shakespeare demuestra una total clarividencia en cuanto se refiere a las consecuencias, para el individuo y para la sociedad, de la renuncia o dejación de atributos y funciones en aras de la rapidez, la precisión y el creciente poder. Su perspicacia se manifiesta con tanta riqueza en sus versos que resulta difícil elegir entre ellos. Pero ya en las mismas palabras iniciales del aria de Gonerila estamos profundamente inmersos en tal perspicacia:
Os amo más que las palabras puedan
hacéroslo saber. Me sois más caro
que la luz de mis ojos, que el espacio
y que la libertad.
La renuncia a los propios sentidos, el desnudarse de ellos, será uno de los temas de esta tragedia. La separación de la vista de los demás sentidos ha quedado ya bien de manifiesto en la alusión de Lear a sus "más encubiertas intenciones", al tiempo que utiliza el recurso meramente visual del mapa. Pero ya que Gonerila se muestra dispuesta a renunciar a la vista en prueba de devoción filial, Regana ridiculiza su reto con:
Me declaro
enemiga de cualquier otro goce
que pueda procurar el más preciado
canon de los sentidos...
Regana renunciará a todos los sentidos humanos con tal de poseer el amor de Lear. La alusión a "el más preciado canon de los sentidos" nos muestra a Shakespeare haciendo una demostración casi escolástica de la necesidad de una proporción e interacción entre los sentidos como elementos constitutivos esenciales de la racionalidad. Este tema suyo en El rey Lear es el mismo de John Donne en An Anatomy of the World:
Todo está hecho pedazos, la coherencia huida;
todo justo consumo, y toda relación:
Soberano, vasallo, padre, hijo, son cosas
olvidadas. Las cosas únicas con que puede
llegar el hombre a Fénix...
La ruptura del "más preciado canon de los sentidos" significa el aislamiento o separación de un sentido de otro por sus distintas intensidades, con la consiguiente irracionalidad y el conflicto entre las facultades, las personas y las funciones. Esta ruptura de la proporción entre las facultades o sentidos, personas y funciones, es el tema que Shakespeare toca más tarde.
Cuando Cordelia observa la súbita agilidad de aquellas especialistas en devoción filial, Gonerila y Regana, dice:
Estoy segura que es mi amor
mucho más rico que mi lengua.
Su racional plenitud no es nada junto a la especialización de sus hermanas. No tiene un punto de vista fijo desde donde lanzar rayos de elocuencia. Sus hermanas se saben el papel de cada situación particular, están perfiladas por la fragmentación de los sentidos y de los motivos de cálculo exacto. Como Lear, son Maquiavelos de vanguardia, capaces de afrontar explícita y científicamente cada situación. Son resueltas y se han liberado conscientemente no solo del canon de los sentidos, sino también de su equivalente moral: la "conciencia". Porque la proporción entre los motivos "hace unos cobardes de todos nosotros". Y Cordelia es una cobarde, impedida para la acción especializada por las complejidades de su conciencia, su razón
y su papel.
Cuando el rey Lear declara sus "más encubiertas intenciones", es decir, la subdivisión de su reino, expresa un propósito vanguardista y de gran osadía política para los comienzos del siglo XVII.
Conservaremos solo de rey el nombre con sus atributos. Mando, rentas y ejecución del resto, amados hijos, vuestros son; y, en prueba, reparto esta corona entre vosotros.
Lear está expresando la modernísima idea de la delegación de autoridad central. Los isabelinos hubiesen identificado en seguida sus "encubiertas intenciones" como maquiavelismo de izquierda. Entonces, en los comienzos del siglo XVII, los nuevos modelos de poder y organización, discutidos en el siglo precedente, se dejaban sentir en todos los niveles de la vida social y privada. El rey Lear es una exposición de la nueva estrategia de cultura y poder en cuanto afecta al estado, la familia y la psiquis individual:
Entre tanto expondremos
nuestras más encubiertas intenciones.
Dadnos el mapa aquel.
Sabed que dividimos
nuestro reino en tres partes.
Los mapas también eran una novedad en el siglo XVI, época de la proyección de Mercator, y constituían la clave de una nueva visión de las periferias de poder y riqueza. Colón fue cartógrafo antes de ser navegante; y el descubrimiento de que resultaba posible seguir un curso en línea recta, como si el espacio fuese uniforme y continuo, fue una de las mayores conmociones del conocimiento humano en el Renacimiento. Y, lo que es más importante, el mapa presenta inmediatamente un tema principal del Rey Lear, esto es, el aislamiento del
sentido visual como una especie de ceguera.
Ya en la primera escena de la obra expresa Lear sus "encubiertas intenciones", empleando un término de la jerga maquiavélica. Antes, en la misma escena, se alude a lo tenebroso de la naturaleza en la jactancia de Gloucester por la ilegitimidad de su bello hijo natural Edmundo: "Pero, Señor, yo tengo un hijo legítimo, como de un año más que este, y que sin embargo no me es más querido." Más adelante, Edgard alude a la jocosidad con que Gloucester habla del modo como lo engendró:
El lugar tenebroso y de pecado
donde te engendró él,
los ojos le ha costado.
(V, III)Edmundo, el hijo natural, abre la segunda escena de la obra con:
Mi deidad eres tú, Naturaleza.
