28.5.11

Lanzador de bits

de Neal Stephenson

- Capitulo anterior

La conexión entre coches y modos de interactuar con los ordenadores no se me habría ocurrido en la época en que me llevaban de paseo en aquel descapotable. Me había apuntado a una clase de programación en el Instituto de Ames. Tras unas cuantas clases introductorias, nos dieron permiso a los estudiantes para entrar en una sala diminuta que contenía un teletipo, un teléfono, y un módem anticuado consistente en una caja de metal con un par de cuencas de plástico encima (Nota: muchos lectores, abriéndose camino a través de esta última oración, probablemente sintieron un retortijón inicial de temor de que este ensayo estuviera a punto de convertirse en una tediosa batallita sobre lo difícil que lo teníamos en los viejos tiempos; tranquilícense: lo que estoy haciendo, de hecho, es colocar mis piezas sobre el tablero de ajedrez, por así decirlo, preparándome para realizar una observación sobre temas realmente interesantes y actualizados como el Software de Código Abierto). El teletipo era exactamente el mismo tipo de máquina que se había usado, durante décadas, para envíar y recibir telegramas. Era básicamente una máquina de escribir ruidosa que sólo podía producir MAYÚSCULAS. Montada a un lado había una máquina más pequeña con un largo rollo de cinta de papel, y una cesta de plástico transparente debajo.
Para conectar este aparato (que no era un ordenador en absoluto) con la Universidad Estatal de Iowa al otro lado de la ciudad, había que coger el teléfono, marcar el número del ordenador, esperar a que llegaran ruidos raros, y entonces colocar el auricular en las cuencas de plástico. Si acertabas, una cuenca envolvía sus labios de neopreno en torno a la parte de la oreja y el otro en torno a la parte de la boca, consumando una especie de sesenta y nueva informacional. El teletipo se estremecía mientras era poseído por el espíritu del lejano ordenador, y empezaba a martillear mensajes crípticos.
Puesto que el tiempo de ordenador era un recurso escaso, usábamos una especie de técnica de procesamiento en racimo. Antes de marcar en el teléfono, conectábamos la perforadora de cinta (una máquina subsidiaria atornillada al costado del teletipo) y tecleábamos nuestros programas. Cada vez que pulsábamos una teclar, el teletipo imprimía una letra en el papel delante nuestro, de tal modo que pudiéramos leer lo que habíamos escrito; pero al mismo tiempo convertía la letra en un conjunto de ocho dígitos binarios, o bits, y perforaba un patrón correspondiente de agujeros a lo ancho de una cinta de papel. Los diminutos discos de papel salidos de la cinta caían en la cesta de plástico transparente, que lentamente se llanaba de lo que sólo puede describirse como bits reales. El último día del curso, el chico más listo de la clase (no yo) saltó desde detrás de su pupitre y lanzó varios kilos de estos bits por encima de la cabeza de nuestro profesor, como confetti, como una especie de broma semiafectuosa. La imagen de aquel hombre sentado allí, atenazado por las fases iniciales de una atávica reacción de lucha-o-huye, con millones de bits (megabytes) cayéndole por el pelo y metiéndosele por la nariz y la boca, el rostro poniéndosele morado a medida que se aproximaba a la explosión, es la escena más memorable de mi educación formal.
De cualquier modo, resultará obvio que mi interacción con el ordenador fue de una naturaleza extremadamente formal, estando dividia en diferentes fases, a saber:
1. Lentado en casa con lápiz y papel, a millas y millas de cualquier ordenador, pensaba mucho acerca de lo que quería que hiciera el ordenador, y traducía mis intenciones a un lenguaje informático - una serie de símbolos alfanuméricos sobre la página.
2. Llevaba esto a través de una especie de cordón sanitario informacional (tres millas a través de tormentas de nieve) hasta el colegio e introducía aquellas letras en una máquina - no un ordenador - que convertía los símbolos en números binarios y los registramente visiblemente en cinta.
3. Entonces, mediante el módem de las cuencas de goma, enviaba aquellos números al ordenador de la universidad, que
4. hacía aritmética con ellos y devolvía números diferentes al teletipo
5. El teletipo convertía estos números de nuevo en letras y los martilleaba en una página y
6. yo, mirando, interpretaba las letras como símbolos significativos.
