25.6.10

TACUARA-MANSIÓN

de Horacio Quiroga


Frente al rancho de Juan Brown, en Misiones, se levanta un árbol de gran diámetro y ramas retorcidas, que presta a aquél frondosísimo amparo. Bajo este árbol murió, mientras esperaba el día para irse a su casa, Santiago Rivet, en circunstancias bastante singulares para que merezcan ser contadas.

Misiones, colocada a la vera de un bosque que comienza allí y termina en el Amazonas, guarece a una serie de tipos a quienes podría lógicamente imputarse cualquier cosa, menos el ser aburridos. La vida más desprovista de interés al norte de Posadas, encierra dos o tres pequeñas epopeyas de trabajo o de carácter, si no de sangre. Pues bien se comprende que no son tímidos gatitos de civilización los tipos que del primer chapuzón o en el reflujo final de sus vidas, han ido a encallar allá.

Sin alcanzar los contornos pintorescos de un João Pedro, por ser otros los tiempos y otro el carácter del personaje, don Juan Brown merece mención especial entre los tipos de aquel ambiente.

Brown era argentino y totalmente criollo, a despecho de una gran reserva británica. Había cursado en La Plata dos o tres brillantes años de ingeniería. Un día, sin que sepamos por qué, cortó sus estudios y derivó hasta Misiones. Creo haberlo oído decir que llegó a Iviraromí por un par de horas, asunto de ver las ruinas. Mandó más tarde a buscar sus valijas a Posadas para quedarse dos días más, y allí lo encontré yo quince años después, sin que en todo ese tiempo hubiera abandonado una sola hora el lugar. No le interesaba mayormente el país; se quedaba allí, simplemente, por no valer sin duda la pena hacer otra cosa.

Era un hombre joven todavía, grueso, y más que grueso muy alto, pues pesaba 100 kilos. Cuando galopaba –por excepción– era fama que se veía al caballo doblarse por el espinazo, y a don Juan sostenerlo con los pies en tierra.

En relación con su grave empaque, don Juan era poco amigo de palabras. Su rostro ancho y rapado bajo un largo pelo hacia atrás, recordaba bastante al de un tribuno del noventa y tres. Respiraba con cierta dificultad, a causa de su corpulencia. Cenaba siempre a las cuatro de la tarde, y al anochecer llegaba infaliblemente al bar, fuere el tiempo que hubiere, al paso de su heroico caballito, para retirarse también infaliblemente el último de todos. Llamábasele “don Juan” a secas, e inspiraba tanto respeto su volumen como su carácter. He aquí dos muestras de este raro carácter.

Cierta noche, jugando al truco con el juez de paz de entonces, el juez se vio en mal trance e intentó una trampa. Don Juan miró a su adversario sin decir palabra, y prosiguió jugando. Alentado el mestizo, y como la suerte continuara favoreciendo a don Juan, tentó una nueva trampa. Juan Brown echó una ojeada a las cartas, y dijo tranquilo al juez:

—Hiciste trampa de nuevo; da las cartas otra vez.

Disculpas efusivas del mestizo, y nueva reincidencia. Con igual calma, don Juan le advirtió:

—Has vuelto a hacer trampa; da las cartas de nuevo.

Cierta noche, durante una partida de ajedrez, se le cayó a don Juan el revólver, y el tiro partió. Brown recogió el revólver sin decir una palabra y prosiguió jugando, ante los bulliciosos comentarios de los contertulios, cada uno de los cuales, por lo menos, creía haber recibido la bala. Sólo al final se supo que quien la había recibido en una pierna, era el mismo don Juan.

Brown vivía solo en Tacuara-M ansión (así llamada porque estaba en verdad construida de caña tacuara, y por otro malicioso motivo). Servíale de cocinero un húngaro de mirada muy dura y abierta, y que parecía echar las palabras en explosiones a través de los dientes. Veneraba a don Juan, el cual, por su parte, apenas le dirigía la palabra.

Final de este carácter: muchos años después cuando en Iviraromí hubo un piano, se supo recién entonces que don Juan era un eximio ejecutante.

* * *

Lo más particular de don Juan Brown, sin embargo, eran las relaciones que cultivaba con monsieur Rivet, llamado oficialmente Santiago-Guido- Luciano-María Rivet.

Era éste un perfecto ex hombre, arrojado hasta Iviraromí por la última oleada de su vida. Llegado al país veinte años atrás, y con muy brillante actuación luego en la dirección técnica de una destilería de Tucumán, redujo poco a poco el límite de sus actividades intelectuales, hasta encallar por fin en Iviraromí, en carácter de despojo humano.

Nada sabemos de su llegada allá. Un crepúsculo, sentado a la puerta del bar, lo vimos desembocar del monte de las ruinas en compañía de Luisser, un mecánico manco, tan pobre como alegre, y que decía siempre no faltarle nada, a pesar de que le faltaba un brazo.

En esos momentos el optimista sujeto se ocupaba de la destilación de hojas de naranjo, en el alambique más original que darse pueda. Ya volveremos sobre esta fase suya. Pero en aquellos instantes de fiebre destilatoria la llegada de un químico industrial de la talla de Rivet fue un latigazo de excitación para las fantasías del pobre manco. Él nos informó de la personalidad de monsieur Rivet, presentándolo un sábado de noche en el bar, que desde entonces honró con su presencia.

Monsieur Rivet era un hombrecillo diminuto, muy flaco, y que los domingos se peinaba el cabello en dos grasientas ondas a ambos lados de la frente. Entre sus barbas siempre sin afeitar pero nunca largas, rendíanse constantemente adelante sus labios en un profundo desprecio por todos, y en particular por los doctores de Iviraromí. El más discreto ensayo de sapecadoras y secadoras de yerba mate que se comentaba en el bar, apenas arrancaba al químico otra cosa que salivazos de desprecio, y frases entrecortadas:

— ¡Tzsh!... Doctorcitos... No saben nada... ¡Tzsh!... Porquería...

Desde todos o casi todos puntos de vista, nuestro hombre era el polo opuesto del impasible Juan Brown. Y nada decimos de la corpulencia de ambos, por cuanto nunca llegó a verse en boliche alguno del Alto Paraná, ser de hombros más angostos y flacura más raquítica que la de mosiú Rivet. Aunque esto sólo llegamos a apreciarlo en forma, la noche del domingo en que el químico hizo su entrada al bar vestido con un flamante trajecillo negro de adolescente, aun angosto de espalda y piernas para él mismo. Pero Rivet parecía estar orgulloso de él, y sólo se lo ponía los sábados y domingos de noche.

