31.8.13

EL DUODECIMO PLANETA

por Zecharia Sitchin

La idea de que la Tierra pudiera haber sido visitada por seres inteligentes de algún otro lugar postula la existencia de otro cuerpo celeste sobre el cual estos seres inteligentes hubieran establecido una civilización más avanzada que la nuestra.
Las especulaciones con respecto a la posibilidad de que la Tierra fuera visitada por seres inteligentes de otro planeta se ha centrado hasta ahora en nuestros vecinos Marte o Venus como lugar de origen de estos seres.
Sin embargo, ahora que ya se está dando por cierto que ninguno de estos planetas ha tenido vida inteligente, ni mucho menos una civilización avanzada, aquellos que creen en tales visitas a la Tierra están contemplando la posibilidad de otras galaxias u otras estrellas distantes como hogar de estos astronautas extraterrestres.
La ventaja de estas propuestas es que, aunque no se pueden demostrar, tampoco se pueden refutar. La desventaja estriba en que los «hogares» que sugieren están fantásticamente distantes de la Tierra, y requerirían un viaje de muchísimos años a la velocidad de la luz. Los autores de tales propuestas postulan, por tanto, la posibilidad de que hubieran hecho un viaje sólo de ida a la Tierra: un equipo de astronautas en una misión sin retorno, o, quizás, en una nave espacial perdida y sin control con la que hicieran un aterrizaje forzoso en la Tierra.
Pero ésta no es, precisamente, la noción sumeria de la Morada Celeste de los Dioses.
Los sumerios aceptaban la existencia de tal «Morada Celeste», de un «lugar puro», de una «morada primigenia». Mientras que Enlil, Enki y Ninhursag iban a la Tierra y hacían su hogar en ella, su padre Anu permanecía en Ia Morada Celeste como su soberano. No sólo hay referencias esporádicas en diversos textos, sino que también existen «listas de dioses» detalladas donde se nombra a veintiuna parejas divinas de la dinastía, que precedieron a Anu en el trono del «lugar puro».
El mismo Anu reinaba en una corte extensa y de gran esplendor. Tal como contó Gilgamesh (y el Libro de Ezequiel lo confirma), era un lugar con un jardín artificial tachonado por completo de piedras semipreciosas. Allí residía Anu con su consorte oficial Antu y seis concubinas, ochenta descendientes (de los cuales catorce eran de Antu), un Primer Ministro, tres Comandantes a cargo de los mu (naves espaciales), dos Comandantes de Armas, dos Grandes Maestres del Conocimiento Escrito, un Ministro de la Bolsa, dos Justicias Jefes, dos «que impresionan con sonido», y dos Escribas Jefes con cinco Escribas Asistentes.
Los textos mesopotámicos se refieren con frecuencia a la magnificencia de la morada de Anu y a los dioses y armas que guardaban su puerta. El relato de Adapa nos cuenta que el dios Enki, después de proporcionarle a éste un shem,
Le hizo tomar el camino hacia el Cielo,
y al Cielo subió.
Cuando llegó al Cielo,
se acercó a la Puerta de Anu.
Tamuz y Gizzida estaban allí de guardia
en la Puerta de Anu.
Custodiado por las armas divinas SHAR.UR («cazador real») y SHAR.GAZ («asesino real»), el salón del trono de Anu era el lugar de la Asamblea de los Dioses. En tales ocasiones, regía un estricto protocolo en el orden de entrada y en los asientos:
Enlil entra en el salón del trono de Anu,
se sienta en el lugar de la tiara derecha,
a la derecha de Anu.
Ea entra [en el salón del trono de Anu],
se sienta en el lugar de la tiara sagrada,
a la izquierda de Anu.
Los Dioses del Cielo y de la Tierra del antiguo Oriente Próximo no sólo tenían su origen en los cielos, sino que también podían vol-ver a la Morada Celeste. Anu bajaba a la Tierra esporádicamente en visitas de estado; Ishtar subió a ver a Anu, al menos, en dos ocasiones. El centro de Enlil en Nippur estaba equipado con un «enlace cielo-tierra». Shamash era el encargado de las Águilas y el lugar de lanzamiento de las naves espaciales. Gilgamesh fue al Lugar de la Eternidad y volvió a Uruk; Adapa también hizo el viaje y volvió para contarlo; y lo mismo se puede decir del rey bíblico de Tiro.
Varios textos mesopotámicos tratan del Apkallu, un término aca-dio que proviene del sumerio AB.GAL («grande que dirige», o «maestro que indica el camino»). Gustav Guterbock determinó en un estudio {Die Historische Tradition und Ihre Literarische Gestaltung bei Babylonier und Hethiten) que éstos eran los «hombres-pájaro» representados como las «Águilas» de las que ya hemos hablado. Los textos que hablaban de sus hazañas decían de uno de ellos que «derribó a Inanna del Cielo, para al templo E-Anna hacerla descender». Ésta y otras referencias indican que estos Apkallu eran los pilotos de las naves espaciales de los
nefilim.
El viaje de ida y vuelta no sólo era posible sino que, además, es algo que se da por supuesto desde un principio, pues se nos dice que, tras decidir el establecimiento en Sumer de la Puerta de los Dioses (Babili), el líder de los dioses explicó:
Cuando a la Fuente Originaria
a la asamblea ascendáis,
habrá un sitio de descanso para la noche
para recibiros a todos.
Cuando desde los Cielos
a la asamblea descendáis,
habrá un sitio de descanso por la noche
para recibiros a todos.
Al darse cuenta de que el viaje de ida y vuelta entre la Tierra y la Morada Celeste no sólo se daba por hecho sino que se practicaba, la gente de Sumer no exilió a sus dioses a galaxias lejanas. La Morada de los Dioses, según revela su legado, estaba dentro de nuestro propio sistema solar.
Ya hemos visto a Shamash con su uniforme oficial como Comandante de las Águilas. En las muñecas, lleva algo parecido a sendos relojes de pulsera sujetos con cierres metálicos. En otras representaciones de las Águilas se puede observar que todos los importantes 'levaban estos objetos. No sabemos si eran meramente decorativos o si tenían algún propósito útil. Pero todos los estudiosos están de acuerdo en que estos objetos representaban una roseta -un racimo circular de «pétalos» irradiando desde un punto central.