El reparto de responsabilidades que todo esto conlleva es admirablemente limpio: los ordenadores hacen aritmética con bits de información. Los humanos interpretan los bits como símbolos significativos. Pero está distinción está desdibujándose, o al menos complicándose, con la llegada de los sistemas operativos modernos que usan, y frecuentemente abusan, del poder de la metáfora para hacer los ordenadores disponibles para un público más amplio. Por el camino - posiblemente debido a estas metáfora, que hacen de un sistema operativo una especie de obra de arte - la gente empieza a ponerse emotiva, y le toma cariño a fragmentos de software del mismo modo que el padre de mi amigo le tenía cariño a su descapotable.
Puede que la gente que sólo ha interactuado con ordenador a través de interfaces gráficas de usuario como el MacOS o Windows - es decir, casi cualquiera que haya usado un ordenador - se haya sorprendido, o al menos llamado la atención, lo de la máquina de telégrafos que yo usaba para comunicarme con un ordenador en 1973. Pero había, y hay, una buena razón para usar este tipo particular de tecnología. Los seres humanos la danza, y las expresiones faciales, pero algunas de ellas son más susceptibles que las demás de expresarse como series de símbolos. El lenguaje escrito es la más fácil, porque, por supuesto, ya consiste en series de símbolos para empezar. Si resulta que los símbolos pertenecen a un alfabeto fonético (y no son, por ejemplo, ideogramas), convertirlos en bits es un procedimiento trivial que se fijó tecnológicamente en el siglo XIX, con la introducción del código morse de otras formas de telegrafía.
Teníamos una interfaz humano/ordenador cien años antes de tener ordenadores. Cuando se crearon los ordenadores en la época de la Segunda Guerra Mundial, los humanos, de modo natural, se conmunicaron con ellos injertándolos en tecnologías ya existentes para traducir letras a bits y viceversa: teletipos y máquinas de tarjetas perforadas.
Éstas encarnaban dos enfoques fundamentalmente diferentes de la computación. Cuando se usaban tarjetas, se perforaba todo un taco y se pasaban por el lector a la vez, lo cual se llamaba procesamiento por hornadas. También se podía hacer procesamiento por hornadas con un teletipo, como ya he descrito, usando el lector de cinta de papel, y ciertamente se nos animaba a adoptar este enfoque cuando yo estaba en el instituto. Pero - aunque se hacían esfuerzos por mantenernos ignorantes de esto - el teletipo podía hacer algo que el lector de tarjetas no podía. En el teletipo, una vez se establecía el vínculo con el módem, se podía introducir sólo una línea y pulsar la tecla de retorno. El teletipo enviaría entonces esa línea al ordenador, que podía responder o no con líneas propias, que el teletipo martillearía - produciendo, con el tiempo, una transcripción del intercambio mantenido con la máquina. Este modo de hacerlo ni siquiera tenía nombre entonces, pero cuando, mucho más tarde, apareció una alternativa, se denominó retroactivamente la Interfaz de Línea de comandos.
Cuando fui a la universidad, usaba los ordenadores en grandes salas abarrotadas donde manadas de estudiantes se sentaban frente a versiones ligeramente actualizadas de las mismas máquinas y escribían programas informáticos; éstas usaban mecanismos de impresión por matrices de puntos, pero eran (desde el punto de vista de la máquina) idénticas a los antiguos teletipos. En aquel momento, los ordenadores compartían mejor el tiempo - es decir, los mainframes seguían siendo los mainframes, pero se comunicaban mejor con un gran número de terminales a la vez. En consecuencia, ya no era necesaria usar procesamiento por hornadas. Los lectores de tarjetas fueron desterrados a pasillos y sótanos, y el procesamiento por hornadas se convirtió en una cosa exclusiva de empollones, y en consecuencia adquirió un cierto tinte arcano incluso entre aquellos de nosotros que sabíamos siquiera que existía. Todos evitábamos ya la interfaz de Hornada, habiéndonos pasado a la Línea de comandos - mi primer cambio de paradigma operativo, y yo sin enterarme.
Había una enorme pila de papel plegado en el suelo bajo cada uno de estos teletipos glorificados, y millas de papel se estremecían mientras pasaban por sus rodillos. Casi todo este papel se tiraba o se reciclaba sin haber sido tocado jamás por la tinta - una atrocidad ecológica tan flagrante que aquellas máquinas pronto fueron reemplazadas por terminales de vídeo - los llamados teletipos de vidrio -, que eran más slenciosos y no desperdiciaban papel. Sin embargo, desde el punto de vista del ordenador, éstos también eran indistinguibles de las máquinas de teletipo de la Segunda Guerra Mundial. A todos los efectos, seguimos usando tecnología victoriana para comunicarnos con los ordenadores haste cerca de 1984, cuando se introdujo el Macintosh con su Interfaz Gráfica de Usuario (GUI). Incluso después de eso, la Línea de comandos siguió existiendo como estrato subyacente - una especie de reflejo medular - a muchos sistemas informáticos modernos durante la edad de oro de los GUIs.