* * *

El bar de que hemos hecho referencia era un pequeño hotel para refrigerio de los turistas que llegaban en invierno hasta Iviraromí a visitar las famosas ruinas jesuíticas, y que después de almorzar proseguían viaje hasta el Iguazú, regresaban a Posadas. En el resto de las horas, el bar nos pertenecía. Servía de infalible punto de reunión a los pobladores con alguna cultura de Iviraromí: 17 en total. Y era una de las mayores curiosidades en aquella amalgama de fronterizos del bosque, el que los 17 jugaran al ajedrez, y bien. De modo que la tertulia desarrollábase a veces en silencio entre espaldas dobladas sobre cinco o seis tableros, entre sujetos la mitad de los cuales no podían concluir de firmar sin secarse dos o tres veces la mano.

A las doce de la noche el bar quedaba desierto, salvo las ocasiones en que don Juan había pasado toda la mañana y toda la tarde de espaldas al mostrador de todos los boliches de Iviraromí. Don Juan era entonces inconmovible. Malas noches estas para el barman, pues Brown poseía la más sólida cabeza del país. Recostado al despacho de bebidas, veía pasar las horas una tras otra, sin moverse ni oír al barman, que para advertir a don Juan salía a cada instante afuera a pronosticar lluvia.

Como monsieur Rivet demostraba a su vez una gran resistencia, pronto llegaron el ex ingeniero y el ex químico a encontrarse en frecuentes vis à vis. No vaya a creerse sin embargo que esta común finalidad y fin de vida hubiera creado el menor asomo de amistad entre ellos. Don Juan, en pos de un Buenas noches, más indicado que dicho, no volvía a acordarse para nada de su compañero. M. Rivet, por su parte, no disminuía en honor de Juan Brown el desprecio que le inspiraban los doctores de Iviraromí, entre los cuales contaba naturalmente a don Juan. Pasaban la noche juntos y solos, y a veces proseguían la mañana entera en el primer boliche abierto; pero sin mirarse siquiera.

Estos originales encuentros se tornaron más frecuentes a mediar el invierno en que el socio de Rivet emprendió la fabricación de alcohol de naranja, bajo la dirección del químico. Concluida esta empresa con la catástrofe de la que damos cuenta en otro relato, Rivet concurrió todas las noches al bar, con su esbeltito traje negro. Y como don Juan pasaba en esos momentos por una de sus malas crisis, tuvieron ambos ocasión de celebrar vis à vis fantásticos, hasta llegar al último, que fue decisivo.

* * *

Por las razones antedichas y el manifiesto lucro que el dueño del bar obtenía con ellas, éste pasaba las noches en blanco, sin otra ocupación que atender los vasos de los dos socios, y cargar de nuevo la lámpara de alcohol. Frío, habrá que suponerlo en esas crudas noches de junio. Por ello el bolichero se rindió una noche, y después de confiar a la honorabilidad de Brown el resto de la damajuana de caña, se fue a acostar. Demás está decir que Brown era únicamente quien respondía de estos gastos a dúo.

Don Juan, pues, y monsieur Rivet quedaron solos a las dos de la mañana, el primero en su lugar habitual, duro e impasible como siempre, y el químico paseando agitado con la frente en sudor, mientras afuera caía una cortante helada.

Durante dos horas no hubo novedad alguna; pero al dar las tres, la damajuana se vació. Ambos lo advirtieron, y por un largo rato los ojos globosos y muertos de don Juan se fijaron en el vacío delante de él. Al fin, volviéndose a medias, echó una ojeada a la damajuana agotada, y recuperó tras ella su pose. Otro largo rato transcurrió y de nuevo volvióse a observar el recipiente. Cogiéndolo por fin, lo mantuvo boca abajo sobre el cinc; nada: ni una gota.

Una crisis de dipsomanía puede ser derivada con lo que se quiera, menos con la brusca supresión de la droga. De vez en cuando, y a las puertas mismas del bar, rompía el canto estridente de un gallo, que hacía resoplar a Juan Brown, y perder el compás de su marcha a Rivet. Al final, el gallo desató la lengua del químico en improperios pastosos contra los doctorcitos. Don Juan no prestaba a su cháchara convulsiva la menor atención; pero ante el constante: “Porquería... no saben nada...” del ex químico, Juan Brown volvió a él sus pesados ojos, y le dijo:

—¿Y vos qué sabés?

Rivet, al trote y salivando, se lanzó entonces en insultos del mismo jaez contra don Juan, quien lo siguió obstinadamente con los ojos. Al fin resopló, apartando la vista:

—Francés del diablo...

La situación, sin embargo, se volvía intolerable. La mirada de don Juan, fija desde hacía rato en la lámpara, cayó por fin de costado sobre su socio:

—Vos que sabés de todo, industrial... ¿Se puede tomar el alcohol carburado?

¡Alcohol! La sola palabra sofocó, como un soplo de fuego, la irritación de Rivet. Tartamudeó, contemplando la lámpara:

—¿Carburado?... ¡Tzsh!... Porquería... Benzinas... Biridinas... ¡Tzhs!... Se puede tomar.

No bastó más. Los socios encendieron una vela, vertieron en la damajuana el alcohol con el mismo pestilente embudo, y ambos volvieron a la vida.

El alcohol carburado no es una bebida para seres humanos. Cuando hubieron vaciado la damajuana hasta la última gota, don Juan perdió por primera vez en la vida su impasible línea, y cayó, se desplomó como un elefante en la silla. Rivet sudaba hasta las mechas del cabello, y no podía arrancarse de la baranda del billar.

—Vamos –le dijo don Juan, arrastrando consigo a Rivet, que resistía. Brown logró cinchar su caballo, pudo izar al químico a la grupa, y a las tres de la mañana partieron del bar al paso del flete de Brown, que siendo capaz de trotar con 100 kilos encima, bien podía caminar cargado con 140.

La noche, muy fría y clara, debía estar ya velada de neblina en la cuenca de las vertientes. En efecto, apenas a la vista del valle del Yabebirí, pudieron ver a la bruma, acostada desde temprano a lo largo del río, ascender desflecada en jirones por la falta de la serranía. Más en lo hondo aún, el bosque tibio debía estar ya blanco de vapores.

Fue lo que aconteció. Los viajeros tropezaron de pronto con el monte, cuando debían estar ya en Tacuara-M ansión. El caballo, fatigado, se resistía a abandonar el lugar. Don Juan volvió grupa, y un rato después tenían de nuevo el bosque por delante.

—Perdidos... –pensó don Juan, castañeteando a pesar suyo, pues aun cuando la cerrazón impedía la helada, el frío no mordía menos. Tomó otro rumbo, confiando esta vez en el caballo. Bajo su saco de astracán, Brown se sentía empapado en sudor de hielo El químico, más lesionado, bailoteaba en ancas de un lado para otro, inconsciente del todo.

El monte los detuvo de nuevo. Don Juan consideró entonces que había hecho cuanto era posible para llegar a su casa. Allí mismo ató su caballo en el primer árbol, y tendiendo a Rivet al lado suyo se acostó al pie de aquél. El químico, muy encogido, había doblado las rodillas hasta el pecho, y temblabla sin tregua. No ocupaba más espacio que una criatura –y eso flaca. Don Juan lo contempló un momento; y encogiéndose ligeramente de hombros, apartó de sí el mandil que se había echado encima, y cubrió con él a Rivet, hecho lo cual, se tendió de espaldas sobre el pasto de hielo.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Cuando volvió en sí, el sol estaba ya muy alto. Y a diez metros de ellos, su propia casa.