14.8.13

Las cosas no siempre son lo que parecen

por Paul Davies

En el último capítulo hemos visto hasta qué punto es central en nuestra visión del mundo la idea newtoniana de un tiempo matemáticamente exacto, que fluye uniforme y universalmente del pasado hacia el futuro. No vemos el mundo en forma estática, sino evolucionando, desarrollándose, cambiando de un momento al siguiente. En una época se creyó que el futuro estado del mundo, al desenvolverse de este modo, estaría predeterminado por su estado presente, pero la revolución cuántica derrocó tal idea. En lugar de eso, el futuro es inherentemente incierto. La teoría cuántica derribó el edificio de la mecánica de Newton, pero ¿qué fue de su modelo del tiempo y del espacio?
Éste también se hundió, en una revolución tan profunda como la cuántica pero que la precedió en algunos años.
En 1905, Albert Einstein publicó una nueva teoría del espacio, del tiempo y del movimiento llamada la relatividad especial.
Ponía en cuestión algunos de los supuestos más apreciados y habituales sobre la naturaleza del espacio y del tiempo. Desde su primera publicación, la teoría se ha comprobado repetidas veces en experimentos de laboratorio y en la actualidad es aceptada casi unánimemente por los físicos. Entre las predicciones más espectaculares de la teoría se cuenta la existencia de antimateria y los viajes en el tiempo, la elasticidad del espacio y del tiempo, la equivalencia de la masa y la energía y la aniquilación de la materia. Como ampliación de su trabajo de 1905, Einstein publicó en 1915 la llamada teoría general de la relatividad. Aunque no tan bien fundada experimentalmente, sus predicciones son igual de fantásticas: espacio y tiempo curvos, agujeros negros, la posibilidad de un universo finito pero ilimitado, e incluso la posibilidad de que el tiempo y el espacio se disuelvan en la inexistencia.
La teoría de la relatividad se aventura en estas extraordinarias posibilidades adoptando una perspectiva radicalmente nueva sobre qué es exactamente el mundo. Según las ideas de Newton, que son la perspectiva de sentido común que adopta la gente normal en la vida cotidiana, el mundo cambia a cada momento. En cualquier momento dado, el mundo supone un estado determinado (aunque no por completo conocido) de todo el universo.
Inevitablemente pensamos en todas las demás personas, en todos los demás planetas y estrellas, en las otras galaxias, en todas las cosas que nos interesan, y las imaginamos en determinadas condiciones concretas en este momento, es decir, ahora. El mundo, pues, se ve como la totalidad de todos estos objetos en un momento concreto. La mayor parte de la gente no duda de la existencia de un «mismo momento» universal (ni tampoco lo dudaba Newton).
La defunción de esta habitual manera de concebir el tiempo la pone de manifiesto un curioso fenómeno. Entre las constelaciones de Águila y de Sagitario hay un prodigioso objeto astronómico denominado un púlsar binario. En apariencia, consiste en dos estrellas derrumbadas o colapsadas que orbitan una alrededor de la otra a muy corta distancia. Se cree que estas estrellas son tan compactas que incluso sus átomos se han desplomado en forma de neutrones por obra de su propio peso debido a la enorme gravedad. A resultas de la gran densidad –las estrellas tienen unos pocos kilómetros de diámetro– giran a la formidable velocidad de varias veces por segundo. Una de las estrellas está sin duda rodeada por un campo magnético, pues cada vez que gira emite una pulsación de ondas de radio (de donde el nombre de púlsar), y durante los últimos cinco años los astrónomos han estado controlando estas vibraciones con el gigantesco radiotelescopio de Arecibo, en Puerto Rico. La regularidad de la rotación de la estrella de neutrones se refleja en la exacta regularidad de las emisiones, que en consecuencia pueden utilizarse como un reloj estelar preciso, al mismo tiempo que permite seguir el movimiento de la estrella.
La regularidad de las pulsaciones proporciona un ejemplo gráfico de la imperfección del tiempo de sentido común. Al ser tan masivas y estar tan juntas, las dos estrellas de neutrones bailan la una alrededor de la otra a una velocidad fenomenal, tardando únicamente ocho horas en cada revolución orbital: un «año» de ocho horas. Por tanto, el púlsar se mueve a una considerable fracción de la velocidad de la luz, que es la misma que la velocidad de las pulsaciones de radio. (La luz, las ondas de radio y otras radiaciones, como el calor infrarrojo, los rayos ultravioleta, los rayos X y los gamma son ejemplos del mismo fenómeno básico: las ondas electromagnéticas). Al girar el púlsar alrededor de su compañero, a veces se acerca a la Tierra y a veces se aleja, según la dirección momentánea del movimiento. El sentido común pensaría que cuando el púlsar se acerca, las pulsaciones de radio se aceleran, puesto que reciben el empuje adicional, en dirección a nosotros, del propio movimiento de la estrella, como lanzada por una honda. Por la misma razón las pulsaciones deberían desacelerarse al retroceder la estrella. De ser así, la primera serie de pulsaciones debería llegar mucho antes que la segunda, puesto que recorrerían la enorme distancia que las separa de la Tierra a mayor velocidad. En realidad, la recepción de las pulsaciones de toda la órbita debería extenderse por un intervalo de muchos años, entremezclándose pues las pulsaciones de miles de órbitas en una complicada maraña. Sin embargo, la observación muestra algo absolutamente distinto: desde todas las posiciones orbitales llega una pauta regular de pulsaciones limpiamente dispuestas en correcto orden.
La conclusión parece enigmática: no hay pulsaciones rápidas que adelanten a las pulsaciones lentas.
Todas llegan a la misma velocidad, espaciadas entre sí de manera regular. Esto parece estar en flagrante contradicción con el hecho de que el púlsar se esté moviendo, y una vívida demostración de la contradicción la proporciona el hecho de que las pulsaciones que llegan a velocidad inalterada también transportan información directa de que el púlsar se mueve a gran velocidad. La información en cuestión va codificada en las características de las mismas ondas de radio, que tienen mayor frecuencia cuando el púlsar está retrocediendo que cuando se está acercando. Esta variación de la frecuencia, similar al cambio del ruido de un motor cuando un automóvil acelera, la utilizan los radares de la policía para medir la velocidad de los coches. La misma técnica demuestra que el púlsar va disparado por el espacio, y sin embargo sus pulsaciones alcanzan la Tierra a una velocidad constante.
Hace un siglo, observaciones como ésta hubieran causado consternación, pero hoy se cuenta con ellas. Ya en 1905, Einstein predijo tales efectos basándose en su teoría de la relatividad. Una combinación de teoría matemática y de experimentación condujo a Einstein a una notable –y en realidad difícilmente creíble– conclusión:
la velocidad de la luz es la misma en todas partes y para todos los cuerpos, y esto es así independientemente de la velocidad a la que se muevan. En aquellos días, las razones que respaldaban su críptica afirmación se referían a las propiedades de las partículas eléctricas en movimiento y a la incapacidad de los físicos para medir la velocidad de la Tierra utilizando señales luminosas. No nos detendremos aquí en los detalles técnicos, salvo para decir que la velocidad de la Tierra resultó carecer por completo de sentido, puesto que sólo los movimientos relativos (de donde el apelativo de «relatividad») se pueden medir. En lugar de eso, concentrémonos en la significación y las consecuencias de la fructífera afirmación de Einstein.
Si un objeto retrocede con respecto a nosotros y comenzamos a perseguirlo, es de esperar que esta maniobra tenga como resultado disminuir la rapidez con que retrocede. De hecho, si se pone el bastante empeño en la persecución, incluso es posible llegar a coger el objeto. De manera que la velocidad relativa entre uno y el objeto depende claramente del propio estado de movimiento. No obstante, si el objeto es una pulsación luminosa, no ocurre lo mismo. Aunque pueda parecer increíble, cualquiera que sea el empeño que se ponga en perseguirla nunca se ganará ni un kilómetro por hora a la pulsación luminosa. En verdad, la luz se mueve muy de prisa (300.000 kilómetros por segundo), pero incluso si viajáramos en un cohete al 99,9 por ciento de la velocidad de la luz, nunca se conseguiría disminuir la velocidad a la que se aparta de nosotros, por potentes que fueran los motores del cohete.
Estas afirmaciones probablemente parezcan puro sinsentido. Si alguien que permaneciera en la Tierra observara la persecución y viera la onda luminosa alejándose a 300.000 kilómetros por segundo y al cohete persiguiéndola a una velocidad casi igual, «debería» ver la distancia que los separa ensancharse a tan sólo una fracción de la velocidad de la luz. Sin embargo, de aceptar la propuesta de Einstein (y los experimentos confirman que es correcta), el individuo situado en el cohete vería la misma onda luminosa alejarse de él 300.000 kilómetros por segundo.
La única manera de reconciliar estas observaciones aparentemente contradictorias es suponer que, desde el cohete, el mundo se ve y se comporta de muy distinto modo que visto desde la Tierra.
Una sorprendente demostración de esta diferencia aparece si el astronauta hace un experimento con ondas luminosas dentro de la cabina espacial en el momento en que pasa por encima de sus colegas situados en la Tierra. En este momento se las arregla para lanzar dos impulsos de luz en direcciones contrarias desde el centro exacto del cohete, una hacia adelante y otra hacia atrás. Naturalmente, él ve cómo ambos impulsos alcanzan los extremos opuestos del cohete simultáneamente. Recuérdese que la inmensa velocidad hacia adelante del cohete, con respecto a la Tierra, no tiene ninguna clase de efectos sobre la velocidad de los impulsos luminosos tal como se observan desde el cohete. No obstante, estos hechos tal y como se presencian desde la Tierra no pueden ser los mismos.
Durante el breve intervalo de tiempo que tardan las ondas en recorrer la longitud del cohete, el propio cohete avanza hacia adelante ostensiblemente. El observador situado en la Tierra también ve que los dos impulsos se mueven a la misma velocidad respecto a «él», pero desde su marco de referencias el cohete está en movimiento: el extremo frontal del cohete parece retroceder con relación al impulso luminoso y el extremo trasero parece avanzar a su encuentro. El resultado inevitable es que el impulso dirigido hacia atrás llega antes. Ambos acontecimientos no son simultáneos según se observa desde la Tierra, pero sí lo son cuando se ven desde el cohete.