fragmento de En El Principio Fue La Línea De Comandos

14.5.11

Fragmentos pt.2

de Alejandro Jodorowsky

El Ladrón de Voces

Después de que los policías se llevaron a su hombre, con la consigna de hacerlo desaparecer para siempre, mi madre perdió, junto con la alegría de vivir, la voz. Como un pájaro mudo se paseaba de una pieza a la otra sin querer salir a la calle. Yo, a los ocho años, tenía uno de esos poderes mágicos que los niños guardan como riguroso secreto entre ellos. Mediante una esponja de mar, que aplicaba en la boca de los adultos dormidos, podía robarles la voz.
Salí en el momento más oscuro de la noche y me introduje por la ventana en una casa de donde emergían profundos ronquidos. Era una muchacha obrera que, junto al montón de uniformes caquis que había tenido que coser, respiraba con la boca abierta, convertida en piedra. Le introduje la esponja en la boca y le extraje la voz. Cayó en mis manos un pajarillo invisible aleteando angustiado como si añorara un nido protector. Lo encerré en mi caja para galletas y corrí hacia mi madre. Por suerte ella también dormía con la boca abierta. Estrujé la esponja en su garganta y el pajarillo, con frenesí desesperado, se pegó en sus cuerdas vocales.
Cuando mi madre despertó, una voz tan aguda que rompió un vaso de vidrio, se escurrió como un hilo metálico de sus labios. “¡No quiero vivir, no, no quiero!” Esa frase se repitió incesante, por más que ella se tapó la boca para impedir su paso. Estallaron los otros vasos, los vidrios de la ventana, un florero, los focos de treinta watts y el único espejo, pequeñísimo, que mi madre conservaba en un rincón del baño. Esperé a que se durmiera, se la extraje y corrí a devolver el avecilla deprimente.
En la estación de trenes vi tendido en un banco, abatido por la borrachera, cubierto por papeles de diario que celebraban un triunfo militar contra los anarquistas, a un ferrocarrilero cesante. Le apreté las narices para que abriera la boca y le robé un largo ectoplasma que por breves momentos se pareció a un gato montés.
Mi madre, en la mañana, comenzó a amenazar con gritos roncos: “¡Pacos asesinos, los voy a matar a todos y también al bellaco que los manda!” Por primera vez en un año, abrió los postigos y comenzó a lanzar hacia la calle imprecaciones en contra del glorioso ejército nacional. Los vecinos, aterrados, pasaban de largo haciéndose los sordos. Yo moví una mano empuñada con el dedo gordo estirado hacia mi boca para hacerles creer que mi madre había bebido más de la cuenta. Una yerbatera, temiendo que llegaran los carabineros, le dio a mamá una infusión que la hizo dormir en pocos minutos. Le extraje el gato furioso y lo devolví a su aguardentosa guarida.
¿Qué hacer entonces? ¿Qué voz robar para abrir las puertas de ese corazón clausurado? La urgencia me condujo al riesgo. Me introduje por una claraboya del lupanar. Un caballero encogido como león sobre una señora a medio vestir daba frenéticos caderazos. Con los ojos cerrados, él, rugiendo de verdad, y ella, imitando alaridos de placer, no se dieron cuenta de mi presencia. Aproveché la gran abertura de los labios pintarrajeados para extraer una voz que salió parecida a una enorme ostra. Apenas la injerté en la garganta de mi madre, ésta se despertó y en enaguas como estaba salió corriendo a la calle para golpear en las puertas vecinas gimiendo: “¿Qué es una mujer sin su hombre? ¿Conocen los canallas que me lo desaparecieron ese atroz vacío que llevo entre las piernas? ¡Ardo, me ahogo, me convierto en un molusco!” Me la devolvieron amordazada y encordada como una larva. Me desesperé, tanto deseaba que la alegría volviera a reinar en nuestro hogar. ¿Acaso yo no le bastaba? Apenas llegaba del colegio barría los pequeños cuartos, hacía de comer, salía al centro a mendigar, volvía siempre con un poco de dinero y, además, a causa de la buena circulación de mi sangre, podía dormir con ella acurrucado junto a su fría panza como una bolsa de agua caliente. ¡No, yo no le bastaba!
Decidí, como último recurso, robarle la voz al cura. Era un flaco fanático, siempre enojado porque por culpa de los comunistas, aparte de unas viejas empolvadas, ya casi nadie iba a su parroquia. Lo encontré disimulando una siesta sentado en el confesionario. Pude hurtarle un fluido oscuro semejante a un zapato. Con cierta repugnancia lo introduje en la garganta de mi madre. Ella se puso de pie sobre la cama, alzó los puños hacia el techo y comenzó a insultar a nuestro buen Dios lanzando una y otra vez, como rencorosos puñales, las dos mismas palabras: “¡Viejo injusto!”
Temiendo que el Señor, ofendido, enviara a los milicos para que también a ella la desaparecieran, le devolví su zapato al cura. ¿Qué otra cosa podía hacer? ¡Extraje mi propia voz! Surgió como una viborita y se enroscó temblando entre mis dedos. Sentí que una araña sorda y negra se anidaba en mis cuerdas vocales.
Mi madre se despertó con una sonrisa de niña, limpió la casa, hizo de comer, jugó a las muñecas y habló y habló y habló alegremente durante años. Nunca se dio cuenta de que yo estaba mudo.