Lo que había pasado era muy sencillo: Ni un solo momento se habían extraviado la noche anterior. El caballo habíase detenido la primera vez –y todas–, ante el gran árbol de Tacuara-Mansión, que el alcohol de lámparas y la niebla habían impedido ver a su dueño. Las marchas y contramarchas, al parecer interminables, habíanse concretado a sencillos rodeos alrededor del árbol familiar.

De cualquier modo, acababan de ser descubiertos por el húngaro de don Juan. Entre ambos transportaron al rancho a monsieur Rivet, en la misma postura de niño con frío en que había muerto. Juan Brown, por su parte, y a pesar de los porrones calientes, no pudo dormirse en largo tiempo, calculando obstinadamente, ante su tabique de cedro, el número de tablas que necesitaría el cajón de su socio.

Y a la mañana siguiente las vecinas del pedregoso camino del Yabebirí oyeron desde lejos y vieron pasar el saltarín carrito de ruedas macizas, y seguido a prisa por el manco, que se llevaba los restos del difunto químico.

* * *

Maltrecho a pesar de su enorme resistencia, don Juan no abandonó en diez días Tacuara-Mansión. No faltó sin embargo quien fuera a informarse de lo que había pasado, so pretexto de consolar a don Juan y de cantar aleluyas al ilustre químico fallecido.

Don Juan lo dejó hablar sin interrumpirlo. Al fin, ante nuevas loas al intelectual desterrado en país salvaje que acababa de morir, don Juan se encogió de hombros:

—Gringo de porquería... –murmuró apartando la vista.

Y ésta fue toda la oración fúnebre de monsieur Rivet.

19.6.10

El Futurismo

de Filippo Tommaso Marinetti


Habíamos velado insomnes toda la noche—mis amigos y yo—bajo los lampadarios de cobre en cuyas cúpulas lucía como en nuestro espíritu un corazón eléctrico, Aherrojada nuestra pereza, discutíamos en los confines extremos de la lógica y preñábamos cuartillas y cuartillas con frenética exaltación.

Un inmenso orgullo nos hinchaba el pecho y nos sentíamos erguidos y solos como faros o como centinelas en la avanzada, de frente al ejército estelar nuestro enemigo, acampado en su vivac celeste. Solos con los fogoneros en las entrañas fulmíneas de los grandes navíos, solos con los negros fantasmas que se abaten en el vientre rojo, incendiado, de las histéricas locomotoras, solos con esos seres embriagados que pegan con sus alas en los muros.

Cuando de pronto, bruscamente nos ha distraído el rodar de los enormes tranvías de doble piso que pasan sonantes, con sobresalto, rebosando luz, semejando un caserío en plena fiesta, al que el Po, desbordado, musculoso, exterminará de pronto para arrastrarlo después en el remolino y en las marejadas de un diluvio, hasta el mar.

Después el silencio se ha apagado. Se ha percibido sólo la oración extenuada del viejo canal y el rechinar de los huesos de los viejos palacios, moribundos bajo el bello húmedo y verde de su fachada y de sus losas.

—¡Vamos!—dije a mis amigos—¡Partamos! Al fin la Mitología y el Ideal místico han sido sobrepujados. Vamos a asistir al nacimiento del Centauro y veremos volar los primeros Ángeles.

¡Es necesario abatir forzadamente las puertas de la vida para probar sus goznes y sus cerrojos! ¡Partamos! He aquí el primer sol elevándose sobre la tierra... Nada iguala el esplendor de su roja espada, esgrimida por primera vez en nuestras tinieblas milenarias. Nos acercamos a las tres máquinas jadeantes para persuadir su corazón.

Yo me alargué sobre la mía como un cadáver en su ataúd, pero resucité en seguida bajo el volante—cuchilla de guillotina—que amenazaba mi estómago.

La gran escoba de la locura nos arrancó a nosotros mismos lanzándonos a través de las avenidas más escarpadas y profundas como torrentes deshechos. Aquí y acullá luces sórdidas, nos querían enseñar el desprecio a la falaz matemática de nuestras concepciones.

—El olfato—gritábales—el olfato les basta a las fieras.

Cazamos, como jóvenes leones a la Muerte de negro pelaje manchado de pálidas cruces, cuando se nos apareció viva y posesa, sobre el vasto cielo violáceo.

¡Oh! ¡Qué bien! ¡Ya no teníamos ninguna Señora ideal, de esas altas hasta las nubes, ni ninguna reina cruel a quien ofrecer nuestros cadáveres a guisa de anillos bizantinos!

¡No teníamos ninguna predilección por la muerte, a no ser el deseo de desembarazarnos de nuestro pesado y recio coraje!

Seguimos arrasando todos los perros guardianes, aplastándoles bajo los neumáticos, enrollándoles, como a los cuellos postizos una plancha.

La muerte acariciante y servil se me adelantaba a cada paso y en todos los recodos, ofreciéndome galantemente la pata. Se tendía sobre el camino con un ruido de huesos dislocados y estridentes, y me lanzaba miradas aterciopeladas desde el fondo de sus cuencas.

—Abandonemos la sabiduría—exclamé de nuevo—como ganga inútil v perjudicial! ¡Invadamos como un fruto cimentado de orgullo y de entereza, las fauces inmensas del viento! ¡Démonos a comer a lo desconocido no por desesperación, sino simplemente para enriquecer los insondables reservorios del absurdo!

Después de decir esas palabras viré bruscamente sobre mi mismo con la fiebre loca, desposeída, de los perros que se muerden la cola, cuando he aquí que dos ciclistas comienzan a discutirme con razonamientos persuasivos y contradictorios. ¡Su dilema lanzado sobre mi terreno! ¡Qué fastidio! ¡Puah! Corté por lo sano, y hastiado... ¡Paf!... me arrojé de cabeza a un foso...

¡Oh! ¡Maternal foso medio lleno de agua fangosa! ¡Foso de fábrica! ¡Yo he saboreado glotonamente tu lodo fortificante que me recuerda las mamas negras de mi nodriza sudanesa.

Así, arrojado mi cuerpo mal oliente y fangoso, he sentido a la espada roja de la alegría atravesarme deliciosamente el corazón.

Una turba de pescadores de caña y de naturalistas podagreux se reunieron espantados alrededor del prodigio. Con un espíritu cazurro y relapso, procuraron por todos los medios, valiéndose de unos grandes arpones de hierro, pescar mi automóvil, parecido a un gran tiburón estancado.

Entonces surgió otra vez de la fosa abandonando su pesada carga de buen sentido y su mórbido y confortable enguatado.

Se le hubiera creído muerto, a mi buen tiburón, pero con solo una caricia sobre su lomo todopoderoso ha resucitado y hele ya corriendo con toda velocidad sobre sus aletas.