¿Cuál de las dos versiones es la correcta?
La respuesta es que ambas son correctas. El concepto de simultaneidad –el mismo momento en dos lugares distintos– no tiene significación universal. Lo que un observador considera el «ahora» puede estar en el pasado o en el futuro según la determinación de otro. A primera vista tal conclusión parece alarmante. Si el presente de una persona es el pasado de otra persona y aún el futuro de una tercera, ¿no podrían hacerse señales entre sí y permitir la predicción del futuro? ¿Qué ocurriría entonces si el observador una vez informado actuara para cambiar ese futuro ya observado? Por suerte para la coherencia de la física, no parece que esta situación pueda presentarse. Por ejemplo, en el caso del experimento del cohete, los observadores sólo pueden saber que los impulsos luminosos han llegado cuando reciben alguna clase de mensaje. Pero el mensaje necesita un determinado tiempo para desplazarse. Para derrotar a la causalidad y convertir el futuro en pasado (o viceversa), evidentemente este mensaje debería desplazarse a mayor velocidad que la luz utilizada en el experimento. Pero, por lo que parece, no hay nada que pueda moverse a mayor velocidad que la luz. Si lo hubiese, entonces la estructura causal del mundo quedaría amenazada. Así pues, vemos que «pasado» y «futuro» no son en realidad conceptos universales, sino que sólo sirven para acontecimientos que puedan ponerse en conexión mediante señales luminosas.
Podríamos preguntarnos por qué no puede ocurrir, sencillamente, que un cohete vaya progresivamente acelerando y, por tanto, pueda observarse desde la Tierra que atrapa a la luz. Einstein demostró que eso es imposible. Conforme se aproxima a la barrera de la luz, el cohete y sus ocupantes comienzan a hacerse cada vez más pesados. Cada vez es necesaria una mayor cantidad de energía para superar la inercia adicional y poder ir más rápido.
El aumento de velocidad disminuye regularmente y nunca se alcanza la velocidad de la luz, por mucho que se insista. Naturalmente, el astronauta no se ve a sí mismo ganando peso; en lugar de eso, el mundo que lo rodea aparece extrañamente distorsionado. Hablando en términos simplistas, las distancias en el sentido del avance parecen contraerse. En consecuencia, visto desde el cohete, el astronauta sí que parece estar yendo cada vez más de prisa, puesto que parece tener menos distancia que recorrer en un tiempo dado.
Un astronauta en un cohete que se moviera al 99,9 por ciento de la velocidad de la luz, vería el Sol a sólo seis millones de kilómetros de la Tierra y lo alcanzaría en únicamente 22 segundos.
Aunque parezca increíble, los observadores situados en la Tierra, que no percibirían tal contracción, medirían la distancia al Sol en 150 millones de kilómetros y la duración de este viaje muy largo sería de más de ocho minutos. La conclusión parece ser que el tiempo, según se percibe desde el cohete, avanzaría a una lentitud veintidós veces mayor que en la Tierra. La verdadera sorpresa, empero, llega cuando el astronauta vuelve la mirada hacia la Tierra.
Si realmente los acontecimientos suceden en el cohete con veintidós veces más lentitud que en la Tierra, entonces podría parecer que si el astronauta mirase hacia la Tierra con un telescopio tendría que ver las cosas ocurriendo veintidós veces más de prisa que lo normal. En realidad, en lugar de ver acelerarse veintidós veces los acontecimientos, vería exactamente lo contrario: una Tierra a cámara lenta. «Ambos» observadores verían el tiempo del otro como transcurriendo con lentitud. Esta relación simétrica entre los observadores en movimiento se halla en el corazón de la teoría de la relatividad, que sólo asigna significado al movimiento en relación con otros observadores. Por tanto, es imposible decir que el cohete se mueve y la Tierra permanece quieta, o viceversa, de manera que todo efecto presenciado por uno de ellos debe presenciarlo también el otro.
No existe ninguna incoherencia real en el hecho de que cada observador vea lentificarse el tiempo del otro si recordamos que están muy en desacuerdo sobre qué momento del marco de referencias del otro debe considerarse el correspondiente al «presente». Sólo pueden comparar los tiempos mediante el dilatado proceso de enviarse señales entre sí, lo que al menos lleva el tiempo que tarda la luz en ir del uno al otro.
La realidad del efecto de dilatación del tiempo se pone de manifiesto si el cohete regresa a la Tierra y se comparan directamente los relojes de la Tierra con los del cohete. El asombroso descubrimiento es que los dos tiempos de los observadores han estado en todo momento desacompasados. Lo que puede haber sido un viaje de pocas horas para el astronauta, habrá supuesto días en el tiempo terráqueo. Tampoco se trata de un extraño efecto fisiológico: el cohete sólo habrá percibido unas pocas horas de duración en los varios días transcurridos en la Tierra.
La idea del tiempo elástico dio lugar a un verdadero escándalo cuando Einstein la dio a conocer en 1905, pero desde entonces muchos experimentos han confirmado su realidad. El más preciso de estos experimentos utiliza partículas subatómicas porque son muy fáciles de acelerar hasta cerca de la velocidad de la luz y suelen llevar un reloj incorporado. Se pueden crear mesones mu o, dicho en breve, muones en las colisiones subatómicas controladas, que tienen una vida de unos dos microsegundos antes de desintegrarse en partículas materiales más conocidas, como los electrones. Cuando se mueven a cerca de la velocidad de la luz, la dilatación del tiempo aumenta su vida, según nuestras mediciones, varias veces. Por supuesto, dentro de su propio marco de referencias siguen durando dos microsegundos.
Una buena comprobación del efecto se realizó en el laboratorio acelerador de partículas del CERN (Ginebra) a comienzos de 1977, cuando se creó un rayo de muones a alta velocidad y se colocó dentro de un anillo magnético, de tal forma que se pudiera medir su duración. El experimento confirmó la cifra de dilatación temporal prevista por la teoría de la relatividad con una exactitud del 0,2 por ciento.
Una posibilidad sugestiva que abre el efecto de dilatación del tiempo es el viaje en el tiempo.
Conforme se acerca a la velocidad de la luz, la escala temporal del astronauta se distorsiona cada vez más con respecto al universo. Por ejemplo, lanzado a un centenar de kilómetros por hora menos que la velocidad de la luz, podría realizar un viaje a la estrella más próxima (a más de cuatro años luz de distancia) en menos de un día, aunque el mismo viaje, medido desde la Tierra, supondría más de cuatro años. El ritmo de su reloj viene a ser unas 1800 veces más lento cuando se observa desde la Tierra que cuando se observa desde el interior del cohete. A una milla por hora por debajo de la velocidad de la luz, la dilatación temporal es de 18.000 veces y el viaje, visto desde el cohete, parece un trayecto de autobús, aunque sigue durando varios años desde el punto de vista de la Tierra. A esta colosal velocidad, el astronauta podría rodear toda la galaxia en pocos años (en tiempo del cohete) ¡y regresar a la Tierra para encontrarse en el siglo cuatro mil! Aunque las hazañas de tales viajes deben quedar definitivamente en el reino de la ciencia–ficción (consumirían una cantidad de energía suficiente para alimentar toda nuestra tecnología actual durante millones de años), la dilatación del tiempo constituye un hecho científico comprobado.
El objeto de mencionar estos extraordinarios efectos es subrayar que las nociones de espacio y de tiempo no son como las piensa la mayor parte de la gente. El elemento esencial que ha inyectado en la física la teoría de la relatividad es la subjetividad. Las cosas fundamentales, como la duración, la longitud, el pasado, el presente y el futuro, ya no pueden considerarse un marco sólido dentro del cual vivimos nuestra vida. Por el contrario, son cualidades elásticas y flexibles, y sus valores dependen precisamente de quién los mida. En este sentido, el observador comienza a desempeñar un papel bastante central en la naturaleza del mundo. Ha perdido todo sentido preguntar qué reloj es el que va «realmente» bien o cuál es la distancia «real» entre dos lugares o qué es lo que ocurre en Marte «ahora». No existen duración, extensión ni presente común «reales».
Al principio de este capítulo veíamos que la relatividad adopta una perspectiva absolutamente nueva con respecto a lo que «en realidad» es el mundo. En la vieja imagen newtoniana, el universo consiste en una colección de «cosas», localizadas aquí y en otros lugares en este momento. La relatividad, por su parte, revela que las «cosas» no siempre son lo que parecen, mientras que los lugares y los momentos están sometidos a reinterpretación.
La imagen relativista de la realidad es un mundo compuesto de «acontecimientos» y no de cosas.
Los acontecimientos son puntos en el espacio y el tiempo, sin extensión ni duración: las cinco en punto en el centro exacto de Piccadilly Circus es un acontecimiento (aunque probablemente muy poco interesante). Los acontecimientos cuentan con la universal aquiescencia de todos los observadores, aunque por lo general habrá desacuerdo sobre cómo o cuándo ocurren los acontecimientos.
A pesar de la relatividad de lo que se consideraban formalmente cualidades absolutas y concretas, queda todavía alguna clase de organización espacio–temporal acorde con el sentido común. Por ejemplo, las discrepancias entre el «momento presente» interpretado por diversos observadores y el alargamiento elástico del tiempo no pueden ser tan violentas que en realidad lancen el pasado en el futuro de tal forma que pueda verlo un mismo observador. Es decir que, aunque algunos acontecimientos pueden ser considerados pasados para un observador, futuros para otro y presentes para un tercero, la secuencia de dos acontecimientos causalmente conectados siempre será presenciada en el mismo orden. Si el disparo de la pistola destruye el blanco, entonces ningún observador, cualquiera que sea su estado de movilidad, verá destrozarse el blanco antes de que dispare la pistola.
Empero, la correcta relación causal sólo se mantiene debido a la norma de que los observadores no pueden superar la barrera de la luz y desplazarse a mayor velocidad.
Si esto fuera posible, causa y efecto podrían intercambiarse y el astronauta retrocedería en el tiempo lo mismo que penetraría en el futuro. Entonces nos encontraríamos con un sino similar al de la señorita Brillo, que
viajaba mucho más de prisa que la luz.
Un día se marchó, de manera relativa, y regresó la noche anterior.