Eugenia

No hay artes mayores ni menores. Cada obrero debe hacer un arte de su oficio. ¡Soy un artista! Maquillar muertos no es fácil: primero, el maquillaje debe ser imperceptible; segundo, tiene que dar un aspecto de salud y optimismo; tercero, reproducir exactamente los rasgos del cliente... A veces el material llega en mala condición. Color y carácter deben ser restaurados mediante datos que proporcionan familiares y amigos; datos siempre contradictorios. No obstante, yo cumplo mi tarea. Allí donde hay frío y deformación, pongo forma y color. No confío, como otros mediocres de mi oficio, en ojos de parientes, velados por lágrimas o miedo. ¡Soy un artista!... En pocos minutos más se podrá decir “era”.
Otro, en mi lugar, estaría contento. Creería haber llegado a la cúspide. No es para menos: encerrado en el Congreso, trabajo sobre el cadáver del "Inmortal". Afuera, un millón de camisas verdes esperan que abra la puerta para desfilar junto al "dormido". Ellos no saben. Yo sé.
Ayer, doce curas vestidos de civil me llamaron a la Gran Sede. En una oficina, luego que hube hecho toda clase de juramentos respecto a mi silencio, me revelaron el secreto. Ellos eran el cerebro y el "Inmortal" su marioneta... Es preciso que los camisas verdes sigan creyendo en la supervivencia del Jefe. Mi labor es maquillarlo hasta que se vea lo más viviente posible y repetir cada día mi obra de arte sin que nadie se entere. "¡Es fundamental para la causa el mito de la resurrección!", me han dicho. Tengo mi fortuna asegurada. Debería estar contento; no lo estoy. Cuando abra las puertas, firmaré mi condena. También la condena de esta falsa doctrina.
Nunca pude encontrar esposa a causa de mi oficio. Dicen que el olor a muerto emana de mis dedos. De vez en cuando, alguna depravada me busca para besarme las manos. Los pobres me desprecian porque realizo mi obra sobre rostros de ricos. No tienen razón. El rostro de un pobre, vivo o muerto, es casi lo mismo; a veces tienen una expresión más reposada dentro del ataúd que la que tenían en vida. Con los clientes de primera clase la cosa cambia: me traen el material disfrazado con fracs, uniformes, medallas, anillos, bandas, cruces, pecheras y me piden mucho color, mucho optimismo. Cuando quito esas cáscaras para dar el baño de rigor, del bulto imponente que ponen a mi disposición queda entre mis manos un miserable cuerpecito con las más feas expresiones de terror, maldad, orgullo o avaricia. Ellos sí tienen necesidad de mi arte. Y debo trabajar horas para hacer de sus caras algo decente.