Entonces, al fin, el rostro cubierto del cieno de las fábricas, lleno de escorias de metal, de sudores inútiles y de hollin celeste, llevando los brazos en cabestrillo, entre el lamento de los pescadores con cana y de los naturalistas afligidos, dictamos nuestras primeras voluntades a todos los hombres vivientes de la tierra.

MANIFIESTO DEL FUTURISMO

I. Queremos cantar el amor al peligro, a la fuerza y a la temeridad.

II. Los elementos capitales de nuestra poesía, serán el coraje, la audacia y la rebelión.

III. Contrastando con la literatura que ha magnificado hasta hoy la inmovilidad de pensamiento, el éxtasis y el sueño, nosotros vamos a glorificar el movimiento agresivo, el insomnio febriciente, el paso gimnástico, el salto arriesgado, las bofetadas y el puñetazo.

IV. Declaramos que el esplendor del mundo se ha enriquecido de una belleza nueva: la belleza de la velocidad. Un automóvil de carrera con su vientre ornado de gruesas tuberías, parecidas a serpientes de aliento explosivo y furioso... un automóvil que parece correr sobre metralla, es más hermoso que la Victoria de Samotrhacia.

V. Queremos cantar al hombre que es dueño del volante cuyo eje ideal atraviesa la Tierra lanzada sobre el circuito de su órbita.

Vl. Es necesario que el poeta se desviva, con ardor, con fuego, con prodigalidad por aumentar el fervor entusiasta de los elementos primordiales, su ignición.

Vll. No hay belleza más que en la lucha. No debe admitirse un jefe de escuela si no tiene un carácter recalcitrantemente violento. La poesía debe ser un asalto agresivo contra las fuerzas anónimas y desconocidas para hacerlas que se inclinen ante el hombre.

VlIl. ¡Estamos sobre el promontorio extremo de los siglos! ¿A qué mirar detrás de nosotros, que es como ahondar en la misteriosa alforja de lo imposible? El Tiempo y el Espacio han muerto. Vivimos ya en el Absoluto, puesto que hemos creado la celeridad omnipresente.

IX. Queremos glorificar la guerra—única higiene del mundo—el militarismo, el patriotismo, el gesto destructor de los anarquistas, las bellas ideas que matan y el desprecio a la mujer.

X. Queremos demoler los museos, las bibliotecas, combatir el moralismo, el feminismo y todas las cobardías oportunistas y utilitarias

XI. Cantaremos a las grandes muchedumbres agitadas por el trabajo, el placer o la rebeldía, las resacas multicolores y polífonas de las revoluciones en las capitales modernas: la vibración nocturna de los arsenales y de los almacenes bajo sus violentas lunas eléctricas, las estaciones ahitas, pobladas de serpientes atezadas y humosas, las fábricas suspendidas de las nubes por el bramante de sus chimeneas; los puentes parecidos al salto de un gigante sobre la cuchillería diabólica y mortal de los ríos, los barcos aventureros olfateando siempre el horizonte, las locomotivas en su gran chiquero, que piafan sobre los railes, bridadas por largos tubos fatalizados, y el vuelo alto de los aeroplanos, en los que la hélice tiene chasquidos de banderolas y de salvas de aplausos, salvas calurosas de cien muchedumbres.

Lanzamos en Italia este manifiesto de heroica violencia y de incendiarios incentivos, porque queremos librarla de su gangrena de profesores, arqueólogos y cicerones.

Italia ha sido durante mucho tiempo el mercado de los chalanes. Queremos librarla de los innumerables museos que la cubren de innumerables cementerios.

¡Museos, cementerios! ¡Tan idénticos en su siniestro acodamiento de cuerpos que no se distinguen! Dormitorios públicos donde se duerme siempre junto a seres odiados o desconocidos. Ferocidad recíproca de pintores y escultores matándose a golpes de línea y de color en el mismo museo.

¡Que se les haga una visita cada año como quien va a visitar a sus muertos llegaremos a justificarlo!... ¡Que se depositen flores una vez por año a los pies de la Joconda también lo concebimos!... ¡Pero ir a pasear cotidianamente a los museos, nuestras tristezas, nuestras frágiles decepciones, nuestra cólera o nuestra inquietud, no lo admitimos!

¿Queréis emponzoñaros? ¿Queréis podridos? ¿Qué podéis encontrar en un anciano cuadro si no es la contorsión penosa del artista esforzándose por romper las barreras infranqueables de su deseo de expresar enteramente su sueño?

Admirar una vieja obra de arte es verter nuestra sensibilidad en una urna funeraria en lugar de emplearla más allá en un derrotero inaudito, en violentas empresas de creación y acción. ¿Queréis malvender así vuestras mejores fuerzas en una admiración inútil del pasado de la que saldréis aciagamente consumidos, achicados y pateados?

En verdad que la frecuentación cotidiana de los museos, de las bibliotecas y de las academias (¡esos cementerios de esfuerzos perdidos, esos calvarios de sueños crucificados, esos registros de impetuosidades rotas...!) es para los artistas lo que la tutela prolongada de los parientes para los jóvenes de inteligencia, esfervecidos de talento y de voluntad.

Sin embargo, para los moribundos, para los inválidos y para los prisioneros, puede ser bálsamo de sus heridas el admirable pasado, ya que el porvenir les está prohibido. ¡Pero nosotros no, no le queremos, nosotros los jóvenes, los fuertes y los vivientes futuristas!

¡Con nosotros vienen los buenos incendiarios con los dedos carbonizados! ¡Heles aquí! ¡Heles aquí! ¡Prended fuego en las estanterías de las bibliotecas! ¡Desarraigad el curso de los canales para inundar los sótanos de los museos! ¡Oh! ¡Que naden a la deriva los cuadros gloriosos! ¡Sean nuestros los azadones y los martillos! ¡Minemos los cimientos de las ciudades venerables!...

Los más viejos entre nosotros no tienen todavía treinta años; por eso nos resta todavía toda una década para cumplir nuestro programa. ¡Cuando tengamos cuarenta años que otros más jóvenes y más videntes nos arrojen al desván como manuscritos inútiles!...Vendrán contra nosotros de muy lejos, de todas partes, saltando sobre la ligera cadencia de sus primeros poemas, agarrando el aire con sus dedos ganchudos, y respirando a las puertas de las Academias el buen olor de nuestros espíritus podridos, va destinados a las sórdidas catacumbas de las bibliotecas!...

Pero no, nosotros no iremos nunca allá. Los nuevos adelantos nos encontrarán al fin, una noche de invierno, en plena campiña, bajo un doliente tinglado combatido por la lluvia, acurrucados cerca de nuestros aeroplanos trepidantes, en acción de calentarnos las manos en la fogata miserable que nutrirán nuestros libros de hoy ardiendo alegremente bajo el vuelo luminoso de sus imágenes.