El caos causal que surgiría de visitar el propio pasado parece ser únicamente una posibilidad novelesca.
En un mundo de cambiantes perspectivas espaciotemporales, se precisa un nuevo lenguaje y una nueva geometría que tenga en cuenta al observador de manera fundamental. Los conceptos newtonianos del tiempo y el espacio eran extensiones naturales de nuestras experiencias cotidianas. La teoría de la relatividad, por su parte, exige algo más abstracto, pero también, creen muchos, más elegante y revelador. En 1908, Hermann Minkowski señaló que efectos peculiares como la contracción del tamaño y la dilatación del tiempo no parecerían tan antinaturales si dejáramos de pensar en el espacio y en el tiempo y, en su lugar, pensáramos en el «espaciotiempo». No se trata de una mera monstruosidad cuatridimensional inventada por los matemáticos para confundir a la gente, sino de un modelo del mundo mucho más exacto y de hecho más simple que el de Newton. Su sentido resulta visible en ejemplos sencillos como la extensión espaciotemporal del cuerpo humano. Es obvio que éste tiene una extensión en el espacio (de alrededor de 1,80 cm) y una duración en el tiempo (de unos setenta años), de manera que tiene extensión en el espaciotiempo. Lo que hace que esta afirmación sea algo más que una perogrullada es que las dos extensiones, la espacial y la temporal, no son independientes. Lo cual no quiere decir que las personas altas vivan más tiempo ni nada por el estilo, sino que, visto desde un cohete situado sobre la Tierra, el hombre podría parecer que mide un metro y que vive ciento cuarenta años. Una manera elegante de considerar lo anterior es pensar que el tamaño físico y la duración de la vida son meras «proyecciones» en el espacio y en el tiempo, respectivamente, de la más fundamental extensión espaciotemporal. Como siempre ocurre con las proyecciones, la extensión de la imagen depende del ángulo con respecto al objeto, lo cual sigue siendo cierto en el espaciotiempo lo mismo que en el espacio. De donde resulta que los cambios de velocidad actúan de manera muy parecida a las rotaciones en el espaciotiempo; concretamente, al alterar la propia velocidad, estamos girando nuestro cuerpo cuatridimensional alejándolo del espacio y acercándolo al tiempo, o viceversa. Así pues, la extensión espaciotemporal del terrícola se mantiene inalterada cuando se ve desde un cohete:
¡tiene sencillamente noventa centímetros de la longitud de su cuerpo convertidos en setenta años de vida!
Haciendo algunos números se descubre que una pequeña longitud temporal vale por una enorme cantidad de distancia. No será tampoco sorprendente, teniendo en cuenta su papel fundamental en la teoría, que la velocidad de la luz actúe como factor de conversión.
Por tanto, un año de tiempo corresponde a un año luz (unos diez billones de kilómetros) de espacio; un pie (30 centímetros) resulta aproximadamente en un nanosegundo (una mil millonésima de segundo).
El espaciotiempo es algo más que una forma cómoda de visualizar la dilatación del tiempo y la contracción de la longitud. Para el relativista, el mundo es espaciotiempo, y ya no piensa en objetos que se mueven en el tiempo, sino que se extienden por el espaciotiempo. Dado que no pueden dibujarse las cuatro dimensiones sobre una hoja de papel, sólo se muestran dos dimensiones del espacio; el tiempo discurre verticalmente hacia arriba y el espacio horizontalmente. La línea serpenteante muestra la trayectoria de un cuerpo en movimiento. Para no recargar el diagrama, se ha reducido la extensión espacial del cuerpo de modo que se representa con una línea en lugar de con un tubo.
Si el cuerpo permanece en reposo, la línea será recta y vertical. Cuando se acelera, la línea se curva. La partícula primero se mueve brevemente hacia la derecha para volver hacia atrás, luego más hacia la derecha, para disminuir la velocidad y regresar al estado anterior. Estos trayectos en el espaciotiempo se llaman líneas de universo y representan la historia completa del sistema de objetos.
Si el diagrama se ampliara hasta abarcar todo el espaciotiempo (todo el universo durante toda la eternidad), sería una imagen de la totalidad de los acontecimientos y contendría todo lo que la física puede decir del mundo. Volviendo a la espinosa cuestión de qué es realmente el mundo, vemos que para un relativista es espacio–tiempo y líneas de universo. Según esta imagen del universo, el pasado y el futuro son tan absolutamente reales como el presente; de hecho, no es posible hacer ninguna distinción universal entre pasado, presente y futuro. De donde se deduce que las cosas no «ocurren» en el espaciotiempo, sino que simplemente «son».
¿Cómo hemos de reconciliar el carácter estático, de una vez por todas, del universo relativista con el mundo de nuestra experiencia donde ocurren acontecimientos, las cosas cambian y nuestro medio ambiente evoluciona? Nosotros no percibimos el mundo como una plancha de espaciotiempo surcada de líneas, de manera que ¿qué es lo que falla?
Nuestra percepción real del tiempo parece diferenciarse en dos aspectos esenciales del modelo del tiempo tal como lo concibe esta teoría. El primero es la aparente existencia de un «ahora» o instante presente. El segundo es el flujo o movimiento del tiempo desde el pasado hacia el futuro. Comencemos por examinar qué es lo que se entiende por «ahora». El presente desempeña dos papeles; separa el pasado del futuro y proporciona el filo con que nuestra conciencia se abre paso por el tiempo desde el pasado hacia el futuro. Como la proa de un barco, el presente arrastra tras de sí una estela de sucesos y experiencias recordados, mientras delante están las aguas desconocidas. Estas observaciones parecen tan naturales como para estar por encima de toda sospecha, pero un atento examen pone de manifiesto varios fallos. Desde luego, no puede existir «el» presente porque cada momento del tiempo es el momento presente «cuando ocurre». Lo que quiere decir que hay ahoras pasados, ahoras futuros y ahora. Pero al no haber ninguna cualidad externa con la que calibrarlo, muy poco puede decirse sobre el «presente» que no sea tautológico.
Una analogía popular es considerar al observador como una línea de universo en el espaciotiempo, dotada de una lucecita. La luz se mueve ascendiendo lenta y regularmente por la línea conforme el observador toma conciencia de los sucesivos momentos posteriores. No obstante, este artilugio es un verdadero fraude, puesto que utiliza la idea de movimiento en el tiempo y, en cuanto tal, intuitivamente, implica otro tiempo, externo al espaciotiempo, en relación con el cual se miden sus progresos. Todo esto parece conllevar que «ahora» no es más que otra manera de etiquetar los instantes y que hay tantos ahoras como instantes. Ya hemos visto que «ahora» no es, de ninguna manera, una caracterización universal y que distintos observadores discreparían sobre cuáles acontecimientos son o no son simultáneos, pero parece ser que, incluso para un único observador, la noción del presente no tiene demasiado sentido.
Idéntico cenagal de contradicciones y tautologías se presenta al examinar la idea del flujo del tiempo. Tenemos la profunda sensación psicológica de que el tiempo avanza del pasado hacia el futuro, según un progreso que borra el pasado de nuestra existencia y da lugar al futuro. En la literatura pueden encontrarse muchos ejemplos que describen esta sensación: el río del tiempo, el tiempo que corre, el tiempo que vuela, el tiempo por venir, el tiempo ido, el tiempo que no espera a nadie... San Agustín lo veía de este modo:

El tiempo es como un río compuesto de los acontecimientos que ocurren y su corriente es fuerte; tan pronto algo aparece, ya ha sido arrastrado.

Tan fuerte es esta sensación cinética que si hay un candidato a ser nuestra vivencia más fundamental éste es el tiempo «como» actividad. Pero, ¿dónde está el río en nuestro diagrama espaciotemporal?
Si el tiempo fluye, ¿a qué velocidad avanza? Un segundo por segundo, un día por día: la pregunta carece de sentido. Cuando observamos un objeto que se mueve por el espacio utilizamos el tiempo para medir la velocidad a la que pasa, pero ¿qué se puede utilizar para medir la velocidad con que pasa el propio tiempo? Sería asombrosa la pregunta: ¿pasa el tiempo? Sin embargo, nada que objetivamente pueda medirlo en el mundo que nos rodea demuestra que pase. No hay ningún instrumento que pueda recoger el flujo del tiempo ni medir la velocidad a que avanza. Es un error general creer que ésa es precisamente la función del reloj. Pues el reloj mide los intervalos del tiempo, no la velocidad del tiempo, una diferencia que es análoga a la diferencia que hay entre una regla y un velocímetro. El mundo objetivo es el espaciotiempo, que incluye todos los acontecimientos de todos los tiempos. No hay presente, pasado ni futuro.
Una de las fascinaciones del tiempo es la gran disparidad entre nuestra percepción como observadores conscientes y sus propiedades físicas objetivas. No podemos eludir la conclusión de que las cualidades del tiempo que nosotros consideramos más vitales –la división en pasado, presente y futuro, y el movimiento hacia adelante de cada una de estas divisiones– son puramente subjetivas. Es nuestra propia existencia la que otorga al tiempo vida y movimiento.
En un mundo sin observadores conscientes, el río del tiempo dejaría de fluir. A veces el flujo del tiempo se atribuye a una ilusión fruto de una confusión profundamente enraizada en la estructura temporal de nuestro lenguaje. Posiblemente, una inteligencia extraterrestre sería absolutamente incapaz de comprender la idea misma.
Por otra parte, la confusión de nuestro lenguaje (que indudablemente existe) bien puede ser el resultado de la antes mencionada incompatibilidad entre el tiempo objetivo y el subjetivo. Es decir, puede ser que nuestra sensación de un tiempo que fluye no sea el resultado del barullo del lenguaje y del pensamiento, sino viceversa: un intento de utilizar el vocabulario enraizado en nuestra fundamental vivencia psicológica del tiempo para describir el mundo físico objetivo. Quizás existan «realmente» dos tipos de tiempo –el psicológico y el objetivo– y debamos desarrollar dos modos de descripción para hablar de ellos.
He escrito «realmente» entre comillas porque la cuestión de qué se entiende aquí por «real» es importante. Muchas personas defenderían que la verdadera realidad debe ser independiente de la conciencia del observador, de manera que al tiempo subjetivo o psicológico, por su misma naturaleza individual, no puede atribuírsele la dignidad de «real». Sin embargo, esta experiencia individual parece ser que la comparten todos los observadores conscientes que pueden comunicarse entre sí, de modo que quizá sea tan real como el hambre, la lujuria y los celos.
No debemos suponer que en el espaciotiempo objetivo desaparece todo vestigio de pasado–futuro.
Sin duda se puede determinar qué hechos concretos se sitúan en el pasado o en el futuro de otros, y comprobar esta relación con los instrumentos de laboratorio.
Nuestro diagrama del espaciotiempo tiene un arriba (futuro) y un abajo (pasado) bien definidos y asimétricamente relacionados entre sí, como demostrará un sencillo ejemplo. Es un típico ejemplo de un cambio de tiempo asimétrico, porque es irreversible: la película cinematográfica de la explosión pasada al revés inmediatamente delataría la trampa porque mostraría la milagrosa autoorganización de los fragmentos en un sistema bien ordenado. Del mismo modo, al invertir el diagrama (i) se produce la misma secuencia imposible. El mundo está repleto de influencias perturbadoras como ésta que proporcionan una diferenciación material y objetiva entre el pasado y el futuro. No obstante, no definen el pasado ni el futuro. La distinción es la misma que la asimetría entre la mano izquierda y la derecha: la Tierra rota en sentido contrario a las agujas del reloj en el Polo Norte, de manera que siempre va hacia la izquierda, por así decirlo, lo que aporta una auténtica distinción entre izquierda y derecha. Sin embargo, sabemos que es absurdo preguntar qué parte de la Tierra está más a la izquierda y qué país se sitúa a mitad de camino entre la derecha y la izquierda.
Derecha e izquierda definen direcciones, no lugares. Del mismo modo, pasado y futuro definen direcciones temporales y no momentos.
Las direcciones en o a través del tiempo tienen objetivamente significado, pero no el calificar los acontecimientos de pasados o futuros. En el capítulo 10 se examinará con mayor atención la naturaleza del tiempo y nuestras percepciones del mismo.
La contraposición entre el tiempo físico y nuestra vivencia del tiempo subraya el fundamental papel que juega la conciencia del observador en la organización de nuestras percepciones del mundo.
En la antigua visión newtoniana, el observador no parecía desempeñar ningún papel importante: el mecanismo de relojería iba dando vueltas adelante, por completo indiferente a si alguien o a quién lo observaba. La visión del relativista es diferente. Las relaciones entre acontecimientos tales como el pasado y el futuro, la simultaneidad, la longitud y el intervalo resultan estar en función de la persona que los percibe, y sensaciones tan entrañables como el presente y el paso del tiempo se desvanecen por completo del mundo «exterior» para alojarse exclusivamente en nuestra conciencia. La división entre lo real y lo subjetivo ya no aparece tan claramente trazada y uno comienza a albergar sospechas de que la entera idea de un «mundo real exterior» puede desmoronarse por completo. Los capítulos posteriores mostrarán cómo la teoría cuántica exige la incorporación del observador al mundo físico de una forma aún más esencial.
La teoría de la relatividad que expuso Einstein en 1905 trastocó muchas concepciones sobre el espacio, el tiempo y el movimiento, pero sólo fue el principio. En 1915 publicó una teoría ampliada –la llamada teoría de la relatividad general– en la que proponía posibilidades aún más extraordinarias. Hemos visto que el espacio y el tiempo no son fijos, sino en cierto sentido elásticos; pueden ensancharse y encogerse según quién los observe. A pesar de esto, el espaciotiempo, la síntesis cuatridimensional del espacio y del tiempo, se suponía rígido. En 1915, Einstein planteó que el propio espaciotiempo era elástico, de modo que podía estirarse, doblarse, retorcerse y cerrarse. Así pues, en lugar de limitarse a proporcionar el escenario donde los cuerpos materiales representan sus papeles, el espaciotiempo es en realidad uno de los actores. Naturalmente, no nos resulta fácil visualizar cómo es una curvatura en cuatro dimensiones, pero matemáticamente una curvatura en cuatro dimensiones no es más especial que una línea curva (una dimensión) o una superficie curva (dos dimensiones).
Como todas las verdaderas teorías físicas, la relatividad general no se limita a predecir que el espaciotiempo puede distorsionarse, sino que aporta un conjunto explícito de ecuaciones que nos dicen cuándo, cómo y cuánto.
El origen de la curvatura del espaciotiempo es la materia y la energía, y las llamadas ecuaciones de campo de Einstein permiten calcular cuánta curvatura hay en un punto del espacio dentro y alrededor de una distribución dada de materia y energía. Como cabía esperar, la curvatura del espaciotiempo tiene profundas consecuencias sobre las líneas universales de materia que lo atraviesan.
Al curvarse el espaciotiempo, las líneas de universo se curvan con él, y surge el problema de qué efectos físicos experimentaría un cuerpo a resultas de esta reordenación de su línea de universo. Se ha explicado, que la curvatura de la línea de universo corresponde a la aceleración del cuerpo representado por la línea, de modo que el efecto de la curvatura del espaciotiempo consiste en alterar los movimientos de los cuerpos en él situados. Por regla general consideramos que toda alteración del movimiento está causada por alguna fuerza, de tal modo que la curvatura manifiesta de por sí la presencia de alguna clase de fuerza. Puesto que todos los cuerpos, sea cual sea su masa o estructura interna, sufrirán igual distorsión, esta fuerza debe tener la propiedad distintiva de afectar indiscriminadamente a toda la materia sin tener en cuenta su naturaleza. La fuerza física que tiene exactamente estas características la conocemos todos: la gravedad.
Tal como descubrió Galileo y desde entonces se ha confirmado con extraordinaria exactitud, todos los objetos son acelerados a la misma velocidad por la gravedad, cualquiera que sea su masa o constitución, lo que implica que la gravedad es más bien una propiedad del espacio envolvente que de los cuerpos que lo recorren. En palabras de John Wheeler, el físico norteamericano que ha hecho progresar enormemente la teoría de la relatividad, la materia recibe sus «órdenes de movimiento» directamente del mismo espacio, de tal modo que, más que considerar la gravedad como una fuerza, debería verse como una geometría. Así pues, «el espacio dice a la materia cómo debe moverse y la materia dice al espacio cómo debe curvarse». La relatividad general es, por tanto, una explicación de la gravedad como distorsión de la geometría del espaciotiempo.
Cierto número de famosos experimentos han medido la distorsión del espaciotiempo en el sistema solar. Se sabía desde hace mucho que el planeta Mercurio sufría misteriosas perturbaciones en su movimiento: dicho sencillamente, su órbita se desplaza cuarenta y tres segundos del arco cada siglo.
Aunque mínimo, un desplazamiento de esta magnitud era fácil de medir y la aplicación directa de la teoría de la gravedad de Newton no lo explicaba. Cuando se publicó, el artículo de Einstein predijo pequeñas correcciones en la teoría de Newton como consecuencia de la curvatura del espaciotiempo, y éstas resultaron ser precisamente de cuarenta y tres segundos de arco por siglo en el caso de Mercurio.
Fue un gran triunfo, pero aún los habría mayores. En 1919, el astrónomo Sir Arthur Eddington comprobó la teoría del espaciotiempo curvo apuntando a las estrellas en la dirección del Sol durante un eclipse total (el eclipse permitió que las estrellas fueran visibles durante el día aun cuando se situaran en el cielo cerca del Sol).
Encontró, tal como estaba previsto, una pequeña pero constatable distorsión en sus posiciones cuando se contemplaban en las proximidades del Sol en comparación con sus posiciones cuando el Sol está en otra parte del firmamento. Por tanto, conforme el Sol se desplaza por el zodíaco curva la imagen que tenemos del telón de fondo estelar.
Una última y crucial comprobación de la teoría se realizó de la manera más elegante utilizando la gravedad de la Tierra. De acuerdo con la relatividad general, el tiempo se alarga o contrae por efecto de la gravedad del mismo modo que por un movimiento rápido.