A tu ley mis servicios supedito
¿Por qué he de soportar ese tormento
de la costumbre y permitir sumiso
que la gazmoñería de los pueblos
me desherede, por haber nacido
doce o catorce lunas a la zaga
de un hermano?
Edmundo tiene l'esprit de quantité, tan esencial en la mensura táctil y en la impersonalidad de la mente empírica. Se presenta a Edmundo como una fuerza de la naturaleza, excéntrico a la simple experiencia humana y a la "gazmoñería de los pueblos". Es un agente primordial de la fragmentación de las instituciones humanas, pero el gran fragmentador es el mismo Lear, con su inspirada idea de establecer una monarquía constitucional delegando su autoridad. Su propio plan es convertirse en especialista.
Conservaremos solo
de rey el nombre con sus atributos.
Siguiéndole el humor, Gonerila y Regana se lanzan al acto de devoción filial con una competitiva intensidad de especialista. Es Lear quien las fragmenta al imponer un divisivo concurso de elogios:
Hijas mías, decidme
(pues que renunciaremos al gobierno,
al interés por nuestros territorios,
a los cuidados todos del estado),
¿cuál podremos decir que más nos ama?
Que un legado mayor dejar podamos
allí donde Natura desafíe
a los merecimientos. Gonerila,
vos que sois la mayor, hablad primero.
El individualismo competitivo era motivo de escándalo en una sociedad largo tiempo investida de valores corporativos y colectivos. El papel representado por la imprenta en la institución de nuevos modos de cultura no es insólito. Pero una consecuencia natural de la acción especializante de las nuevas formas de conocimiento fue que todas las formas de poder adquirieron un carácter acusadamente centralizados En tanto que la función del monarca feudal había sido inclusiva, pues que en realidad el rey incluía en sí mismo a todos sus súbditos, el príncipe del Renacimiento tendió a constituirse en un centro exclusivo de poder, rodeado de sus súbditos individuales. Y el resultado de tal centralismo, resultante a su vez de muchos adelantos nuevos en las comunicaciones y el comercio, fue la costumbre de delegar poderes y la especialización de muchas funciones en áreas e individuos distintos. En El rey Lear, como en otras obras, Shakespeare demuestra una total clarividencia en cuanto se refiere a las consecuencias, para el individuo y para la sociedad, de la renuncia o dejación de atributos y funciones en aras de la rapidez, la precisión y el creciente poder. Su perspicacia se manifiesta con tanta riqueza en sus versos que resulta difícil elegir entre ellos. Pero ya en las mismas palabras iniciales del aria de Gonerila estamos profundamente inmersos en tal perspicacia:
Os amo más que las palabras puedan
hacéroslo saber. Me sois más caro
que la luz de mis ojos, que el espacio
y que la libertad.
La renuncia a los propios sentidos, el desnudarse de ellos, será uno de los temas de esta tragedia. La separación de la vista de los demás sentidos ha quedado ya bien de manifiesto en la alusión de Lear a sus "más encubiertas intenciones", al tiempo que utiliza el recurso meramente visual del mapa. Pero ya que Gonerila se muestra dispuesta a renunciar a la vista en prueba de devoción filial, Regana ridiculiza su reto con:
Me declaro
enemiga de cualquier otro goce
que pueda procurar el más preciado
canon de los sentidos...
Regana renunciará a todos los sentidos humanos con tal de poseer el amor de Lear. La alusión a "el más preciado canon de los sentidos" nos muestra a Shakespeare haciendo una demostración casi escolástica de la necesidad de una proporción e interacción entre los sentidos como elementos constitutivos esenciales de la racionalidad. Este tema suyo en El rey Lear es el mismo de John Donne en An Anatomy of the World:
Todo está hecho pedazos, la coherencia huida;
todo justo consumo, y toda relación:
Soberano, vasallo, padre, hijo, son cosas
olvidadas. Las cosas únicas con que puede
llegar el hombre a Fénix...
La ruptura del "más preciado canon de los sentidos" significa el aislamiento o separación de un sentido de otro por sus distintas intensidades, con la consiguiente irracionalidad y el conflicto entre las facultades, las personas y las funciones. Esta ruptura de la proporción entre las facultades o sentidos, personas y funciones, es el tema que Shakespeare toca más tarde.
Cuando Cordelia observa la súbita agilidad de aquellas especialistas en devoción filial, Gonerila y Regana, dice:
Estoy segura que es mi amor
mucho más rico que mi lengua.
Su racional plenitud no es nada junto a la especialización de sus hermanas. No tiene un punto de vista fijo desde donde lanzar rayos de elocuencia. Sus hermanas se saben el papel de cada situación particular, están perfiladas por la fragmentación de los sentidos y de los motivos de cálculo exacto. Como Lear, son Maquiavelos de vanguardia, capaces de afrontar explícita y científicamente cada situación. Son resueltas y se han liberado conscientemente no solo del canon de los sentidos, sino también de su equivalente moral: la "conciencia". Porque la proporción entre los motivos "hace unos cobardes de todos nosotros". Y Cordelia es una cobarde, impedida para la acción especializada por las complejidades de su conciencia, su razón
y su papel.
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