Se amotinarán alrededor de nosotros, desbordando despecho, exasperados por nuestro coraje infatigable, y se lanzarán a matarnos con tanto más denuedo y odio, cuanto mayores sean la admiración y el amor que nos tengan en sus entrañas.

Y la fuerte y sana injusticia estallará rabiosamente en sus ojos. Y estará bien. Porque el arte no puede ser más que violencia, injusticia y crueldad.

Los más viejos de entre nosotros no tenemos aún treinta años, y por lo tanto hemos despilfarrado ya grandes tesoros de amor, de fuerza, de coraje y de dura voluntad, con precipitación, con delirio, sin cuenta, sin perder el aliento, a manos llenas.

¡Miradnos! ¡No estamos sofocados! ¡Nuestro corazón no siente la más ligera fatiga! ¡Está nutrido de fuego, de valor y de velocidad! ¿Esto os asombra? ¡Es que vosotros no os acordáis de haber vencido nunca!

En pie sobre la cima del mundo arrojamos nuestro reto a las estrellas!

¿Vuestras objeciones? ¡Basta! ¡Basta! ¡Las conocemos! ¡Son las consabidas! ¡Pero estamos bien cerciorados de lo que nuestra bella y falsa inteligencia nos afirma!

–Nosotros no somos–decís–más que el resumen y la prolongación de nuestros antepasados.

¡Puede ser! ¡Sea! ¿Y qué importa? ¡Es que nosotros no queremos escuchar! ¡Guardaros de repetir vuestras infames palabras! ¡Levantad, más bien, la cabeza!

¡En pie sobre la cima del mundo lanzamos una vez más el reto a las estrellas!

8.6.10

EL CHICO ARTIFICIAL cap.1

de BRUCE STERLING

I

Reveria brilla, el borde del planeta delimitado en una confusión luminosa producto de su atmósfera, sus mares, vastos y poco profundos, centellean, sus grandes continentes de coral sobresalen marrones, verdes y blancos entre deshilachadas nubes. El cielo sobre Telset, mi ciudad isla, es tan límpido como el cristal del zoom de una cámara; antes de pasar la proyección he tenido cuidado de conectar con los satélites meteorológicos. El efecto es hipnótico y relajante; la cámara desciende rápidamente de arriba hacia abajo, pasando de una vista general de la ciudad a un distrito y luego a una simple calle, una persona, a mí, y mi propia imagen se infla hasta llenar por completo la pantalla. El sonido proclama:

«Damas y caballeros, el Chico Artificial. Esta proyección ha sido posible gracias al señor Richer Money Manies y el Chico Artificial. Todos los derechos reservados en C. R. Y. 499 por el Chico Artificial para la Compañía del Conocimiento Disonante, Reveria.»

La mayoría de mi audiencia eran flotantes, que circunvalan nuestro coralino planeta sobre plataformas orbitales del tamaño de ciudades. Yo mismo los traje a la superficie del planeta y me encargué personalmente de captar su atención durante estos primeros treinta segundos de proyección. Los reverianos orbitales piensan en Reveria como algo querido pero lejano, en cambio los habitantes de la superficie, como yo mismo, lo consideran más bien original y dulce. Yo rompo este efecto de distanciamiento. Permanezco erguido bajo la cámara descendente, mis pequeños ojos rasgados y delimitados por una línea negra tan fríos y malignos como los de una víbora Desafío al espectador. Creo en los retos directos: están en el corazón del combate artístico.

Generalmente me preguntan cómo me convertí en un artista del combate y por qué me llaman el Chico Artificial. Pero dejan de hacer esas preguntas impertinentes cuando he terminado de golpearles sin piedad. Cualquier entrevista formal que he concedido la he terminado siempre «perdiendo los nervios» y vapuleando sonoramente al periodista. Pero han pasado los días en los que yo creía esto necesario de cara a crearme una reputación de furia y violencia gratuita. Ahora, intento contarlo todo.

¿Por qué, pues, la gente me llama el Chico Artificial? Mi respuesta es que todo artista del combate debe tener un apodo, y mi característica ha sido siempre el tener un aspecto juvenil y una salvaje artificialidad. «Chico», en Reveria, significa persona joven, pero la palabra también puede aplicarse a alguien irreverente y con poco respeto por los demás.

Más adelante explicaré y analizaré mi imagen en la película, una imagen que conozco bien, una imagen que, de hecho, me obsesiona. Muchas veces, me he levantado en el ocaso y trabajado sin interrupción durante las dieciocho horas que dura la noche reveriana, editando y depurando mis propias cintas para el señor Manies y el mercado. La imagen que proyecta la cinta es la de un hombre muy joven. Resistente, pero no excesivamente fuerte ni musculoso; su piel de un marrón oscuro, curtida por el sol, bajo una delgada capa de aceite verdoso. Bajo, de un metro y sesenta y cinco centímetros de altura. Sobre su torso, una gruesa cazadora de cuero con adornos metálicos, sujeta a los hombros por dos anchas correas; un rígido y pesado collar protege la parte trasera de su cuello. Viste un pantalón metálico con elásticos en la cintura y articulaciones, y lustrosas zapatillas negras de combate. Su cabeza parece la apropiada para un cuerpo juvenil; su cara es imberbe y sin rasgos sobresalientes, de anchas mandíbulas, barbilla estrecha y puntiaguda y ojos oblicuos y rasgados, delimitados por pintura negra. Su pelo es poco común, cada hebra de cabello está individualmente laminada en plástico, formando una maraña de rígidas, negras y puntiagudas púas. Sobre él, suspendidas en el aire, seis pequeñas y silenciosas cámaras, cada una con dos sistemas de lentes y un equipo de sonido, cuidadosamente programadas. Estas cámaras flotantes van siempre con él.

En su mano derecha, descuidadamente, lleva su arma. Se trata de dos delicadas barras de cuarenta y cinco centímetros de largo cada una, cubiertas de un plástico negro almohadillado y repelente de sangre, unidas por los extremos a una reluciente cadena de metal de veinte centímetros. Agarra una de sus barras por la mitad, dejando la otra libre. El sólido relleno de metal bajo la cubierta de plástico asegura un contundente impacto, mientras que la suave maleabilidad del plástico proporciona mejores golpes contundentes que los actuales desgarramientos y destrozos producidos por los sólidos mangos de metal. Pero, sobre todo, en lo que más cree el Chico Artificial es en el arte del combate. El arte en el combate te permite tener a tus oponentes sumidos a tus pies, aturdidos, insensibles y sin conocimiento. Combatir actuando no es arrancarle a uno grandes pedazos de carne sangrante.

El Chico Artificial se mueve con gracia felina. Es perfectamente consciente en todo momento de la exacta posición de cada centímetro de su cuerpo; su arma se agita como una cosa viva, obediente a sus deseos; no en vano tiene noventa y ocho largos años de experiencia. «¿Noventa y ocho años, Chico?» Puedo oír a mi audiencia preguntar. «¿No son veinte años más de los que has estado vivo?» Exactamente. Y es por esto por lo que soy el Chico Artificial.