Por tanto, los relojes situados en la superficie de la Tierra deben retrasarse con respecto a los relojes situados a mayor altitud, donde la gravedad es ligeramente inferior. El efecto es en realidad mínimo –una cien mil millonésima por ciento de reducción de la velocidad del reloj para cada kilómetro vertical–, pero es tal la precisión de la tecnología moderna que incluso esta diferencia puede detectarse. En 1959, los científicos de la Universidad de Harvard utilizaron las vibraciones internas naturales de un núcleo de hierro radiactivo. Un determinado isótopo del hierro se desintegra mediante la emisión de rayos gamma, que son fotones de luz con una frecuencia interna de unos tres mil millones de megaciclos. Los rayos gamma eran disparados a lo largo de una torre vertical de 22,5 metros de altura, donde chocaban con nuevos núcleos de hierro. Normalmente, estos núcleos reabsorbían los rayos gamma, pero, dado que el tiempo «corría más de prisa» en lo alto de la torre, los rayos gamma se encontraban con que las vibraciones de los núcleos de hierro ya no se ajustaban a sus propias frecuencias, tal como ocurría en la base de la torre. Se inhibía, pues, la absorción. De este modo pudo medirse el alargamiento del tiempo debido a la gravedad de la Tierra.
Más recientemente, la distorsión del tiempo por la gravedad de la Tierra ha sido comprobada haciendo volar un máser de hidrógeno en un cohete espacial. Máser es la sigla en inglés de «amplificación de microondas mediante emisiones estimuladas de radiación», y es una versión del láser que hace oscilar frecuencias de radio de onda corta de una forma enormemente estable.
Utilizando los ciclos del máser como marcapasos de reloj, los científicos controlaron el tiempo de la nave espacial en relación a la Tierra, comparándolo con máseres situados en el suelo. A diez mil kilómetros de altura, el tiempo debe aumentar en alrededor de la mitad de una mil millonésima parte en comparación con su velocidad en la superficie terrestre. Aunque mínimo, este significativo efecto fue constatado por los máseres y la teoría se confirmó. El tiempo corre realmente más de prisa en el espacio.
El efecto de alargamiento del tiempo resulta más llamativo a medida que aumenta la gravedad. En la superficie de una estrella de neutrones, la disparidad entre la velocidad de un reloj situado en la superficie y otro situado a gran distancia llega a ser del uno por ciento. Las estrellas con masa algo superior a la de las estrellas de neutrones se habrán contraído aún más y su gravedad será todavía mayor. Si una estrella con una masa equivalente a la del Sol se contrajera hasta unos pocos kilómetros de diámetro, la distorsión del tiempo a su alrededor sería enorme. Además la estrella sería incapaz de resistir su propio peso y se desmoronaría violentamente, contrayéndose hasta convertirse en nada en un microsegundo. Su gravedad se volvería tan intensa que, en el espacio situado en las inmediaciones del objeto colapsado, el tiempo se lentificaría hasta literalmente detenerse en comparación con puntos alejados.
Un observador remoto deduciría que los relojes en esta superficie están completamente parados. En realidad le sería imposible ver los relojes, puesto que también estaría parada la salida de luz de la superficie. El agujero espacial dejado por el retraimiento de la estrella es pues negro: un agujero negro. Muchos astrónomos creen que los agujeros negros son el sino rutinario de las estrellas con una masa algo mayor que la de nuestro Sol.
Por supuesto, el observador que cayera en el agujero negro atravesando esta «superficie congelada» no vería el tiempo comportándose de manera anormal. En su marco de referencias, los acontecimientos ocurrirían con su habitual regularidad, de tal modo que su escala temporal se haría cada vez más discordante con la del universo lejano. En el momento de alcanzar la superficie, lo que a él sólo le parecería la duración de unos microsegundos podría ser el paso de toda la eternidad y la desaparición del cosmos en otros lugares. La dislocación temporal crece sin límites, de tal modo que cuando por fin entrara en la región del agujero negro, estaría más allá del tiempo en lo que respecta al mundo exterior, una de cuyas consecuencias sería que nunca podría regresar del agujero negro a nuestro universo. Volver significaría retroceder en el tiempo, reapareciendo del agujero antes de haber caído en su interior.
Aunque está más allá de la eternidad, el interior del agujero negro es una región del espaciotiempo muy parecida a cualquier otra por lo que se refiere a sus propiedades locales. Naturalmente, la intensidad de la gravedad hace que la caída del observador resulte un poco molesta, dado que los pies tratarán de caer a distinta velocidad que la cabeza, pero el paso del tiempo es absolutamente normal.
El problema del destino del observador es muy curioso. Cabe pensar que atraviese el agujero y emerja a otro universo completamente distinto, aunque los escasos datos de que disponemos indican que no ocurriría así. Si no puede regresar a nuestro universo, ni puede llegar a otro, ni puede evitar seguir cayendo dentro, ¿a dónde va? En el capítulo 5 veremos que está obligado a abandonar por completo el espaciotiempo y dejar de existir en lo que se refiere al mundo físico conocido. Los agujeros negros también desempeñan un importante papel en los capítulos posteriores en relación con la cuestión de si el universo es muy especial.
La introducción de la gravedad en la teoría de la relatividad socava, además, la concreción del mundo. El espaciotiempo, en lugar de ser un mero terreno de juego, se vuelve ahora dinámico, con movilidad, cambio, curvatura y giro.
No podemos seguir adoptando la perspectiva newtoniana de tratar de comprender la evolución del mundo en el tiempo, sino que debemos tener en cuenta también los cambios del propio tejido del espaciotiempo. El precio a pagar por disponer de un espaciotiempo mutable es que éste, en realidad, puede ingeniárselas para disolverse en la inexistencia. Siguiendo un complicado movimiento que está íntimamente entretejido con las condiciones de la materia y la energía, las ecuaciones de Einstein predicen que son posibles situaciones (como las del centro de un agujero negro) donde el espacio–tiempo concentre su curvatura ilimitadamente. Con el aumento de la gravedad, la violenta distorsión del espaciotiempo se hace cada vez mayor hasta que inevitablemente se desgarra por las costuras. Algunos astrónomos creen que esto es lo que le ocurrirá en último término a todo el universo: una catastrófica y suicida zambullida en la extinción.
La gravedad es una fuerza acumulativa, de modo que no es sorprendente que sus efectos sean más pronunciados en cuestiones cosmológicas: las estructuras a gran escala del universo. En dos sentidos puede ser importante la elasticidad del espaciotiempo. El primero, señalado originalmente por el propio Einstein, es que el espacio podría no ser infinito en extensión, sino, como la superficie de la Tierra, curvado «alrededor de la otra cara» del universo de tal forma que constituyera una hiperesfera: una versión en más dimensiones de la superficie esférica.
No nos es posible visualizar mentalmente una hiperesfera, pero podemos calcular sus propiedades, una de las cuales sería la posibilidad de dar la vuelta al cosmos avanzando siempre en la misma dirección hasta regresar al punto de partida desde la dirección contraria. Otra es que, si bien el volumen del espacio es limitado, en ninguna parte existe una barrera o límite, como tampoco hay ningún centro ni borde.
(Todas estas propiedades las comparte la superficie esférica).
Pero de momento no sabemos si hay en el universo suficiente materia para producir este cierre topológico completo.
La segunda posibilidad del espaciotiempo elástico es que, a escala cosmológica (es decir, en distancias mucho mayores que las galaxias) el espacio no sea estático, sino que se ensanche o encoja. A finales de la década de 1920 el astrónomo norteamericano Edwin Hubble descubrió que el universo, en realidad, se está expandiendo; es decir, que el espacio se ensancha por todas partes, al parecer, de manera muy uniforme, un hecho de cierta significación sobre el que volveremos más adelante. Hubble se dio cuenta de que las galaxias lejanas parecen retroceder con respecto a nosotros y a todas las demás galaxias, conforme las va estirando la expansión del espacio.
La prueba de este fenómeno se encuentra en la modificación de la longitud de onda de la luz, de la que ya nos hemos ocupado al hablar del púlsar binario. En el caso de la luz visible, el alargamiento de las ondas luminosas emanadas de una galaxia lejana hace que parezcan de color más rojo del que tendrían de estar la galaxia inmóvil con respecto a nosotros. El enrojecimiento cosmológico aumenta de forma directamente proporcional a la distancia que nos separa de las galaxias, que es exactamente el tipo de cambio que resultaría si el movimiento de expansión fuese uniforme y estuviera ocurriendo en todo el universo. El hecho de que todas las galaxias parezcan estar alejándose de nosotros no significa que estemos situados en el centro del cosmos, pues el mismo tipo de retroceso se vería desde cualquier otra galaxia. Las galaxias no se expanden alejándose de ningún punto especial; el universo no tiene centro ni borde discernibles, ni siquiera con ayuda de nuestros mayores telescopios.
Si las galaxias se mueven alejándose cada vez más, de ahí se deduce que deben haber estado más juntas en el pasado. Mirando hacia regiones lejanas del universo, los astrónomos pueden ver el tiempo pasado, puesto que la luz procedente de los objetos más lejanos, visibles normalmente por los telescopios, puede haber tardado varios miles de millones de años en llegar hasta nosotros, dada su lejanía.
Por tanto, los telescopios nos proporcionan una imagen del aspecto que tenía el universo hace miles de millones de años. Con ayuda de los radiotelescopios, el retroceso visual en el tiempo puede alcanzar alrededor de quince mil millones de años, momento en que ocurre un hecho notable. Las galaxias dejan de existir y, en realidad, todas las estructuras que ahora observamos –estrellas, planetas e incluso átomos normales– no podían haber estado presentes. Esta temprana época desempeñará un papel central en el tema de este libro y se estudiará detalladamente en el capítulo 9. De momento sólo es preciso mencionar que la expansión del universo fue entonces mucho más rápida que hoy, y que el contenido del universo estaba enormemente comprimido y caliente. Esta fase caliente, densa y en explosión ha sido denominada el Big Bang y hay astrónomos que creen que no sólo señala el comienzo del universo tal como ahora lo conocemos, sino quizás el comienzo del propio tiempo. El Big Bang no fue, por lo que nosotros podemos saber, la explosión de una gran masa de materia dentro de un vacío preexistente, pues esto implicaría un núcleo central y un límite en la distribución de la materia. Lo que en realidad representa el Big Bang, al parecer, es el límite de la existencia, un concepto que se aclarará en las páginas siguientes.