No tengo, por lo tanto, hijos ni amigos; y un oficio como el mío hace amar la vida. Era una tristeza insoportable... De pronto, huyendo de los camisas verdes, llegó Eugenia. La escondí. No la encontraron. Su padre había sido contrario al "Inmortal". El líder, luego de asesinarlo, estaba exterminando a toda la familia. Eugenia tenía siete años y una mirada tan triste como la mía. A partir de aquel momento, la consideré mi hija.
Ella fue feliz conmigo. Yo fui feliz con ella... Me ayudaba a maquillar. Si nos tocaba trabajo un domingo, luego de terminada la tarea, hablábamos como payasos e improvisábamos absurdos diálogos a propósito del muerto, en voz baja para que no nos oyeran los deudos. Un chiste que hacía reír mucho a Eugenia era que colocáramos al difunto sentado en el ataúd, que yo me pusiera detrás, pasara los brazos por debajo de sus axilas y lo hiciera gesticular un discurso sobre el tiempo.
Dos años estuvimos juntos. Le enseñé mis secretos. Nadie sabe que ella — es un prodigio para alguien de su edad —, maquilló al cardenal Barata. Trabajo le costó hacer de la atroz mueca de escepticismo y desprecio, una sonrisa beatífica... ¡La mirada triste de Eugenia no cambió nunca. Sin embargo, su sonrisa, aún después que los camisas verdes la mancillaran, resplandecía como el sol. No soy poeta: afirmo que su sonrisa era para mí como el sol. Pero el "Inmortal" no se apiadaba del sol ni del universo entero. Recuerdo que dijo: "Si Dios baja a la Tierra y su nariz no me gusta, a Dios mismo lo mando fusilar".
Delatar, ¿qué impulsa al hombre a este acto? Ni lucro, ni envidia, ni venganza, ni espíritu de justicia. Creo que la delación es un instinto. Y el amor, ¿por qué nos conduce al riesgo? ¿Acaso la felicidad no puede encontrarse sino junto al peligro mortal? Al final salía con Eugenia durante el día, íbamos al trabajo cantando, asistíamos a los desfiles con antorchas, jugábamos a la rayuela frente a los cuarteles de camisas verdes... Fue normal: nos delataron.
Reconozco que el líder era un genio teatral. Me llamaron por teléfono. "Dos clientes... Viejo matrimonio... Entierro de lujo... El rostro del caballero para usted... El de la dama para su ayudante..." Llegamos a la dirección indicada. Un lacayo, demasiado altivo para su oficio, se alejó con Eugenia dejándome en una pieza. No había cadáver. Sólo un féretro vacío para niño... Quise abrir la puerta. Estaba encerrado. Oí risas obscenas y ruido de botas. Esperé... Cuando me lanzaron el cuerpo de Eugenia gritando "¡Es tu turno!", no quise comprender. Realicé sobre su carita el maquillaje de payaso que siempre me pedía y la deposité en el pequeño ataúd.
Encerrado en el Congreso, trabajo sobre el "Inmortal". Afuera un millón de camisas verdes esperan que abra la puerta. Mi obra está terminada... Firmaré mi condena de muere. También la condena de esta falsa doctrina: - ¡Entren, camisas verdes, vean!