Tengo los primeros momentos de mi «nacimiento» filmados en cinta. Fueron rodados por el profesor Crossbow, mi tutor durante los primeros veinte años de mi vida, una persona con la cual tengo una profunda deuda. Era gran habilidad de eso (el profesor Crossbow es un neutro, así que me referiré a eso como «eso», siempre he preferido el pronombre) tomar planos de acercamiento a mi cara. En los primeros momentos de la cinta, resulta obvio que, aparte del hecho de que él no dice absolutamente nada, estamos mirando a Rominuald Tanglin, mi personalidad anterior. Tiene doscientos veintiún años estándares y éstos son los que aparenta. Líneas de locura surcan su cara; sus ojos se mueven rápidamente de un lado a otro como dos pelotas negras al rojo vivo; hay tensión en la pálida línea de sus fruncidos labios. Está a punto de realizar un suicidio mental. Su cabello le baja hasta los hombros y sus maneras tienen esa especie de frivolidad del viejo estilo; hay media docena de puntitos rasurados en donde los contactos metálicos tocarán su cabeza, confiriéndole un aire peculiar de artificiosidad.

La máquina que va a matarlo desciende sobre él, desplegando seis contactos relucientes. Tanglin no dice nada todavía, pero su garganta se mueve visiblemente. Se produce el contacto; hay una descarga; Tanglin muere instantáneamente y sus ojos están cerrados. Su cara reposa con total relajación. La fina barbilla se desencaja y se forma un hilillo de baba en la comisura del labio inferior; aparece la mano de Crossbow que lo limpia con una esponja. El cuerpo, momentáneamente vacío de toda personalidad, reposa en la silla, pero unos brazos de plástico transparente, difícilmente visibles, mantienen la cabeza derecha. Se forman lágrimas en los conductos abiertos de los ojos que resbalan por las mejillas sin vida. El borrador de memoria ha hecho su trabajo. La mente de Tanglin se ha ido, su personalidad ha sido arrancada. La máquina se separa de la cabeza. Enseguida, Crossbow limpia las lágrimas y quita las abrazaderas de la cabeza. A los pocos segundos vuelve la consciencia, he nacido y alzo mi cabeza.

«Hola», dice cortés Crossbow. Fascinado, levanto mi mano y toco la fría humedad de mis mejillas. «Hola», digo mientras me restriego los ojos con los dedos.

Crossbow: ¿Sabes quién eres?

Yo: Sí. Soy R. T. (pausa) R. T. Arti. (Masco las palabras mientras muevo mi boca).

Crossbow: ¿Y sabes quién soy yo?

Yo: Sí. Eres mi amigo, el profesor Crossbow. Estamos en tu casa, en Reveria.

Crossbow: (con infinita delicadeza) ¡Muy bien! (yo sonrío radiante). Caminemos un poco, Arti, ¿quieres? Estupendo. (Me levanto de la silla. Soy un recién nacido, pero mi cuerpo no ha olvidado sus reflejos. Comienzo a pasear por la habitación con la antinatural seguridad y gracia de esos cientos de años de experiencia. La cámara nos sigue. Los recuerdos parecen amenazantes, voluminosos y angulares en la habitación de Crossbow, a pesar de su calidez, de los gratos paneles de madera, de su mobiliario y sus tiros de aire, de sus terrarios y acuarios de cristal, de su pantalla de proyección.) Allí. ¿Cómo te sientes ahora, Arti?

Yo: Me siento estupendamente, profesor.

Crossbow: ¡Maravilloso! Ahora bebe esto (me pasa una taza de cerámica llena de un espeso líquido negro prácticamente cristalizada con inhibidores de la testosterona) y después nadaremos en el acantilado. Más tarde cenaremos y entonces será momento de empezar con tus lecciones. ¿No estarás dormido, verdad?

Yo: (dejando a un lado la taza vacía) ¡No! (impaciente) Vayamos a nadar.

La cinta acaba cuando salimos por la puerta. Crossbow no era especialmente entusiasta de las cintas de vídeo, excepto cuando se trataba de su trabajo científico, en el cual la Academia exigía una meticulosa grabación de cada paso del proceso científico.

No así Rominuald Tanglin. Tanglin, o «el Viejo Papá» como mis amigos y yo mismo habíamos llegado a llamarle, era un fanático creyente del poder del vídeo. Era un constructor de imágenes, y en un momento determinado, uno de los más poderosos políticos del planeta Niwlind (a pesar de que aquel mundo era bien conocido por la retorcida habilidad de sus intrigas). Yo no llegaba a tanto, pero sentía que había heredado algo de sus destacadas habilidades en este campo.

Para Tanglin debió ser muy duro destruir cientos de años de cintas grabadas en el ordenador personal que yo había heredado de él, pero era consciente que esa vasta carga de recuerdos podría destruir una joven personalidad en desarrollo. Aun así, me dejó las grabaciones de los dos últimos años de su vida, cuidadosamente editados, con el legado de todos sus gestos y ademanes. Este ordenador, un modelo muy desarrollado de Niwlind, fue especialmente diseñado para Tanglin; él lo conocía mucho mejor de lo que yo pueda hacerlo nunca. Escondió cuidadosamente sus últimas cintas en algún sitio de la memoria, de tal forma que un programa virus las activaba de acuerdo a unos códigos variables. Las cintas iban personalmente dirigidas a mí, casi siempre precedidas por la carátula del insano rostro del Viejo Papá. Siempre me las dirigía como «Chico» o «Hijo», así que ni tan siquiera mis más cercanos amigos conocían nuestra verdadera relación.

¿Con cuánta frecuencia me he encontrado de repente con los desvaríos del Viejo Papá mientras visionaba sin descanso las cintas de mis proezas en los combates? Docenas de veces al menos; de hecho, su holograma proyectado aparecía y desaparecía constantemente por la casa. Me instruía en técnicas de política, o me hablaba de la perfidia de su esposa Crestillomeem, o de la acechante presencia de criaturas alienígenas a las que él llamaba «sanguijuelas». Estas «sanguijuelas» fueron su particular obsesión durante los últimos meses. Decía que había desarrollado sus técnicas en el manejo del arma para protegerse de «ellos». «Ellos», insistía, eran los degenerados supervivientes de la Cultura Antigua; de piel gris y huesos de caucho, con brillantes, huecas calaveras delineadas dentro de un tosco vestido de fibra negra. Por supuesto, estas locas afirmaciones no tenían la más mínima prueba de realidad. Según fui creciendo, dejé de creer en ello.

Había cientos de cintas. Debió haber hecho una cada día durante los dos años de descontaminación que pasó en el anillo orbital de emigración. Durante su última semana, en la casa del profesor Crossbow, en los Acantilados de Tethys, a sesenta millas de Telset, estuvo editándolas. Algunas cintas, especialmente aquellas en las que vierte detalles sobre su paranoica teoría acerca de la Cultura Antigua, emanan una intensa convicción que demuestra cómo debió haberse servido de sus habilidades para llegar a la privilegiada posición de Primer Secretario del gobierno de Niwlind.