Capítulo II de Otros mundos

2.8.13

Tecnochamanismo y espiritualidad electrónica: la flor digital del espíritu


Javier Barros Del Villar

Entre la tecnología cotidiana, los vórtices de información y la auto-conciencia compartida, emerge la posibilidad de un nuevo linaje espiritual, cuya esencia está íntimamente ligada al uso de tecnologías digitales para dialogar con la miríada de bits.

La figura del chamán

A pesar de que es un término que a lo largo del tiempo se ha vuelto un tanto confuso, en buena medida por el abuso pop de esta palabra, el origen de chamán, proviene de šamán, palabra empleada en las lenguas túrquicas que se esparcieron desde el este de Europa hasta el oeste de China, pasando por Rusia, en particular Siberia y Mongolia. En esta región, el término se utilizaba para denominar a un sacerdote, brujo, o curandero, figura prominente en las culturas de esta zona.
Mircea Eliade, el gran erudito rumano, autor de decenas de libros sobre etno misticismo, se aventura a afirmar, no sin antes advertir la complejidad que implica definir el término, que el chamanismo se refiere a una “técnica de éxtasis religioso” [1]. Pero tratando de ir un poco más allá y sabiendo que, a diferencia del señor Eliade, no tenemos una reputación académica que mancillar, podríamos intentar definir a la figura del chamán de la siguiente manera: aquel que actúa como un enlazador de mundos, entre un plano visible o físico y otro invisible o etéreo, y que tiene acceso, o mejor dicho maestría, en prácticas que traducen ese enlazamiento en sanación, adivinación o manipulación de fenómenos naturales.
En cuanto al rol social del chamán, existe un aspecto particularmente interesante, en buena medida por su paradójica naturaleza: por un lado esta figura desempeñaba un activo papel entre la comunidad, sirviendo como un catalizador de los temores y los conflictos colectivos, pero a la vez se mantenían como entidades periféricas en la estructura comunitaria, es decir, estaban exentos de las peripecias del poder político e incluso, generalmente, vivían físicamente alejados del resto de la población.
Lo anterior nos remite a una de las actividades etéreas del chamanismo: establecer un diálogo, aprovechando su habilidad para acceder a las periferias de la conciencia tanto individual como colectiva, entre el centro del laberinto interior, la entrada y la salida. O, en otras palabras, consumar una comunión entre la vida externa y la vida interna de una persona, relación armónica que usualmente se traducía en el alivio del mal que aquejaba al sujeto en cuestión.
“Algo que se puede afirmar del chamán es que habita en el filo de los mapas culturales. El chamán actúa como una especie de interfaz entre la cultura específica de un cierto grupo tribal y el mundo exterior, un mundo que podemos concebir no solo como natural, sino cósmico, abstracto, alienígena” dice Terence McKenna sobre esta especie de versatilidad transdimensional de estos personajes [2].
Otro elemento particularmente apasionante de la figura del chamán es su naturaleza elusiva, engañosa. De algún modo replica el arquetipo identitario del embaucador mágico, del trickster (en inglés) que responde igualmente a un carácter elusivo, engañoso, lúdico, esencialmente teatral y dotado de una hipnótica sagacidad —personalidad que nos remite a deidades como Loki en la cosmogonía escandinava o al brujo oaxaqueño Don Genaro, personaje que aparece en las narrativas chamánicas de Carlos Castaneda. Y precisamente esta habilidad dramática es la que permite al chamán generar una catarsis curativa, es el conducto a través del cual monta una escena teatral que resulta del entrelazamiento del mapa cultural “ordinario” con una realidad “aparte”.
Y para terminar de exponer las virtudes más admirables del chamán, me gustaría citar un fragmento de Escritores en el Cielo de Hades, el ensayo que Jason Kephas publicó en este sitio, donde se habla de una meta-empatía que este curandero transdimensional debe fomentar para cumplir su misión sanadora:
¿Cómo funciona un ritual chamánico? ¿Por qué los humanos sanan al ver a alguien más realizar un ritual? A primera vista la respuesta parece obvia: ver un ritual detona una idea (empezamos a pensar en sanar), lo que luego detona un cambio (sanamos). Así es como la mayoría de nosotros pensamos sobre pensar: las sensaciones causan pensamientos que causan respuestas físicas. El ritual chamánico es un ejemplo esencial de cómo puede funcionar un proceso de pensamiento como este.
Pero esta simple respuesta probablemente esté equivocada. El ritual chamánico no nos hace pensar en la sanación. En cambio, el ritual chamánico nos hace pensar que estamos haciendo la sanación. Desde la perspectiva del cerebro, el acto de sanar no está precedido por una idea separada, la cual absorbemos a través de ver al chamán. El acto en sí mismo es la sanación. En otras palabras, el ritual chamánico funciona convenciéndonos de que no estamos viendo un ritual chamánico. Pensamos que somos el chamán, haciendo el ritual.[3]


Tecnochamanismo y Ciberespiritualidad

En la actualidad vivimos el probable clímax de una era que, desde un cierto punto de vista, se ha caracterizado por la frivolización de los estilos de vida —gracias a fenómenos como el consumo y el culto a íconos artificiales—, la confusión espiritual y la desconexión con la naturaleza, en detrimento de aspiraciones materiales proyectadas en una abstracción llamada status. “La verdadera tragedia de nuestra situación cultural es que no tenemos una tradición chamánica”, nos dice el propio Terence en su magna obra Archaic Revival, refiriéndose al actual contexto de Occidente.
Pero también, desde una perspectiva más esperanzadora, podríamos afirmar que con la llegada de las tecnologías digitales y en particular con la apertura de los arcones de la información, los límites del mapa cultural que rige el concepto de realidad se han relajado a favor de la expansión de la conciencia y, por lo tanto, del espíritu, esto más allá de las alienantes manifestaciones que también ha implicado el contacto con estas nuevas tecnologías.
Y de la mano de esta tecnologización de la sociedad contemporánea, emergen, en forma orgánica, situaciones que propician la comunión armónica entre la búsqueda espiritual del hombre, ligada a la persecución del bien propio y del bienestar compartido y su relación con las herramientas tecnológicas, particularmente digitales. Esta convivencia cotidiana entre los causes tecnológicos y los espirituales ha dado vida de acuerdo a mi percepción personal, a un nuevo caudal místico: el tecnochamanismo o ciberespiritualidad.
“Yo creo que el chamán electrónico —la persona que persigue la exploración de estos espacios (refiriéndose a las regiones que van más allá del mapa cultural)— existen para regresar a compartirnos, al resto de nosotros, qué sucede en esos lugares”, nos dice Erik Davis, uno de los más lúcidos teóricos sobre la relación tecnoespiritual, en su artículo Psychedelic Culture: One Or Many? [4].
Comencemos pues por intentar definir el tecnochamanismo o la ciberespiritualidad —términos que si bien podrían responder a fenómenos distintos, lo cierto es que están íntimamente ligados y, por razones de practicidad, los agruparemos como un concepto unificado. Y ante está misión resulta interesante contemplar dos posibilidades: ya sea que se refieran al uso de tecnologías dentro de los rituales chamánicos o al uso de nociones chamánicas (o incluso, en un plano más general, de preceptos místicos y espirituales) en el uso cotidiano de tecnologías.
En lo personal me inclino más por la segunda de estas posibilidades aunque, supongo, en algún punto convergen y se tornan indistinguibles entre si. Y mi preferencia responde a que el segundo de los casos, a diferencia del primero que enfatiza en el uso de dispositivos para ampliar la conciencia y desarrollar habilidades particulares, sugiere un acercamiento ritual al tratamiento que le damos a las tecnologías cotidianas. Y en este sentido aludimos a la re-sacralización de la realidad, y de todo lo que esta implica, comenzando por aquellas herramientas más determinantes para nuestra manera de concebir dicha realidad. Y en mi opinión, si queremos contrarrestar la cultura del consumo y la manipulación para retomar una cultura chamánica, lo primero que debiésemos hacer es sacralizar, nuevamente, nuestro diálogo con la otredad y en general con todo aquello que nos rodea.