El Cura-Monasterio

No tengo sotana. Vivo dentro de un tarro en el patio del convento. Los monjes me lanzan un pedazo de pan. A veces dentro del pan hay queso. El domingo, antes de que lleguen las visitas, me hacen salir del tarro para que vaya a esconderme al bosque. No me alejo mucho. Me subo a un cerro y vigilo. Sé que el monasterio tiene los cimientos podridos. Por eso no debo cejar. Si detengo mis esfuerzos y dejo de contraer los músculos del vientre, comenzaré a desplomarme por el campanario. Tic-tac, son las dos.

Cuando llegué era un simple cura. Un día comenzó a trizárseme un ladrillo. Salí del tarro, medio sonámbulo, me dirigí a uno de los muros, enyesé la quebradura y se me alivió el dolor.
Luego empecé a sentir las murallas. Una plaga de ratones cavando galerías me hizo sufrir con sus mordiscos antes de que llegara a acostumbrarme. Aún toso. También me molestó el peso de tanto crucifijo y los clavos de aquellos cuadros con ángeles, enterrándose en mi estuco cual alfileres en la médula de los dientes. No podía comer el pan: me acostumbré.

La torre y los cimientos vinieron después. Sentir las campanas agitándose dentro del hígado fue una felicidad que pudo únicamente ser destruida por la carcoma que devoraba mis cimientos. Comprendí mi labor: día y noche debería velar para no desmoronarme. Que mi campanario, que mis paredes, que mis pisos no se sumerjan en el abismo depende de mi resistencia. Contraigo el vientre. Yo soy el cura-monasterio. Debo luchar.

Los monjes dicen que no soy cura. Cuando les digo que me duele un vitral, se ríen. Cómo explicarles que sé exactamente el número de pasos que dan sobre mis baldosas. Explicarles que siento debajo de mis costillas sus vueltas y revueltas bajo las sábanas. No me creen. Ayer bebí cuatro litros de vino. Salieron al patio dándose golpes en el pecho y gritando: “¡Temblor de tierra!” Al que se ríe más, le dejé caer una cornisa en la tonsura.
Ellos piensan que el monasterio es eterno. Yo sé que voy a morir. No estoy loco: yo no digo que soy el monasterio. (Me refiero a su materia.) Soy la conciencia de él. Al mismo tiempo existo como hombre. No es complicado. No tiene nada de raro. Si me embriago, el monasterio tiembla. Si el viento atraviesa las ventanas, me dan escalofríos. Mis colegas tratan de salvar sus almas. Yo lucho para que los cimientos podridos no se derrumben.

El ruido de sus plegarias me produce grietas. Les he propuesto que recen pensando. Han cantado más fuerte. Justo debajo, hay una trizadura que hará hundirse el altar. El dolor lo tengo en un riñón. Son ellos los que me están destruyendo con tanto moscardoneo, tanto crucifijo, tantos cuadros, tanta agitación bajo las sábanas. Son ellos los que me alimentan mal. Son ellos los que mañana me derrumbarán.

Es domingo. Ha venido con su hermoso uniforme militar el Presidente de la República, seguido por veinte caballeros de la aristocracia y muchos soldados. Estoy más enfermo que nunca. Se han puesto trajes de gala. Parecen vestidos como para un baile. Ya no doy más. ¿Por qué no me tocó ser cura-volantín o cura-hierba? Habría sido delicioso sentir el aire puro de la altura agitando mi simple papel de color o la tierra dulce apretando, tibia, mis raíces.