¿Por qué me he convertido en un luchador artista? Bien, ¿qué más hay? Era joven, aunque aún poseía la gracia habitual de la edad. Mi cuerpo todavía recordaba su antiguo tren de combate. Y el arte en el combate es algo que todo joven persigue; es necesaria la vitalidad de la juventud, su despreocupación, su temeridad. Este tiempo moderno es duro para los jóvenes. Nuestros remotos antepasados, y algunos humanos contemporáneos, eran lo bastante estúpidos como para vivir en planetas de baja tecnología y morir pronto, algunos incluso antes de un solo siglo de vida. No eran capaces de vivir una y otra vez, suprimiendo con el peso de tantos siglos de poder y experiencia a su hijos e hijas. Es difícil encontrar un sitio para respirar cuando eres joven; es difícil para alguien que tiene doscientos años entender los sentimientos de otro que tiene dieciocho. Una respuesta de Revería ha sido la Zona Descriminalizada, un área libre de toda limitación legal o social.

Cuando la Zona Descriminalizada fue abierta, hace veinte años, muchos ciudadanos se asombraron y escandalizaron por el repentino brote de violencia anárquica que surgió entre las pequeñas bandas de errantes, ociosos, peligrosos y desafiantes delincuentes. Sus violentas actividades captaron el interés y la simpatía de otros muchos que padecían una frustración similar. Las filmaciones que contenían escenas de personas golpeadas salvajemente comenzaron a tener una audiencia cada vez mayor, y no sólo entre la masa juvenil. El dinero del vidente comenzó a introducirse en la industria. Comenzaron a ponerse de moda diversas formas de arte en el combate, los indisciplinados matones comenzaron a desaparecer pronto, y el combate artístico llegó a ser una profesión.

En la casa del profesor al nordeste de Telset, sobre un acantilado del continente Aeo, yo era un devoto seguidor. Al principio, el profesor lo desaprobaba, pero poco a poco, según iba creciendo, dejó que tomase mis propias determinaciones. En cierta manera, cada vez le veía menos neutro según iba explorando los acantilados y documentando la increíblemente intricada ecología de Reveria.

Un día dejé una simple nota al profesor y embarqué en mi bote rumbo a la ciudad. Tardé dos semanas en establecerme y volví a por mi computadora. Mi nota no estaba, pero así era el profesor. Mi partida le había liberado de su última responsabilidad. Imaginé que mi viejo tutor se había echado a la mar y que sencillamente se dejaba llevar por la superficie del Golfo de la Memoria.

Pronto descubrí que amaba Telset. Es una isla de doce millas de largo por cinco de ancho, plantada como una joya en las brillantes aguas del Golfo de la Memoria. Tiene la forma de una huella de zapatilla. La parte más norteña es Prospect Point; la ciudad original, Vieja Telset, está en el centro del acantilado este. Los orbitales pueden ver el golfo como una unidad: un lago del tamaño de un océano, completamente rodeado por los arrecifes de coral del continente atolón que llamamos Aeo.

Hace quinientos años, los conquistadores de Reveria sumieron Telset en un estado de roja y ardiente oscuridad con sus láseres orbitales, matando a todos los nativos. Cuando la superficie se enfrío, poblaron los suelos estériles con su propia fauna y flora, la mayoría traída de Niwlind. Las especies foráneas evolucionaron bien, pero según fue pasando el tiempo comenzaron a sucumbir ante las especies nativas, más arraigadas, que eran transportadas por el viento y los pájaros. Ahora la isla es una mezcla dispar de especies de una docena de planetas distintos, cada una ocupando su nicho dentro de un ecosistema caótico y cosmopolita.

Los límites de la ciudad de Telset son difusos; sus modernas villas de granito, travertina, mármol, metal o madera se dispersan por toda la isla. Ocultas en los bosques o medio enterradas entre acantilados, atisban por encima de la hierba, agazapadas en cañadas, calas y valles. Telset es como un laberinto de cables; lo cual hace de ella una ciudad poco compacta. El entretenimiento principal de sus habitantes son lo vídeos: vídeos aburridos, de arte, sobre la vida, el pasado. Es nuestra forma de vivir.

He explorado Telset a pie y en zumbador. Conozco los grandes, amazacotados y desiertos edificios del Viejo Telset como la palma de mi mano; la mayor parte del Viejo Telset es ahora la Zona Descriminalizada, mi campo de acción. Conozco a la perfección los canales de los Acantilados de Telset —tal vez demasiado bien—; los he recorrido en mi pequeño esquife Azote de los Mares y he nadado entre ellos y explorado con zumbadores acuáticos. He visto castores marinos, pesados tragabarros, patinadores y rayas, estelantes, enmarañadores, espumeantes y cormoranes. He visto enormes holotaurios vomitando fango, tan grandes como casas, arrastrando su gomoso cuerpo a los acantilados, y los he acariciado con mis manos. He visto las vastas costras cilíndricas de la Torre de Coral y las he escalado, zambulléndome después desde su cumbre hasta el mar. He visto Telset, la he tocado, oído, palpado, y he olido el aroma salobre de su aire oceánico. Pero ante todo, he conocido a su gente.

Aquellos de entre mi audiencia que han seguido de cerca mi carrera (y sé de algunos que han formado verdaderas bibliotecas con mis cintas) saben que comencé mi carrera como joven miembro de Conocimiento Disonante, una secta dirigida durante los últimos ocho años por una espectacular pareja: Agente Escalofrío y su Dama Hielo. Hielo y Escalofrío fueron los responsables de mi desarrollo como actor y experto en cintas de vídeo. El hecho de que a veces haya desafiado y maltratado a alguno de sus miembros (Seis Dedos, Martillo, Multimáscaras, Tortazo Feliz, Mosca Bill Flaco, Cadenas, Cerebro, Sumo, Cojo o Párpados) no quiere decir que no sienta un sincero afecto por todos esos extraordinarios artistas y luchadores.

Ellos me proporcionaron mis primeras cámaras. Me contaron innumerables trucos para la correcta representación de una obra dramática. Me ayudaron a encontrar mi primera casa. Me enseñaron cómo vestir, los rituales del combate y el Código del artista. El Código dirige nuestras vidas. Nos habríamos matado unos a otros hace tiempo si no fuese por el Código.

Tiene ocho años corrientes de existencia. Desde entonces, he escalado a lo más alto de este sangriento estandarte.

A pesar de la tecnomedicina, los artistas de la lucha pasan gran parte de su tiempo cicatrizando sus heridas. No se puede estar luchando continuamente, hay límites: las facturas del médico y el daño físico. Esto quiere decir que, incluso los mejores en el ranking de luchadores, tienen unas ganancias moderadas con respecto a la clase alta de Revería. Pero el dinero no lo es todo; en mi mente juvenil, la fama y el respeto significaban mucho más. Tenía suficiente dinero como para vivir cómodamente y sin ahogos en la Zona Descriminalizada. Mi casa tenía un sistema computerizado de alarma, y yo contaba con pagarés reales, una firme réplica del esmufo, y un guarda personal, Quade Altman.