Pero una vez transcendida la bifurcación del sendero y elegida la segunda de las nociones para proponer una definición referencial de este fenómeno, podemos proceder a ahondar un poco más en la definición conceptual. Antero Alli, distinguido artista y psiconauta, nos habla sobre la figura tecno-contemporánea del chamán: “Un chamán moderno es un chamán del siglo XXI que lleva el sobrenombre codificado de Ciber-chamán. Del griego, Ciber se refiere a “piloto”. Un chamán moderno es un individuo de poder que interactúa con espíritus, detonando conocimiento, visión, tecnología y diversión sofisticada” [5] .
Tomando en cuenta el contexto anterior, podríamos afirmar que, en resumidas cuentas, el tecnochamán es aquel que altera conscientemente su propia conciencia o la del prójimo, recurriendo a herramientas tecnológicas. Y si recordamos que una cualidad fundamental del chamán es su habilidad para sortear las fronteras de diversos planos y enlazarlos armónicamente, entonces podríamos adjudicar el concepto de “realidad aparte” a la actual noosfera (o dicho en términos más actuales, datásfera) y postular como tecnochamán a aquella persona que es capaz de viajar voluntariamente a esa caótica y a la vez divina red de información, para recaudar bits que traerá consigo al plano ordinario y compartirlos en beneficio del desarrollo personal y comunitario.
Ahora llega el momento de enfrentarnos a una interrogante fundamental sobre este asunto: preguntarnos si en realidad se está dando una fusión entre los desarrollos espirituales y tecno/informativos de individuos o grupos en la actualidad. Y un poco angustiado por la posibilidad de que lo que percibo como un resurgimiento adaptado de la tradición chamánica y mística dentro del entorno tecnoinformativo fuese una alucinación optimista de mi parte, planteé a David Metcalf, editor y destacado estudioso de las tradiciones y actualidades místicas, sobre la posibilidad de que estuviésemos dando a luz a una especie de linaje contemporáneo de espiritualidad. Y su respuesta fue tan esperanzadora con mi premisa original —además, recordemos que una alucinación compartida ya es, en sí, una porción de realidad: “En efecto, parece que estamos alcanzando un buen punto de intersección en el que estamos haciendo conciencia sobre la posibilidad de nuevos caminos y prácticas. Actualmente se está realizando bastante trabajo interesante que trasciende el sincretismo y se manifiesta en áreas de desarrollo y extensión de las ideas tradicionales”.
No satisfecho con la comodidad de la potencial alucinación compartida, y para responder a esta interrogante que cuestiona la posible consumación de un cauce tecnomístico, considero pertinente el repaso de tres fenómenos socioculturalmente significativos que se han registrado en décadas recientes.
Por un lado tenemos el regreso colectivo, ya sea consciente o inconcientemente, a ciertas prácticas y modos de organización propios de los grupos arcaicos. Aquello que el filósofo francés Michel Maffesoli llamó tribus modernas en su obra El tiempo de las tribus [6] y que posteriormente complementó en su ensayo sobre los “vagabundos iniciáticos” [7].
En segundo lugar ubicaríamos a la popularización de técnicas orientales de meditación y ejercicios físicos como las distintas variaciones del yoga, el QiGong o el Zen, sumado a la convivencia entre cientos de miles de experiencias psicoactivas a las cuales se exponen continuamente los jóvenes, y no tan jóvenes, en la actualidad, y al creciente interés compartido por retomar las enseñanzas contenidas en ancestrales caminos espirituales, desde la alquimia hasta el tantra, todo lo cual nos sugiere una inquietud generacional por “despertar al espíritu”.
Finalmente, para completar el trinomio, haremos referencia a la ampliación de nuestro espectro de realidad, fenómeno provocado por un inédito acceso a la información, y que esto es parte de un proceso en el que no solo accedemos a la data, sino que, paralelamente, la generamos, en un posible y determinante coqueteo entre el espíritu y la tecnología/información.
Y precisamente este matrimonio tecnomístico puede derivar en una especie de nuevo linaje espiritual que, quiero pensar, poco tiene que ver con el movimiento conocido como New Age —el cual básicamente radica en un sincretismo pop de las tradiciones místicas— y al cual podríamos adjudicar las nociones de tecnochamanismo y ciberespiritualidad que hemos recorrido en líneas anteriores.

Conclusión

Para terminar este breve y, al menos en lo personal, catártico recorrido, me gustaría repasar algunas piezas protagónicas en torno a los conceptos de tecnochamanismo y ciberespiritualidad. Y este repaso no podríamos comenzarlo sin aludir y agradecer la influencia de personajes como Marshall Mcluhan, Buckminster Fuller, John C. Lilly, Terence Mckenna, Robert Anton Wilson, Erik Davies, Stanislav Groff, Timothy Leary, Antero Alli, Rupert Sheldrake y, más recientemente, Douglas Rushkoff, entre otros pocos más, quienes en síntesis dan vida al salón de la fama de alter-mavericks de la conciencia, y cuyas ideas han contribuido a la posibilidad de que la altamente caótica era que vivimos no pueda descartarse como un pulso histórico de evolución consciente. A continuación mencionaría a Gaz Cobain y Brian Dougans, miembros del Future Sound of London y Amorphous Androgynous, ambos proyectos musicales que han impulsado el abordaje de un despertar tan tecnológico como orgánico y que a través de su música y de su exploración multimedia, nos invitan a percibir la realidad contemporánea como una luminosa mesa en la cual la conciencia está servida. Atom Jack, generoso curador del sitio Fusion Anomaly, uno de los nodos digitales más estimulantes que haya encontrado en casi década y media de surfear la red, y que en lo personal representa un incomparable jardín in-formativo. Aeolus Kephas, amigo de la redacción de Pijama Surf, colaborador de este medio y quien nos regaló uno de los ensayos más lúcidos a los que hemos tenido acceso, Escritores en el Cielo de Hades / Skywriters in Hades (namaste Jason). Complementariamente no quisiera dejar de mencionar ciertos libros que han sido publicados en años recientes y que refuerzan la idea de la tecnoconciencia, entre ellos Digital Dharma: A User’s Guide to Expanding Consciousness in the Infosphere (2007), de Steven Vedro, E-mail to the Universe (2008) y Program or Be Programmed: Ten Commands for a Digital Age (2010) de Anton Wilson y Rushkoff, respectivamente, y From Counterculture to Cyberculture (2008), de Fred Turner.
Y bueno, para terminar no quiero dejar de enfatizar en el posible rol del tecnochamán como esa figura que selecciona, que cura (en los dos sentidos de la palabra) bits extraídos de la datásfera, con el sincero fin de compartirlo para facilitar la autoconciencia compartida. Sí, aquel que penetra conciente y voluntariamente la lasaña de data y regresa para compartir los quantums (como translúcidos cuarzos) con el resto de su tribu. Esta función me remite de algún modo, y sin querer adjudicarnos ningún rol épico o guirnalda tecnomística alguna, al rol que intentamos desempeñar, con honestidad, en PS. Y al decir esto no quiero postularme ni a mí ni a mis compañeros como tecnochamanes, algo que, me temo, es aún distante. Pero, en cambio, me ilusiona jugar con la posibilidad de que somos otros jardineros, afortunadamente somo cada vez más, velando por la flor digital del espíritu, materia prima de la alquimia informativa.


fuente:Pijamasurf

[1] Eliade, Mircea; Shamanism, Archaic Techniques of Ecstacy, Bollingen Series LXXVI, Princeton University Press 1972, pp. 3–7
[2] McKenna, Terence; The Archaic Revival, Harper San Francisco, 1992.
[3] Kephas, Jason; Skywriters in Hades Ensayo originalmente publicado en Pijama Surf (2011) en diez entregas.
[4] Davis, Erik; Psychedelic Culture: One Or Many? Artículo publicado en Trip Magazine (2001)
[5] Alli, Antero; AngelTech: A Modern Shaman’s Guide to Reality Selection. New Falcon (1987).
[6] Maffesoli, Michel, Le Temps des tribus, Le Livre de Poche, 1991.
[7] Maffesoli, Michel, Du nomadisme. Vagabondages initiatiques. Paris, Le Livre de Poche, Biblio-Essais,(1997)