No tengo dudas sobre lo que soy. No obstante, experimento el deseo de probar, a ellos y a mí, tangiblemente, que soy el monasterio. Aquí hay algo que está mal. Uno: si no me decido a relajar el vientre, jamás caerán las murallas y nunca podré tener la prueba. Dos: si me decido a dar el mortífero paso, a costa de la destrucción tendré esa prueba. (Soy hermoso; bajo la lluvia mis tejas brillan como escamas de salmón.) ¿Pero si las murallas, a pesar de mi acto, no cayeran?
No dejaría de ser lo que soy. Probablemente no sea aquel monasterio sino otro idéntico que puede estar en cualquier parte. Además, ¿es necesario que exista un monasterio “real”? Me basta saber que si dejo de contraer los músculos del vientre, yo, yo mismo me elimino.

La Idea

Antes de que la idea apareciera, yo creía ser feliz. Trabajaba en Investigaciones. Filas de conspiradores, con toda seguridad comunistas, a quienes no distinguía por los rostros sino por las tarjetas de identificación que les colgaban del cuello, esperaban llegar a mí. ¡Blandiendo un punzón eléctrico y pistola negra, yo era la obligada meta!
Siempre me esmeré en reventar lentamente cada testículo o pezón, aunque para ello tuviese que retardar varias horas el avance de la fila. Por amor a mi oficio, adquirí técnicas que me permitieron obtener confesiones semejantes a poemas. Secretamente alimentaba yo la creencia de que el Supremo estaba enterado de mi habilidad y que, al término de cada jornada, se reunía con su Estado Mayor para admirar las fotografías de mis obras de arte. (Para abrir un tórax de tal manera que semeje una magnolia roja, se necesita un buen gusto extremo.) Estaba orgulloso. Eso era antes. Ahora estoy vomitando.
La cosa empezó por mi culpa: hacer desaparecer a un fulano se me había hecho rutinario. Con el apoyo del Alto Mando, mandaba borrar su acta de nacimiento y todos los demás documentos oficiales, amén de su cuenta bancaria, su registro telefónico, etcétera. Esto parece complicado pero era relativamente simple. Bastaba un telefonazo para poner en marcha la red desaparecedora y en menos de cuarenta y ocho horas el criptocomunista se esfumaba. Bueno, le quedaba el molesto cuerpo. Yo mismo, en cómodos fines de semana, cuando podía ausentarme de la capital en forma discreta, los liberaba casi a todos de esa carne ya carente de significado social. Un hombre sin papeles es un fantasma. A veces era en el desierto, otras en playas deshabitadas o en bosques del sur. Mejor no amontonarlos en promiscuas fosas comunes. Un desaparecido no puede formar grupos, tiene que irse al agujero, solo, sin encontrar ojos que al verlo lo definan.
Ellos mismos tenían que cavar su fosa. Es curioso cómo cada uno abría un hoyo diferente: a veces eran rectangulares; otras, a causa de que les temblaban las manos, informes. Los había profundos y grandes, como si fueran a contener una vaca o tan pequeños que me veía obligado a cortar al muerto en dos para que cupiera. Es curioso: los que ejercían una profesión intelectual cavaban fosas de muy poco fondo.
No hay mucha diferencia entre la muerte de un conejo y la de un hombre; basta un golpe en la nuca y se acaba la comedia, Bueno, el golpe no lo daba con mis puños sino con un bate de béisbol, por higiene. Luego los cubría con piedras y tierra, punto. ¡Desaparecidos para siempre!
Sí, borrar a un fulano se me había hecho rutinario. Pero este día de verano, en Investigaciones, la cola de tantos inculpados para caber en la sala debe formar una espiral. El aire se vicia. Apenas puedo introducirles las ratas hambrientas en el ano. Por el interior del pantalón, a causa de mi vientre sudado, se desliza la pistola. Me inclino para recogerla. ¡Sucede aquello que causa mi perdición: acude una idea!