¿Por qué un guardián humano cuando podía adquirir fácilmente una simple máquina que se encargase de sus desagradables tareas? Desde luego no era por sexo; mi libido estaba dormida desde que el profesor Crossbow me la dio, mi cara imberbe y mi voz suave y aguda eran prueba de ello. Tampoco era para guardar las apariencias reverianas típicas, estado-consciente y dominación-consciente. No, simplemente me gustaba porque era muy buena suplicando.

Todavía tengo el vídeo de nuestro primer encuentro. No pude resistir sus plegarias cuando se arrodilló ante mí entre los escombros de su mosaico en tres dimensiones. (Yo mido un metro y sesenta y cinco, mientras que Quade llega casi hasta los dos metros y medio.) Dos miembros de Estranguladores Perfectos habían irrumpido en su apartamento, ocultándose de los de Conocimiento Disonante durante una pelea. Como eran dos gamberros empedernidos, se dedicaron a destrozar sus obras de arte, unos excelentes mosaicos tridimensionales. Desafortunadamente para ellos, los gritos histéricos de Quade y el ruido de los mosaicos haciéndose trizas me alertaron; así que entré en escena y no paré de golpearlos hasta convertirlos en pulpa. Fue maravilloso; mis cámaras lo captaban todo mientras Quade sufría un cambio en sus maneras que me cautivó. Cayó de rodillas en su increíble longitud, echó sus brazos sobre mi cuello y comenzó a suplicar; literalmente me rogó que la protegiera y la llevara a un lugar seguro. Dudé: en aquellos días quería tener una imagen de inhumanidad. Pero finalmente decidí que así podría hacer cintas de vídeo nuevas y me la llevé; ella cayó desmayada. Después descubrí que esto le sucedía a menudo debido a ciertos problemas circulatorios producidos por la atmósfera de Revería; pero aquello fue una gran actuación, y además hizo algunos de sus mejores mosaicos en mi casa.

Llevaba conmigo dos años. Tenía la espinilla fracturada y estaba curándome, viendo vídeos y haciendo un poco de humo, cuando Quade entró en mi habitación con una luz de noche y algo de comida. «Las estrellas están preciosas esta noche», dijo distraída. Estaba ruborizada; sus ojos brillaban, y ese peculiar tono amarillento que a veces los nublaba había desaparecido. No sabía exactamente qué le sucedía, pero enseguida temí que era algo relacionado con el sexo; ella no tenía ningún amante. Yo había intentado vanamente durante dos años algo que consolase sus instintos, pero los resultados habían sido relativos. «¿Te froto la espalda?», murmuró. «¿Quieres que te coloque la almohada? ¿Te doy un masaje? ¿Te traigo las pesas?»

«Me mimas demasiado, Quade», dije. «Pero dame una servilleta, no me gusta tomar la comida caliente si estoy desnudo.» Levanté la tapa del recipiente; el vapor se diluyó en el aire. Había trocitos de raya asados con hierbas de los pantanos; ninguna proteína importada de los anillos. Tengo un gusto peculiar aunque a algunos les parece poco corriente. Algunos fanáticos pueden no estar de acuerdo pero, ya que conquistamos la isla, ¿por qué no disfrutar con sus manjares? Sería un insulto a Reveria actuar de otra manera; así podemos apreciar los bienes que nos reserva.

Quade abandonó la habitación de tres increíbles zancadas. Estaba a punto de empezar a comer cuando oí el sonido tintineante del comunicador personal. Apagué mi canal propio de vídeo y apareció la cara de sapo de mi genial amigo y patrón, Mr. Richer Money Manies.

«Hola, Money Manies», dije. «Encantado de verte.»

«Igual digo, Chico», dijo Manies, lamiéndose los labios. «Estás intentando seducirme con tu cuerpo atrofiado e imberbe ¿verdad? No has elegido bien tu verdadera vocación, querido. Deberías haberte dedicado al porno.»

«Lo siento», dije tapándome con la almohada. «No pretendo satisfacer tus depravados gustos.» Quade volvió para recoger la bandeja; la atraje sobre mí. «Quade, pequeña, acaríciame el pie», la dije, más que nada para pinchar a Manies. Mientras ella se arrodillaba al pie de la cama para acariciar adorablemente mis pies, cogí con los palillos un trocito crujiente de hierba y se lo ofrecí. Lo comió agradecida. Me aseguré que Manies lo veía todo a través de mi cámara. «Un maravilloso crepúsculo ¿verdad, Manies? Me he levantado a tiempo de verlo.»

«Sí, fascinante, fascinante», dijo distraído Manies, sus ojos azules se abrieron un poco. «Pero aún es posible darle un toque escarlata. Escucha, querido. Dentro de doce horas voy a dar otro de mis famosos desayunos. ¿Podemos quedar tres horas antes del amanecer? Necesito completar con urgencia un grupo de artistas del combate y tú eres el mejor de entre los mejores, Chico.»

«Apuesto que eso se lo dices a todos los luchadores que no puedes seducir», dije. «De cualquier forma, estaré allí. Supongo que es inútil que esta pierna herida te sirva de excusa.» Aparté la pierna en cuestión, mostrándole la envoltura transparente y los electrodos que ayudaban a regenerar el hueso. «Caminaré, así me mantendré en forma.»

Manies resopló. «¡Qué mundano! ¿Es este el Chico Artificial, la superestrella? Te enviaré a cuatro de mis más apetitosas pornoestrellas para que te transporten en una litera cubierta y perfumada. ¿Por qué correr riesgos? Podrías encontrar algún luchador descerebrado poco dispuesto a besar la punta de tu nunchako. No, deja que yo me encargue del transporte.» Hizo un ademán con sus gruesos dedos. «¿Qué has estado haciendo durante tu convalecencia, querido? ¿Visionando vídeos?»

«Exacto.»

«¿Qué canal?»

«Ninguno en especial; algunas cosas emitidas desde la zona desierta. Producto de algún flotante; el trabajo de ordenador es excelente. Hay algo que me interesa; ella trabaja con un zumbador manipulante. No es una observadora pasiva, capta cosas y las enfoca. Es una innovadora.» Cortamos nuestro canal de comunicación visual y conectamos con el 85. «Oh, conozco el trabajo de esa mujer», dijo Manies. «Es Cewaynie Wetlock. Es muy reciente, no tan vieja como tú.»

Nunca había oído hablar de ella. Nos dedicamos a criticar su trabajo durante dos horas. Manies me hizo jurarle que le haría una cinta con sus críticas (unas críticas que serían enviadas a Cewaynie Wetlock). El tiempo no significa nada para un reveriano de trescientos años, pero al ajado anciano le parecía correcto hacer los esfuerzos necesarios para divertirme.