Fue como si un sol inoportuno surgiera en mi cabeza iluminando recuerdos, órdenes inscritas, antiguas creencias. Al erguirme, sentí que mi calavera era un cofre relleno con diamantes venenosos. Esa sensación me produjo tal disgusto, que oculté mis ojos con gafas oscuras por temor de que alguien descubriera lo que llevaba incrustado en el cerebro. Al lado de aquella idea, mi pretérito se presentó como un magma nauseabundo; a pesar de todos mis esfuerzos me fui avergonzado de mis mediocres conceptos y, al fin, encontré ridícula mi pasión por hacer desaparecer ciudadanos en forma perfecta.
“He sido de una abominable debilidad; debo fortalecerme. ¡Así como tuve esta idea, la puedo eliminar!”
Solicité un largo permiso al Comité de Tortura. Me fue concedido con una facilidad que no dejó de herir mi orgullo. (Sobre todo cuando supe que colocaban en mi puesto a
Un burdo ex boxeador.) Semanas estuve encerrado forzando mi cerebro. Me incliné innumerables veces. Me tendí de espaldas en la cama mirando el techo o boca abajo con la cabeza colgando al borde del somier. Nada sucedía. Fracasaron las mojadas en el ceño con agua caliente, el golpearme el mentón con un puño, azotar mi nuca con un zapato. Dentro de mí, la idea brillaba como una tarántula incandescente. Me di cuenta de que había algo ajeno queriéndome utilizar como instrumento.
“Ella no ha sido creada por mí. Cuando me incliné, vino de otra parte a mi cerebro para anidarse en su centro hasta destruir mi vida. ¡Impediré que surja de mi boca! ¡He de olvidarla!”
Meses estuve tratando. Comí poco; me sumergí en los cinematógrafos; participé en desfiles religiosos y políticos; memoricé la nueva Constitución; recurrí al alcohol, a la morfina, al embrutecimiento sexual. Vanos esfuerzos: ¡olvidé hasta mi nombre, pero la idea no perdió su nitidez!
Como último recurso pensé en degollarme. Sin embargo, la duda me retuvo. ¿Era ese el medio de eliminarla? ¿Y si después de que yo muriera el ex boxeador, torpe, dejaba caer cualquier cosa, las pinzas muerde-senos, por ejemplo? Al recoger mi cuerpo, los empleados de la funeraria se inclinarían. Catorce veces por semana, un hombre baja la frente al atar y desatar los cordones de sus zapatos. ¡Todo el mundo inclina la cabeza varias veces al día, por diferentes motivos! ¿Quién me aseguraba que, una vez libre de mí, la idea no aparecería en otro cráneo?
Guardé la navaja.
“Tengo la sensación de que juega conmigo. La única manera de eliminar esta cosa monstruosa es hacer lo que tan bien se hacer: desaparecerme.”
Seguí todo el ritual: di el telefonazo maestro y la red se puso en acción. En menos de cuarenta y ocho horas me convertí en un don Nadie. Al sábado siguiente tomé el automóvil y me fui a una playa abandonada llena de algas. Allí, desnudo, dejé surgir mi asco. Después de unas tremendas arcadas vomité los huesos del pie derecho; luego los del otro pie, seguidos por los fémures, la osamenta púbica, la columna vertebral que surgió como un gusano blanco, las costillas, los brazos, el cráneo, en fin, mi esqueleto entero. Convertido en un montón informe, vomité las tripas, el estómago y las otras vísceras. Luego fueron los músculos, la grasa, las arterias y venas, los nervios, y por último, como una gran hoja muerta, la piel. No quedó boca ni nada. Miento: quedó palpitando entre las algas, como un pez que agoniza, la maldita idea.
Aliviado, entré en el mundo de los desaparecidos. Lo encontré vacío. Al esfumarme yo, ellos, saliendo del olvido, comenzaron a aparecer.